lunes, 22 de febrero de 2010

Sobre la imposibilidad de hilvanar pensamientos libres

Llevamos la mayor parte del tiempo una canción en nuestros pasos. La olvidamos, de repente, pero luego, en un silencio del pensamiento, emerge hasta un punto más avanzado. Si se pudiera cronometrar el momento en el que sale a flote de nuevo, seguro estoy que cumpliría exactamente con el tiempo que, en la realidad, media de momento a momento de la melodía original. La inconsciencia, evidentemente, tiene esta inercia biológica (le llamo así a falta de un mejor nombre), pero parece ser que la misma consciencia no queda fuera de esta determinación. Es como si las neuronas avanzaran sin necesidad de la voluntad, como si el pensamiento fuera algo automático. Es común concebir al pensamiento como algo que está bajo nuestro control, pero no es así. Tal y como los afectos nos dominan, el cerebro hace lo suyo. Una serie de prejuicios, estimaciones, predisposiciones en forma de conceptos, imágenes y, sobre todo, de estructuras, determinan el fluir de nuestra reflexión. Aún más: ya ni siquiera el pensamiento como flujo, que podemos decir que se trata de algo más avanzado, sino algo más elemental: la misma consciencia, la apertura de los ojos, el status quo de lo que se tiene enfrente. Estar despiertos es cosa de las funciones biológicas, y el estado de alerta intelectual, también.

Los letargos, los pensamientos “involuntarios”, provienen, más que de un desaliño en el intelecto, de un dejar que el pensamiento siga su curso. Si no lo frenaran nuestros prejuicios ¿hasta dónde llegarían?, y eso incluye al letargo. Pareciera que la labor del verdadero pensador es hacer que fluyan en sí los pensamientos, quitar trabas, deshacer diques, hacer que el pensamiento se expanda como en un sueño crecen libres las formas hasta el desconocimiento, hasta la desproporción de símbolos o imágenes, flora y fauna con la que se sirven los alimentos gourmet del psicoanálisis, extraños seres que no guardan una relación “lógica” con los intereses de nuestra consciencia.

En el sueño, parece ser, se manifiestan sin trabas las proporciones de los pensamientos verdaderos, si se les puede aún llamar así pues, propiamente, constituyen vivencias previas a simbología alguna entendible. El pensamiento, habría que definirlo de una vez, solamente es el que se desarrolla a nivel de la vigilia y nunca en los momentos previos o posteriores a él. También hay que agregar que el pensamiento forma parte del área del psiquismo y, si se ha entendido que lo ubico en su relación mediata con la biología como una relación inmediata, es porque hago énfasis de su naturaleza causal, por completo inserta en el devenir de las cosas, fatales, necesarias.

Sin embargo, existe una frontera que media entre la vigilia y el sueño en donde el pensamiento adquiere determinadas características. Para los que hemos tenido la vivencia de encontrarnos leyendo un libro cuyas ideas frondosas consumen gran parte de nuestra atención y razonamiento, y de manera repentina nos hemos quedado dormidos, podemos apreciar en tal experiencia las siguientes determinaciones del pensamiento: a) la velocidad de digestión o asimilación de la idea expuesta en el libro adquiere una velocidad sorprendente, b) se adopta de manera convincente la jerga utilizada por el escritor recién leído en la expresión de la idea desarrollada, c) emergen diversas connotaciones que, estamos seguros, en la vigilia no hubiesen podido ser articuladas, d) el desarrollo final, si es que existe, del discurso de expresión de la idea, se pierde en la neblina de la amnesia, instantes antes de despertar de nuevo. Es en este último momento cuando hay que tomar papel y lápiz y apuntar la conclusión “pensada”, pues sin duda, significará un avance que en el plano de la lucidez no hubiese sido posible formular.

Una experiencia similar pero mucho más torpe, son los pensamientos formulados bajo el influjo de una droga. En mi caso, y aquí con toda vergüenza lo confieso, solamente he tenido acceso al alcohol, por lo que me limitaré a esta vivencia. Casi, se puede decir que se repiten las características que se dan en la región liminar del R.E.M, salvo, desde luego, la adopción del lenguaje del interlocutor y el asunto de la connotación a otros planos: el alcohol estupidiza, para ser concluyentes, y solamente podemos ser más graciosos o más creativos en ciertos grados, pero nunca más “inteligentes”. Sin embargo, esencialmente el pensamiento se torna pesado aunque la consciencia temporal de su desarrollo sea rápida. Velocidad de desarrollo y liviandad de la idea no son términos precisamente concordantes, ya que, por decirlo de alguna manera, uno de nuestros deseos fervientes cuando estamos ebrios, es el de dejar de pensar. La embriaguez es un solaz a toda forma de asunción de la angustia del devenir, incluyendo la del pensamiento. Se es más “valiente” con el alcohol porque nos alejamos de la realidad. Sin duda, sí existen grados de penetración de lo que nos circunda, he aquí el caso superficial de la consciencia afectada por una droga.

