Al pato
¿Qué
hacer cuando todo ha perdido brillo, sabor, color, capacidad de atracción?
Incluso la música figura como una bagatela de divertimento limitado, un deleite
corto, una caricia desechable. Sólo queda el tiempo, ese tiempo neutro, sacudido
de la expectativa, que se adivina es el verdadero, en la que se revela una
carrera espesa hacia la muerte.
Es
importante en ese punto desajenarnos de los efectos sociales, la falta de
entendimiento de los otros. No nos importan: ¿qué sabrán ellos de la pérdida de
la concupiscencia, del instinto básico por lo voluptuoso? El ser humano vive en
lo concreto guiado por inclinaciones biológicas y sólo recurre a las
abstracciones a propósito de sus pláticas. “Dios”, el “amor” o la “búsqueda de
la verdad” no aparecen sino bajo el cuestionamiento de alguna especie de
censor. Antes, o después, lo único que se tienen son estímulos ya sea bajo la
forma del placer o del dolor. Así, debiera ser que intuyan la terrible falta
que representa el que nos “falle el animal”, como diría Kierkegaard; pero no es
así. Y esto ocurre porque estamos muy lejos de comprender que no se vive por
grandes ideas sino porque nos place
hacerlo.
Más,
si ya no hay placer en vivir, en balde se buscarán nuevas religiones, se
construirán sistemas de sabiduría enteros: la sed y el hambre de vivir se tienen
o no se tienen. Es el hedonismo de facto el que nos posee. Por natural
inclinación queremos seguir viviendo y por ello reaccionamos como lo hacemos.
La dicotomía sustancial que nace de lo vivo o lo muerto confecciona una
metafísica, una ciencia, una filosofía y una religión de la vida y no duda en
calificarla como buena. Pero no se acerca uno a la verdad de vivir sino
mediante el sacrificio de la sensibilidad por lo vivo. Mirar el acontecer
diario de la historia, del mundo del hombre, implica tener que soportar que la
vida posee un núcleo de comprensión ininteligible y que no se amolda a la
calificación de “buena”. Así surgen las terribles paradojas tales como que el
humano nunca ha querido la verdad sino la certeza; no la justicia sino el que
se le garantice su confort; no el amor sino el sentirse seguro con lo que
necesita. Su afán de belleza, su agitación por lo sublime, son formas de un
temblor que, miradas con correcta frialdad, no son más que manifestaciones de una
bestia feroz e incontenible capaz de arrebatarle a otro lo que anhela.
El
carácter parasitario, virulento, demoníaco de lo humano no nos es tan
transparente como quisiéramos. Pero ¿qué es todo artificio si no una forma
indirecta de mantenernos presos en condiciones aceptables? El arte, la política
o el derecho, surgen de crear mecanismos de autocontrol cada vez más sutiles y
eficaces. Sabemos, sin embargo, que a veces se pierde la batalla contra ese
incontrolable animal que nos habita.
Históricamente
los pueblos desfallecen en la medida en la que ese monstruo es domesticado. La
juventud y barbarie se proyectan en actos de exacerbado idealismo, de búsqueda
de alguna entelequia en el plano material; como si tal alquimia fuese posible.
En cuanto surge la sensatez, el percatarnos del sin sentido de tales hazañas
del espíritu, morimos. Así, resulta conveniente para la historia, ese tiempo
convulso dentro del tiempo, replicar el devenir de la naturaleza y coronarse,
en cada etapa, de gloria revolucionaria, de victoria política, moral,
religiosa, etc.
Se
acepta en bloque la misma dinámica de lo vital o no se la acepta. Pero no
podría afirmar que vivir es insensato; será, en todo caso, para quien sepa, el vivir,
una terrible inconsecuencia lógica. Al resto le parecerá una oportunidad para
alguna fantasía, para ser puente, un trozo de utopía, pero nunca una
insensatez. A nosotros, desprovistos de drama, nos queda un resto de sangre,
estar inoculados con el virus mortal de una energía claudicante, con una anemia
aguda que en todo se detiene y en nada pone su fuerza.
La
paradoja deriva de ser poseedores de un terrible poder incontrolable que el
mundo aún no conoce: el del verdadero miedo
a morir. Éste se manifiesta a través de una segunda vestimenta: la duda.
