domingo, 16 de agosto de 2009

Principio de confusión


1.- Nostalgia de autoaniquilación

El primer acto inmediato que una inteligencia superior posee, no es la objetivización, ni el análisis o decodificación de la realidad circundante (principio de la ciencia como pragmática del ser), mucho menos la solución práctica de problemas…sino el sentimiento primordial del principio de confusión: saberse uno, y a la vez, saberse nada. Uno como esencial, nada como innecesario. Expresado en otros términos, quizás menos torpes: el sentimiento que engendra la pregunta “¿porqué yo, soy yo y no otro?”. En el “yo” primero, vasija sin contenido, surge el vacío de una nostalgia angustiante: la del ser anónimo, la de la existencia pura y simple como expresión de realidad fáctica y, a la vez, terriblemente innecesaria, general, sin individuación de ninguna clase, ni siquiera de índole lingüística. En el segundo momento de la consciencia, en el “soy yo”, sobreviene un estremecimiento casi insoportable de sabernos en nuestros límites y en nuestra vergüenza de ser como somos. Es la caída estrepitosa de nuestro pesado ser particular al receptáculo de la nada anónima del primer “yo”. Nuestro rostro con sus rasgos heredados, su color, su idiosincrasia ancestral, con su alimentación evidente, con sus hábitos presentes en el cuerpo, en el vestir, en la postura: la acusación del espejo y la venganza de la memoria, del trauma y de la imposibilidad de huir de un destino que nos hace frente con el poder de la sangre y de la fatalidad. “¿Por qué no soy otro?”, finalmente: posibilidad de fundirse en la generalidad; es el principio de lo político, del amor, quizás: “pude ser como cualquiera de estos, soy sustituíble, pero estoy aquí con esta manera individual, tendré que demostrar que yo soy yo, y que lo que pude haber sido, o dejaré de ser, es una contingencia sin mayor relevancia, pues creo en la raza humana y en la posibilidad de perpetuarme en ella”.

Este último paso no se resuelve del todo y nunca en la vida. Negamos a los demás dada la imposibilidad de ser excepcionales: porque nos revelan lo fatuo de querer ser distintos. Ontológicamente es imposible negar a los otros: siempre se cree ser excepcional; creencia de la envergadura de todas las demás creencias: anclada en la fantasía y el delirio de nuestros mejores momentos. Pero, tratándose de la inteligencia superior, paradójicamente, lo primero que sale a flote es la consciencia del acto de diferenciación ontológica, de tal suerte que su evidencia de superioridad espiritual está en el hecho de su igualdad y nadedad. Ocurre semejante a la famosa paradoja socrática: Sócrates mientras más oía a los sabios hablar de la verdad, más se convencía que él era más sabio que ellos, pues era el único que se percataba de la ignorancia que los poseía a todos por igual.

El espíritu superior traza una línea de repudio contra sí mismo merced a la imposibilidad de ser superior de alguna manera: su mundo, tan válido como el del chimpancé más evolucionado, a penas y lo satisface de sus ansias de huida de este mundo, el mundo quimérico de lo compartido.

Ya que “no es humilde quien se detesta”, el principio de sometimiento se identifica con el principio de triunfo en el mundo y en la vida. Todo rebelde auténtico no sobrevivió más allá del primer enfrentamiento con el absoluto de su destino, y claudicó en manos de la muerte por mano propia. Así, decir que la inteligencia consiste en la resolución de problemas prácticos que la vida cotidiana nos presenta, es una suprema sosería, pues se sobrevive en el mundo no merced a nuestra capacidad intelectual, sino a la capacidad de esclavizarse al orden caótico que rige. En realidad, los espíritus elevados, las inteligencias superiores, no llegaron a vivir más tiempo que el que su corazón les permitió: cada momento del tiempo era una erosión a su alma, una invasión bárbara a los confines de su delicadeza mental: llegaron hasta donde su espíritu les permitió tolerar sus esfuerzos inútiles por redimirse y redimir su circunstancia.

La inteligencia superior capta de inmediato lo fundamental, observa el panorama completo de la realidad, imposibilitado a cerciorarse del dato minúsculo, contingente y numérico, de inmediato percibe el símbolo vacío que implica vivir. La lucidez primigenia de lo innecesario del primer “yo”, del Ser, como dirían los escolásticos, apenas y es modificada por el segundo “yo” de la inteligencia que sólo puede captar la insuficiencia de sus medios, y el dato certero que se está, se permanece y se “lucha”, en base al sometimiento a esos recursos y a esas clausuras del umbral de los sueños.

