miércoles, 26 de agosto de 2009

EL DIOS SIN CRIATURA

La historia del ateísmo, es la Historia toda. No que haya una historia del ateísmo, sino que la Historia universal del hombre vive de no creer en Dios. Se está en la Historia porque no se está en el Edén. De la misma forma en la que decir “historia de la estupidez humana” es una doble tautología (puesto que toda la historia es estúpida y todo lo estúpido es humano), así, el transcurrir de lo humano solamente es posible a través del camino de sus negaciones (afirmaciones de lo divino) y sus afirmaciones (negaciones de lo divino). No hay hombre sobre la tierra que no se mueva con la seguridad de esa inexistencia pues, creer en Dios de manera absoluta, es la condenación al quietismo. Al contrario, quien tiene certezas, debiera renunciar a formar parte de lo irracional, es decir, a seguir viviendo. Más, como la fe vive de la duda, Creer en Dios y dudar de Él, son lo mismo. Es decir: solamente se puede creer o no creer en (un) Dios en teoría. Cuando se arriba a la realidad, y cuando se ve que ésta es profundamente incomprensible, diabólicamente irracional, absurdamente sin sentido, solo nos queda abrazarnos al Dios concebido por el existencialismo o cualquier otra religión mística más. En brazos del misticismo da igual que Dios sea Satanás o viceversa: el fondo de la verdadera vida religiosa carece de credos, dogmas e instituciones, su verdad fulminante borra del cerebro de sus extasiados cualquier categoría de lo comprensible.

Todo es un mal entendido, la gente simple, en sus categorías simples, le llama sin Dios o con Dios al producto de su juicio, cuando es evidente que, en el supuesto caso de que podamos conocer, el hombre sin Dios no puede vivir, y con Él, sólo consigue morir “mejor” (cuando al final de sus días debiera resistirse a ese apodado fantasma y dar prueba de honorabilidad). Todo ello es para salvar nuestra vida, para no arrepentirnos o arrepentirnos de manera absoluta, para no quedarnos con la ambigüedad del “No sé si viví bien…”, para tener “acertividad” hoy se diría. Pero la gente lo sabe, por eso ahora calla; y puede hacerlo porque la naturaleza humana, en su talante más rudimentario, vive de inseguridades. El cristiano, el musulmán, el judío, el budista, el taoísta, el marxista, el diosista…etc, lo saben, por eso no han hecho de este mundo el sitio de evangelio al cual les mandaron sus absolutos. El hombre vive con la certeza profunda (no profunda certeza, eso es escolar), allá en su corazón, de que no hay Dios y por eso tiene que rebelarse y luchar; y luego, en un momento de embriaguez por la conquista, se deja llevar por el Dios del placer estulto: crecen los imperios y las religiones, aparecen las épocas de “esplendor”. El imbécil que se abandona a los brazos de la muerte no es en el fondo más que un idolatra del mundo mejor que es estar fuera de este mundo. Pero ese mundo, aún sea la nada o el paraíso, no pueden existir, no debieran existir, no porque su presencia rebajaría a esta vida, pues de por sí esta vida está rebajada, sino porque carece de todo espíritu la confección de un universo a la Dante: es simple: ese orden jerárquico de los existires es de muy mal gusto. Si este orden es del todo chapucero, la irracionalidad del salto hacia su complemento, su “desquite”, resulta de una charlatanería insoportable; pero, precisamente: no hay charlatanería, pues somos “idolatras por instinto”, nadie se atreve a tener tan mal corazón (El diablo es un ángel románticamente rebelde), sólo reina en ese universo de lo gratuito la ingenuidad, que a la larga deviene en estupidez cuando la idea de un Dios, empieza a funcionar.

El sentido pragmático de los absolutos, le dotan de bisagra a la puerta de la insensatez (que conduce al cuarto enceguecedor de la locura). Y no se sobrevive en este mundo sino cuando, incorporados a la herramienta de un gran ideal, empezamos a notar que nuestro vicio es, en cierto modo, práctico, nos ayuda a sobrevivir, a adquirir la fisonomía del acontecimiento. Puede existir o puedo concebir una religión pura, entregada a la meditación y a la contemplación pasiva de todo el universo, quedando extasiado ante la pura nada, pero sólo al caos informe de este mundo humano se le ocurrió la idea de una adoración activa, imperialista. Virus de sus Dioses, lo pregoneros de absolutos, merolicos del Edén, van sembrando de infamias la posibilidad de aspirar a un mundo más humano, más terrestre. Como poco importa, los verdaderos hombres heroicos yacerán sin tumbas debajo de los cimientos de los Estados y las Constituciones, alimentando la tierra con su excepción, su monstruosidad anormal.

Es evidente que sólo la gente “normal” cree en Dios: la mejor de las bienaventuranzas es ser pauperris spiritu, esto es, en tener la capacidad de creer en Dios. Círculo divinamente vicioso que nos reconduce de vuelta al paraíso. Todo se puede destruir con una simple idea o con una frase limpia: Dios está también hecho de carne y perece como las palabras en las que pretende incoarse, hipostasiándose en locución de concilio dogmático. Sus instituciones (usos semánticos para cortos de lenguaje), no sobrevivirán más que hasta la llegada de un nuevo Dios, de una novedad teogónica, o de una bagatela teológica/escatológica/histórica. Los nuevos Dioses ya germinan en la mutación de los lenguajes. Nada tan hegemónico como el vocabulario, la jerigonza de un dictador afectado de semantemas místicos a-significativos, ya sean renovadores de la fe o filosóficos; por eso, cuando se está en Dios, se está en un vocabulario, la frase “vivir la Biblia” debe tomarse en su sentido más literal posible, y la literalidad salva el abismo quemante de la imposibilidad de revelación, de comunicación con el absoluto. Devenido imagen el mundo, los días apocalípticos se empiezan a suceder con sorda trompeta de Patmos. Como eso es intolerable para el que carece de creatividad, prefiere sentirse criatura e iluminado, estandarizado bajo el dominio de un lenguaje religioso. Todo apostata se atrevió a volver al original, al libro infinito que los traductores no conocieron jamás, conquistando con ello el anatema de ampliar su vocabulario.

Resulta insípido dedicarse a las tinieblas del más allá, no porque uno sea lo suficientemente virtuoso para resistirse a los falsos prestigios de ser “el que habla de Dios con profunda ciencia”, sino porque ya no hay fuerzas para el enigma. Decadente, sólo queda la nostalgia por los dioses derribados por el epíteto del paganismo, y en descubrir que nuestros miedos son sólo eso: miedos. Al final, no tendremos más que aceptar que todo ha llegado a su fin cuando asumamos que, pese al vacío de la esterilidad, quizás puede sobrevenir en el universo una nueva lucha. Tenemos miedo al marasmo, a desnudar la vaciedad del misterio, a agotar la faz de los Dioses, a desgastar la urdimbre de todo lo humano. “¿Pero si no tenemos esto, con qué nos enfrentaremos?” Con nada, ¿por qué el afán cuando aún no ocurre tu liberación completa? Si cada día trae su propio afán, cada afán te dará su día propio: hoy aún no eres libre, y cuando por fin descubras el desierto, muere en él sin esperanza, perece como espíritu elevado en las manos de un Dios sin criatura.



miércoles, 19 de agosto de 2009

CONTRA NIETZSCHE

I

Qué tristeza ver al enemigo derrumbarse, contemplar al miedo, tembloroso, suplicándonos ternura; qué duelo del alma ver caer el imperio del malvado, la beatitud del héroe: somos merced a lo imposible, embriagados de poderío, seducidos por la idea de epilepsia, de cambio, de historia. Más, en el fondo, se adivina que el gobierno que trama nuestra idea de orden, lo ejercen las ignorancias, los prejuicios, la imposibilidad de hacer contacto con la realidad.

Toda forma de conocimiento es prejuicio, pues posponemos el juicio verdadero al instante inminente siguiente: cuando la templanza es suficiente para resistir la destrucción del misterio, cuando, la verdad, más cercana al hartazgo que a la metodología de la investigación, es una necesidad de sobrevivencia, de egoísmo vital, de vileza espiritual.

Amamos no saber, no pensar, no conocer, porque sólo se puede amar no conociendo: se puede vivir en exclusiva plenitud continental de una biología; es decir, atados a la suerte de una vida definitoria, la que, éticamente, nos exige la asunción responsable de su porvenir porque ya nos ha tocado vivirla.

Pero pensar es el peor error que puede cometer un ser vivo, quien obtiene su forma de respiración de una savia autista. A medida que el espíritu crece, expandiéndose sobre sus negaciones y sometimientos, las funciones vitales empiezan a estar de más, y toda forma de civilización camina rumbo al fin de su energía. Si a la sabiduría se le identifica con la vejez y a la insensatez con la juventud, no es por una coincidencia cronológica, sino porque sólo el viejo tiene la aptitud de renunciar a los sueños, a la ingenuidad de días mejores en virtud de un descubrimiento mayúsculo: no existe tal como un salto de lo numérico a lo esencial, no hay capas en la penetración de los días, no existen más que estados de la percepción.

Se pretende, Nietzsche lo pretende, penetrar el misterio para adquirir la raudeza que nos arrebató el nihilismo del sometimiento. Pero es confuso abrazar a la naturaleza con los brazos del espíritu, el por vocación asesino, el que supervive entre las grietas ruinosas del devenir. Espíritu no es himno a la vida, sino es el mecanismo generador de excusas: las de no renunciar a la vida, las mixtificadoras del placer, incluyendo los himnos mismos. Se canta y se alaba para no blasfemar: relevo que efectúa el instinto espiritual en aras de una coherencia ontológica. Y esa coherencia, resultado supuesto del desmantelamiento de la vitalidad, no alcanza mayor racionalidad que el de la factualización: nadie en su sano juicio haría una apología del suicidio sin la incoherencia manifiesta de que todo ello provendría de una idea de vida, por supuesto, injustificada por pretenciosa, pues forzosamente se elevaría de la plataforma que la vida auténtica le ha dado.

Se ha dicho, Camus lo ha dicho, que toda búsqueda de una vida más allá de ésta vida, supone un desprecio de ésta y una falta de responsabilidad para encarar el destino que nos tocó vivir. Todo el nietzscheanismo parte de esa premisa fundamental: la esencia de la vida cumple con la exigencia de coherencia moral. Más ¿cómo se torna un accidente, una bagatela, una superficialidad en un quehacer elevado? El empeño, la fuerza de la autodeterminación, el invento que el espíritu hace, supera toda marcha claudicante, todo vértigo que nos produce el asco y la desesperación.

II

Propiamente, la vida como abstracción carece de sentido y de interés, resultando más relevante pensarla como ironía, o sema indeterminado; tal es la opción de Nietzsche, en el reinvento de días desgastados por el poder de la inteligencia. Realmente nadie desea la genialidad, convertirse en un monstruo, en la lucida llama de un sol anciano.

