lunes, 22 de febrero de 2010

Sobre Nietzsche

Un niño de ocho años caminando con paso marcial sobre una plaza pública bajo una lluvia torrencial. Un adolescente en medio de prostitutas tocando un piano viejo, sumido en el autismo de una improvisación musical. Un joven filólogo sobre una roca en la Alta Engadina, celebrando una idea delirante. Un hombre ya maduro bailando desnudo en su cuarto de alquiler como Shiva, el dios indio, bailarín cósmico. Ese mismo hombre arrojándose al cuello de un caballo maltratado por el cochero, movido por un infinito sentimiento de compasión. Un hombre sumido en el derrumbamiento psíquico de sus mejores días, postrado, sin que podamos decir que posee brillo de vida alguno en los ojos.

Es un tema común celebrar a Nietzsche como un filósofo apasionado que vivió hasta las últimas consecuencias su filosofía. No es para menos, en todo recordatorio, biografía u homenaje, siempre se queda uno corto: generalmente se acentúan elementos de su obra que no forman parte de la exasperante dispersión de la que fue presa su creatividad intelectual. Cada aforismo es rico en contenidos y se pueden entresacar de ellos multitud de obras más. Es imposible escribir un libro sobre el de Röcken sin que se discrimine el todo, sin que se proyecten en él fondos propios, manías ajenas. Se le puede hacer confesar cosas, preconizar otras tantas, en fin, como bien dijo alguien por ahí que ahora no recuerdo, “se le puede usar como pantalla de proyección”. La riqueza de su pensamiento, las relaciones estructurales que planta en la cultura en general, es un método: el fenomenológico, casi psicoanalítico, mismo que hará larga carrera en el siglo veinte, por no decir que casi abre las puertas al estructuralismo por venir.

No era tan brillante como algunos suponen, pues su doctrina ha sido matizada y mejorada en diversos aspectos (los ejemplos claros se dan en Scheller, Bergson, Ortega, en el psicoanálisis y el postestructuralismo). Sin embargo la “onda de choque” que creó su genio, es muy posible que, en efecto, haya divido la historia del pensamiento humano “en dos”.

Cuando se está ante él (ésta creo que es su mayor virtud), se siente uno inevitablemente aludido, agredido incluso. Este señalamiento recorre las fibras más sensibles del ser y reacciona uno como lo haría ante un veneno o ante un elixir: potencia las cualidades de nuestra persona. En mi opinión, en alguien a quien también admiro mucho, está presente este elemento de “voluntad de poder” que exacerba Nietzsche: Cioran. Me resulta del todo evidente que están emparentados por un cordón umbilical fuertísimo. ¿De qué manera es esto así? Supongo que existen estudios al respecto, pero por mi parte se me abre un panorama de reflexión como nunca antes se me había planteado.

Inicialmente se trata de talantes, de corporeidades básicas insertas en la historia y en la geografía que responden a destinos inescrutables. Cioran y Nietzsche coinciden en el hecho de que el hombre no puede huir de su destino crucial, que lo somete a través de los procesos biológicos y psíquicos, de los factores de la salud, de la cultura, de la religión, del arte, de la ciencia, del clima. Así, sin lugar a dudas existen pueblos enteros “degenerados” y “decadentes”. Cioran es un decadente, un “tardío”, alguien rezagado del curso de la historia y por ello mismo, en su desfase, manifiesta la nostalgia infinita de paraíso del que algunas almas adolecen. Pero Cioran no hace violencia contra esta propiedad suya, al contrario, exalta esta debilidad como si se tratara de una virtud, de algo de lo cual enorgullecerse. Es como si le dijera a Nietzsche: “Mira, aquí también tenemos valores que imponer, orgullos que cultivar: ¿no acaso a ello nos has enseñado?”. Sin duda, la voluntad de poder se dio en alta medida en el cristianismo, la actitud de esclavos por excelencia según Nietzsche, el cual impuso sus códigos de valores como resultado de una baja apreciación de la vida, como resultado del feísmo del mundo, de su miseria. Cioran, en cierto modo, esboza un argumento contra la doctrina de Nietzsche aunque, en el fondo, ostensiblemente nietzscheano, que le podría bien servir al cristianismo: Todo el cúmulo de valores de la realidad nos habla de sujetos míseros, esclavos, de bajos instintos que también representan un aspecto de la voluntad de poder, que no temen proclamar que son inútiles para la conquista y para servirse del orden de lo noble, y que por ello incitan a la compasión y a la humillación de su naturaleza terrena. Cioran regresa sobre los pasos del superhombre, desnuda el fondo del cual provienen sus fundamentos (de un fracaso ante la vida surge esta exaltación sesuda de la misma), revierte el método genealogista sobre su inventor, y roe toda posibilidad de trascendencia humana.

