lunes, 22 de febrero de 2010

VACUO AMOR

Hoy debería estar chiflando y cantando una canción de amor. Y en cierta forma poseo un poco de esa felicidad adolescente. He osado brincarme la verja del jardín y quedarme contemplando las aguas del estanque, y un poco más: he hecho barquitos de papel y los he dejado a su suerte naufragar. He aquí una frase que me ha movido a la acción idiota de aventurarme a la primavera:

“Toda relación entre un hombre y una mujer no será más que locura, inútil pretender racionalizarla”.

Es tan simple la frase que solamente puedo justificar su influencia en la medida en que es una formulación de lo que ya sabía pero no me atrevía a aceptar. Es que me negaba, porque estoy pensando en un ser un poco más parecido a mí. Pero eso carece de sentido: nada de eso garantiza alguna forma de éxito. Las cosas que funcionan, fíjese bien, lo hacen basadas en concesiones. Por ejemplo, una relación entre un hombre y una mujer debería durar, a lo sumo, uno o dos años. Más, es sociedad mercantil; los accionistas no hacen más que velar por sus intereses propios bajo el signo solidario de la mutua comprensión. Los valores de la negación del individualismo, tienen un nido: el del matrimonio. La familia, como núcleo social fundamental, no es sino consecuencia de esa primera deformación natural del sexo impuesta por las figuras de madre y padre, estructuras psíquicas que sobreviven en un universo maniqueo y que rompen la posibilidad humana de brincarse al segundo plano de una evolución espiritual. La relación tradicional entre hombre y mujer es estática, es la mejor aliada del Estado, de los dictadores, del dogma. Estado, Iglesia y Sociedad, no hacen más que partir de la base común de esa complicidad entre hombre y mujer.

A la mujer que se ama no se le regala el infierno del matrimonio, suceso rebajador de la independencia y la libertad. Creer que esa institución guarda una proporción con una escuela ortopédica, tiene todo de cierto: nos obliga a negar las partes de nosotros socialmente inaceptables, cuando, precisamente esa parte de nosotros es la mejor: crea desequilibrio histórico y fomenta el cambio hacia un estado diferente. Un matrimonio es una dulce penitenciaria, un tormento delicioso que poco a poco nos va haciendo menos de esos espíritus fuertes que se puede llegar a ser. Los anarquistas, los rebeldes, difícilmente podrían concebir el amor a una sola mujer, porque saben que el motor de la historia es el desequilibrio de no poseer tierra para cultivar. Todo hombre es un marinero sin puerto.

Por otra parte, la realidad misma comprueba que el desafío que tenía que enfrentar el matrimonio, salvo excepciones contranatura, ha salido avante de los ideales románticos entre macho y hembra. No existe unión matrimonial fuerte que no sobrevenga como motivo de un adulterio: es el deseo de redención lo que une muchas veces a un hombre y una mujer, el de miseria y caridad, el de deseo y arrepentimiento, sentimientos tan impuros como necesarios para sostener una pura ficción. El efecto, incluso, que debería obtener el matrimonio, llega, con el tiempo, a convertirse en su fundamento: como si los vástagos mismos no tuvieran suficiente con lidiar con la terrible verdad de su origen legal y su relación viciosa con sus progenitores como para evitarles la carga de sostener a un par de engendradores cansados. Al hombre más le hubiese valido salir de la tierra, ser fecundado por una bellota, y sucumbir sin dejar rastro de su existencia. La continuidad genética fomenta en nosotros la idea de causa y efecto, sustancia y orden establecido, cuando en el fondo, no se es más que un guiñapo de los genes, de la historia y del sentimiento de responsabilidad paterno o materno impuesto por nuestros propios padres. Purgamos nuestras deficiencias como hijos, nuestra rebeldía por protestar contra el hecho de haber venido al mundo, engendrando hijos. Si, en el fondo, odiamos a nuestros padres por esa suma osadía que fue haberse atrevido a “regalarnos” el suceso de la vida, también ahí tramamos una justificación baja: nos autoinfligimos la condena del mismo delito a guisa de poder sobrellevar y justificar la continuidad genética, la locura y provocación de nuestros padres. Quien ha logrado perdonar del todo a sus progenitores, difícilmente tenga que recurrir a semejante treta psíquica, ardid maquiavélico de la especie, culpa compartida en un ataque de pánico por la muerte.