Ser escéptico auténtico no tiene nada qué ver con asumir una metodología de la
investigación. Se duda de todo tal y como desde la infancia el príncipe Gautama
sabía que todo era una ilusión. Las demás etapas de su vida fueron
constataciones. Es intuitivo y está en la antípoda del sentido común. Éste nos
indica la necesidad de creer, de aferrarse a algo cierto, de crear prejuicio
como forma correcta de posicionarse en lo real. La duda científica presupone a
la verdad como parcial y momentánea en tanto le sirve para avanzar. Pero al
escéptico la palabra “progreso” le es enteramente extraña. Si se apoya en la
seguridad que le dotan las palabras es para luego verlas destruirse por la
eficacia del discurso que termina por avejentar su frescura, y para
experimentar el naufragio total en donde los elementos de la realidad se
dispersan, se disuelven para no volver jamás a reunirse, tal y como el viento
hace con el diente de león.
Esta
situación febril hace que el anémico del espíritu, el escéptico y derrotado,
venga a ser un entusiasta de otro nivel. En efecto: se le teme a la muerte
causada por la verdad, por el llegar a un todo, que detiene el movimiento
continuo, el vértigo de la fantasmagoría de la vida. Por lo menos lo espectral
tiene el cariz de que lo es en referencia a algo otro que pueda estar realmente
vivo. El asco que se experimenta por la vida deriva de una total
inaceptación de su estructura metafísica, de su fealdad inmanente, de lo intrínseco
de su ser, del Ser. Entonces, como
con el místico quien busca consuelo en un Dios superior a Dios, el escéptico
abraza un mundo que no puede ser, uno aniquilado, uno que no está, y se deja
envolver por la dispersión total de las verdades, por la total ausencia de lo
sustancial.
Este
amor por lo vacuo, es una forma de vitalidad inversa. Y no nos es extraña: se
parece a la propugnada por Platón, por el cristianismo, por los pensamientos
extremos que postulan la frivolidad de este mundo. Pero de una lectura de éstos
se deriva un amasiato con el mundo: el afán de cambio y de preferencia, su
persistencia como valores. Sin embargo, nosotros sabemos que no es posible un
mundo diferente a este. Que lo único bueno es lo sumo diferente, lo total
diferente, lo absoluto diferente: el vacío.
El
sistema ético del mundo se mantiene estable gracias a la unanimidad con la que
es aceptado el valor de vivir. Nadie en su sano juicio se atrevería a
instaurarse un sistema de valores basado en la premisa de que la vida es mala.
Eso, empero, no significa que no se haya hecho y que, incluso, se haya logrado
fijar con relativo éxito. Pero tal situación paradójica no me interesa, me
interesa más bien el fenómeno en la medida en la que se mantiene virgen de lo
positivo, ajeno a lo eficaz, y se incoa en el alma humana como un engendro
imposible de extirpar. Tal es el fracaso: contrario a lo que pudiese pensarse,
fracasar verdaderamente es relativamente excepcional. Las más de las veces se
tienen vidas mediocres; y eso, no es lo mismo. Esto incluye a las existencias
que tuvieron éxito y luego ningún alma pudo rescatar de su tumba. Fracasar
auténticamente es apagar con una tormenta de nieve el fuego devorador que nos
exigía existir. Y se existe vía el talento, las dotes personales excepcionales,
el destino en nuestro carácter, los recursos en la sangre. Fracasar es hacerse
a la mar y naufragar: no se puede decir lo mismo de las almas que se quedaron
en tierra firme, gastando sus días en la seguridad de una hoguera. No: fracasar
es elevarse altivamente para luego caer estrepitosa, profundamente, herido de
muerte, nietzscheanamente delirante, como Ícaro sobre el Egeo.
Fracasar
es malograr el destino que nos correspondía cumplir y que, quizás, por una
energía contraria a la vida, simplemente nos plació decirle “no”. ¿Es el
fracaso la prueba inminente de que somos libres? No, el entusiasmo no corre tan dócilmente a nuestro encuentro; todo lo contrario: en realidad el fracasado, en estos
términos, repite el drama del Huerto. Eva y Adán lo tenían todo: la posibilidad
de estirar de la mano y comer del árbol de la vida eterna. Pero prefirieron conocer a vivir. Eligieron comprender el misterio a perderse en él. Y con
ello dislocaron la trama original que les permitiría vivir eternamente y en
completa armonía con los demás seres. El fracasado vuelve a cumplir con El Esquema:
abandona la eternidad del goce para situarse en la esfera que todo lo
contempla, incluyendo al goce. Entonces los secretos del universo se revelan,
los silencios profieren su vacuidad y el placer se trastoca en sórdida
repetición de lo mismo, en cruel aburrimiento, en paralítico cansancio
poscoital. La ley de la ceniza y el deseo confiesa su ardid, la trampa sórdida
de lo voluptuoso, y los resortes que animaban la bella dinámica del universo,
se manifiestan desechos. El fracasado es un gran visionario que vislumbró el
apocalipsis de su misma empresa; es un científico que no supo cuándo detenerse
en su duda, corroyendo todo género de verdad. Fracasar, en realidad, no es
posible sin ser víctima de la libertad que nos transmitió ese primer acto
independiente de nuestro primer padre: ser un perdedor es ser siempre uno de
segundo grado: nuestras empresas todas están condenadas al fracaso y sólo se
torna plausible nuestro esfuerzo merced a la lucha que tramamos con nosotros
mismos. Esto quiere decir que ser exitoso es poseer esa deliciosa ingenuidad de
creer que hemos trastornado algo de nuestro medio, que hemos salvado esa
circunstancia orteguiana, y que se ha conmovido el orden del cosmos por nuestra
aparición óntica.
