martes, 31 de mayo de 2011

DE LA PATERNIDAD ROTA



De la paternidad rota
Para Leonardo en su cuarto cumpleaños.

He aquí que movido por un sentimiento innoble de altruismo, he procedido al inventario de mis desatinos como padre. Habría de ser muy ingenuo para suponer que eso recaudaría alguna forma de ventaja tanto para mis manos como para mis obras. Sin embargo, no existiendo cualidad más propia en el hombre que el de la necedad, me ha dado por reconvenir tal certeza. Ya sea que a poco o a mucho bien tenga el buen gusto de prestar oídos a mi insania, verteré algunas conclusiones bien poco concluyentes sobre el estado de cosas actuales.

Mi hijo vería por primera vez la luz del día, como en la prontitud de una hora pero de hace cuatro años, en un hospital de seguridad social al que mi trabajo de aquel entonces me permitía acceder. En otra ya famosa situación, mi hijo sería atendido, bajo total falta de venía de su madre, de una enfermedad respiratoria que terminaría por agravársele.

De los hijos los rasgos propios suelen ser el blanco perfecto de las lisonjas. Más cuándo en una criatura le florecen nuevos bríos, el padre suele encariñarse de muy otra forma. No habiendo suerte de orgullo propio, el desarrollo del niño viene a ser como una revelación novísima, un milagro que nada tiene que ver con los autos de fe. La sangre de la madre, sin duda, es la responsable de que el padre no tuviese mucho a qué aferrarse aún y cuando esa misma circunstancia tuviese la soberanía de revertir la situación. Cuando a mis manos vino el ángel sin alas, le miré en el rostro sin duda toda de una ignota seña. A un hijo se le puede llegar a amar de la forma inversa en la que no es necesario hacerlo puesto que todo cuánto se le pudiera dar ya se le ha puesto por albaceazgo a los genes. Ese término afortunado, el de “la herencia” que aquel sabio monje cultivador de no sé qué leguminosas dio por llamarle a la predestinación, me ha venido cincelando la testa en estos duros tiempos de memoria filial. Pues bien, no habiendo quedado a muy buen término con la madre de mi vástago, además de la falta de garantía que la ausencia de impronta parental daba, se me sumaba el gravamen de la ausencia en cuerpo del niño. Más, la certeza inescudriñable de que una ausencia más otra ausencia es una presencia completa, terminó por tranquilizarme y sumirme en la dicha de que aquel infante de ser digno hijo mío en suficiente estima me tendría.

Aunque la sapiencia popular reza que no se extraña lo que no se ama, habría que observar que tal esfuerzo de sabiduría no es muy justo con la verdad de que un amor puede quedar reservado a lo profundo en tanto de una manera muy sutil la memoria queda amortajada en una primera piel. En ese río subterráneo vengo a descubrir, y esto me parece aunque discutible no exento de plausible argumentación, una arteria no tan pobre que se podría suponer de ella una estatura semejante a la prosapia. Los reflejos del padre se ven en el niño de tantas maneras como a la imaginación le sea posible ver. Nadie, por más que a la ausencia absoluta se mimetice, debería poder creer desaparecer su espectro. Así como de Dios se dice, en estos tiempos modernos, que su ausencia es el espacio en el que se mueven los cuerpos, y su eternidad la placenta de la que cuelga nuestra esperanza, así del niño entregado al orfelinato de las sombras, construye por padre a un fantasma. De tal manera esto es así que, no sé mediante qué mecanismo, ciertos niños hijos de Orfeo terminan por tener por padre al mejor del mundo. Y si Orfeo tocaba la lira era porque de suyo era la música fugaz y envolvente, la que, transubstanciada en hálito, recorría las sábanas del niño procurándole el dulce sueño.