Perdidos los hijos, incapaces para engendrar, vuelto el sexo un instrumento de recreación y no de procreación, apestado el matrimonio por su doble moral necesaria, las cosas entre un hombre y una mujer se vuelven complejas y… ¿por qué no decirlo? Fascinantes.

Es esta fascinación/desfascinación, la que ocupa mi mente todos estos días. Primero, he llegado a la conclusión de lo innecesario del matrimonio y, a la vez, la necesidad de que un hombre se ocupe en una mujer. Sobre cuál será la forma de compaginar estos imposibles, es lo interesante del caso.

Este actuar, se resuelve en la total práctica. Lo esencial, en estos casos como en cualquier enfrentamiento con la vida, es tener una base teórica suficiente que permita el juego de las ficciones. Esa base, es la total falta de significación metafísica de cuanto se haga o se deje de hacer. Posterior a esto está la consciencia de que, por tanto, no hay solidez de ningún tipo en la personalidad del objeto de nuestro afecto o energía empática. Se trata de relaciones y no de objetos del amor, siempre se trata de relaciones contingentes, de productos que emergen de los lazos trazados (Es falso y verdadero que se diga que no se muere de amor sino que se muere de alguien). Así, no existe fama o prestigio del cual se pueda revestir el sujeto amante o el objeto amado. Todo amor siempre es novedad, es auténtico e insignificante. La grandeza del amor consiste en que es desechable: se enseñorea sobre el instante, es la voluptuosidad enclavada en lo inmediato. No tiene nada que ver con el amor la nostalgia o el ensueño, residuos, momias de ese sentimiento que se despliega en el acto sexual. Se ama solamente a veces y en diversas posiciones.

Así, el Don Giovanni de Mozart es y seguirá siendo la metáfora vuelta sobre sí del erotismo, de la música representada en los cuerpos femenino y masculino, la diversidad monolítica, el absoluto multiplicado: un sólo hombre para mil y tres mujeres. Lo relevante no es la cantidad de mujeres, sino la dispersión del objeto amado, la apreciación de quien carece de fundamento o sustrato de actuación sobre una realidad que se escapa, con independencia que la multiplicación se haga sobre la misma mujer. (La dispersión se da sobre tiempo y espacio). Sexo es regeneración espiritual como forma de seducción de la materia.

Si, como dice Lacan, el espacio de revelación del ser se da en el silencio del acto sexual (es decir, de la forma agráfica del ayuntamiento), es porque funge como base para la solidificación de la institución matrimonial. La boda, la yuxtaposición de significados, no proviene más que del éxito o fracaso de la unión sexual. Así, si la base es esencialmente biológica, la forma de concepción de su significado, solamente por desviación, por influencia indebida de los sentimientos bajos del hombre, se corrompería en los mitos románticos que nacen a partir del siglo dieciocho. Cierto que la cultura occidental tiene, en cuanto a este tema, como principal manipulador la herencia judeocristiana, y precisamente por su decadencia se posibilita la aparición de una nueva forma de concebir al amor: el amor como acto de caridad es evidentemente molesto pues no representa más que una ruptura con el impulso vital del erotismo, la voluptuosidad y el deseo desbordante. Los límites éticos o religiosos surgen de la incapacidad de la especie por enfrentar una nueva realidad donde los sujetos, individuos capaces de dar el salto, han reestablecido las fronteras de su propio género. Acercarse al fluido de esa libido es desmantelar los artificios que la ensombrecían. Se arroja luz dejando a las cosas ser, desbordándose en la insensatez, medida única válida de un aprendizaje sincero. Lo demás no es más que miedo deformado: esa precaución racional, ese constructo moral, ese estigma de lo sexual es ridículamente revelador de las deficiencias de lo humano, inepto para el erotismo, cansado para la fertilidad.

La mujer es la primera en ser transformada por ese desmantelamiento. La virginidad, la pureza y castidad ya no deben ser sus cualidades. Es totalmente propio de épocas moralmente avanzadas el elogio de la puta y la ridiculización de lo materno.

