lunes, 2 de enero de 2017

Germen de sabio


Al pato

¿Qué hacer cuando todo ha perdido brillo, sabor, color, capacidad de atracción? Incluso la música figura como una bagatela de divertimento limitado, un deleite corto, una caricia desechable. Sólo queda el tiempo, ese tiempo neutro, sacudido de la expectativa, que se adivina es el verdadero, en la que se revela una carrera espesa hacia la muerte.

Es importante en ese punto desajenarnos de los efectos sociales, la falta de entendimiento de los otros. No nos importan: ¿qué sabrán ellos de la pérdida de la concupiscencia, del instinto básico por lo voluptuoso? El ser humano vive en lo concreto guiado por inclinaciones biológicas y sólo recurre a las abstracciones a propósito de sus pláticas. “Dios”, el “amor” o la “búsqueda de la verdad” no aparecen sino bajo el cuestionamiento de alguna especie de censor. Antes, o después, lo único que se tienen son estímulos ya sea bajo la forma del placer o del dolor. Así, debiera ser que intuyan la terrible falta que representa el que nos “falle el animal”, como diría Kierkegaard; pero no es así. Y esto ocurre porque estamos muy lejos de comprender que no se vive por grandes ideas sino porque nos place hacerlo.

Más, si ya no hay placer en vivir, en balde se buscarán nuevas religiones, se construirán sistemas de sabiduría enteros: la sed y el hambre de vivir se tienen o no se tienen. Es el hedonismo de facto el que nos posee. Por natural inclinación queremos seguir viviendo y por ello reaccionamos como lo hacemos. La dicotomía sustancial que nace de lo vivo o lo muerto confecciona una metafísica, una ciencia, una filosofía y una religión de la vida y no duda en calificarla como buena. Pero no se acerca uno a la verdad de vivir sino mediante el sacrificio de la sensibilidad por lo vivo. Mirar el acontecer diario de la historia, del mundo del hombre, implica tener que soportar que la vida posee un núcleo de comprensión ininteligible y que no se amolda a la calificación de “buena”. Así surgen las terribles paradojas tales como que el humano nunca ha querido la verdad sino la certeza; no la justicia sino el que se le garantice su confort; no el amor sino el sentirse seguro con lo que necesita. Su afán de belleza, su agitación por lo sublime, son formas de un temblor que, miradas con correcta frialdad, no son más que manifestaciones de una bestia feroz e incontenible capaz de arrebatarle a otro lo que anhela.

El carácter parasitario, virulento, demoníaco de lo humano no nos es tan transparente como quisiéramos. Pero ¿qué es todo artificio si no una forma indirecta de mantenernos presos en condiciones aceptables? El arte, la política o el derecho, surgen de crear mecanismos de autocontrol cada vez más sutiles y eficaces. Sabemos, sin embargo, que a veces se pierde la batalla contra ese incontrolable animal que nos habita.

Históricamente los pueblos desfallecen en la medida en la que ese monstruo es domesticado. La juventud y barbarie se proyectan en actos de exacerbado idealismo, de búsqueda de alguna entelequia en el plano material; como si tal alquimia fuese posible. En cuanto surge la sensatez, el percatarnos del sin sentido de tales hazañas del espíritu, morimos. Así, resulta conveniente para la historia, ese tiempo convulso dentro del tiempo, replicar el devenir de la naturaleza y coronarse, en cada etapa, de gloria revolucionaria, de victoria política, moral, religiosa, etc.

Se acepta en bloque la misma dinámica de lo vital o no se la acepta. Pero no podría afirmar que vivir es insensato; será, en todo caso, para quien sepa, el vivir, una terrible inconsecuencia lógica. Al resto le parecerá una oportunidad para alguna fantasía, para ser puente, un trozo de utopía, pero nunca una insensatez. A nosotros, desprovistos de drama, nos queda un resto de sangre, estar inoculados con el virus mortal de una energía claudicante, con una anemia aguda que en todo se detiene y en nada pone su fuerza.

La paradoja deriva de ser poseedores de un terrible poder incontrolable que el mundo aún no conoce: el del verdadero miedo a morir. Éste se manifiesta a través de una segunda vestimenta: la duda. Ser escéptico auténtico no tiene nada qué ver con asumir una metodología de la investigación. Se duda de todo tal y como desde la infancia el príncipe Gautama sabía que todo era una ilusión. Las demás etapas de su vida fueron constataciones. Es intuitivo y está en la antípoda del sentido común. Éste nos indica la necesidad de creer, de aferrarse a algo cierto, de crear prejuicio como forma correcta de posicionarse en lo real. La duda científica presupone a la verdad como parcial y momentánea en tanto le sirve para avanzar. Pero al escéptico la palabra “progreso” le es enteramente extraña. Si se apoya en la seguridad que le dotan las palabras es para luego verlas destruirse por la eficacia del discurso que termina por avejentar su frescura, y para experimentar el naufragio total en donde los elementos de la realidad se dispersan, se disuelven para no volver jamás a reunirse, tal y como el viento hace con el diente de león.