No
resulta interesante analizar si eso tiene la deliciosa macula de lo pecaminoso,
resulta más bien interesante ver cómo el humano tiene muy poco claro el origen
y final del ser de nuestras propias acciones. Tema aparte, sin embargo, es
necesario revelarlo: cada persona recibe de sus entornos culturales el estatuto
de personal moral en la medida en la que se le hace responsable. Pero eso no es
más que una convención: en el fuero interno, psicológico, nuestra maquinaria de
crear símbolos, la estructura que posibilita nuestra consciencia, está dada una
vez y para siempre y sólo puede ejercer sus variaciones sobre diminutos campos
aleatorios, contingencias irrelevantes. Todo lo que queda fuera de ese cuerpo
de representaciones yoícas no son más que posibilidades derivadas de la
ignorancia y otros datos azarosos. Sería vergonzoso persistir en explicar esto.
Así,
vivir es repetir el mismo diseño dramático del Edén, con el consabido cénit
trágico de la desobediencia: preferimos
saber por qué vivir a simplemente vivir. Duda corrosiva, satánica, obsesa…más
que duda, es un vampiro que nos deja sin sangre. Por eso, nada más sospechosa
que la promesa de la verdad como liberación: ¿no fue acaso la sed de conocer lo
que hundió a nuestros primeros padres atándolos a un yunque de infernal caída?
La consecuencia natural de conocer el mecanismo de los artefactos de la vida,
el funcionamiento de sus resortes, el desvelamiento de sus misterios, es la
pérdida del carácter más sustancial del mundo: su ignota presencia, su culmen
como proceso trascendental. Porque de lo que se trata es de captar una sola
verdad, la única, la definitiva, a la que las demás le rinden pleitesía. Esa
Verdad agota todo conocimiento y nos sume en el éxtasis sin éxtasis, en el
paroxismo ataráxico, en la crudeza total de ser resultado del azar, sin dramas,
sin tragedia, sólo imbuido en la totalidad del ser como presencia vacía.
Este
género de infierno es el más dulce posible: lo que no posee reveses ni
relieves, que se presenta sin ocultación alguna, genera una forma de malestar
indescriptible. Tiene algo de deforme, de monstruoso. De cara al misterio, o a
su versión blandengue, el problema, la idea de atarearse, se manifiesta como
digna de nuestra altura, confeccionada para nuestras faenas. Y esta forma de
asumir el universo es tan propia del humano que nos resulta ya imposible no ver
nuestra consciencia como limitada, finita, de acuerdo a las vastas extensiones
de cualquier objeto de estudio que se nos representa como infinito. Pero esto
es más por imaginación que por evidencia: no nos puede constar. Ante esto, lo
indeterminado irrumpe como la variable que por siempre nos someterá al vaivén
incorregible de lo real: la realidad es tan dilatada, tan contingente, que
cualquier abstracción es banal. Es cuando la mente realiza una extraña operación:
la mixtificación de su naufragio. No ha variado más que el asunto lingüístico,
pero la estructura sustancial que le sirve de pretexto está ahí, incólume. El hombre no ha “evolucionado” en lo más
mínimo, en ese sentido. Sigue apegado a su necesidad de equilibrio, de certeza,
ya sea bajo la forma del escollo filosófico o del misterio religioso.
Cuando
ya no se está en tales marcos de comprensión y la vaciedad del todo se ha
revelado muda, surge una forma de relación aberrante entre nuestra consciencia
y esa nueva presencia desahuciada. Al cabo de un tiempo, empero, por el entrenamiento
tenaz que da el hastío, el corazón termina por adaptarse a ese aire inocuo.
Surge, entonces, maravilla entre maravillas, un semblante que antes no
imaginábamos: un sujeto purgado de la sed de conocer y del hambre de vivir.
Nace el sabio. Y con ello, una nueva guerra aún más despiadada que la anterior
pues ahora será un apestado, un fantasma quien está llamado a desempeñar una
misión que lo supera, una labor estéril en términos positivos, de eficacia
histórica. Pero ese es otro tema que por ahora no me interesa.