Ahora bien, dado que he reconocido su lugar, también le presto atención como fenómeno psíquico. Me molesta el desdén que profesan algunos al hacer caso omiso y entre líneas al acto sexual. Todos coinciden, con ese gesto, en que es lo que es y es imposible asumirlo de una manera que no sea la silenciosa. Incluso los más sexuados omiten una expresión directa del acto. Me molesta porque se erigen en jueces de su propia humanidad, de aquello que más nos trasnocha al mar del anonimato. Todo ángel es grotesco, al igual que todo impotente sexual mueve a risa culpable. Así, cuando descubrimos en flagrante confesión al filósofo sobre la fascinación que ejerce sobre él el sexo, no podemos evitar sentirnos defraudados. Por eso toman sus medidas y proscriben el asunto a la alcoba. Cuando Foucault se empeña en acusar la anomalía occidental de “sentir más placer en hablar sobre el sexo que en vivirlo”, en ser, el actual, el único periodo histórico en donde se ha analizado, diseccionado, sintetizado y vuelto a examinar al sexo, lo hace en nombre del ideal de una tecnología o arte del erotismo. Pero esta desviación, por llamarla de algún modo, marca un período histórico necesario, una vuelta sobre sí mismo natural y fatídica. El cansancio engendra la necesidad de volver sobre lo ya vivido, ocaso que solamente a un romántico como lo fue el mentor del escritor de Les choses et les motes, se le ocurriría juzgarlo como perjudicial para el espíritu. En efecto: no negamos que sea decadente tal conducta, pero solamente esa postura es la que revela vacío al proyecto humano. Es el punto que finaliza y que da pie al inicio, quizás de una concepción distinta del erotismo, de una liberación de hombre y mujer como caracteres sexuados.

Ya que estamos con Otto Weininger acerca de la intrínseca esencia de la mujer como ser sexuado, es ella la que saldrá mejor beneficiada del nuevo ámbito que se le abre. Definitivamente será doloroso, nunca como ahora resulta claro que esta realidad, la de la ley del deseo, de su extinción y nueva aparición cíclica, es terrible y exige un tono de espíritu bizarro y fuerte. Si existe algo así como una ética del sexo es la de la capacidad de saber decir adiós. Saber cuándo y cuánto amar, hacerse amar y dejar de hacerlo, implica la cumbre de nuestras fuerzas espirituales reveladas en acontecimientos indomables.
No solamente porque toda idea degenere en creencia debería ocurrírsenos decir que en su origen o desarrollo la idea era neutra. No, nunca una idea es neutral, ello no es más que el ideal que la guía a hacerse de tripas corazón para salvaguardar la pretensión científica de la filosofía; en el fondo, nunca una idea es neutra, ¿de qué mente inhumana saldría?, ¿qué silogismo mineral la pondría en circulación?

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Dado que el hombre es error puro, solamente las creencias o artificios (“mentiras irrefutables” diría Nietzsche, religión y arte), pueden otorgarle energía para alzarse en la lucha de la locura que es la vida. Las verdades verdaderas son inútiles: se escapan del tiempo y no pueden participar de la epilepsia monstruosa del devenir, de la torpe existencia humana, de la historia como desfile de innecesareidades.

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La realidad a nadie interesa, por eso lo que llamamos “real” no es más que un espejo que devuelve la imagen de nuestros deseos.

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Cada vez que se logra deshilvanar un deseo se está más cerca de la realidad.

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“Cuanto más se es, menos se quiere” (Cioran). La mejor sentencia fúnebre que he escuchado jamás.

Al cobijo de mi mismo, un sentimiento de autosuficiencia y gozo recorre mis entrañas: soy lo que quiero ser y no me arrepiento. Este orgullo, seguramente, tiene como fundamento una gran carencia moral. No es normal que un ser a lo sumo pleno tenga que ser consciente de la fuente de su felicidad. Quien ama no se repite a sí mismo nunca “pues bien, yo amo”. Pero quien adivina la fatalidad de esa “liberación”, de ese doble nudo (la del ser y de la consciencia de ser, esto último, embrión del deseo, de la aspiración de cambio), ya no puede ser libre en ninguna parte… ¡Vaya liberación de la utopía de ser absolutamente libre!