Argumentación fatua, silogismo villano y patricio, como sea que la mala entraña gestione, lo cierto es que del padre lo menos que podemos hacer es guardarle venerable respeto. De la madre se pueden tener sentimientos tanto más nobles como ruines dada la reliquia nefasta que la naturaleza tuvo a bien darle por regalo. Este regalo, bendición o maleficio, debe su complexión bifronte a que de suyo es el apego que la cría debe sentir por la madre, en virtud de su terrible similitud con la entraña. Nada tan aciago para la civilidad humana que aquella madre que desteta al hijo de manera absoluta condenándolo al aborto moral. Perdonársele todo es posible, menos la ligereza de no dejarse llevar por el instinto de madre. Así, cuando teniendo por modelo y virtud la gracia del universo, pudiendo entrever en éste la mano armónica de un perfecto arquitecto, las sociedades prescriben la admiración hacia la mujer que ha parido y que con el esfuerzo del tesón les ha dado pan y leche a sus crías. No en vano podríamos hallar en el Primer libro del Libro sagrado que por castigo la mujer sufriría al parir y que engendrando hijos se salvaría, como apunta el converso Saulo de Tarso en su epístola a los Romanos.

Importando poco si tal admiración tiene por fuente la más alta virtud, lo cierto es que ha dejado al varón en posición cómoda y en espacio suficiente para salir a la guerra o a la caza. Y si esto es una acción prestigiosa en las sociedades sopretexto de gallardía y dación, debido a la imposición moral del hombre, lo cierto es que viene a ser cierta aquella frase difícil del sofista griego Cálicles cuando aseveraba que la ley siempre es del más fuerte. A expensas de no sé cuántos hijos, ciertos vituperables padres hacen y deshacen en la vida de cuánta moza se les ponga enfrente. Sátiros por vocación, no sabrían siquiera entrever la idea de continencia y de apego a los actos dentro de los cuales descuella el de viril responsabilidad.
Siendo que la mujer tiene casi siempre las de perder, me he puesto en actitud estoica a recorrer las ventajas que tiene la ausencia del padre en el hijo.
Parece ser, y esto me parece evidente pues de otra forma no me atrevería a insinuarlo, que responsable es de nuestra apreciación actual de las relaciones morales, esa visión cristiana de apego a la familia por parte del padre, cuya metáfora más afortunada se ha encontrado en el matrimonio entre la Iglesia y el Cristo. Piedad ofertada por la doctrina cristiana es esta la de que incurre en irresponsabilidad el padre que en nada aporta a la familia, tanto moral como materialmente le sea posible. Delito y pecado, no es bien visto quien a regar hijos por el mundo se dedica dejando por mejor regalo de sí su malhadada semilla. “De la educación se encargan las mujeres”, dicen por allá viles refranes, mismos que regresan cargados de más ceguera cuando es a hombres quienes dichas mujeres educan. Parecería que un hombre desprecia a una mujer en la medida en la que ésta le fue por madre amorosa, y parecería cosa de Belcebú que quien más ama le sea recompensada tal acción con insufribles penas. El encomio, por el contrario, habría de ser encontrado según la indecencia de estos días, en quien ama egoístamente y menosprecia aquello que lo eleva a imagen de querubín.