Así, retorna a sí mismo, en un rebote agorafóbico, el alma del hombre consciente de su destino humano. Esta nota lo hace distinguido y noble, y esto, aunque lo hace padecer, lo vacía y lo vuelve miserable, no logra hacer que se avergüence de ello pues se ha constituido en la fuente continua de su “felicidad”, dado que merced a esa monstruosidad, nuestro hombre puede rozar la elevación del resto de los hombres.

Es una ironía demencial ser feliz de esa manera: se está agradecido con la fortuna de estar continuamente despierto, pero maldice la terrible certeza de que se está despierto en una pesadilla.


2.- El engaño de lo plural


En la cifra automática de los “otros” que nos sobreviene merced a la nostalgia de mirarnos a nosotros mismos, se descubre que se trata, en realidad, de un acto difractado de la consciencia, no de una percepción sobre un objeto real. De hecho, el conocimiento de los otros o de lo otro no sobreviene sino como el resultado de la sensación de vacío. Las acciones y pensamientos que el espíritu del hombre traza, son hechos sobre un mundo creado por él mismo, no dejando de moverse en los parámetros de su psiquis, conviniendo sólo por incomprensión los pactos del orden humano en general, en cuyo primer lugar se encuentra el lenguaje.

Todo consenso es un malentendido: premisa fundamental del orden social, pues es imposible mantener correspondencias epistemológicas entre poderes cognoscitivos tan distintos en calidades y cantidades. Cada ser humano representa un planeta distante, alejado del epicentro de una imposición educacional monolítica y de una cultura enajenante. Cuando se dan estos últimos elementos, podemos hablar satisfactoriamente de consensos políticos y sociales, de etapa histórica y de idioma absoluto, mientras tanto, no hay más que una serie de locos sin manicomio.

Onanismo creacional, estéril como la historia que vive de biografías rotas, el ímpetu del hombre se desgasta sobre su propio ser, incapaz de poder tocarle a la realidad una pizca de su desenvoltura: la sustancia primordial del caos, la muerte, se mantiene inalterada, con el prestigio que sólo el sentimiento religioso le puede embadurnar. Antes o después de esa certeza, pueden sobrevenir millares de causas y ciencias, artes y gramatologías, ya que, esencialmente, el desconocimiento simple del ignorante, es el corazón de nuestras posibilidades vitales: sin ella, con la respuesta quemante en las manos, la existencia del hombre llegaría a su fin. Sea lo que queramos, sea nuestra más grande pesadilla, lo importante no es la sustancia de la respuesta sino el hecho de que es la respuesta auténtica, la aniquiladora de nuestro afán por preguntar.

Más, cuando aún el hombre vive de la bagatela, de la superficialidad de medios, ¿qué le puede aguardar a la posibilidad de sumarme a un conglomerado de estrellas fatuas?

Adelantándonos al futuro y pensando en la hipótesis de un mundo espiritual, aún en él, cada dolor sería magno, de tan abarcante, causaría universos paralelos a los aullidos de santos y de mártires, y nos imposibilitaría aún más la comunicación. ¡Qué pesadilla la idea de un mundo repleto de gente consciente! Si se continúa, en gran medida, es gracias a la ligereza de esos bobalicones que nos empujan a no tomarlo todo a pecho, a pesar de la inminente desgracia que significa haber venido a la vida. Una lucidez aplastante, como un fuego en los ojos, que no deja dormir, que nos amaga con el puñal cortante del tiempo, del segundo, guillotina del adiós infinito, no puede hacernos sentir suficiente autoconmiseración, aún la fortaleza de ésta provenga de “fuera”.

Esto último es la prueba definitiva de que todo lo que ocurre con el hombre, incluyendo el aprendizaje de la estulticia y de las formas de la bufonería, no son más que el resultado de segundos momentos del estar del espíritu. Ese vericueto, rastro de la dolencia que se expande sobre la totalidad de la vida, es una forma de acondicionamiento, de sujeción al orden impuesto: no se tiene más remedio que pensar en un adentro y un afuera, aunque sustancialmente, aunque desagarrado, todo sea un yo simple y puro.

3.- itinerario interior

Propiamente no debería haber más que un puro estar, una forma de entregarse a sí mismo, en la banalidad de nuestra insignificancia, voluptuosos de intimidad, resguardados con el deseo único, ese, que sólo uno conoce.