Puede resultar, por tragedia paradójica, que se sea feliz sin saberlo. O mejor expresado: que lo que se viva es todo cuánto pueda ser vivido. Es como si la estructura total del universo fuese cambiado cada día, y todos los días, sin embargo, amaneciéramos con el mismo dolor de muelas. ¿Podemos imaginarnos en un ambiente distinto, soñado, bajo el cual quisiéramos estar? Pues bien, mi hipótesis es que, a pesar de ello, no cambiaríamos en nada. De ahí la estupidez de concebir un lugar y tiempo ultramundano.

El “ser”, esa nada maquillada, no se conforma por un confinamiento de la “realidad”, sino por un destino ineluctable que es el todo. La tristeza o la bufonada, no nos llevan más que al mismo lugar. Somos reencarnaciones de la vacuidad. De ahí que en nada nos ayuden las verdades, y la posibilidad de suprimir lo que somos, no sea más que una pretensión irrisoria: ¿suprimimos nada para llegar a nada? De todos modos nuestro querer y nuestro actuar serán diluidos junto con nuestra nirvanización.

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Lo que me intriga mucho últimamente es ¿qué demonios motivó a Nagarjuna a concebir su verdad de la forma en la que lo hizo? Es un castillo flotando sobre un abismo.

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Interesante: examinad el verbo “Izarse”, en donde la “I” es el asta bandera y la “Z” el lábaro. Por eso es tan efectiva como imagen al momento de ser usada.

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Señala Esther Seligson al final de su prologo a la Caída en el tiempo de Cioran:

“Una nueva caída… amenaza al hombre: «Esta vez—dice Cioran— no se trata solamente de caer de la eternidad, sino del tiempo; y caer del tiempo significa caer de la historia, suspender el devenir, sumergirse en lo inerte y lo gris, en el absoluto del estancamiento donde incluso el verbo se hunde imposibilitado para izarse hasta la blasfemia o la imploración.» Esta caída es para Cioran inminente, casi que inevitable, de modo que «cuando sea la herencia que le toque al hombre, éste dejará de ser un animal histórico. Y entonces, cuando haya perdido hasta el recuerdo de la verdadera eternidad, de su felicidad primera, dirigirá su mirada hacia otra parte, hacia el universo temporal, hacia ese segundo paraíso del cual habrá sido expulsado».”

Este es el “último hombre” del que habla Nietzsche, un ser vacío que sobrevendrá en los tiempos futuros, harto de la historia, sediento de fundirse en el limbo de un eterno presente. Lucido, apartado del mundo del espíritu creador, caerá en la manada, en la errabundia del ser y sus huellas apenas y serán visibles cuando vague por el mundo, elemental y en ruinas, un dios-animal monumento del culmen de la historia.

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El regalo que nos hizo el diablo, cuando lo del huerto del Edén, fue y seguirá siendo invaluable: el de un día morir, el de ponerle fin al acto de necedad que es estar respirando.

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Incapacidad para sobrevivir la felicidad: Adán ya estaba insatisfecho aún antes de probar del fruto. El pecado fue la consecuencia de una plenitud de idiota.

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La peor forma del devenir es la duda, motor alucinante que vierte una y otra vez la experiencia del vacío en mascarones, en gesticulaciones de ventrílocuo demoníaco.

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Tienen tanta profundidad los textos cioranos que, al no haber sido penetrados por las consideraciones de sus Cuadernos, me hace pensar que leer sus ensayos es asistir a un pensamiento vivo desplegándose: ni siquiera él mismo sabía el rumbo que habían de tomar y las enormidades que implicaban. Por otra parte, es famosa la repulsión que sentía hacia cualquier género de hermenéutica. En su caso más que en otro, lo dicho dicho está.

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Ciertamente ningún animal parece dar muestras de miedo. El perro y el gato, más aquél que éste, parece ser que sí lo poseen: tanto tiempo han convivido con nosotros que ya se apropiaron de la llave para adquirir un alma.

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Vivo en la realidad que está fuera de esa otra realidad que los demás se resisten a dejar. Y no es que aquella primera sea “más real”, simplemente la renuncia hace la diferencia.

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Ciertamente un mundo perfecto carecería de sentido… al igual que éste. A su modo, es un mundo perfecto; modo, por otra parte, nefasto e inútil. Esa es la dureza de todo lo verdadero. Cuando no hay lugar para la posibilidad, todo está terminado; sólo nos queda jugar al “como si”.

