miércoles, 25 de agosto de 2010

EL ANCIANO








Se tenía que enfrentar consigo mismo, dar vueltas alrededor de su habitación, caer silente en el ningún lado. Tenía que repasar una y otra vez sus posibilidades dejadas atrás, sus semillas de futuro. Tenía que ver sus verdades y enfrentarlas con las de los demás, descubrir que la noche y el día, sus buenos y malos, no eran más que lo mismo, que no había diferencia substancial alguna entre la agonía de vivir, y la de estar muriendo.

Cuando hubo desgastado todo lo fascinante, el mínimo de misterio de la presencia, la música, la pintura, la poesía, el beso reconfortante de su mujer, volteo los ojos a una tristeza larga, en donde se depositan los días de los hombres sabios.

Caminar, mirar el ocaso hundirse en un sueño roto, no poder desear ya nada, ni bueno ni malo, eran el presentimiento de una plegaria. Curado de la vida, no era más que un fantasma entre los hombres, es decir, no era más que él ya, sin obstáculo ni dique que lo salvaguardara de sí mismo; era su víctima más doliente, su verdugo más cruel.

Al fondo se fueron sus sueños, sus pensamientos, su vagabundeo: Afrodita había muerto hace mucho, y sólo quedaba la herencia en harapos de su madre Penia.

Contemporáneo de los cementerios, del baldío, no sentía más potencia que el de la muerte, la potencia absoluta, indescifrable, insobornable del vacío.

Avanza, palpa la luz con tu mano de tiniebla,
Atraviesa el silencio que componen las palabras,
Instálate ahí donde ves tus declinaciones emigrar,
En donde radica un no-yo.

__________________________________________________

Como si un demonio nos poseyera, un destino viniese a cobrarnos alguna deuda olvidada. Una paranoia, una depresión olvidada que emerge de una insondable profundidad. Estamos alegres, y de repente, ya no.

Ver los cambios que efectúa nuestro ánimo una y otra vez, en tiempos más o menos cortos, en intervalos inesperados, es mantener la consciencia aún despierta: algo que no es nosotros nos mantiene en una región inalterada en donde no penetran los vaivenes del mundo, de nuestra historia personal. Empezamos a adquirir control. Pobre de aquél al que le parece que es siempre el mismo, sin duda se equivoca.

Esta tristeza infinita "que siempre está ahí y que aparece como sin razón, pero que, precisamente por ello, se puede concluir que siempre ha estado ahí", que nos arrebato momentos en los que deberíamos ser pura raudeza, acción o alegría, sin duda, es el centro del ser del hombre.

La alegría, la jovialidad, el extásis, la ternura, el odio, el miedo, toda forma de sentimiento positivo, propuesto por los fluidos del devenir, no son más que periféricos.

Al centro solamente está la tristeza infinita de vivir.

Y más allá, cruzando ese epicentro, como un tunel que nos devora, está la reconstrucción de todas las fuerzas apetentes por construir y destruir; el agobio, la apatía, quedan atrás, y solamente aparece una lucidez flotando en su limbo.

Entonces, es posible hacer lo que sea.

Y hacerlo bien y pronto.



viernes, 20 de agosto de 2010

Los Totalitaristas Frustrados



Refiere Cioran en sus cuadernos:

"Anoche, larga conversación con un poeta húngaro (Pildusky) sobre Simone Weil, a la que considera una santa. Le digo que yo también la admiro, pero que no era una santa, que había en ella demasiada de esa pasión e intolerancia que detestaba en el Antiguo Testamento, del que procedía y al que se parecía, pese al desprecio que sentía por él. Es un Ezequiel o un Isaías femenino. Sin la fe, y las reservas que ésta entraña e impone, habría sido de una ambición desenfrenada. Lo que destaca en ella es la voluntad de imponer a toda costa la aceptación de su punto de vista, atropellando, violentando incluso, al interlocutor. He dicho también al poeta húngaro que tenía tanta energía, voluntad y obstinación como Hitler...Al oírlo, el poeta puso unos ojos como platos y me miró intensamente, como si acabara de tener una iluminación. Para mi asombro mío, me dijo: tiene usted razón"

Sin duda, Cioran se veía en la Virgen Roja. Su admiración por ella, está más de una vez citada en sus cuadernos. "Inmenso orgullo" que causa más embeleso que su "inteligencia" (Pag. 122), recuerdo de "Soriana Gurían más el genio", "rival de cualquier gran delirante de la historia contemporánea" (Pag. 100). Descripciones que aportan una dimensión única a la personalidad de Weil y que, sin embargo, no tienen la mínima nota de veneno o envidia: Cioran tiene razón.