La posibilidad humana se vive en el interior del ser, sometiendo nuestros estándares anímicos a fuerzas desconocidas, sólo para regresar con mayor fuerza a nuestro destino inicial. No hay viaje que no se emprenda sin que de antemano se haya retornado a la infancia inicial en donde fraguamos todos nuestros sueños de destrucción y reconstrucción. El hombre que no se ha ganado desde niño, no podrá asumir ninguna forma de victoria satisfactoria en el largo tramo de su recorrido. Sea por imposición gratuita del modelo temporal occidental del futuro como “adelante”, o sea por la incapacidad del hombre de someterse a su destino, no es común que se quiera regresar a lo que siempre uno ha sido. Hegel hablaba de “autodespliegue” del espíritu al momento de su devenir, lo mismo que para Parménides: ser es una forma de regresar al inicio, en el modelo circular del tiempo griego, y en la consciencia inmediata de la imposibilidad de salir fuera. La consciencia sirve para señalarnos la existencia de la libertad como modo de aceptación de lo inevitable.

Piedad, misericordia y amor, valores que proyectan el cariz de una realidad que nos subyuga, y de la cual no tenemos más remedio que aceptar.

Quienes quieren ver en la asunción de los valores cristianos una apelación a segunda instancia, quizás no perciben la quimera de la lucha contra la miseria espiritual en la que fuimos concebidos. Otros, menos indolentes, más frágiles, ven toda forma de manifestación del amor y de la libertad como una expresión de esa esclavitud a los yugos fundamentales de la realidad. Los valores del cristianismo son, por decirlo de alguna manera, una protesta a la imposibilidad de llevar una vida apegada a principios absolutos. Por eso su insignificancia y patente resentimiento; era mejor exaltar el arte, deudora incorruptible de la vida, presencia grata que, donde sea que se le invoque, desaparece la faz oscura y demencial que nos recuerda el fin de todo.

Pero los artistas no pueden mirar la luz sino es a través de sus pirotecnias, de sus juegos, de sus mentiras. El hombre que vitupera tales delincuencias del espíritu, se amarga aún más la sangre cuando contempla el espectáculo lamentable de esos saltimbanquis, quienes levantan una pancarta que dice: “No busquéis ya más, esta es la solución”. Pero, ¿solución de qué?, propiamente la muerte no es nada, o mejor: es nada, es la aniquilación final seguramente, pues no hay razones ni sin razones para creer lo contrario. Así arribamos al centro de nuestro corazón y descubrimos que estamos vacíos, que el monstruo que se esconde detrás del armario, no existe, que los terrores legendarios son una nada en la que puede extenderse ampliamente nuestro hartazgo: todo avanzar del tiempo, la multitud de desdoblamientos que componen el respirar de la vida, se alimenta de un porvenir que no existe, como si la inexistencia fuere el germen de la misma existencia. Cuando ocurre ese momento descubrimos un infierno peor que el infierno: la nada.

Chestov lo había dicho: prefería un Dios existente aunque malo, que uno que tuviese todas las perfecciones posibles pero que no existiera. ¿Diremos lo mismo de la vida, la suprema desconocida? Realmente, ¿preferimos esta vida porque es, encima del hecho de que sea como queramos que sea? Nuestro espíritu, al intentar salir, ha regresado, de golpe, a la primera intuición del “yo” genérico, a la vacuidad de los días humanos, a la condición y circunstancia propia que necesitamos asumir por un acto grotesco de humana penuria. Esta condición, cualidad con la que se nace o no, marca el sentimiento culminante del espíritu que se ha entregado a los insondables caminos de una luz final, la que nos transfigura al hecho inminente de que nacimos pobres, sin sustento de ninguna especie, hambrientos, menesterosos. Ya que el cinismo es la sal de la miseria, lo diré sin tapujos: se sigue viviendo por no tener más remedio. Y ante esto no vale la estratagema de sentirse más porque todos los días justiprecia la posibilidad del suicidio.

4.- Autoinmolación

En el reconocimiento de nuestras esclavitudes está el campo de nuestra libertad. En efecto, restringida libertad; pero nuestra, de nadie más, para nadie más. Se pueden hacer derivaciones místicas o ateas de ella, otorgarle poderes que no posee o restarle cualidades invisibles a nuestros ojos, pero ante ella se está como se está ante la única posibilidad de aceptación del destino. La moral o ética, o sistema de deberes y obligaciones, valores o sueños, se planta como fidelidad al yo íntimo. Para ello no es necesario el conocimiento previo pues, para ser, llegar a ser y realizarse, no existe la posibilidad de extraviar la senda: la libertad, el azar o la fortuna, no son elementos que otorgan matices y gradaciones insignificantes al transcurrir de nuestro espíritu, el por antonomasia, atemporal y anacrónico. Tal y como La Rochefoucault resonantemente había dicho, la desgracia o la fortuna nada puede traernos para acrecentar la virtud o disminuirla, ni el tiempo ni el suceso exterior puede trastornarnos como ese quiebre interno que ya se gesta desde nuestro nacimiento.