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Sin el barrunto del matrimonio, el trabajo u otra amistad que nos haga las tardes más bellas, del Estado, la iglesia o un buen libro de Proust, las cosas aparecen tal y como son. Mi matrimonio está disuelto, mis amistades aburren, y de lo otro, sólo me quedo con el libro de Proust…a condición de que se trate del primero y el último . Lo demás, para mí, no existe.

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De hecho, Dios pudo haber tenido una creación perfecta, pero su pecado consistió en otra miseria de mayor envergadura: en el simple hecho de crear. El mayor favor que le podemos hacer a Dios es dejar de creer en Él…por lo menos como Creador.

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El verdadero fruto del pecado de Adán no es el conocimiento, sino la duda. Bueno, según Kierkegaard es esta “ansiedad” o “angustia” de estar frente al abismo de la nada, un espacio abierto a lo que sea, propiamente la consciencia de ser. Pero el “ser”, como percepción inmediata, está indefinido dado la incapacidad de los ojos de fijar un objeto “claro y distinto”. Conocimiento y duda coinciden con el pecado fundamental, enderezándose hacia el baluarte firme de la fe y el dogma, al estatismo de la divinidad eternamente nebuloso y fulgurante.
NIHILISMO Y VACUIDAD

Dice Nagarjuna que todo está vacío, incluyendo la voz y el pensamiento que expresan eso. La realidad demuestra que puede ser así, pero la finalidad por la cual dijo tamaña verdad queda indemne: aunque el dolor esté vacío, sigue doliendo.

La sensación del dolor: sensación sustancial de la realidad. El dolor es la relación automática entre el mundo y el hombre.

La alegría, la felicidad, ascienden, elevan, se evaporan, se esfuman: realizan, actualizan al ser de la misma forma en la que el fruto se desprende del árbol ya maduro en la estación del otoño, de las hojas muertas, de la desolación terrestre más acre. La felicidad siempre coincide con lo nostálgico . Y el espacio que deja esa manifestación, su memoria, su registro, es lo único que permanece. Más, lo que permanece, atando a nuestros pies al yunque de su arado, es aquello que nos define y arrastra. Una tristeza infinita, un peso que nos abisma, que nos hunde, nos aplasta a un mareo sobrenatural, a las profundidades del horror, son el continente perpetuo de esta vaciedad que es el yo. Atarse a lo feliz es tratar de conservar su esencia ya muerta: uno no se ata más que a la ausencia, a lo que ya no es . Por tanto, el sufrimiento que nos crea una ausencia resulta en absurdo.

Puedo convenir en que no hay sensación falsa y que todo aquello falso o verdadero es insustancial; pero no gano nada con esa declaratoria. Se supone que, a pesar de ello, yo debo perseverar en la revelación de ese vacío, pues el dolor es casi invencible, por decir lo menos. Sin embargo, bien se le puede objetar a la tesis central del budismo Madhyamika que, de todos modos, aunque el espíritu humano se ejercite sobre un vacío, es de ahí, en realidad, de donde surge el dolor más agudo de existir: horror vacui.

El origen del pensamiento sobre la vacuidad (Sunyata), es de índole terapéutico: no es más que una técnica de eliminación del yo. Si detrás de la apariencia no queda nada, lo único “sustancial” es lo aparente. Contra esta apariencia combate el monje. Como la vacuidad carece de fuerza, no es expansiva, es decir, su revelación no ilumina (de ser lo contrario, el camino al Nirvana sería muy intelectual), uno debe empeñarse, hacerse violencia para erradicar la fuerza que crean nuestras impresiones que le dan forma a la sensación del Samsara, debido a que ésta no solamente es un espejismo, o más bien, una maquina creadora de espejismos, sino una fuerza motriz que nos impulsa al sufrimiento. Así, el objetivo del budismo es el más ambicioso que se haya concebido jamás: adherirse a la nada, al vacío, a la muerte, en un acto de entrega dichosa, es decir, en una ¿adhesión? sin tristeza a lo que ya no está, a lo ausente y definitivo. Dicho de otra forma: es la práctica del desapego como consecuencia de la eliminación de la identidad, del yo, de la personalidad que siempre está deseando. (No sé qué es primero, pero guardan una relación forzosa: dado que el yo es intencionalidad pura, de raíz, se debe eliminar al yo). Esto, solamente es posible en tanto la vista del hombre se pierde en la profundidad del presente, puesto que solo ahí, en esa presencia vacía, deseo y nostalgia, felicidad o dolor, revelan su impostura y fragilidad, su pura fantasía.

