lunes, 22 de febrero de 2010

VACUO AMOR

Hoy debería estar chiflando y cantando una canción de amor. Y en cierta forma poseo un poco de esa felicidad adolescente. He osado brincarme la verja del jardín y quedarme contemplando las aguas del estanque, y un poco más: he hecho barquitos de papel y los he dejado a su suerte naufragar. He aquí una frase que me ha movido a la acción idiota de aventurarme a la primavera:

“Toda relación entre un hombre y una mujer no será más que locura, inútil pretender racionalizarla”.

Es tan simple la frase que solamente puedo justificar su influencia en la medida en que es una formulación de lo que ya sabía pero no me atrevía a aceptar. Es que me negaba, porque estoy pensando en un ser un poco más parecido a mí. Pero eso carece de sentido: nada de eso garantiza alguna forma de éxito. Las cosas que funcionan, fíjese bien, lo hacen basadas en concesiones. Por ejemplo, una relación entre un hombre y una mujer debería durar, a lo sumo, uno o dos años. Más, es sociedad mercantil; los accionistas no hacen más que velar por sus intereses propios bajo el signo solidario de la mutua comprensión. Los valores de la negación del individualismo, tienen un nido: el del matrimonio. La familia, como núcleo social fundamental, no es sino consecuencia de esa primera deformación natural del sexo impuesta por las figuras de madre y padre, estructuras psíquicas que sobreviven en un universo maniqueo y que rompen la posibilidad humana de brincarse al segundo plano de una evolución espiritual. La relación tradicional entre hombre y mujer es estática, es la mejor aliada del Estado, de los dictadores, del dogma. Estado, Iglesia y Sociedad, no hacen más que partir de la base común de esa complicidad entre hombre y mujer.

A la mujer que se ama no se le regala el infierno del matrimonio, suceso rebajador de la independencia y la libertad. Creer que esa institución guarda una proporción con una escuela ortopédica, tiene todo de cierto: nos obliga a negar las partes de nosotros socialmente inaceptables, cuando, precisamente esa parte de nosotros es la mejor: crea desequilibrio histórico y fomenta el cambio hacia un estado diferente. Un matrimonio es una dulce penitenciaria, un tormento delicioso que poco a poco nos va haciendo menos de esos espíritus fuertes que se puede llegar a ser. Los anarquistas, los rebeldes, difícilmente podrían concebir el amor a una sola mujer, porque saben que el motor de la historia es el desequilibrio de no poseer tierra para cultivar. Todo hombre es un marinero sin puerto.

Por otra parte, la realidad misma comprueba que el desafío que tenía que enfrentar el matrimonio, salvo excepciones contranatura, ha salido avante de los ideales románticos entre macho y hembra. No existe unión matrimonial fuerte que no sobrevenga como motivo de un adulterio: es el deseo de redención lo que une muchas veces a un hombre y una mujer, el de miseria y caridad, el de deseo y arrepentimiento, sentimientos tan impuros como necesarios para sostener una pura ficción. El efecto, incluso, que debería obtener el matrimonio, llega, con el tiempo, a convertirse en su fundamento: como si los vástagos mismos no tuvieran suficiente con lidiar con la terrible verdad de su origen legal y su relación viciosa con sus progenitores como para evitarles la carga de sostener a un par de engendradores cansados. Al hombre más le hubiese valido salir de la tierra, ser fecundado por una bellota, y sucumbir sin dejar rastro de su existencia. La continuidad genética fomenta en nosotros la idea de causa y efecto, sustancia y orden establecido, cuando en el fondo, no se es más que un guiñapo de los genes, de la historia y del sentimiento de responsabilidad paterno o materno impuesto por nuestros propios padres. Purgamos nuestras deficiencias como hijos, nuestra rebeldía por protestar contra el hecho de haber venido al mundo, engendrando hijos. Si, en el fondo, odiamos a nuestros padres por esa suma osadía que fue haberse atrevido a “regalarnos” el suceso de la vida, también ahí tramamos una justificación baja: nos autoinfligimos la condena del mismo delito a guisa de poder sobrellevar y justificar la continuidad genética, la locura y provocación de nuestros padres. Quien ha logrado perdonar del todo a sus progenitores, difícilmente tenga que recurrir a semejante treta psíquica, ardid maquiavélico de la especie, culpa compartida en un ataque de pánico por la muerte.

Perdidos los hijos, incapaces para engendrar, vuelto el sexo un instrumento de recreación y no de procreación, apestado el matrimonio por su doble moral necesaria, las cosas entre un hombre y una mujer se vuelven complejas y… ¿por qué no decirlo? Fascinantes.

Es esta fascinación/desfascinación, la que ocupa mi mente todos estos días. Primero, he llegado a la conclusión de lo innecesario del matrimonio y, a la vez, la necesidad de que un hombre se ocupe en una mujer. Sobre cuál será la forma de compaginar estos imposibles, es lo interesante del caso.