Ante la sentencia irrevocable de nuestro destino, ante esta fatalidad aciaga que te aguarda como un salteador en una celada divina, sólo puedes dar prueba de tu herencia sanguínea en una lucha insensata o, de tu flema estelar en una esclavitud miserable: si lo último, le restaras los valores de la potencia y el desafío, y si lo primero, negarás tu condena otorgándole más poderes a la libertad que no posee. De cualquier manera una cosa has de tener seguro: tanto la creencia en el destino como en la libertad, como creencias que son, se opta por ellas porque alguna nos expresa mejor.
¿Qué expresa mejor a este mundo?, ¿la libertad?, ¿cuando la historia da claras muestras de muerte y aniquilación por la idea de convicción, cuando se ha dejado en manos del liberto, el juicio sobre los que cumplieron a cabalidad su destino mísero y ciego?, ¿cómo negar en tales condiciones mi lugar con los pobres de la tierra, los vituperados y oprimidos, cuando son ellos lo que nacieron con menos libertad del espíritu porque un Dios miserable los hizo miserables, y porque hasta el diablo confabuló para su opresión?

Los que nacieron ricos, los satisfechos, los que en suprema holganza y copa rebosante se jactan de ser libres, aún no han conocido al titeretero que jala de las cuerdas de su fealdad. Estos no pueden conocer qué es sentirse liquidado por el universo, sentimiento originario del deseo por Dios, un Dios destructor que premia con la fuerza sanguinaria de un adiós al mundo, o de la legitimidad de ese despido por medio de una revelación quemante. Estos, incapaces de vislumbrar las relaciones primordiales que gobiernan al universo, el mecanismo de expiación del devenir, y la sombra energizante de la muerte, no podrán nunca presentir la suprema grandeza de aquello que han vivido, pues se han entretenido con su felicidad mientras la vida auténtica pasaba debajo de sus pies: arrastrándose, humillada por el poderío de un Dios desconocido, más allá de su torpe juguete de alegría y satisfacción. ¿Cómo se estará rico ante el subyugante Ausente, ante aquel que no nos da opciones, que no nos entretiene con juegos de libertad? A Dios no se le escoge, es, quizás, lo último al cual el hombre puede acceder por medio de sí mismo. Calvino tenía razón: el hombre carece de recursos cuando se está ante la determinación absoluta, en la que no hay posibilidad de multiplicar las versiones de lo presente.

Ser libre es, básicamente, ser capaz para crear variaciones sobre el mismo tema fundamental. Un artista lo sabe: su poema, su cuadro, su sinfonía, no es más que la continuación de una obra monumental que hace tiempo inició. Cada paso que el hombre da, cada labor que emprende, no es más que la reformulación de un momento que tiempo atrás se incorporó a su espíritu. Eso es todo: y para lo definitivo, tales divagaciones, ejercicios de la intemperancia, no pueden constituir una construcción más allá de la definición absoluta del ser.

El espíritu superior, regresa, después de la odisea de la desilusión, a sí mismo, más pobre de lo que partió, pues ahora ya no le queda el “yo” individual, ni el “los otros” solidarios, sino un simple yo, el general, el metafísico. Peor que escribir sobre eso, es volverse eso de lo que tanto uno habló. Una cáscara, un ser viviente, con sus funciones vitales óptimas, sus perspectivas de vida abiertas a la inercia de su alma, perezosa del cambio, desértica, en cuyos páramos la posibilidad de agua y oasis, únicamente la constituyen las formas de la negación, de la vergüenza y la insatisfacción. No hay nada más que percibir; dado que nada de lo que nuestra agitación pueda plantear es posible, asumir nuestro yo, quizás, ahora, en este momento, es un esfuerzo que bien vale la pena intentar, como ejercicio de negación, autoinmolando todo aquello que nos desbasto, dejándole de otorgarle validez al pensamiento que no orilló a salir, a ese sentimiento primigenio, nostalgia del paraíso, por el cual nos atrevimos a preguntar “¿porqué yo soy yo y no otro?”.































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