Pero la “eliminación del yo”, no es una actividad positiva, es decir, no es una acción, sino que se trata de un “despertar”, de un “desvelamiento”: en realidad no somos nada, lo único que hacemos es descubrir nuestra insignificancia. En efecto: todo dolor se puede resumir en uno solo: el de no ser más que nada, puesto que la memoria es una ficción y el proyecto futuro una incierta suposición. Lo actual siempre será superfluo. La acción, la “fuerza” de la disciplina, las “tecnologías” (meditación, ayunos, pruebas físicas de faquir), constituyen medios para ayudar a la consciencia al arribo al limbo védico, a la penetración del segundo eterno del Nirvana.

El punto de partida para esto, es percibiendo que todo dolor es la forma más aciaga de manifestación del egoísmo (furibunda adhesión a la ilusión del yo), y no, como falsamente se deriva, por una generosidad hacia un elemento exterior (autocompasión diferida). Aquí, necesidad y amor convergen, realidad y “yo”, se ahogan en la misma relación viciosa de felicidad hacía sí . Quien se percibe a sí mismo en una importancia (sin sentido), sufrirá más mientras en mayor estima se tenga. Por el contrario ¿qué pierde el que se considera nada ante los desprecios del destino? Así, la principal consigna del budismo es luchar contra la naturaleza humana del sentido de identidad que, en realidad, es el trasfondo de la idea de sustancia o de atomismo, metafísica o existencia. No: estas formas de percepción yerran sobre lo esencial a saber: cada ingrediente del universo es necesario en tanto sostienen un hecho puro, e innecesario en tanto devenir. Pero la idea del devenir, como “esencia” de la existencia material (Samsara), es coincidente con la fatalidad del Nirvana (ambos están vacíos), razón por la cual se ama uno a sí mismo de la misma forma en la que se ama lo todo, incluyéndose dentro de la totalidad de lo percibido y no como actos reflejos que se crean entre el yo y el no-yo. La idea del budismo es la necesaria incorporación de la presencia humana en el todo a través de la dinámica de aceptación de la propia insignificancia.

Por ello, en un mundo sin sustrato carece de sentido algo como el nihilismo: actividad destructora del vacío. ¿Cómo se descompone el aire, se descuartiza una ausencia? (Claro se puede rebatir esto diciendo que en realidad son coincidentes, que se trata de procesos de la consciencia.)

Esta despersonalización es la parte realmente difícil del budismo y por lo cual deja de ser un simple pensamiento filosófico para situarse a las alturas de las religiones: solamente con una inspiración demencial podríamos aspirar a suprimir el deseo natural, el espíritu de ambición y de señorío, a borrar las fronteras que posibilitan toda forma de identidad: la de la memoria nostálgica y la del sueño visionario. Desde luego, esto se entiende mejor en la medida en la que se descubre la verdad nietzscheana de la voluntad de poderío como esencial a la existencia humana, la acérrima fuerza de sentirnos únicos y excepcionales.

Por ello, un monje budista es un esquizoide desde el punto de vista occidental. En esta parte del hemisferio terrestre, hay una defensa cultural vigorosa acerca de la “existencia”, de la “vida”, general o individual de cada quien, un abrazo necio a la contingencia, al valor de lo superfluo en aras de desprendernos de la generalidad y alimentar al espíritu, antinatural por esencia, despegado de lo todo en virtud de un más allá de la condición dada: se es armónico para vibrar en una sinfonía, superación de los sonidos originarios.