Pero no hay intensidad real en expandirnos sobre el blanco de un texto, en hacer de nuestra vida una biografía. Todo nietzscheano es literato, y todo literato condensa la aspiración nietzscheana, incluso los artistas “postmodernos” que poco hablan: con su silencio circundan los rigores del signo. Esta visibilidad, este tacto que desvela la fisonomía del mundo, se ha hecho más palpable con las mezclas sustitutas de un tiempo extendido sobre el rincón de las almas, las que tienden al übermensch, al ideal de estar fuera del tiempo en continuo cambio hacia su reinterpretación. Tal relevo lo efectúa el espacio, la visibilidad, la estructura: formas de la potencia condensada, de la proyección de las verdaderas fuerzas humanas. Esa obsesión heideggeriana por el tiempo obedece a un contra movimiento de la visión nietzscheana (definiéndolo como de los suyos), centrado en un tiempo paralítico, en el giro griego del eternamente. Pero ese platonismo reinventado (Nietzsche quiere estar fuera de sí, tal y como Platón quería estar fuera del mundo, al decir de un conocido pensador moderno), es contranatural de la ansiedad y el complejo, de nuestra noción de futuro y de pasado, es decir, de nuestro génesis y de nuestro Apocalipsis. En aras de postular la energía pura, sin determinación de sentidos ajenos a la voluntad del hombre, Nietzsche rompe el esquema de la linealidad del tiempo cristiano, del devenir en la historia, es decir, reubica la dimensión del ser al margen de los días.

Curiosamente, algunos pensadores latinoamericanos han visto su papel y destino en la periferia, la misma que debieron asumir hace un tiempo dada la vocación de su terruño de arrabal del mundo. Nada tan paradójico que sea un francés, a pesar de ser argelino, el que nos hable de lo marginal, del afuera simbólico, de la nota al pie de página. De igual forma acontece con el invertido nietzscheano más famoso que tiene Francia: sus proyectos no son más que una continuidad de esa religión que fundó el de Röcken, refinada y sutil, extática y pálida, desarrollada sobre la ilimitada faz de la letra, de la poesía, de las ganas de vivir, es decir, en el desarrollo continuo de un sentido por el cual seguir respirando (revelación desesperanzadora de la clase de suicidas dimitidos que son).

Pero los tales, parásitos del profeta del anticristo, no tienen más éxito en el terreno de las ideas que el parangonable al fracaso de sus vidas (desde el punto de vista de su merecido destino señoreable). No podría ser de otra forma dado el evidente hecho de que el caminante de Sils-María no era más que un Dios solitario, fracasado en todos los proyectos vitales, en sus guerras silenciosas de las cuales sólo su correspondencia da muestra. ¿Cómo no recurrir al consuelo de la literatura, de las ideas delirantes cuando una simple mujercita nos ha dicho que “no”? Homo scribens de los caprichos de sus fatalidades, todo poeta y filósofo, es incapaz de asumir la necedad de ese constructo sublime que es el lenguaje, imperio al que debió de tornar sus ímpetus de destrucción mayores si quería sobrevivirse. Pero, fiel a su destino, Nietzsche abona de manera obsesivo-compulsiva su propio hundimiento, en una pérdida, no del mundo, que es al que tanto ama, sino de sí mismo: se entiende que se ha anulado de la misma forma en la que las transmigraciones elevan a las almas a su próxima regeneración crepuscular. Integrándose a su eterno retorno, deja a la letra por fin, vacía el texto absoluto de su ser, y descubre la máscara que yace debajo de su rostro.

Esa apoteosis purga al poeta que fue, en efecto, aunque deja intacta su pretensión romántica, de lo ya plasmado en su “filosofía”. Esta revelación extática de iluminado, ha sido el mayor pasto celestial para los rumiantes de la epilepsia de nuestros días.

Solamente se ha escrito un solo libro de superación personal del cual todos los demás son una pálida copia; ese gran libro lo escribió Nietzsche. Haciendo uso de un término que usan corrientemente algunos imbéciles: ¿qué clase de “complejo de inferioridad” habría que tener para estar tan deseoso de estar fuera de sí, de su humanidad, es decir, de la miseria cósmica que se ensañó con nosotros? Que el universo sea injusto no puede ser solamente una idea. La idea nos dice que es perfecto y equitativo, y que nos ha repartido la naturaleza la capacidad de destruir y construir. De cualquier forma todo el planteamiento surge de la idea de justo o injusto; lo demás es un juicio al cual el universo es indiferente. Las cualidades genéticas del amo y del esclavo no son más que confusas si se examina lo contrafáctico de diferenciar buenas o malas ideas, entre las ideas mismas. Era mejor negar la eficacia de todo género de ideas, incluso las que se combaten a sí mismas.

Sabido es que Nietzsche titubeó algún día entre hacer una carrera musical o literaria. La historia nos ha heredado algunas composiciones suyas. Todo gran crítico se arrostra atributos escondidos para hacer mejor aquello que critica. ¿Qué era eso de escarnecerse contra Wagner con un amor-odio parecido al de un mozuelo enamorado? Una puesta en escena musical. Recordemos: “la eternidad es tiempo musical”. Ese arrebato rebelde contra el estatismo, y el quiebre que las metafísicas han efectuado sobre el instinto de superación humana, en Nietzsche tienen un escenario privilegiado. Dentro de los heraclitinismo y parmenideismos, es el pensamiento del escritor del crepúsculo de los ídolos, quien mejor efectúa la receta de las motivaciones, de las morales para no quedarse quieto, encadenado a una totalidad subyugante. Más que Hegel, incluso, cuya megalomanía no es más que una caricatura del will zur match, Friederich Nietzsche ha sido el proveedor oficial de los agentes de destrucción de todo beneficio del quietismo: desde Schopenhauer hasta el budismo como religión, se ha ensañado contra los motores que patrocinan a la historia alentando las alas de las biografías individuales, anulando con ello la historia anticuaria, en nombre de la monumental. Historia al fin y al cabo, las ideas están insertas en ella, tornándola un endemoniado sin posibilidad de aspiración a dejar de aspirar.

III

Nietzsche como hombre, como caso, es de una presencia desgarradora. Sus última cartas, antes de la euforia de Turín, nos invitan a vislumbrar la magnitud prodigiosa de su inteligencia y el inminente colapso de un ímpetu sobremanera desbordado. No se puede estar ajeno a su ejemplo, no nos puede mantener indiferentes la proeza de hundirse de forma tan grandilocuente: ni siquiera Ícaro dio ese espectáculo al momento en que caía al mar Egeo, o Prometeo atado a su peña, en el tormento eterno de odiar y dejar de hacerlo.

Verlo postrado, en sus últimos días, es contrastante aunque sintetizador con “el pobre diablo” que escribía sus molestias y carestías económicas en su correspondencia con íntimos y conocidos: uno es un hombre, demasiado humano, el otro, un Dios agotado, minusválido, cuyo semblante nos mueve a un patetismo ilimitado, pero cuyos rasgos forman parte de esa mueca general que es el espíritu del hombre, su miseria, su fuente inagotable de…nada. En todo caso, el contraste absoluto está en su Dionisio, en su Zaratustra, saltimbanquis de un poderío demencial. La idea de Quijote no es más que un patrimonio común de todo el gran autoboicot que son las historias humanas, las grandes y las pequeñas.

De repente a todos nos ha parecido que su muerte es un engaño más. Cada contradicción tiene alguna forma de ser alumbrada por otro texto, la llave de su interpretación, apertura a la cofradía del entendimiento, parece estar aún al acecho. Paranoia del deslumbramiento: nos parece que todo es un sistema, que como obra de un “filósofo”, finalmente nos ha abandonado, dejado a merced de los elementos de la verdadera naturaleza, caótica e ingobernable. Se salvan sus palabras merced a su poesía, y sus razonamientos naufragan al momento en que los auscultamos con la fisonomía del hombre “fuerte”. Mirad, por ejemplo, el prototipo del cual parte su idea de pueblo dionisiaco: el pueblo Judío (esto, derivado de la aplicación de su pensamiento, no de sus opiniones sobre dicha comunidad). Sin duda el pueblo más valioso sobre la tierra, al punto que es una afrenta a nuestra humanidad no pertenecerles, a pesar de ello, no es más que la representación a escala colectiva del destino nietzscheano: solamente alguien se eleva para hundirse mejor. Esto es tan veraz que no nos explicamos cómo Nietzsche no fue judío.

Finalmente, los Dioses a los que adoran los hombres fuertes, tienen de común la extrema diferencia que hacen con ellos. El hombre pálido se asemeja por completo a su Dios, es su clon. Mientras más semejantes e idénticos a Dios seamos, menos éste tiene interés en nosotros. En cambio, la idea del hijo pródigo agita a cualquier Padre celestial; la idea de un endemoniado, pagano, sujeto a la potestad de miles de demonios, bien vale la pena de cruzar todo un mar para luego retirarse sin mayor brío. Los espíritus que nos inquietan cobran mayor existencia por ese hecho; sus contradicciones y sus alegatos hiperbólicos nos contagian de insensatez, nos impulsan al agravio y a la confección de discursos de higiene pública: los necesitamos, vindican la satisfacción de defender lo que amamos, hacen la diferencia, son el blanco de nuestras empolvadas energías. La relación hombre-Dios, debería ser semejante a la que tenía Job con su Yahvé. Leed los salmos y descubriréis los sentimientos más puros que deberíamos desnudar ante el responsable de la realidad total: odio, exigencia, resentimiento, fatalidad, miseria: el súmmum de lo humano, una orgía para cualquier psicoanalista de pacotilla.

Si Nietzsche nos es tan afín, es porque nos usurpó a todos: lo detestamos porque hubiésemos querido hacer lo que él hizo. Por eso nos parece tan Perogrullo, tan abarcante, tan total. Ya sabíamos eso de que Dios murió, de que todo está perdido, y de que hay que hacerse al fuerte para poder continuar. Eso es todo. Pero lo sustancial es irrelevante: eso es casi un homenaje a su pensamiento, lo importante es cómo decirlo, como alzar la espontaneidad milenaria de nuestra persona, aunque en ello nos tachen de poetas, oficio, por otra parte, nada desdeñable: a fin de cuentas ¿qué hombre no vive su sueño? Mejor hacerlo con la creencia en la libertad, cantando la belleza que el dueño de este universo nos arrebató.






lunes, 17 de agosto de 2009

ÜBERSCHALL

He conocido blogs extravagantes y el suyo. Y es que aparentemente no hay mayor interés más que el de la melancolía juvenil, el lirismo de la depresión y la periferia de lo oscuro. Pero hay alguien por quien se deja observar, y su perspectiva, distorsión del fetiche, nos habla de una mórbida disposición a ser violada (hay la disposición no mórbida, huelga decir).