Puede resultar complementaria a la crítica Ciorana sobre la visión de Nietzsche, el sentimiento de trascendencia mística que presenta Simon Weil. Por vez primera, aunque ya hay antecedentes en Pascal, una afecta al cristianismo expone de manera cruda, desnuda, intensamente honesta (una exposición de llagas casi cínicas), la condición del creyente en Jesucristo: imprescindible sentirse paria del mundo, abortado de los procesos terrenos de felicidad y gozo, periclitado a una agonía cósmica en donde cualquier forma de salvación no es más que una irrisoria mueca de las invenciones humanas. Toda filosofía y religión se pierden para el desahuciado espiritual en la ceguera de la condición humana, podrida, demente, formada del estercolero de un escándalo que es la vida animal. Famosa es la escena en donde Weil, presa de un abatimiento nihilista, se encontraba en una bahía italiana, contemplando una procesión católica sumida en rezos y plegarias fúnebres. De repente fue penetrada por la sublime verdad de su pertenencia a estos “esclavos miserables del mundo”: su condena, su esclavitud, le pareció, súbitamente y como un relámpago divino, la condición preciosa de una aspiración al perdón y al amor ultramundano. El logro de ser perdonado, no tiene mayor exponente en sus líneas más bellas que en Simon Weil, y expone un itinerario por completo ajeno a la elucubración nietzscheana. Sí y no. Desde luego Weil, como acertadamente expone Cioran, es en sí un espíritu totalitario (aunque eso puede ser tomado como proyección de Cioran, cabe mencionar), una complexión harto genial y excepcional, es decir, ella también podría ser tildada de “superhombre”, pues todo santo, lo sabemos, es un tirano interior, un ejecutante inflexible de los mandatos absolutos de su fe. Sin embargo, a pesar de lo anterior, observamos la misma propensión ciorana: exaltar al grado sumo la mísera condición del caído, del perdido, de lo humano. Para ello era necesario, antes que nada, dejar en claro que el hombre es un ser poca cosa.

Puede ser que, en efecto, el acto reflejo de la arrogancia o vanidad de sí mismo, sea, en realidad, el acto originario, y el reflejo, sea la poca consideración sobre sí mismo, aún ésta se catalogue de “por completo falta de consideración”. Las notas patéticas de ambos entramados, personalidades proyectadas, se dejan sentir en sus notas exorbitantes, pues en el uno, se mueve a compasión charlatana y en el otro, al ridículo extravagante. Ambas composiciones son sublimes bufonadas, penas ajenas hacia arriba o hacia abajo, en realidad. Si se es nietzscheano, por decirlo de algún modo, inevitablemente quedará uno convertido en saltimbanqui, en esa caricatura del Übermensch que es el Zaratustra, y, por el contrario, la lastimosa heredad del ángel caído, sin redención y sin posible escapatoria de su destino de esclavo (porque finalmente, según la famosa fórmula de Lutero, el santo siempre se sentirá así), sólo nos moverá al itinerario del bostezo con su nulidad del tiempo, su esquizoidía metafísica. Esta actitud que describimos, síntesis de ambas posturas radicalmente coherentes, es la perteneciente al “último hombre” del cual nos alertaba Nietzsche que abarrotará los siglos venideros de la postmodernidad.

Sin embargo, ¿tenemos otra opción? Me adelanto demasiado quizás, pero para lo que sirven estos escollos, no hay resolución retardada que valga: de alguna manera intuyo que este “último hombre”, coincide con mi idea de la necesareidad del hombre mediocre. Cioran aboga por los espíritus caídos, los santos, los decadentes supremos que arrebataron a la idea del superhombre su certeza biológica. Nietzsche hizo lo propio por los avasalladores de lo humano, los epilépticos de la historia, despilfarradores de las potencias de la tierra. ¿Qué queda en medio? Una masa anónima, los sujetos comunes, desprovistos de limbos enceguecedores, de éxtasis dionisiacos, de orgías de muerte y santidad. Esta línea media que se traza entre el grueso de lo humano, vale la pena describirla, quizás como lo intentó hacer Joyce, Becket o Kafka, en aras de un acercamiento a una forma más certera de conocer al hombre de carne y hueso.

En este sentido, ya tengo un parámetro, igual que se cuenta con el grado de ebullición y de congelamiento del agua, para ubicar toda literatura posible que realice.

Quería con este escrito hablar de Nietzsche respecto a Cioran y terminé hablando de mí mismo, de mi visión sobre las cosas. Es pertinente decir que eso también es consecuencia de leerles: terminan remitiéndote a ti, y eso vale más que cualquier doctrina de pensamiento pues nos obligan a pensar por nosotros mismos. Sé que es un lugar común, pero no debe dejarse pasar la oportunidad para señalar que la mayor virtud de un buen pensador es no imponerte sus efectos, sino impulsarte a reescribir la totalidad de la intuición transmitida.

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