¿Qué hace que el budismo se alce contra este llamado del sentido común, contra este “recurso hacedero” pindárico? Es fácil advertir la carga de verdad que ambos postulados poseen, la de la vacuidad y la de la existencia, del Nirvana y el Samsara. La asunción del dolor, su superación a través de la fuerza terrena o divina, forma parte de otorgarle peso y sustancia al devenir, incluso, en contra de lo trascendente. Superación, aquí, no es trascendencia. Se ama a Dios, por decirlo de algún modo, para aligerar la carga del sufrimiento, no para soslayarlo. Más, Gautama quería arrancar de raíz el mal. Es comprensible que eso llevara a la aniquilación de la existencia, a la negación de lo todo. El cristianismo por el contrario, aún no define la imposibilidad del equilibrio entre ambos llamados, lo que finalmente lo constituye en “dominio”, en doctrina moralizante o política y de “acción”. Sin embargo, aún su aspecto contemplativo posee la semilla de la acción caritativa o evangelización positiva: idea de redención funcionando.

Es que todo, la acumulación definitiva de las contingencias (dharmas), conforman una estructura errónea. Se dice que el budismo no posee noción de pecado. Es verdad, pero posee una noción casi tan compleja: la del Karma. Como no hay ser que no guarde una propulsión hacia los objetos contingentes (hasta en lo cognitivo como intencionalidad, a la manera de la fenomenología), su naturaleza se torna viciosa, pues dicha tendencia se amolda a la confabulación universal de las apariencias, hacia la Maya presdigitadora. Ello, desde luego, no tiene nada que ver con lo bueno o lo malo, sino simplemente con las leyes cósmicas de relación entre una cosa y otra. La falta de generosidad se encabalga al resentimiento, éste con el deseo de venganza, la venganza con la culpa, éste, finalmente, con el dolor; por decir una posible línea de causa-efecto.

El origen “moral” de lo actos en el budismo, está emparentado no con una noción jurídica como lo planteó áridamente el judaísmo, sino con una, como le llamarían los griegos, “Physis”. Esta dialéctica energética, la del Karma, es una ley sobre la que se erige el Samsara, y que es por completo ajeno al sentimiento de culpa, pecado y, por tanto, de redención . Es en otro sentido en que planta sus raíces la soteriología budista: es una búsqueda de equilibrio cósmico, de supresión de la energía dilapidada en un punto muerto como lo es la búsqueda de la felicidad a la manera occidental. Así, los conceptos se redefinen: la “felicidad” a la que hace referencia el Dalai Lama en sus discursos, o la “compasión”, no son lo que comúnmente entendemos por ello , sino que todas estas nociones surgen de la contemplación total de factores ajenos, por entero, al universo cristiano.

La principal noción por la cual el cristianismo posee un universo semántico propio, es la del tiempo. De la misma forma, tal y como se ha hecho énfasis por los estudiosos de la cultura, el pueblo griego, principalmente, se despegan de nuestra noción cristiana de pecado y redención por la visión circular que poseían del tiempo, haciendo lo propio el orientalismo, y en relevancia, el budismo. La idea de la continuidad o de la duración como una “línea” que se desarrolla, es una forma imaginativa que ha corrompido la visión de las cosas y que surge a partir de la búsqueda de una explicación satisfactoria a la idea de “principio genético” y de “final apocalíptico”. Decir que el pasado está “detrás de nosotros” o que el futuro está “delante”, es sólo una forma de hablar. El tiempo se incorpora, por así decirlo, a nosotros, y el futuro ya habita en nosotros desde el momento presente: lo real, lo todo, ya está dado en un sólo instante. Si el instante, el momento histórico, como diría Hegel, es el “autodespliegue del espíritu absoluto”, cada momento revela a la eternidad, de la misma forma en la que Jesucristo, el Hijo, revela a Dios el Padre. Esta dualidad, por más que se intente conservar la lógica paradójica oriental, es propia de la metafísica de occidente pues, finalmente, surge a partir de una noción de absoluto o de sustancia que deviene .

Este tiempo, acremente criticado por Nietzsche, carece, en realidad de sustrato ontológico. La dispersión que conforma la estructura del universo, es semejante a los procesos de la hermenéutica o la filología : en interacciones recíprocas se traduce la realidad, de la misma forma en la que el conocimiento y el ser de las cosas se comprenden mutuamente. Toda la crítica nietzscheana de la Tercera intempestiva o del Anticristo, establecen el arma foucolniana de la genealogía, de las arqueologías del saber: lo irrisorio, lo burdo, “los celos y las envidias entre los sabios”, es el caldo de cultivo de toda forma de verdad. Así, la sustancia y los dioses, no se quedan más que en una pura telaraña tejida por alternas correspondencias entre elementos contingentes: la suma de los atributos de Dios nunca formaran a un Dios más que en idea.