Sus relaciones se traman consigo misma: mirad el espantoso parecido que guarda con quienes le rodean, esa poesía mística, autoflagelante, da cuenta de una belleza insólita que solo el talento estético de alguien como vos podría adquirir. Es una fachada el lema de que extraña a alguien; en realidad, no extraña más que a nadie, es decir, ama la ausencia y su caldo de cultivo: cuando se extraña alguien se tapiza la pared de sus fotografías, de sus ojos, su sonrisa, de su luz que es presencia. Pero no, solamente está vos repleta de soledad, rodeada de sí misma. Y su visión de las cosas, tan bella, me ha parecido el producto de un desaliño en vuestro genio: si que sos una naturaleza, todo un temperamento. Me la he pasado muy serio repasando vuestra sonrisa, avejentándome en la desaprobación que a mi mismo me prodigo. Vuestra juventud debe venir de afuera, del trazo milenario de un pueblo vejado, de una infamia oculta: humor serio, sólido, estoy seguro: permanecerá por largo tiempo, heredado, errante, diseminado.

¿Y como llamarle a esa amor por el cementerio? Veo que también su juventud es fachada. Dama, pareces ser toda una mujer…¿Quién lo diría? Tanta sabiduría en una jovencita del cual, mis furores no eran más que una pálida sombra, me hacen pensar en la juventud postmoderna, la extenuada por el éxito de sus padres, corona exangüe de una civilización decadente, es decir, victoriosa. Siempre dije que me hubiese gustado ser una púbera de catorce años eternamente: ¿existe persona más feliz, más vivaz, más fugazmente entregada a la naturaleza? Pensamiento misógino sin duda, que me llena de un imposible sexual, que me traslada al origen indiferenciado de la especie.

Me quedo con sus fotos más que con sus palabras, sus desencuadres preciosistas y sus nostalgias de atar. Me quedo con su luz pura: sin comentarios, con su manifestación de madona, con su sonido más allá del oído…

domingo, 16 de agosto de 2009

MATARSE PARA NO MORIR




Intro

Presentaré el presente ensayo en dos partes: A) la apología del suicidio y B), la descripción de la naturaleza del suicidio basado en los presupuestos de su ensalzamiento, y su vaciedad en virtud de sus mismas cualidades.

A)

Apología del suicidio

Razones para la comprensión cabal de la muerte por mano propia:

1.- Es la expresión más alta de la dignidad.
2.-Es la única posibilidad moral real.
3.-Es la superación de la santidad.
4.-Como posibilidad facilita la persistencia en la vida.

1.- Sentido de supervivencia

El deseo de destruirse a sí y a los demás, como caras de una misma moneda, tiene una raíz única: la adulteración del sentimiento originario por lo religioso, en tanto lo religioso es esencialmente la proyección de nuestros deseos y necesidades hacia fuera de la vida: el hombre religioso auténtico desea su supresión vía éxtasis místico o bien, su muerte para su final arribo a un mundo mejor que el presente.

Convencionalmente, y de ahí el único criterio para concebir objetos como puros o impuros, el sentimiento religioso debe transformar su expectativa ante la muerte al del sentido de la muerte. Este movimiento es el propio de la actividad religiosa, una catálisis de elementos no asimilables a la posibilidad de ser incorporados a nuestro entorno, volviendo con ello a las condiciones adversas a familiares, erradicando la angustia, la desesperación y el temor que la falta de triunfo en el mundo la vida nos proporcionó.

Cuando la religión ha sido superada de cierta manera, cuando ya no hay respuestas en ella y la insatisfacción hacia tales prácticas devienen en una percepción hacia sus formas como liturgias culturales, el vacío invade y cala los cimientos de la razón de existir. (Es importante aclarar que esto es, en cierta forma, invisible a nuestros ojos, no ocurre como un suceso inmediato a nuestra percepción, sino que acontece bajo la hidra de una conspiración secreta de nuestras entrañas, sobreviniendo, repentinamente, como por un colapso gestado, en apariencia, desde siempre.) Este movimiento es esencialmente la descripción de los momentos de decadencia humana, coincidiendo consciencia o lucidez con el crepúsculo de los ídolos, con los sepelios de dioses. Este acto, es, evidentemente antinatural, pues aún la cultura como continuidad de la naturaleza en tanto adjetiviza o significa lo que estaba en términos oscuros, de alguna manera hace sobrevivir la savia que le dota de realidad vital. Así, tenemos el claro ejemplo de la historia como significación del mito y a la ciencia como la nueva religión humana, pues, finalmente, obedecen a necesidades de creación, de razón de ser en las que sus presupuestos de legitimidad nada tienen que ver con su eficacia: igual nos ayudan a sobrellevar la existencia, pesada y áspera.

Principalmente la forma en la que se manifiesta la desesperación es a través del deseo de matar aquello que nos afrenta. Pero ese acto, por paradójico que parezca, es originariamente una respuesta de la misma vida para poder preservarse. Esta cruda rudeza de la razón de ser del juicio, no tiene nada que ver con las construcciones epistemológicas a las que nos tienen acostumbrados los académicos, pues es demasiado directo el hecho que se inventa la metafísica, a la filosofía, por la necesidad inminente de diferenciarnos de todo aquello que nos hace peligrar: ante el enemigo que abre sus fauces no hay mucha imparcialidad que oponerle ni mucha propedéutica que administrarle, se trata de un asunto de vida o muerte. Vivir es consentir una esencia, una sustancia, una verdad: es, identificarnos con nosotros mismos, elegir lo que conviene a nuestro ser.

El suicidio es el contrasentido teórico-práctico más patente que existe: si de forma natural atacamos aquello que nos vulnera, nos pone en peligro e intenta matarnos, ¿cómo se puede hacer uso de ese instrumento contra aquel presupuesto que lo funda? Es como si nos matáramos para no morir.

El mismo pensamiento nihilista es la manifestación de esa forma sutil y elegante del espíritu por expresar esa aparente incongruencia: nos matamos para no ser muertos por todo aquello que nos niega, dejando a salvo nuestra existencia de la contaminación de la injusticia cósmica. Ésta, la injusticia, es una forma de muerte. Todo lo definitivo es una forma de muerte, en realidad, pero para no hacerlo confuso, diremos que el límite del concepto de muerte se haya en todo aquello que pretende aniquilar la esencia del individuo. Esta esencia incluye a la libertad, razón por la cual, se salva la existencia individual al sobreponerla a la muerte social, a la consuetudinaria espera de la muerte. El suicida contrapone a la muerte biológica, la no aceptación de la muerte espiritual: seguir con vida es semejante a perder la batalla con una muerte de mayor envergadura, es, como dicen, morirse en vida. Vale más un muerto enteramente muerto que un vivo medio vivo.

Con el suicidio se expresa: “antes que morir, prefiero matarme: dejadme decidir sobre ello, la única libertad posible que se merece mi dignidad herida. Moriré, no hay duda, pero lo haré por mi propia mano y a sí salvaré lo poco de vergüenza que en mí hay, pues así frustraré los planes del Dios infame que tramó este mundo”.

Ahondando más aún: no existe suicidio que no sea honorable. Lo mismo que el odio a uno mismo, nos matamos porque no creemos a la vida digna de nuestro ser. El suicida señala con ese gesto indescriptible: “no merezco esto, nada me puede indemnizar lo arrebatado porque yo no tengo, ni aquello tiene precio, ¿para qué seguir viviendo?”.

2.- La muerte por mano propia como expresión moral

Por otro lado, el que se mata aún expresa la tendencia natural hacia lo moral: la muerte le es un valor por el cual optar. Por eso, desde el punto de vista moral, el suicidio es interesante, y manifiesta un contrasentido más que agregarle a parte del ya apuntado del instinto natural de supervivencia. Al contrario del nihilista, o del hombre feliz (son la misma cosa, diferenciados únicamente por una sutileza de la materia), el suicida no está ni resignado ni satisfecho, como correspondientemente asumen los señalados con anterioridad, sino que se trata de un ser impetuoso que fue incapaz de la humillación se aceptar las cosas que nunca pudo alcanzar o conformarse con las que obtuvo.

Se podría pensar que el suicida a perdido su capacidad para otorgarle valor a las cosas, que es un gran indiferente, alguien que ha perdido por completo la capacidad de sentir y amar cosa alguna, pero no es así: en realidad éste último es el nuevo hombre, el de la generación futura que se aproxima a esta hora del devenir de la humanidad: vacío, sin razones para lo cual optar por la muerte o la vida. Los grandes indiferentes todavía deambulan entre nosotros, son los “hallow man”, los Mersault, los que matan y mueren por la misma razón por la cual comen o no comen.

El suicida es la manifestación de una moral recuperada: no teniendo alternativa en este mundo, se levanta sobre sus posibilidades y abandona su papel que le tocó desempeñar, se sale del escenario, confronta al guionista cósmico de su vida, elige el valor de la renuncia. De idéntica forma como el personaje de Niebla de Unamuno.

3.- El suicida como responsable de su vida y de su muerte

Morir en el suicidio es afrontar las consecuencias de haber muerto. Cuando no se muere así, podemos finalmente excusarnos señalando que no fue nuestra intención abandonar la vida. Es como si le dijéramos a Dios, que nos juzgara en el cielo, que fuimos malos porque no nos dio tiempo suficiente para demostrar otra cosa. No se vive lo suficiente para llegar a sabio, por eso la longevidad y la sabiduría son términos que en la cultura general han sido identificados. Como dice García Márquez: la sabiduría llega cuando ya no sirve para nada. Esto último desde luego, no es cierto, pues una de las virtudes de la juventud es la insensatez. Sería más amargo haber nacido sabio, un viejo prematuro que no puede ser víctima de sus hormonas. Recordemos a Borges. El suicida, se responsabiliza por entero de lo vivido y de lo no vivido; afrontación doble que hace palidecer a cualquier santo. De lo vivido en tanto no permite que algo del mundo lo contradiga al grado de permitirse el postramiento ante ese grado subyugante; de su muerte, porque él ha decidido cuándo y cómo, sin que un término foráneo lo enclaustre una vez más al confín de la imposibilidad de realización ética.

Por eso, quien señale realización plena, miente: o se ha sometido a sus condicionantes humanos sin darse cuenta, o habiéndose dado cuenta de ello, ha claudicado su aspiración gloriosa. Ningún alma tiende a la mediocridad de manera natural, es el espíritu el que nos inclina la cerviz.

El suicida no participa de esa artificialidad cultural, no se aísla en la estructura y sistema del entorno, no se adapta, no renuncia a sí mismo ni a su aspiración, es un alma que ha dimitido la fuerza del espíritu, la domesticación en la espuela de la prudencia y los principios sociales que rigen el andar de los hombres.