La razón por la cual se baja a las profundidades del inconsciente a través del quedarse dormido, mientras aún experimentamos una forma de inteligencia, es porque nuestras facultades cognoscitivas se mantienen indemnes, mientras que en los estados emotivos alterados, no.

Ahora bien, quisiera regresar sobre el fatalismo del pensamiento, es decir, tratar de comprender la tesis de que la asociación libre de ideas es una hipótesis sin sentido.

Se afirma que el fluido de los pensamientos está gobernado por determinaciones que forman parte del reino de la causalidad. La base primordial de esta idea la da el materialismo, el naturalismo, y las ciencias positivas, principalmente las opiniones positivistas que se encuentran bajo el influjo de Kant. Quienes abogan por un principio de libertad o de presencia de un factor azaroso, tildan de reduccionista la visión de los anteriores dado que no existe parámetro para poder establecer la existencia de relaciones necesarias en todo el orbe de lo físico (baste para ello recordar las objeciones hechas por Hume y Wittgenstein al principio de la causalidad). Por el contrario, los que niegan tal elemento de arbitrariedad, esgrimen el argumento de que en el fondo lo que subyace es una obstinada tendencia hacia la vanidad humana: es más honroso percibirnos libres que optar por un destino absoluto. Una vez más, los que abogan por el carácter de lo libre, argumentan que puede ser así, pero en todo caso es más conveniente creerse libre, aunque de plano no se sea libre que al hecho de creerse esclavo, aunque tampoco se sea, pues la posibilidad de funcionamiento de un orden moral, religioso, en suma, cultural, sería insostenible. En efecto: ¿qué sentido tiene que el fatalista trate de convencer, por ejemplo, a quien cree en la libertad de que ésta es una químera, cuando éste está de antemano destinado a creer en que es libre? En el fondo, ambas hipótesis son imposibles de demostrar y multitud de filósofos y científicos han tratado de verificarlas, sin éxito alguno de comprobación. Creemos que tal determinación no es posible efectuarla porque pertenece al ámbito moral y no al físico o metafísico. Sabemos que lo moral es una mera construcción que se planta en el plano social y político. Creemos, que la moral no puede pertenecer al ámbito interior porque lo que acontece en el plano interior, en realidad, en su totalidad de manifestaciones, es incognoscible. Ahora bien, esa construcción posee elementos de juego, de espacios libres, ranuras éticas donde definir el detalle de nuestra existencia. Pero son mínimos.

En efecto, el principio de la fatalidad sostiene que sí existen los atributos en nuestra persona de libertad, pero que son tan irrelevantes los campos en los que es posible ejercitarla que se queda en nada. Esta observación revela otra cosa a saber: el concepto posible del término “libertad”. Tal y como en su momento hizo Spinoza, según se perciba a ésta podemos señalar si se es libre o no se es. Por ejemplo, es totalmente demostrable que el día de hoy yo “escogí” tal abrigo y no otro porque yo así lo quise. A esto, un fatalista replicaría que, en efecto, pero que en uno no está la condición de escoger “si he de ponerme un abrigo o no” pues esta mañana hizo mucho frío, y eso no es posible escogerlo. Sin embargo, si puedo elegir cambiar de lugar de residencia y viajar a un sitio más tropical, etc. La libertad es un termino relativo, situacional, como diría Marcel, en determinados casos (de ahí que todo fatalista no sea más que un furibundo defensor de la libertad, en realidad). Pero este plano de actuación de la libertad, finalmente, replicaría el fatalista que es irrelevante, puesto que se pueden hacer miles de cosas y nunca realmente sabríamos el trasfondo de la “decisión”, por ello su elemento natural de argumentación del fatalista es en el terreno de las motivaciones de la decisión. Si lo que se quiere es demostrar que escogemos libremente, habría qué preguntarse si tenemos abierta la posibilidad de saber qué es lo que estamos escogiendo, para estar en aptitud de responder si realmente somos libres.

A esto, salta a la mente el papel importante que tiene el conocimiento: ¿la verdad te hace libre? Si un camino se bifurca, y yo no sé el destino que me depara cada sendero, ¿puedo escoger libremente mi ruta de viaje? Sin duda, no; todo lo que me acontezca más adelante, no será por una causa atribuida a mi “decisión”. Cuando se dice que la vida “nos empuja” a encarar situaciones es porque se está justificando toda actuación, para bien o para mal. Cuando se dice que “escogí ponerme este suéter”, se debe preguntar ¿hasta dónde sabías de ese suéter?, ¿realmente fuiste tú o las condiciones climáticas?, ¿cómo no saber si se mezclaron en tu decisión elementos inconscientes, ignotos, mismos que no pudiste sopesar sino que, por el contrario, te dominaban y terminaste haciendo una “elección” a favor de tales ignorancias? El fatalista diría que fue el suéter el que escogió al sujeto y no al revés: quizás la prenda de vestir tiene una liga sentimental con una etapa de su vida que ya olvidó por autodefensa emocional, quizás una parte de él recuerda que abriga mejor, una intuición sensitiva del sentido del buen gusto le induce verlo como la mejor opción para que combine con su ropa puesta, así, de poco en poco hasta emerger a niveles más conscientes: la otra opción está un poco más arrugada, está un poco más perjudida, realmente le queda un poco holgada, etc. Así, podemos afirmar que en todo nuestro guardarropa hay ropa que de primera vista es para vestirse, aunque siempre nos terminemos poniendo la misma ropa. Puede ser sorprendente revisar el guardarropa de la gente que viste siempre las mismas prendas: repletas de otras mudas, pero sin que nunca sean escogidas para ser usadas aunque, de primera mano, no sepa su dueño porqué razón pasa eso. Por ello, es totalmente comprensible cuando algunas mujeres exclaman ante un guardarropa repleto “no tengo nada que ponerme”: de alguna manera deben tener razón.