Su "profundo desconocimiento" de sí misma, a pesar de su inteligencia "desconcierta" sobremanera: ¿acaso la inteligencia en un santo revela la materia real de la que está hecho? Toda espiritualidad y muestra de beatitud, sin duda debe tener como contrapeso la idiotez, de otra manera no se trataría más que de Nietzsche. La inteligencia verdadera es demoníaca. Y la penetración lúcida de todo lo real no es más que destrucción, ímpetu de dictador, totalizante a fuerza de sondear su propia destrucción.

martes, 3 de agosto de 2010

Nuestra Bodhisattva favorita


Uno de sus recopiladores al final del prologo al libro "Profesión de Fe" (http://www.institutosimoneweil.net/index.php/web-links/38-libros/81-profesion-de-fe), le llama, si mal no recuerdo, "Nuestra Bodhissatva" favorita.
Certero sin lugar a dudas. Desde luego parecería una aberración religiosa tomando en cuenta que el budismo y el cristianismo son como el agua y el aceite, al decir de algunos especialistas en materia de religión. Pero los especialistas en religión, como bien diría Cioran al hacer una crítica dura contra su viejo amigo Mircea Eliade, no pueden revestir el caracter profundo que encierra la vocación religiosa del hombre. Todo estudio o tratado no es más que la esterclerosis de una savia ya de muy otra ralea: un instinto vital que se pierde en la noche oscura del espíritu humano.
Leer a Weil es con mucho, una de las experiencias más gratificantes que un alma celosa de la verdad anterior podría tener. Y es que no sólo se trata de un lugar común hoy en nuestra decadencia religiosa el prestar oídos a nuevos profetas, si no que, se constata con el esplendoroso brillo de la compasión magnánima de la Virgen Roja, siempre una "historia de amor es una historia nueva".
Su versión del cristianismo, ha destrozado el crucifijo que por tanto tiempo forjó la religión más entredicha de todos los tiempos. Tal pareciera como si, lo que a mi parecer es, la religiosa más ferviente de los últimos tiempos, se hubiese propuesto la labor titánica que emprendió hace más de dos mil años, el Bodhissatva por antonomasia, el real: Nagarjuna ante la momificada escolástica del budismo. Tal labor es la de la destrucción total de todas las seguridades religiosas, los dogmas fundantes, para así hacer más visible el cuerpo real del Cristo, o la ambivalencia del Sunyata.
No hay que ser muy diestro en teología o en hermeneútica religiosa para percatarnos que Weil es, lo que dirían los ortodoxos, una hereje. Pero, ¡oh blasfemia entre blasfemias!, ya quisieran los amantes del cadaver crucificado hablar como sólo ella lo ha hecho, lo ha sabido hacer y aún falta por decodificar. Detrás de su mirada de infinita tristeza por este mundo raído de la posibilidad de la luz, se esconde el más peligroso de los santos, el más fuerte de los espíritus que a naturaleza humana se le pudo haber ocurrido. Sin con el Shakyamuni teníamos suficiente (lograr la suprema ambición de quedarnos sin ambiciones), llega la mística experta en el vacío ha señalarnos la destrucción total de los cimientos de lo que antes llamabamos "Dios".
Totalmente de acuerdo, no se levantan nuevos dioses si antes no se han derrumbado por completo los anteriores. Metareligión, misticismo reinventado, un supremo núcleo que describe la base común de todo sentimientos religioso allende está el deseo de autodestrucción del hombre, de abolición del principio vital y de las causas existenciales, es la experiencia que nos viene a transmitir esta Bodhisattva cristiana.
No deseo ahondar más en el tema de lo que ya he aventado al aire sopena de malinquietar. No es esa mi intención. Resta por decir que se tiene aún mucho que inventar y decir (la misma cosa) acerca de esta mujer hecha de un material distinto a la del hombre. Su genialidad, su iluminación, no nos dejará nunca de estremecer: ha hecho vibrar hasta aquél que creía destruido por completo los cimientos de lo religioso, le ha hecho adivinar la magnitud del silencio de la muerte de un Dios, o el completo desasociego de saberse esclavo de este mundo, víctima de este ocaso sempiterno que es no ser nada, nadie, una errabunda silueta de una nada marchita.