Ante ese espíritu de rebeldía, se obra por pudor a nuestro sistema de valores y lo calificamos como hereje, aunque en el fondo, nos produce admiración.

Nada mejor para expresar dicho triunfo del espíritu que la famosa parábola hegeliana del amo y el esclavo. Suicidarse es dar prueba inminente del poder de la libertad sobre el de la vida, es, al fin y al cabo, tirar a la letrina la filosofía de Nietzsche, de Ortega o de cualquiera de los vástagos históricos del primero: Vivir no puede ser el fin de la vida, cosa nimia comparada con nuestra aspiración a la gloria.

B)

El suicidio como recurso

4.- Al margen de la vida y de la muerte

La tensión continua en la que se sujeta nuestra alma a diario, da cuenta del terrible sentimiento de la insuficiencia de la vida, de su paradójica belleza y de su caótica presencia que nos lacera y nos lanza. Curiosamente, el hombre, si aspira a algo posible, tal no lo puede hallar en el futuro, ese espejismo en el que nos hemos reinventado para poder continuar. No: la posibilidad se haya en el destino y en la asunción de elementos irracionales, esos que definen a los pueblos y laceran nuestra egoísta individualidad. No es la libertad la que triunfa en el suicidio, al menos no de segunda vista, pues los humores, los tormentos biológicos o las limitaciones espirituales son las que en realidad definen ese momento de desesperación final, de impotencia absoluta o racionalización acabada: somos victimas de la tragedia, de un alma inmensa que nos posee y que nos sujeta a su sino.

¿Qué es la individualidad, luego entonces? ¿Cómo podemos sostener algo así como el existencialismo cuando todos sus presupuestos parten de una dignidad en el ser humano dudosa, sujeta a más fe que la que se le profesa a Dios? Con la muerte por mano propia creemos vindicar la postura del hombre libre frente al mundo que pretende someterlo. Pero quien triunfa, una vez más, son las fuerzas que definen nuestra sustancia y la contrasustancia a la que se opone.

Aún el suicidio, como medida moral que es, es un paso atrás del arribo al paraíso. La quietud no puede tener por antesala la tormenta de un arrebato biológico, ni esta puede conducir conceptualmente a una enseñanza vital: la filosofía y la ciencia son inútiles para la vida, no existe relación alguna entre las razones aceptables para un suicidio y las motivaciones que nos empujan a matarnos. Intransmisible, caprichosa, adjetivos adquiridos desde la superación del suicidio, éste es ahogo inminente, caída estrepitosa sin luz racional alguna, sin vestigio de instinto de supervivencia, de clarificación lógica. Este contrainstinto da la impresión de individualidad, pero ello es falso: naciones enteras son suicidas, y existen en algunas culturas la aceptación de ella como institución fundante de un prestigio social. Nos matamos por debilidad, sin duda; manifestación de un desequilibrio que nos vuelve elegidos de una fragilidad que al mundo le faltó por criar. Un suicida es quien nos recuerda el desequilibrio eminente de la naturaleza: a cada época surge un ser sensible al extremo, en quien, receptáculo de todas las calamidades del cosmos, Dios deposita todas sus ignominias para así salvar al hombre de la desgracia de sentir de verdad.

Vivir presa de los colores, las mariposas y el pasto, la mar y el viento, la lluvia y el fuego, de la oscuridad y la carroña, la podredumbre, la sequía y el frío que entumece, el olvido y la muerte, con la suprema condición de su significación absoluta, sin duda nos debe llevar a concebir la idea de un mundo monstruoso, infernal, insoportable.

La consecuencia de ello sería la imposibilidad de conciliar el sueño, o de ejecutar algo tan simple como respirar o caminar. Algo así como al Funes el memorioso de Borges nos acontecería con el mundo: ¿cómo vivir cuando la realidad parece devorarte, y el sueño parece ser la más vívida de las realidades? Esa amplificación de los sentidos, podría ser la auténtica realidad, el estado normal del tacto de nuestro sistema nervioso y que hemos atrofiado por el uso y adquisición de las ideas. Un infante, aún inconsciente, posee dispositivos biológicos que no le permiten descubrir la omnipresente realidad que lo circunda, esa, como diría Jaspers, presencia envolvente, fantástica y demencial. Lo que efectúa el adulto para consentir en esa adormidera, suerte de prolongación cultural de la inconsciencia infantil, es la asunción de responsabilidades dogmáticas tales como el trabajo, la política o la religión. El adolescente es testigo de esa cruda transmisión de anestesia que implica hacerse “adulto”. Los que no logran cruzar ese puente, ese río bestial, alumbramiento de la consciencia y adopción de un entumecimiento de la misma, se quedan en la antihistoria, en el momento de suspense existencial: intervalo de la realidad que revela el fondo de la vida misma, una cavidad sin fondo, un aire puro sin luz ni oscuridad.

En realidad, es ese momento el que retorna comúnmente cuando las fortalezas que la cultura ha edificado se tambalean y hacen estragos. Toda gran crisis en el hombre no es más que un desnudar el sin sentido que domina la tierra y la terrible innecesidad de la vida en su totalidad.

El suicida representa el choque de esos dos valores, los cuales, incapaces de determinar el rumbo a seguir, se declaran en quiebra y asumen un disparate espiritual: la renuncia. Nadie mejor para hablarnos de la fuerza de la cultura que el que se mata en virtud de no haber podido conseguir su ideal de vida. El espíritu vive de esas formas de vitalidad, de espejismos, de irrealidades que lo devoran en un contrasentido patente. El santo, el mártir, el héroe, capaces de morir por lo que aman, poseen la misma savia nihilista, en el sentido nietzscheano, que el suicida posee: quien ha defendido su proyecto de vida a pesar de la absoluta mano fría que le ha arrebatado su sentido de existencia, es un gran romántico. La muerte, postergada por la realización de un sueño redentor, ya no va a ser la misma después de haber sido invocada urgentemente, cosa insólita, desde el amor que a la vida misma se le profiere. Ese amor, no correspondido, no queda más que como una dignidad herida, la única sustancia que hace al hombre amable y salvable. Matarse así, es no permitir que la muerte triunfe: la muerte simbólica de un mundo que quiso minimizar el gran amor que le ofrendábamos. Hacemos lo que Espartaco no se atrevió a hacerle a Roma: destruimos nuestro propio imperio el cual nos dio de beber y comer, a la manera en la que Sócrates niega la huida de la cicuta, para reivindicar la presencia inminente del hombre libre.

Los demás, los que sobrevivimos a nuestro suicidio no somos más que ciudadanos humillados.

Pero la gloria del suicidio, su liberación, su decreto de dignidad, no es más que un espejismo, un sueño romántico que la misma cultura se encarga de elevar.

5.- Samsara: superación de espíritu y naturaleza.

¿Cuál es la ambición más demente que jamás se le ocurrió al hombre?: Conseguir dejar de desear. Con estas palabras celebres Nietzsche termina su más allá del bien y el mal: “El hombre antes que no desear, prefiere desear la nada”. Para llegar al Nirvana fue necesario haber deseado la nada, conseguir por todos los medios posibles, la acción y la inacción, arribar a ese lugar de nulidad absoluta. Por eso se trata, finalmente, de una religión, la más pura si se quiere, pero que finalmente nos propone un itinerario espiritual irrealizable: ser idénticos a nosotros mismos, en plena conformidad con nuestra esencia.

Abolidos los términos de la línea del tiempo, suprimido Dios, el objeto por antonomasia del deseo, sólo nos queda sumirnos en el limbo de la contemplación absoluta.

Este estado, ajeno por completo a la idea de juicio, transcurre no desprovisto de tiempo sino de sentido en el tiempo. La carga, peso y gravedad que le imprimían las metafísicas sutiles del devenir, se han esfumado aunque, por sí, conlleva a las existencias que lo ejercitan en una realización plena que es necesario huir de querer desentrañarla: la acción del juego y la espontaneidad. La memoria no es el anclaje de la esencia ya que el tiempo devora lo ya sido, sino la temperancia, la actitud primordial que planta un estado absoluto, permanente, extendido sobre los tres momentos en que conceptualmente nos presentan a la duración. Esa presencia, edén posible, es la vaciedad de los valores, la decadencia de la especie, el declinar de la vida: irracional e insensata, sobrevive merced a la poca fuerza de la razón, la que, una vez que el espíritu llega a la cumbre de su energía, conquista la vitalidad y la torna anémica, amanerada, apática, fría y desolada. Tal es la definición de la nulidad del ser, su trasfondo, la auténtica patria de lo verdadero.

Lo contrario a lo verdadero es la falsedad del ímpetu sanguíneo, la humorada, la melancolía cercana al paroxismo; así las plétoras confeccionan su propio reino de Verdad, la dogmática, la que todavía nos impulsa a la blasfemia, suscribiéndola o condenándola. El suicidio forma parte inminente de ese movimiento del espíritu: se aúna a la fuerza del cismático y el inquisidor, con el singular hecho de que son éstos los que coinciden en el mismo cuerpo del suicida.

Si existe un paso superior al del suicidio, es la muerte de todas las fuerzas diversificadas en la vida. Recordemos que el suicida muere por una idea de vida. Pero si toda idea de vida o de no vida terminan por revelarse muertas, ¿qué ímpetu nos puede arrojar a la muerte por mano propia?

Todos los ejemplos de suicidios son románticos: Desde Sócrates hasta el Werther, de Weininger a Weil, de Judas a Van Gogh; o mejor aún: todo suicidio es una forma de romanticismo, quizás, el romanticismo más acabado, más puro. El anarquista se queda pálido ante ese grito de libertad, ante esa desgarradura sublime. Los comunistas, versión caricaturesca del anarquista, ni siquiera alcanzan a comprender el hecho y la tachan como acto religioso. Y ésta, absurda a más no poder, la anatemiza sin percatarse que se trata de una primahermana que hay que tratar con benevolencia de santo.

¿Para qué morir por no poder creer cuando se puede seguir viviendo convencido de la innecesidad de creer? La fe, el amor y la esperanza se ejercitan sobre objetos de dudosa presencia, al contrario de Kierkegaard, ¿para qué proferir que el amor es más digno en la medida de sus sin razones, cuando es nuestra suprema necesidad la que nos engaña? A la fe auténtica, es decir, sobrenatural, le es indiferente la evidencia. La fe se fortalece en la duda en lugar que en las certezas, paradoja humillante para nuestra diosa razón, y prueba incólume de la insensatez de todo lo religioso. Ese corazón de la vida, estúpido, nos seduce al extremo de negarlo todo por él, como un capricho metafísico ensañado en su éxtasis…es que el interés del cuerpo, su motivación temblorosa, no obedece a nada argumental, evangélico o provisto de sentido…tamaña enormidad es ignorada multitud de veces, y da origen a disputas interminables en la historia de los hechos y de las ideas.