Este actuar, se resuelve en la total práctica. Lo esencial, en estos casos como en cualquier enfrentamiento con la vida, es tener una base teórica suficiente que permita el juego de las ficciones. Esa base, es la total falta de significación metafísica de cuanto se haga o se deje de hacer. Posterior a esto está la consciencia de que, por tanto, no hay solidez de ningún tipo en la personalidad del objeto de nuestro afecto o energía empática. Se trata de relaciones y no de objetos del amor, siempre se trata de relaciones contingentes, de productos que emergen de los lazos trazados (Es falso y verdadero que se diga que no se muere de amor sino que se muere de alguien). Así, no existe fama o prestigio del cual se pueda revestir el sujeto amante o el objeto amado. Todo amor siempre es novedad, es auténtico e insignificante. La grandeza del amor consiste en que es desechable: se enseñorea sobre el instante, es la voluptuosidad enclavada en lo inmediato. No tiene nada que ver con el amor la nostalgia o el ensueño, residuos, momias de ese sentimiento que se despliega en el acto sexual. Se ama solamente a veces y en diversas posiciones.

Así, el Don Giovanni de Mozart es y seguirá siendo la metáfora vuelta sobre sí del erotismo, de la música representada en los cuerpos femenino y masculino, la diversidad monolítica, el absoluto multiplicado: un sólo hombre para mil y tres mujeres. Lo relevante no es la cantidad de mujeres, sino la dispersión del objeto amado, la apreciación de quien carece de fundamento o sustrato de actuación sobre una realidad que se escapa, con independencia que la multiplicación se haga sobre la misma mujer. (La dispersión se da sobre tiempo y espacio). Sexo es regeneración espiritual como forma de seducción de la materia.

Si, como dice Lacan, el espacio de revelación del ser se da en el silencio del acto sexual (es decir, de la forma agráfica del ayuntamiento), es porque funge como base para la solidificación de la institución matrimonial. La boda, la yuxtaposición de significados, no proviene más que del éxito o fracaso de la unión sexual. Así, si la base es esencialmente biológica, la forma de concepción de su significado, solamente por desviación, por influencia indebida de los sentimientos bajos del hombre, se corrompería en los mitos románticos que nacen a partir del siglo dieciocho. Cierto que la cultura occidental tiene, en cuanto a este tema, como principal manipulador la herencia judeocristiana, y precisamente por su decadencia se posibilita la aparición de una nueva forma de concebir al amor: el amor como acto de caridad es evidentemente molesto pues no representa más que una ruptura con el impulso vital del erotismo, la voluptuosidad y el deseo desbordante. Los límites éticos o religiosos surgen de la incapacidad de la especie por enfrentar una nueva realidad donde los sujetos, individuos capaces de dar el salto, han reestablecido las fronteras de su propio género. Acercarse al fluido de esa libido es desmantelar los artificios que la ensombrecían. Se arroja luz dejando a las cosas ser, desbordándose en la insensatez, medida única válida de un aprendizaje sincero. Lo demás no es más que miedo deformado: esa precaución racional, ese constructo moral, ese estigma de lo sexual es ridículamente revelador de las deficiencias de lo humano, inepto para el erotismo, cansado para la fertilidad.

La mujer es la primera en ser transformada por ese desmantelamiento. La virginidad, la pureza y castidad ya no deben ser sus cualidades. Es totalmente propio de épocas moralmente avanzadas el elogio de la puta y la ridiculización de lo materno.

Ahora bien, dado que he reconocido su lugar, también le presto atención como fenómeno psíquico. Me molesta el desdén que profesan algunos al hacer caso omiso y entre líneas al acto sexual. Todos coinciden, con ese gesto, en que es lo que es y es imposible asumirlo de una manera que no sea la silenciosa. Incluso los más sexuados omiten una expresión directa del acto. Me molesta porque se erigen en jueces de su propia humanidad, de aquello que más nos trasnocha al mar del anonimato. Todo ángel es grotesco, al igual que todo impotente sexual mueve a risa culpable. Así, cuando descubrimos en flagrante confesión al filósofo sobre la fascinación que ejerce sobre él el sexo, no podemos evitar sentirnos defraudados. Por eso toman sus medidas y proscriben el asunto a la alcoba. Cuando Foucault se empeña en acusar la anomalía occidental de “sentir más placer en hablar sobre el sexo que en vivirlo”, en ser, el actual, el único periodo histórico en donde se ha analizado, diseccionado, sintetizado y vuelto a examinar al sexo, lo hace en nombre del ideal de una tecnología o arte del erotismo. Pero esta desviación, por llamarla de algún modo, marca un período histórico necesario, una vuelta sobre sí mismo natural y fatídica. El cansancio engendra la necesidad de volver sobre lo ya vivido, ocaso que solamente a un romántico como lo fue el mentor del escritor de Les choses et les motes, se le ocurriría juzgarlo como perjudicial para el espíritu. En efecto: no negamos que sea decadente tal conducta, pero solamente esa postura es la que revela vacío al proyecto humano. Es el punto que finaliza y que da pie al inicio, quizás de una concepción distinta del erotismo, de una liberación de hombre y mujer como caracteres sexuados.

Ya que estamos con Otto Weininger acerca de la intrínseca esencia de la mujer como ser sexuado, es ella la que saldrá mejor beneficiada del nuevo ámbito que se le abre. Definitivamente será doloroso, nunca como ahora resulta claro que esta realidad, la de la ley del deseo, de su extinción y nueva aparición cíclica, es terrible y exige un tono de espíritu bizarro y fuerte. Si existe algo así como una ética del sexo es la de la capacidad de saber decir adiós. Saber cuándo y cuánto amar, hacerse amar y dejar de hacerlo, implica la cumbre de nuestras fuerzas espirituales reveladas en acontecimientos indomables.

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