Esta situación febril hace que el anémico del espíritu, el escéptico y derrotado, venga a ser un entusiasta de otro nivel. En efecto: se le teme a la muerte causada por la verdad, por el llegar a un todo, que detiene el movimiento continuo, el vértigo de la fantasmagoría de la vida. Por lo menos lo espectral tiene el cariz de que lo es en referencia a algo otro que pueda estar realmente vivo. El asco que se experimenta por la vida deriva de una total inaceptación de su estructura metafísica, de su fealdad inmanente, de lo intrínseco de su ser, del Ser. Entonces, como con el místico quien busca consuelo en un Dios superior a Dios, el escéptico abraza un mundo que no puede ser, uno aniquilado, uno que no está, y se deja envolver por la dispersión total de las verdades, por la total ausencia de lo sustancial.

Este amor por lo vacuo, es una forma de vitalidad inversa. Y no nos es extraña: se parece a la propugnada por Platón, por el cristianismo, por los pensamientos extremos que postulan la frivolidad de este mundo. Pero de una lectura de éstos se deriva un amasiato con el mundo: el afán de cambio y de preferencia, su persistencia como valores. Sin embargo, nosotros sabemos que no es posible un mundo diferente a este. Que lo único bueno es lo sumo diferente, lo total diferente, lo absoluto diferente: el vacío.

El sistema ético del mundo se mantiene estable gracias a la unanimidad con la que es aceptado el valor de vivir. Nadie en su sano juicio se atrevería a instaurarse un sistema de valores basado en la premisa de que la vida es mala. Eso, empero, no significa que no se haya hecho y que, incluso, se haya logrado fijar con relativo éxito. Pero tal situación paradójica no me interesa, me interesa más bien el fenómeno en la medida en la que se mantiene virgen de lo positivo, ajeno a lo eficaz, y se incoa en el alma humana como un engendro imposible de extirpar. Tal es el fracaso: contrario a lo que pudiese pensarse, fracasar verdaderamente es relativamente excepcional. Las más de las veces se tienen vidas mediocres; y eso, no es lo mismo. Esto incluye a las existencias que tuvieron éxito y luego ningún alma pudo rescatar de su tumba. Fracasar auténticamente es apagar con una tormenta de nieve el fuego devorador que nos exigía existir. Y se existe vía el talento, las dotes personales excepcionales, el destino en nuestro carácter, los recursos en la sangre. Fracasar es hacerse a la mar y naufragar: no se puede decir lo mismo de las almas que se quedaron en tierra firme, gastando sus días en la seguridad de una hoguera. No: fracasar es elevarse altivamente para luego caer estrepitosa, profundamente, herido de muerte, nietzscheanamente delirante, como Ícaro sobre el Egeo.

Fracasar es malograr el destino que nos correspondía cumplir y que, quizás, por una energía contraria a la vida, simplemente nos plació decirle “no”. ¿Es el fracaso la prueba inminente de que somos libres? No, el entusiasmo no corre tan dócilmente a nuestro encuentro; todo lo contrario: en realidad el fracasado, en estos términos, repite el drama del Huerto. Eva y Adán lo tenían todo: la posibilidad de estirar de la mano y comer del árbol de la vida eterna. Pero prefirieron conocer a vivir. Eligieron comprender el misterio a perderse en él. Y con ello dislocaron la trama original que les permitiría vivir eternamente y en completa armonía con los demás seres. El fracasado vuelve a cumplir con El Esquema: abandona la eternidad del goce para situarse en la esfera que todo lo contempla, incluyendo al goce. Entonces los secretos del universo se revelan, los silencios profieren su vacuidad y el placer se trastoca en sórdida repetición de lo mismo, en cruel aburrimiento, en paralítico cansancio poscoital. La ley de la ceniza y el deseo confiesa su ardid, la trampa sórdida de lo voluptuoso, y los resortes que animaban la bella dinámica del universo, se manifiestan desechos. El fracasado es un gran visionario que vislumbró el apocalipsis de su misma empresa; es un científico que no supo cuándo detenerse en su duda, corroyendo todo género de verdad. Fracasar, en realidad, no es posible sin ser víctima de la libertad que nos transmitió ese primer acto independiente de nuestro primer padre: ser un perdedor es ser siempre uno de segundo grado: nuestras empresas todas están condenadas al fracaso y sólo se torna plausible nuestro esfuerzo merced a la lucha que tramamos con nosotros mismos. Esto quiere decir que ser exitoso es poseer esa deliciosa ingenuidad de creer que hemos trastornado algo de nuestro medio, que hemos salvado esa circunstancia orteguiana, y que se ha conmovido el orden del cosmos por nuestra aparición óntica.