6.- Epílogo

Es imposible no vislumbrar en un panorama de afirmación, la alternativa que significa el suicidio. No es posible, ni ontológica ni metafísicamente hablando, evadir la posibilidad del recurso en él. Es decir, el suicidio es finalmente una elección, que posiciona a la renuncia como una expresión moral o religiosa que rebasa las condicionantes del tiempo y el espacio; suprimirse es suprimir al mundo, su orden, sus leyes, y eliminar, sobre todo, la posibilidad humana: negarle el futuro, merecerle a Dios el juicio eterno por su impertinencia creadora, es, al fin y al cabo, una suerte de apoteosis inversa, pero finalmente, una forma de elevación.

Esta idea, en lo personal, me vuelve hacia la repugnancia de recomendar el suicidio: otros a quienes admiro lo hicieron, pero yo lo desdeño por las razones ya apuntadas; son precisamente sus virtudes las que tornan a la muerte por mano propia una acción pretenciosa y megalómana: quien se mata nos mata a todos, a la manera en la que el catolicismo arremete contra él, porque esta vida, afirmo, no puede ni siquiera ser salvada de esa manera, porque es imposible su condena en la renuncia. No hay eficacia en la muerte como no la hay en la vida. La nada es indiferente a la presencia de la vida o a su ausencia; igual le exasperan los que matan que los que se dejan matar, es decir, asume la imposibilidad de vislumbrar algo como relevante. Es esto lo que significa el hecho irrebatible de que, quien no tiene porqué vivir tampoco debe tenerlo para morir.

¿Para que pretender darle devenir a lo negativo, asumir el acto, trascender la escoria que nos supera? El suicidio trátese de un berrinche metafísico, de una participación en la esencia del dios destructor, ídolo no menos vituperable que el que tramó la existencia. ¿Por qué no hermanarnos con el cinismo, el descaro del hombre clarividente que le parece irrisoria la rabieta cósmica? ¿Porqué no mejor reconocer sin tapujos la necesidad terrenal que nos hace gozar de aquello que desdeñamos? Si existe forma de cohesión social y política, se haya en el reconocimiento de que, en momentos de angelicanismo idiota, nos proponemos empresas irrealizables que solamente humillan al sentido común. Ser simple como un ave, ¿y porqué no? Si todavía nos quedan ganas de apostar los calzoncillos en vez de retirarnos del juego: nunca se sufre lo suficiente, ni nunca procede la autoinmolación por un deseo puro sin mancha de egolatría humana. Somos erostratos que nos autoincendiamos. No es descabellada la versión aquella de que el verdadero héroe del cristianismo es Judas y no Jesucristo. Renunciar a la vida por no creerse digno de ella, es suprema modestia, la modestia más pretenciosa que existe: acto que oculta la soberana canallada de dejarlo todo por sernos afrenta a nuestra estirpe y decencia ¿cómo seguir en un mundo demoniaco?


Principio de confusión


1.- Nostalgia de autoaniquilación

El primer acto inmediato que una inteligencia superior posee, no es la objetivización, ni el análisis o decodificación de la realidad circundante (principio de la ciencia como pragmática del ser), mucho menos la solución práctica de problemas…sino el sentimiento primordial del principio de confusión: saberse uno, y a la vez, saberse nada. Uno como esencial, nada como innecesario. Expresado en otros términos, quizás menos torpes: el sentimiento que engendra la pregunta “¿porqué yo, soy yo y no otro?”. En el “yo” primero, vasija sin contenido, surge el vacío de una nostalgia angustiante: la del ser anónimo, la de la existencia pura y simple como expresión de realidad fáctica y, a la vez, terriblemente innecesaria, general, sin individuación de ninguna clase, ni siquiera de índole lingüística. En el segundo momento de la consciencia, en el “soy yo”, sobreviene un estremecimiento casi insoportable de sabernos en nuestros límites y en nuestra vergüenza de ser como somos. Es la caída estrepitosa de nuestro pesado ser particular al receptáculo de la nada anónima del primer “yo”. Nuestro rostro con sus rasgos heredados, su color, su idiosincrasia ancestral, con su alimentación evidente, con sus hábitos presentes en el cuerpo, en el vestir, en la postura: la acusación del espejo y la venganza de la memoria, del trauma y de la imposibilidad de huir de un destino que nos hace frente con el poder de la sangre y de la fatalidad. “¿Por qué no soy otro?”, finalmente: posibilidad de fundirse en la generalidad; es el principio de lo político, del amor, quizás: “pude ser como cualquiera de estos, soy sustituíble, pero estoy aquí con esta manera individual, tendré que demostrar que yo soy yo, y que lo que pude haber sido, o dejaré de ser, es una contingencia sin mayor relevancia, pues creo en la raza humana y en la posibilidad de perpetuarme en ella”.

Este último paso no se resuelve del todo y nunca en la vida. Negamos a los demás dada la imposibilidad de ser excepcionales: porque nos revelan lo fatuo de querer ser distintos. Ontológicamente es imposible negar a los otros: siempre se cree ser excepcional; creencia de la envergadura de todas las demás creencias: anclada en la fantasía y el delirio de nuestros mejores momentos. Pero, tratándose de la inteligencia superior, paradójicamente, lo primero que sale a flote es la consciencia del acto de diferenciación ontológica, de tal suerte que su evidencia de superioridad espiritual está en el hecho de su igualdad y nadedad. Ocurre semejante a la famosa paradoja socrática: Sócrates mientras más oía a los sabios hablar de la verdad, más se convencía que él era más sabio que ellos, pues era el único que se percataba de la ignorancia que los poseía a todos por igual.

El espíritu superior traza una línea de repudio contra sí mismo merced a la imposibilidad de ser superior de alguna manera: su mundo, tan válido como el del chimpancé más evolucionado, a penas y lo satisface de sus ansias de huida de este mundo, el mundo quimérico de lo compartido.

Ya que “no es humilde quien se detesta”, el principio de sometimiento se identifica con el principio de triunfo en el mundo y en la vida. Todo rebelde auténtico no sobrevivió más allá del primer enfrentamiento con el absoluto de su destino, y claudicó en manos de la muerte por mano propia. Así, decir que la inteligencia consiste en la resolución de problemas prácticos que la vida cotidiana nos presenta, es una suprema sosería, pues se sobrevive en el mundo no merced a nuestra capacidad intelectual, sino a la capacidad de esclavizarse al orden caótico que rige. En realidad, los espíritus elevados, las inteligencias superiores, no llegaron a vivir más tiempo que el que su corazón les permitió: cada momento del tiempo era una erosión a su alma, una invasión bárbara a los confines de su delicadeza mental: llegaron hasta donde su espíritu les permitió tolerar sus esfuerzos inútiles por redimirse y redimir su circunstancia.

La inteligencia superior capta de inmediato lo fundamental, observa el panorama completo de la realidad, imposibilitado a cerciorarse del dato minúsculo, contingente y numérico, de inmediato percibe el símbolo vacío que implica vivir. La lucidez primigenia de lo innecesario del primer “yo”, del Ser, como dirían los escolásticos, apenas y es modificada por el segundo “yo” de la inteligencia que sólo puede captar la insuficiencia de sus medios, y el dato certero que se está, se permanece y se “lucha”, en base al sometimiento a esos recursos y a esas clausuras del umbral de los sueños.

Así, retorna a sí mismo, en un rebote agorafóbico, el alma del hombre consciente de su destino humano. Esta nota lo hace distinguido y noble, y esto, aunque lo hace padecer, lo vacía y lo vuelve miserable, no logra hacer que se avergüence de ello pues se ha constituido en la fuente continua de su “felicidad”, dado que merced a esa monstruosidad, nuestro hombre puede rozar la elevación del resto de los hombres.

Es una ironía demencial ser feliz de esa manera: se está agradecido con la fortuna de estar continuamente despierto, pero maldice la terrible certeza de que se está despierto en una pesadilla.


2.- El engaño de lo plural


En la cifra automática de los “otros” que nos sobreviene merced a la nostalgia de mirarnos a nosotros mismos, se descubre que se trata, en realidad, de un acto difractado de la consciencia, no de una percepción sobre un objeto real. De hecho, el conocimiento de los otros o de lo otro no sobreviene sino como el resultado de la sensación de vacío. Las acciones y pensamientos que el espíritu del hombre traza, son hechos sobre un mundo creado por él mismo, no dejando de moverse en los parámetros de su psiquis, conviniendo sólo por incomprensión los pactos del orden humano en general, en cuyo primer lugar se encuentra el lenguaje.

Todo consenso es un malentendido: premisa fundamental del orden social, pues es imposible mantener correspondencias epistemológicas entre poderes cognoscitivos tan distintos en calidades y cantidades. Cada ser humano representa un planeta distante, alejado del epicentro de una imposición educacional monolítica y de una cultura enajenante. Cuando se dan estos últimos elementos, podemos hablar satisfactoriamente de consensos políticos y sociales, de etapa histórica y de idioma absoluto, mientras tanto, no hay más que una serie de locos sin manicomio.

Onanismo creacional, estéril como la historia que vive de biografías rotas, el ímpetu del hombre se desgasta sobre su propio ser, incapaz de poder tocarle a la realidad una pizca de su desenvoltura: la sustancia primordial del caos, la muerte, se mantiene inalterada, con el prestigio que sólo el sentimiento religioso le puede embadurnar. Antes o después de esa certeza, pueden sobrevenir millares de causas y ciencias, artes y gramatologías, ya que, esencialmente, el desconocimiento simple del ignorante, es el corazón de nuestras posibilidades vitales: sin ella, con la respuesta quemante en las manos, la existencia del hombre llegaría a su fin. Sea lo que queramos, sea nuestra más grande pesadilla, lo importante no es la sustancia de la respuesta sino el hecho de que es la respuesta auténtica, la aniquiladora de nuestro afán por preguntar.

Más, cuando aún el hombre vive de la bagatela, de la superficialidad de medios, ¿qué le puede aguardar a la posibilidad de sumarme a un conglomerado de estrellas fatuas?

Adelantándonos al futuro y pensando en la hipótesis de un mundo espiritual, aún en él, cada dolor sería magno, de tan abarcante, causaría universos paralelos a los aullidos de santos y de mártires, y nos imposibilitaría aún más la comunicación. ¡Qué pesadilla la idea de un mundo repleto de gente consciente! Si se continúa, en gran medida, es gracias a la ligereza de esos bobalicones que nos empujan a no tomarlo todo a pecho, a pesar de la inminente desgracia que significa haber venido a la vida. Una lucidez aplastante, como un fuego en los ojos, que no deja dormir, que nos amaga con el puñal cortante del tiempo, del segundo, guillotina del adiós infinito, no puede hacernos sentir suficiente autoconmiseración, aún la fortaleza de ésta provenga de “fuera”.