El itinerario del conocimiento se planta sin voluntad: cada vez que miramos, aprendemos. Incluso cerrados los ojos, tapados los oídos, el tacto, la nariz, clausurados todos nuestros sentidos, seguimos experimentando el suceso, la sensación de no percibir: conocemos qué es estar en esa condición. La condición de vivir es la del conocimiento, aunque éste pueda tener diversos grados de profundidad, trascendencia o extensión. Así, en cierta medida, no es controlable el alcance que podamos tener respecto a ciertos temas. Habrá quienes no puedan pasar de las nociones básicas de la geometría y les resulte por completo imposible penetrar al cálculo diferencial e integral. Definitivamente muchos de los temas habitualmente manejados por los filósofos, no son los mismos utilizados por los profesores de filosofía, aunque estos últimos piensen que creen saber de qué hablaron los anteriores. Peor aún, hay personas incapaces de tener pensamientos propios, pues la más de las veces los pensamientos que manejan no son más que muletillas aprendidas de otros. Estos límites personales de la inteligencia suponen como consecuencia la posibilidad de ser “más libre”, o, por el contrario, planta la imposibilidad de dejar de ser como se es. Quien no puede conocer más allá de su plano práctico inmediato, difícilmente podrá traspasar su límite vital, pues los planos inmediatos circunscriben a los propios pensamientos en un ámbito cerrado, creando así un círculo vicioso, en tanto la inteligencia vive de la ejecución de sus propias determinaciones. En este sentido, multitud de labores, tanto en la vida antigua como moderna, representan un embrutecimiento, una merma en la sutileza del espíritu. Es cuando, al no poder de dejar de conocer, estamos condenados a repetir una y otra vez el mismo conocimiento: topamos con la nulidad de lo conocido, el hundimiento de su perspectiva vital: es un colapso de donde se enfrentan el ímpetu por conocer y la imposibilidad de conocer algo distinto.

Los momentos en la madurez del hombre, varían de sujeto en sujeto, dado que, si bien en unos la capacidad de aprendizaje es rápida, en otros, es lento. Puede pasar mucho tiempo para que un sujeto capte el sentido de una experiencia, mientras que a otro le ha bastado con una sola vez. En realidad, esto es un proceso creativo: el sentido de algo ocurrido, vacío en sí mismo, nulo, no adquiere sentido sino es con respecto a la capacidad del sujeto de contextualizar lo ocurrido en un sentido propio, esto es, en una directriz total e inequívoca con la que el individuo nace. Dicho de otra manera, ninguna idea merece más atención que la que nos es útil, resultándonos, por tanto, indiferente las que no revisten interés en nuestro desarrollo personal. Esta “intencionalidad” del conocimiento, que ya ha sido expuesta antes en otros lugares, suponen la existencia de una inteligencia subyacente a la normalmente percibida: conocer es vital y funge un papel no libre al momento en que se da como fenómeno.

De esta manera, no existe conocimiento puro, objetivo, desarraigado de las bases del ser.

Toda forma de apreciación se hace mediando entraña y tendencia biológica hacia determinado objeto. Esta forma de conocimiento ha tenido diversos nombres a lo largo de la carrera clandestina y oficial de la epistemología, pero podemos definirla como una intuición hacia los objetos, en el grado de atracción o fascinación irracional que ejercen sobre nosotros. Así las cosas, es claro que la forma de nuestro conocimiento, la “libertad” de pensar, surgirá en la medida en la que evitemos ponerle trabas a ese fluir natural que es la intuición, despejando el camino, conduciéndonos según nuestro interés propio o tendencia natural. Esto es complicado pues el mérito de un investigador estriba en exponer esta sutileza psicológica: identificar cuando se quiere algo distinto del interés y abismarse a su posible negación, es decir, ser capaz de pensar doblemente, en dialogo, siempre identificando de qué interlocutor se trata. Los fines se supeditan a los medios, y así, si lo que se quiere es mostrar moral o realidad, podemos invertir los resultados o métodos de conocimiento.

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