No resulta interesante analizar si eso tiene la deliciosa macula de lo pecaminoso, resulta más bien interesante ver cómo el humano tiene muy poco claro el origen y final del ser de nuestras propias acciones. Tema aparte, sin embargo, es necesario revelarlo: cada persona recibe de sus entornos culturales el estatuto de personal moral en la medida en la que se le hace responsable. Pero eso no es más que una convención: en el fuero interno, psicológico, nuestra maquinaria de crear símbolos, la estructura que posibilita nuestra consciencia, está dada una vez y para siempre y sólo puede ejercer sus variaciones sobre diminutos campos aleatorios, contingencias irrelevantes. Todo lo que queda fuera de ese cuerpo de representaciones yoícas no son más que posibilidades derivadas de la ignorancia y otros datos azarosos. Sería vergonzoso persistir en explicar esto.

Así, vivir es repetir el mismo diseño dramático del Edén, con el consabido cénit trágico de la desobediencia: preferimos saber por qué vivir a simplemente vivir. Duda corrosiva, satánica, obsesa…más que duda, es un vampiro que nos deja sin sangre. Por eso, nada más sospechosa que la promesa de la verdad como liberación: ¿no fue acaso la sed de conocer lo que hundió a nuestros primeros padres atándolos a un yunque de infernal caída? La consecuencia natural de conocer el mecanismo de los artefactos de la vida, el funcionamiento de sus resortes, el desvelamiento de sus misterios, es la pérdida del carácter más sustancial del mundo: su ignota presencia, su culmen como proceso trascendental. Porque de lo que se trata es de captar una sola verdad, la única, la definitiva, a la que las demás le rinden pleitesía. Esa Verdad agota todo conocimiento y nos sume en el éxtasis sin éxtasis, en el paroxismo ataráxico, en la crudeza total de ser resultado del azar, sin dramas, sin tragedia, sólo imbuido en la totalidad del ser como presencia vacía.

Este género de infierno es el más dulce posible: lo que no posee reveses ni relieves, que se presenta sin ocultación alguna, genera una forma de malestar indescriptible. Tiene algo de deforme, de monstruoso. De cara al misterio, o a su versión blandengue, el problema, la idea de atarearse, se manifiesta como digna de nuestra altura, confeccionada para nuestras faenas. Y esta forma de asumir el universo es tan propia del humano que nos resulta ya imposible no ver nuestra consciencia como limitada, finita, de acuerdo a las vastas extensiones de cualquier objeto de estudio que se nos representa como infinito. Pero esto es más por imaginación que por evidencia: no nos puede constar. Ante esto, lo indeterminado irrumpe como la variable que por siempre nos someterá al vaivén incorregible de lo real: la realidad es tan dilatada, tan contingente, que cualquier abstracción es banal. Es cuando la mente realiza una extraña operación: la mixtificación de su naufragio. No ha variado más que el asunto lingüístico, pero la estructura sustancial que le sirve de pretexto está ahí, incólume.  El hombre no ha “evolucionado” en lo más mínimo, en ese sentido. Sigue apegado a su necesidad de equilibrio, de certeza, ya sea bajo la forma del escollo filosófico o del misterio religioso.

Cuando ya no se está en tales marcos de comprensión y la vaciedad del todo se ha revelado muda, surge una forma de relación aberrante entre nuestra consciencia y esa nueva presencia desahuciada. Al cabo de un tiempo, empero, por el entrenamiento tenaz que da el hastío, el corazón termina por adaptarse a ese aire inocuo. Surge, entonces, maravilla entre maravillas, un semblante que antes no imaginábamos: un sujeto purgado de la sed de conocer y del hambre de vivir. Nace el sabio. Y con ello, una nueva guerra aún más despiadada que la anterior pues ahora será un apestado, un fantasma quien está llamado a desempeñar una misión que lo supera, una labor estéril en términos positivos, de eficacia histórica. Pero ese es otro tema que por ahora no me interesa.