Esto último es la prueba definitiva de que todo lo que ocurre con el hombre, incluyendo el aprendizaje de la estulticia y de las formas de la bufonería, no son más que el resultado de segundos momentos del estar del espíritu. Ese vericueto, rastro de la dolencia que se expande sobre la totalidad de la vida, es una forma de acondicionamiento, de sujeción al orden impuesto: no se tiene más remedio que pensar en un adentro y un afuera, aunque sustancialmente, aunque desagarrado, todo sea un yo simple y puro.

3.- itinerario interior

Propiamente no debería haber más que un puro estar, una forma de entregarse a sí mismo, en la banalidad de nuestra insignificancia, voluptuosos de intimidad, resguardados con el deseo único, ese, que sólo uno conoce.

La posibilidad humana se vive en el interior del ser, sometiendo nuestros estándares anímicos a fuerzas desconocidas, sólo para regresar con mayor fuerza a nuestro destino inicial. No hay viaje que no se emprenda sin que de antemano se haya retornado a la infancia inicial en donde fraguamos todos nuestros sueños de destrucción y reconstrucción. El hombre que no se ha ganado desde niño, no podrá asumir ninguna forma de victoria satisfactoria en el largo tramo de su recorrido. Sea por imposición gratuita del modelo temporal occidental del futuro como “adelante”, o sea por la incapacidad del hombre de someterse a su destino, no es común que se quiera regresar a lo que siempre uno ha sido. Hegel hablaba de “autodespliegue” del espíritu al momento de su devenir, lo mismo que para Parménides: ser es una forma de regresar al inicio, en el modelo circular del tiempo griego, y en la consciencia inmediata de la imposibilidad de salir fuera. La consciencia sirve para señalarnos la existencia de la libertad como modo de aceptación de lo inevitable.

Piedad, misericordia y amor, valores que proyectan el cariz de una realidad que nos subyuga, y de la cual no tenemos más remedio que aceptar.

Quienes quieren ver en la asunción de los valores cristianos una apelación a segunda instancia, quizás no perciben la quimera de la lucha contra la miseria espiritual en la que fuimos concebidos. Otros, menos indolentes, más frágiles, ven toda forma de manifestación del amor y de la libertad como una expresión de esa esclavitud a los yugos fundamentales de la realidad. Los valores del cristianismo son, por decirlo de alguna manera, una protesta a la imposibilidad de llevar una vida apegada a principios absolutos. Por eso su insignificancia y patente resentimiento; era mejor exaltar el arte, deudora incorruptible de la vida, presencia grata que, donde sea que se le invoque, desaparece la faz oscura y demencial que nos recuerda el fin de todo.

Pero los artistas no pueden mirar la luz sino es a través de sus pirotecnias, de sus juegos, de sus mentiras. El hombre que vitupera tales delincuencias del espíritu, se amarga aún más la sangre cuando contempla el espectáculo lamentable de esos saltimbanquis, quienes levantan una pancarta que dice: “No busquéis ya más, esta es la solución”. Pero, ¿solución de qué?, propiamente la muerte no es nada, o mejor: es nada, es la aniquilación final seguramente, pues no hay razones ni sin razones para creer lo contrario. Así arribamos al centro de nuestro corazón y descubrimos que estamos vacíos, que el monstruo que se esconde detrás del armario, no existe, que los terrores legendarios son una nada en la que puede extenderse ampliamente nuestro hartazgo: todo avanzar del tiempo, la multitud de desdoblamientos que componen el respirar de la vida, se alimenta de un porvenir que no existe, como si la inexistencia fuere el germen de la misma existencia. Cuando ocurre ese momento descubrimos un infierno peor que el infierno: la nada.

Chestov lo había dicho: prefería un Dios existente aunque malo, que uno que tuviese todas las perfecciones posibles pero que no existiera. ¿Diremos lo mismo de la vida, la suprema desconocida? Realmente, ¿preferimos esta vida porque es, encima del hecho de que sea como queramos que sea? Nuestro espíritu, al intentar salir, ha regresado, de golpe, a la primera intuición del “yo” genérico, a la vacuidad de los días humanos, a la condición y circunstancia propia que necesitamos asumir por un acto grotesco de humana penuria. Esta condición, cualidad con la que se nace o no, marca el sentimiento culminante del espíritu que se ha entregado a los insondables caminos de una luz final, la que nos transfigura al hecho inminente de que nacimos pobres, sin sustento de ninguna especie, hambrientos, menesterosos. Ya que el cinismo es la sal de la miseria, lo diré sin tapujos: se sigue viviendo por no tener más remedio. Y ante esto no vale la estratagema de sentirse más porque todos los días justiprecia la posibilidad del suicidio.

4.- Autoinmolación

En el reconocimiento de nuestras esclavitudes está el campo de nuestra libertad. En efecto, restringida libertad; pero nuestra, de nadie más, para nadie más. Se pueden hacer derivaciones místicas o ateas de ella, otorgarle poderes que no posee o restarle cualidades invisibles a nuestros ojos, pero ante ella se está como se está ante la única posibilidad de aceptación del destino. La moral o ética, o sistema de deberes y obligaciones, valores o sueños, se planta como fidelidad al yo íntimo. Para ello no es necesario el conocimiento previo pues, para ser, llegar a ser y realizarse, no existe la posibilidad de extraviar la senda: la libertad, el azar o la fortuna, no son elementos que otorgan matices y gradaciones insignificantes al transcurrir de nuestro espíritu, el por antonomasia, atemporal y anacrónico. Tal y como La Rochefoucault resonantemente había dicho, la desgracia o la fortuna nada puede traernos para acrecentar la virtud o disminuirla, ni el tiempo ni el suceso exterior puede trastornarnos como ese quiebre interno que ya se gesta desde nuestro nacimiento.

Ante la sentencia irrevocable de nuestro destino, ante esta fatalidad aciaga que te aguarda como un salteador en una celada divina, sólo puedes dar prueba de tu herencia sanguínea en una lucha insensata o, de tu flema estelar en una esclavitud miserable: si lo último, le restaras los valores de la potencia y el desafío, y si lo primero, negarás tu condena otorgándole más poderes a la libertad que no posee. De cualquier manera una cosa has de tener seguro: tanto la creencia en el destino como en la libertad, como creencias que son, se opta por ellas porque alguna nos expresa mejor.
¿Qué expresa mejor a este mundo?, ¿la libertad?, ¿cuando la historia da claras muestras de muerte y aniquilación por la idea de convicción, cuando se ha dejado en manos del liberto, el juicio sobre los que cumplieron a cabalidad su destino mísero y ciego?, ¿cómo negar en tales condiciones mi lugar con los pobres de la tierra, los vituperados y oprimidos, cuando son ellos lo que nacieron con menos libertad del espíritu porque un Dios miserable los hizo miserables, y porque hasta el diablo confabuló para su opresión?

Los que nacieron ricos, los satisfechos, los que en suprema holganza y copa rebosante se jactan de ser libres, aún no han conocido al titeretero que jala de las cuerdas de su fealdad. Estos no pueden conocer qué es sentirse liquidado por el universo, sentimiento originario del deseo por Dios, un Dios destructor que premia con la fuerza sanguinaria de un adiós al mundo, o de la legitimidad de ese despido por medio de una revelación quemante. Estos, incapaces de vislumbrar las relaciones primordiales que gobiernan al universo, el mecanismo de expiación del devenir, y la sombra energizante de la muerte, no podrán nunca presentir la suprema grandeza de aquello que han vivido, pues se han entretenido con su felicidad mientras la vida auténtica pasaba debajo de sus pies: arrastrándose, humillada por el poderío de un Dios desconocido, más allá de su torpe juguete de alegría y satisfacción. ¿Cómo se estará rico ante el subyugante Ausente, ante aquel que no nos da opciones, que no nos entretiene con juegos de libertad? A Dios no se le escoge, es, quizás, lo último al cual el hombre puede acceder por medio de sí mismo. Calvino tenía razón: el hombre carece de recursos cuando se está ante la determinación absoluta, en la que no hay posibilidad de multiplicar las versiones de lo presente.

Ser libre es, básicamente, ser capaz para crear variaciones sobre el mismo tema fundamental. Un artista lo sabe: su poema, su cuadro, su sinfonía, no es más que la continuación de una obra monumental que hace tiempo inició. Cada paso que el hombre da, cada labor que emprende, no es más que la reformulación de un momento que tiempo atrás se incorporó a su espíritu. Eso es todo: y para lo definitivo, tales divagaciones, ejercicios de la intemperancia, no pueden constituir una construcción más allá de la definición absoluta del ser.

El espíritu superior, regresa, después de la odisea de la desilusión, a sí mismo, más pobre de lo que partió, pues ahora ya no le queda el “yo” individual, ni el “los otros” solidarios, sino un simple yo, el general, el metafísico. Peor que escribir sobre eso, es volverse eso de lo que tanto uno habló. Una cáscara, un ser viviente, con sus funciones vitales óptimas, sus perspectivas de vida abiertas a la inercia de su alma, perezosa del cambio, desértica, en cuyos páramos la posibilidad de agua y oasis, únicamente la constituyen las formas de la negación, de la vergüenza y la insatisfacción. No hay nada más que percibir; dado que nada de lo que nuestra agitación pueda plantear es posible, asumir nuestro yo, quizás, ahora, en este momento, es un esfuerzo que bien vale la pena intentar, como ejercicio de negación, autoinmolando todo aquello que nos desbasto, dejándole de otorgarle validez al pensamiento que no orilló a salir, a ese sentimiento primigenio, nostalgia del paraíso, por el cual nos atrevimos a preguntar “¿porqué yo soy yo y no otro?”.































sábado, 15 de agosto de 2009

APATÍA METAFÍSICA


Sin ánimos de asistir al infierno personal del otro, o de participar de la insensatez del prójimo, el hombre natural es comúnmente insensible a lo total. ¿Y de qué otra forma podría ser posible el reino del entusiasmo si no es con la barrera de la incomprensión? Hoy algunos se quejan de la diversidad infinita de formas de concebir el mundo y sus cosas, pero no se dan cuenta que sin ese ingrediente irrepetible de la esfera de lo otro no nos podría ser posible el acto de distanciarnos de aquello que nos podría herir. ¿Se le puede juzgar a una biología cualquiera por huir del dolor? Imaginaos un mundo donde realmente existiera el Uno en la cabeza y corazón de todos sus habitantes: ese día sería la comunión total en la Idea de lo absoluto, y si por alguna razón se resquebrajara su estructura, a una todos caeríamos en una depresión cósmica: no sabemos hasta que punto el ateo o el fanático nos ayudan a sobrevivir con sus posibilidades de universo. Viéndolo bien, la confusión de las lenguas nos salvó de la muerte.