Según estas naturalezas del todo acorde con la bestialidad a la que le es propio lo humano, es hasta virtuoso que un hombre poco se preocupe por amar a quien sea que fuere. Sin embargo no es del todo cierto que por los frutos se conoce la planta mater de la que surgen tales engendros. Si en pecado es concebido un hijo no de ahí se sigue que en pecado haya de morir. De la misma forma que un hijo hacerse puede mejor imagen de sí ante la falta de mimos y de alcahuetes, procede señalar que el desamor puede confundirse con el desapego que troca el vicio en virtud.
En estos tiempos difíciles en los que el horrendo fantasma repetitivo de la transformación de los valores hace mella, es confuso observar como un hombre puede renunciar al amor que lo esclaviza por mor de una fuerza y carácter viril, o que esta misma experiencia de la observación tope con aquel que es simplemente desamorado e ingrato. Todo radica, según dicen algunos, en el animus que le dota de sentido al acto. La procedencia del fruto habrá que mirarla tanto como el resultado de ese largo proceso ignomioso que es desarrollarse y sobrevivirse a sí mismo.
Pues bien, si el axioma del vulgo aquel de que “los hijos no esperan” fuese realmente incólume, no se entendería la fortaleza del hombre frente al abatimiento del abandono. Viéndole con cruda benevolencia, le resulta mejor al destino humano el de carecer de padres en tanto que la medida de su grandeza es inversamente proporcional a la admiración hacia éstos. No ser fértil es una forma de negarle a la ascendencia su titularidad sobre nosotros, aun y cuando la gloria sea de distinto grado. En efecto, me ha parecido de un tono romántico tener por ídolo a aquel quien nos ha engendrado, justo cuando es éste quien ha puesto sus esperanzas en nosotros. Error tan caro como lo es ese otro el cual en algunos psiquiatras hace estragos: el de la tragedia griega de Edipo que preconiza el infortunio del hombre en que, solamente logra volverse alguien en la medida de la muerte del padre propio. Cada ser humano, aislado de sus antecedentes y subsecuentes, debiera mirar su prontitud con total falta de injerencia de los progenitores e hijos.

Evidencia incuestionable es, luego entonces, la capacidad de cada ser por crecer y desarrollarse a tal grado que logre sobresalir de entre sus llagas profundas o extensas.

A esto he arribado justo en el momento en que un arrepentimiento inventado recorría mi cuerpo estremeciéndolo y agitándolo como si de un guiñapo se tratara. Más, mi llanto en poco ayuda a comprender la fatalidad de las cosas. Ciertamente el mozalbete de gracia era rebosante, y la inocencia que destilaba podía desarmar hasta al ángel rebelde más despiadado, sin embargo me parece, más que de una lógica irrebatible de una inteligencia paciente, que no se extraña más que del disfrute de aquella criatura. Nos decimos del derecho que éste posee de tener a su padre cerca de él y que éste sea el blanco de sus aprecios, pero eso no puede ser más que un pretexto. El mundo del niño se las arregla solo y nada tiene que ver con la ternura que le hemos inventado para redimir nuestra espantosa vileza. No necesito más prueba de ello que el hecho de por sí incuestionable de que esa creencia de que el verdadero juez de nuestra vida son los hijos propios y que son estos los que nos terminarán retribuyendo la grandeza o pobreza en la que hemos invertido, sea de dudosa sazón. Tal certeza no esboza más que un sistema en que una corona se da a los padres por premio cuando han procedido respecto a los hijos con buena educación. “Respetarás a tu padre y a tu madre y Jehovah tu Dios te dará largos días sobre la tierra”, reza el mandamiento completo. Es claro que los octogenarios no terminan en un asilo por ingratitud de los hijos, sino porque la vida debe continuar.

Si esta inercia de la cual es deudora la vida prestará sus argumentos a la moral, seríamos como esas manadas de seres que abandonan a los viejos a su suerte ante la imposibilidad de detener a la manada completa. Así, bajo ese mismo principio arrastramos al niño hacía un mundo en la que pretendemos ponerlo a salvo de la posibilidad de abandono. Se dice que un buen hombre no puede morir solo. Pero he aquí que he visto que el justo es también abandonado por sus propios hijos. En el mundo real no existe principio moral que valga y eso se debe a que la misma naturaleza ha tenido por bien tener a lo real y a lo valioso como si de agua y aceite se tratara.

No teniendo pendiente en mi alma porque la vida espera en su tiempo preciso, miro el día de mañana que ya nace. El espíritu del hombre está allá donde aún la noche no toca, y su libertad allende la ilusión se desvanece.

Alejandro Martínez.
31 de mayo de dos mil once.

sábado, 28 de mayo de 2011