Advertir la nulidad de nuestra visión del mundo, es abrirse un poco más a la realidad y a la supresión del yo. Verdad subjetiva, a la manera kierkegaardiana, es verdad innecesaria. La historia del hombre nos enseña que los términos de verdad y prejuicio, en realidad, se identifican. Participar de lo total, de la Verdad absoluta, es sumirnos por completo en el laissez-faire metafísico: somos, como diría Spinoza, no más que la realización de lo otro hacia lo cual tendemos. De ahí que a Nietzsche y a Kierkegaard se les identifique a pesar de sus abismales diferencias: para ellos, como para la mayoría de los hombres, no se tiene un conocimiento cierto si no es en la apropiación sanguinaria, concupiscente y miedosa de las cosas; términos que residen en la cualidad del ser humano, pequeño tirano dispuesto a subyugar al mundo con sus palabras y discursos. Esta disposición del aparato de conocimiento humano, es de índole azarosa y predeterminada: participa de los humores vítreos y de los factores del medio ambiente en una alquimia de la realidad ambiental y fisiológica. A eso se le llama libertad, al levantamiento del velo, al mecanismo mediante el cual desplazamos a la ignorancia de esos factores ya fijados de antemano.

La razón por la cual Calvino descubrió en el Plan cósmico redentor la manifestación del amor de Dios, no es difícil de comprender si se asiste al sistema. Advirtiendo ese gran edificio que debe ser la providencia y sus oscuros caminos, no es complicado suponer que a Dios le sea imposible que se le pueda escapar la decisión de un simple mortal sujeto a predeterminaciones obvias. Si a la vista de los ojos humanos ciertas conductas son predecibles, cuánto no será sensible a la vista de Dios ese vacío que gobierna el corazón del hombre. En realidad, a un hombre de doble ánimo le parecería coherente amar a Dios y creerse libre, pero a quien su razón le exige aprecio de la unidad, no podría, por más que lo intentara, forzar a su carácter a sentirse libre sabiéndose amado por Dios. El amor esclaviza, se enseñorea de aquello que ha conquistado, y no le da vida sino es para vivir para él, por él, de él. El amor es muerte para dar vida a un segundo término, tal y como diría Hegel. Pero esa visión es ridícula si se toma en cuenta que quien debería decir la frase es el mismo quien está muriendo: ¿qué me puede importar a mí, yo, único e irrepetible, dar vida cuando no me la puedo dar a mi mismo? Jesucristo no salvó hombres pecadores, sino a hijos de Dios en perspectiva. Muchos religiosos se guardan el secreto y viven compartiéndoselo a sus hermanos a escondidas, guardando que el “mundo” no se vaya a enterar: ellos son los elegidos, por eso nada ni nadie, el pecado o ellos mismos, los pueden separar de la Gracia. Jesucristo no murió por toda la humanidad sino solamente por los que habrían de ser salvados.

Este “gozo”, el de la salvación, tiene un doble sentido para lo espiritual: por un lado es, efectivamente, gozo, y por el otro un supremo pesar semejante a la muerte. En efecto: ¿cómo le va aplacer a Dios dejar morir a unas criaturas suyas, hechas a imagen y semejanza de Él, a efecto de salvar a otros? Y aquí no es oponible el hecho de que se les salva por alguna cualidad especial tales como la fidelidad, la entrega o la pureza del corazón del creyente, puesto que eso rompería con el término mismo de la gracia: su carácter de inmerecida. ¿Cómo logra el creyente conjuntar tales términos sin recurrir al puro hecho del azar, de la arbitrariedad o el despotismo de un Dios caprichoso? La respuesta, no es una respuesta propiamente, sino una justificación: el apóstol Pablo la da, y ello es lo siguiente: ¿A qué la pregunta? ¿No acaso tienes lo que escogiste? Si eres salvo porque a Dios así le plació, ¿de qué te quejas? Y si no, ¿qué te importa una mentira? Pero esto es insatisfactorio si se observa que no se pregunta desde el término de la libertad, la cual la Gracia ya se encargó de hacerla ilusoria, sino del plan general de Dios. Esto es semejante a la parábola de los jornaleros que Jesús cuenta en los evangelios pero de manera inversa. Recordemos que el amo que contrató a diversos trabajadores, les redarguye a los que se quejaron de recibir el mismo pago, cuando los otros habían trabajado menos que ellos, de que el trato ya estaba hecho de antemano y que ellos estaban recibiendo lo acordado, no debiendo importarles el trato que había hecho con los otros. La enseñanza, lógicamente trata de romper con el sentido primordial del orden humano: A pesar de todo, aún y cuando haya convenido en algo contigo, tu conducta me enseña que eres caprichoso y que no existe mayor causa para juzgar a un acto de justo o injusto que tu palabra. La guillotina de Hume o la aporía del Eutifrón salen a flote: el orden moral no es más que el resultado de la arbitrariedad de un Dios veleidoso. Es así como el dogma nos impulsa forzosamente a la inquietud, con todo y que nos seduzca la idea, por otro lado muy común, de que la voluntad de Dios emana de una visión absoluta, cuyo derrotero surge de un conocimiento al cual nosotros no tenemos acceso. Seguramente Dios no quiere pecar de indiscreción: sus razones infinitas tendrá.

Así, ¡qué osadía del hombre mortal el preguntarle a su Creador la razón por la cual resulta ser elegido cuando los demás no! Pero siendo sinceros, la misma Gracia de alguna manera incorpora un satisfactor al hecho: “si los amas, si realmente te preocupan, ve y háblales de la buena nueva”. Y luego, otra fuerza que de nosotros tira: ¿Para qué si todo ya está predestinado? De cualquier forma no les puedo predicar a los muertos, tal y como lo Mormones practican, ni aquellos que se encuentran por completo apartados de mis posibilidades como evangelista. De cualquier forma, el destino de toda la fuerza que gobierna el plan divino, es irresistible y se nos planta a través de la historia como una pura aleación de contingencias. Azar y capricho, sustancia dual que se reparte sobre el destino y la libertad, respectivamente. El nombre de esa sustancia, no está de más decirlo es Soberanía divina.

El furor del santo que llora por la perdición del mundo, sus pecados, su idolatría, su muerte eterna, no tienen cabida en un universo capaz de castigar al pecador. O, precisamente por ello, se llora, tal y como Solón una vez contestó a los impertinentes que se atrevieron a decir que sus lágrimas no levantarían a su hijo muerto: “por eso precisamente lloro”. Tal pareciera que las lágrimas fuesen patrimonio único del hombre, pues Dios ya ha tomado su seria decisión en donde no hay lugar a lloros. Se llora porque se tiene que llorar: las lágrimas son el único sinsentido lírico que nos devuelve al mundo real, ahí donde las preguntas terminan y comprendemos que todo siempre estuvo bien, hasta que nos atrevimos a preguntar. Sí existe un orden en el universo, después de todo: el orden de la aceptación, de la humillación, del acto de contrición, de la nulidad ante lo que nos dispensa el tiempo, o mejor, de la nulidad que nos dispensa el tiempo. No tenemos nada, ni siquiera miseria. El drama se inventa para no aburrirnos de la representación que nos hicimos del mundo, tan mala pieza teatral como sus inventores. Más ¿cómo podremos liberarnos del afán de ser santos, de una sola pieza, de huir de esta incapacidad por sentir como los demás sienten, de adentrarnos a sus infiernos para así ser un poco menos egoístas?

viernes, 14 de agosto de 2009

EL ENDEMONIADO GADARENO


Muchas son los signos que hacen del Nuevo Testamento un libro aún digno de ser leído, al menos como creación literaria, religiosa (en el término cultural) y esotérica.

Borges señalaba, a propósito del “Así hablaba Zaratustra” de Nietzsche, que de manera intencional éste registró contradicciones en los juicios de su obra y dejó ciertas frases oscuras, pues su sentido era otorgarle un aire de literatura religiosa. En efecto: solamente lo sibilino, paradójico y extraño pueden suscitar la inquietud e incitar a la imaginación de ver en tales símbolos extravagantes, revelaciones de carácter sobrenatural o espiritual. Así, el Zaratustra de Nietzsche es una parodia a los libros religiosos, y, a la vez, un texto fundante de su nueva animosidad ante la vida. Es claro que sólo lo contradictorio suscita en nosotros inquietud e interés, tanto como las posturas insostenibles y las provocaciones ideológicas. Nada tan contrario al enigma de lo divino que un texto legible y coherente.

Desde tal referencia, ¿cómo contemplar a esa extraña escena en la que Jesucristo es aprehendido por la turba de la guardia pretoriana, a la vez que un muchacho desnudo sale corriendo del acto, igual que como lo haría un actor despistado tras bambalinas? Se dice que es “una firma” del evangelista, o del encargado de redactar tal. De igual modo ocurre con el varón que les indica a los apóstoles el lugar en el que se celebraría la última cena: ¿en las vísperas del sabbath, llevando en un cántaro, agua del pozo? La falta de explicación de las veces en que Jesús se escabulle de ser apedreado, el señalamiento de que no beberá vino sino hasta su regreso, o la extraña revelación de que los demonios detestan los sitios húmedos, etc. Todo ello, de nulo valor espiritual, ubica a las acciones de Jesucristo dentro del entorno del rito, de la magia y lo oculto, ornamentos indispensables para suscitar el morbo por los poderes sobrenaturales.

Quiérase o no, no podemos liberarnos de ser circunspectos a la hora de analizar tales manifestaciones, como si del aleteo de una mariposa dependiera el equilibrio del universo. Esta fobia, gesto de obsesivo compulsivo, funda nuestra inquietud por la escena en la que Jesucristo libera al endemoniado Gadareno de la legión de demonios que lo poseían.

Resulta de un asombro espectacular mirar la forma en la que el Mesías se apiada de la multitud de espíritus malignos y les permite poseer al hato de cerdos.

La pregunta inmediata que nos surge es ¿para qué, qué finalidad tenía esa “gracia”? Pregunta que a la vez nos remite a otra que debimos habernos hecho antes, cuando contemplábamos las “liberaciones” que había realizado Jesucristo, y no nos inquietaba el hecho del destino de tales entidades espirituales. Suponemos que eran enviadas al infierno (en donde, desde luego, son castigadas, o al seol, antesala del infierno), o se les dejaba libres para que pudieran seguir su vida parasitaria. Si era lo último, no hay mucha inquietud real de por medio en el acto del endemoniado gadareno, pero, si era lo primero, ¿cuál fue la intención de Jesús al dispensarles el castigo eterno? Creemos que existía la dispensa porque, finalmente, aunque según los evangelios señalan que los cerdos se precipitaron sobre el mar ahogándose (Gadara era una isla), tal acción no era el resultado de un anatema por parte del Mesías, sino un acto de los mismos demonios, cosa que nos indica, quizás, que estos no perecieron sino que siguieron con su “existencia” demoníaca.

La escena se parecería a la desbandada que hacen ciertos roedores de zonas heladas, en donde, ejecutando la orden de un suicidio colectivo, son víctimas de su instinto natural que los predestinó a muerte tan extravagante. Los cerdos, poseídos por siete mil espíritus malignos, según narran los evangelios sinópticos, a las claras tenían que terminar de esa forma.

La “gracia” ejecutada por Jesucristo poseía una carga semántica que es opacada por el mensaje primordial del que parece estar revestida la anécdota: el poderío inminente del enemigo y la necesidad de ayuno y oración ferviente cuando se trata de “exorcismos” de este tipo. Pero es precisamente en este dato en donde se puede hallar una posible explicación al hecho: parece indicarnos que el encuentro entre el gadareno y Jesucristo se trataba de una cita de alto rango diplomático. Observemos la escena: La isla, mitad griega, mitad judía, era un bastión un tanto cuanto ajeno a las tribulaciones del continente, debido al aspecto ya apuntado de su dualidad cultural y al hecho geográfico de su aislamiento. Empero, Jesucristo se dirige por medio de una embarcación hasta el sitio únicamente para enfrentar a la legión de demonios. Pareciera que no esa era la intención original: recordemos que los milagros no eran más que un aval del mensaje, pues lo realmente importante era la buena nueva y no la realización de prodigios sobrenaturales. Sin embargo, finalmente, Jesús solamente asiste a esa isla para obrar un milagro y después retirarse en virtud de ser tildado de non grato.

Cuando llega a la isla dispuesto a realizar su trabajo cotidiano, le informan sobre la presencia de un endemoniado “poderoso” que habitaba “los cementerios” y que había roto multitud de cadenas con las que habían tratado de someterle sin éxito alguno. Es entonces cuando vemos el acto que a tantos a gustado por su notable histrionismo y sonido estridente: frente a frente el endemoniado se retuerce y no deja de reconocerle su dignidad al profeta que lo visita: “¿Qué quieres de mí hijo de Dios?”. Gentilmente, Jesús tiene la soberanía viril, como a todo ser poderoso corresponde, de preguntarle su nombre, a lo que éste contesta no sin producir cierto efecto dramático en quienes leemos:

soy legión, porque somos muchos


Entonces, es cuando uno se imagina por completo un plano distinto a la realidad. Antes, sabíamos que un demonio poseía un cuerpo, y le era fácil a nuestra imaginativa mediocre, dibujar una vasija repleta de un líquido oscuro, cuyos temblores sumergían al poseso en convulsiones demenciales. Ahora, no sabíamos a qué imagen recurrir: se trataba de siete mil espíritus que en su conjunto poseían al pobre hombre, una locura de fuerzas, una contravención a la idea de lo uno, a la metafísica de la identidad: ¿cómo convenían en qué decir, qué desear, qué hacer? La respuesta estaba en la misma respuesta del endemoniado: se trataba de un cuerpo militar. Una legión, sabemos, era la unidad fundamental del ejército romano, tal y como lo fue la falange para los pueblos griegos. Este cuerpo castrense estaba compuesto por siete mil soldados, todos a pie, haciendo uso del sternum y el pilum, la espada y el escudo, y que, a su vez, conformaban, la Corte, ésta la Manipula y ésta última, la Centuria. Este orden jerárquico se nos abre, o debía de abrírsele al lector del evangelio al momento de escuchar las sonoras palabras del gadareno, por lo que no debía sen incoherente que el endemoniado poseyese una personalidad.

El efecto original de la lectura debió ser éste: el enviado de Dios, él sólo, como David ante Goliat, combatiría contra un cuerpo militar entero, encarnizado y preparado para la batalla. Pero no hay resistencia, no hay combate, porque no hay posibilidad de lucha real: igual que como podía liberar con su sombra, o, sin siquiera saberlo, “derramar” un poco de energía en alguien enfermo y así curarle, el Mesías evangélico postra a los demonios con su sola presencia, y es entonces cuando piden piedad: “permitirnos poseer el hato de cerdos…”. ¿Qué suerte de consideraciones habrá hecho Jesucristo en ese momento para ser condescendiente? Las mismas consideraciones diplomáticas que se tiene con un igual, dirían los maniqueos, queriendo ver en el acto una confabulación de los dioses malo y bueno. Pero la doctrina general del cristianismo no le atribuye a la causa más que el cariz de la misericordia. Pero la misericordia es todavía un efecto: ¿qué consideración pudo llevar a Jesús a otorgar esa misericordia? Recordemos que el sentido de la misericordia guarda una estricta proporción de justicia: ese es el sentido de la salvación del hombre, tema central del nuevo testamento y de la doctrina cristiana en general: la misericordia solamente es posible por una medida racional: devolver al orden corrompido su estatura original, necesitando para ello el Juez celestial satisfacer el castigo merecido en alguien: tal es el significado del sacrificio expiatorio de Jesucristo. La salvación no es gratuita, tiene un costo y ese costo fue el misterio de la encarnación, muerte y resurrección del Verbo.

Desde ese punto de vista al que hay que elevarnos para poder incorporar la lectura aislada de la escena del endemoniado gadareno a una interpretación posible, resulta el acto de misericordia multicitado, en un acto, en realidad, de cálculo bélico. Era indispensable que quedase testimonio de la acción para demostrar el poco interés que tiene Dios de hacer cumplir inflexiblemente sus determinaciones, de la misma forma en la que conforma a su plan divino actos que en otro lugar hubiese reprobado. Tómese como ejemplo las vidas de Job y Jacob, quienes por mucho, más que favoritos de Dios parecen ser sus enemigos de tan encarnizada intensidad en las relaciones que mantenían. Sin embargo, eran elegidos: ninguno como ellos pueden dar cuenta del tipo de sentimiento absurdo y absoluto que regía el diálogo con la deidad: savia y sangre que las formas endulzantes del cristianismo aún no pueden capturar.

El símbolo que se guarda tras el acto de piedad al gadareno nos impulsa a observar el desenlace del acto: finalmente liberado, ese pobre hombre es enviado a casa “para que contara las buenas cosas que Dios había hecho con él”. De igual magnitud que el mensaje de San Francisco: “Vayan al pueblo y prediquen el evangelio y si es necesario, hablen de él”. Ironía santa que subsume la honestidad pura a la falta total de diferencia entre palabra y acción. ¿Para qué iba a necesitar Jesucristo perder su tiempo en la predicación cuando la magnitud de la señal era suficiente para proclamar su buena nueva? El mismo hecho de la muerte de los cerdos no pudo ser más que un pretexto del cronista del relato para hacer encajar el poder del milagro: finalmente no era necesario que Jesús se quedara en la isla, con la liberación del gadareno ya era cosa suficiente. Pero para poder hacer eso se necesitaba una justificación del abandono del lugar, tal era, evidentemente, el miedo que les produjo a los habitantes la muerte de los cerdos de forma tan dramática. Interpretación pueril, si se quiere, pero dada la futilidad del hecho, es fácil mirarlo así.

Si lo anterior es cierto, el enigma se diluye y nos queda el malestar de que una interpretación tan, en cierto punto, soez, pueda acabar con el problema. No sería la primera vez que un principio ridículo, bajo la distorsión de la idolatría, se transforma en un monumento de excelsitud. ¿En dónde estaría lo errado del hecho si finalmente la esencia a la que obedece es esa: la suprema necesidad de un prodigio ajeno a comentario teológico alguno, a predicación de ninguna especie capaz de causar polémica. San Pablo más adelante diría que los griegos buscan sabiduría y los judíos milagros, pero que Dios no le dará a uno ni a otro lo que buscan, pues Dios tiene sus propios planes. Así ¿qué hace un prodigio sobrenatural en medio de una isla de pensamiento lógico-racional, o acostumbrada a mirar las cosas bajo la óptica de los dioses paganos, en el mejor de los casos? ¿Qué les hacía falta a esos descendientes de griegos proclives a juzgarlo todo? Ciertamente no una predica, cuyo contenido era asimilable a un adoctrinamiento judaico o a una discusión en el areópago; no, lo que les hacía falta era un acto inusitado, extraño, sobrenatural. Podían tener sus explicaciones acerca de la “enfermedad” del endemoniado, pero no una que explicara su cura tan repentina. A cambio Jesús les dio silencio y un suicidio colectivo animal: como si les quisiese decir “interprétenlo como quieran, ahí les dejó el milagro”.

miércoles, 12 de agosto de 2009

Trabajo manual

Es muy satisfactorio ahorrarnos largas horas de meditación Zen cuando tienes a mano un recurso de igual vacuidad mental: la televisión. En suma, claro está, es decir, en resumidas cuentas. En efecto, aunque no se compara en nada con el hecho de estar ahogado en la nulidad total de una idea que devora a las demás ideas, por lo menos no somos víctimas de creer que hemos concebido ideas brillantes o sistemas filosóficos que por fin salvarán a la humanidad y a su historia. Ver el futbol o al Dr. House no tiene nada de nulo: está repleto de movimientos, de acontecimientos y tensiones positivas; en suma: están cargadas de la inercia del devenir, de la energía por el cual deseamos, repudiamos o nos contorsionamos tendientes a un fin.

Y es que el problema no es la acción en sí misma, tal negación sería insensata. De lo que se trata es de percatarse que "el valor de hacer", no es más que una químera. Somos felices hasta que lo echamos a perder proponiéndonos empresas irrealizables, como por ejemplo, ser felices. Alguien dijo alguna vez que se es feliz en la medida en la que uno mismo se lo propone. Otro, dijo que solamente puede ser plenamente feliz (es decir, feliz a secas), solamente un idiota. La coincidencia de la teoría y la practica es lo que marca el fin de la infelicidad: o nos conformamos o nos rebelamos (o sea nos suicidamos), contra todo aquello que confabula para nuestra derrota.

Ahora bien ¿qué hace que tal intervalo, entre teoría y práctica, se anule? la acción pura, o lo que es lo mismo, la falta de conscienca en lo que se hace. Es como percatarse a las claras de la suprema diferencia en quien escribe un poema al Tao y un vagabundo: el primero asiste al abismo entre el concepto de renuncia y la renuncia misma, mientras que el otro, abolida la separación, lo vive.

Tal goce, de índole por entero banal, se haya cuando tomamos el pico y la pala, la segueta y el martillo, y nos largamos al patio a reparar la berja o sembrar un naranjo. En un mundo normal, los filósofos salen sobrando: el pensamiento es esxclusivamente instrumental. ¿A quién le interesa dilucidar sobre la libertad cuando se es libre en la esclavitud? El cinismo en la sal de la miseria, y ésta es la condición autómatica del hombre, ¿para qué teorizar sobre lo ya hecho, o lo que está por hacerse? Víctimas del desear, siempre debimos dejar a los rigores de la ignorancia el porqué de las cosas, con todo y que sea la "consciencia" la que nos permita ver que fue mejor nunca habernos bajado del árbol en el que el sueño aún era posible.