Es fácil advertir que el enemigo natural del cristianismo es el budismo: ateo, vacuo y pasivo. Es incompatible el espíritu de tolerancia, proveniente de ver a todas las cosas como innecesarias o vacías, a lado del celo por una verdad absoluta surgida de la significancia de lo vivido.

La verdad presente, en el budismo, la instancia arrolladora de nuestra percepción inmediata, se abre, no como reveladora de una sustancia precedente o procedente, o de un efecto que supone una causa, como la apariencia supondría una presencia, sino como un elemento vacío de contenido, cuya absorción de la fantasía del yo, constituye la iluminación, propiamente dicha: especie de antiéxtasis que nos sume, de género en género, hasta la mineralidad, hasta la supresión total de toda forma de deseo, pasado o futuro, diferencia e identidad.

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Pero, ¿a cuánto de esto es deudor el sufrimiento e iluminación del Buda? ¿Es un requisito indispensable para nuestra elevación la pérdida de la inocencia en el mundo?

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Si Cioran cada vez estaba “más cerca del budismo”, no era por talante personal sino más bien como construcción ética. No hay duda que quien sufre más es el que mayor estima de sí mismo tiene. El dolor tiene una relación proporcional al del egoísmo. Es liberador para el ciervo sufriente la idea de que todo está vacío.
27. enero. 2010

Es mejor manipular a alguien conscientemente que inconscientemente. El primer acto es propinado por una sagacidad del espíritu, una inteligencia funcionando. El otro, es el resultado de un sentimiento bajo, instintivo y que solamente se planta a nivel de la rabieta infantil . Ninguno garantiza el éxito, pero, a medida en que “no se miente a sí mismo” el segundo, puede ser más convincente. En cuanto al primero, tiene la desventaja de que el medio social lo desaprueba, le llama “premeditación”, “maquinación”, fraude moral, y eso puede ocasionar, en quien lo usa, un pequeño dejo de culpabilidad. Pero toda forma de culpabilidad, en realidad, es falsa: la vida cotidiana nos enseña que todos usamos a todos para nuestros propios fines: de no ser así no existiría gente que sobrevive a una vida en sí y por sí miserable. El chantaje, forma refinada de una moral decadente, se vale, principalmente, de la compasión, de la piedad, de la caridad, de la misericordia, formas cristianas de la miseria humana.

Es posible revertir los chantajes en la medida en la que se entra al juego de las miserias. Nada aconsejable. Lo peor que le puede pasar a este tipo de sujetos es la indiferencia. Desde el pataleo hasta las enfermedades psicosomáticas (¡y hasta las verdaderas!), el manipulador goza de tener la atención sobre sí mismo, y así, ya no se siente abandonado en un mundo que debió de afrontar por sí solo, sin ayuda de nadie (si a la muerte se le enfrenta solo, ¿para qué empeñarnos en querer acompañarnos en cosas menores?). En efecto: el ateo sincero es más inteligente que el creyente consumado, la historia lo demuestra, la religión lo oculta y Dios no se queja: sus polluelos valen la tentación de ser libres ¿no acaso así nos dejó, en manos de un árbol de la ciencia del bien y del mal, a merced de una serpiente en el huerto, bajo el olor de lo prohibido? Se arriesgó, y en su apuesta, no debió haber lugar para el reproche futuro. Las condiciones para la perdición del hombre estaban dadas, y el juicio se infiltró en la consciencia con el afán estupidizante de sentirnos cómodos en nuestras verdades. ¿Queréis conocer a un hombre feliz? Mirad al creyente, para quien su medida de santidad se encuentra respaldada en la bondad de su Dios, y como no se llega a la salvación sino antes de haber pasado por la perdición, no se es libre si antes no se fue esclavo, y, en suma, uno no se siente bueno, sin que antes no se haya sentido culpable: la fábula de la moral y de la metafísica, nos arrastra a la manipulación de nuestra importancia, pues hasta somos jactanciosos en nuestras actuaciones negativas (“hemos matado a Dios”, etc.). La majestuosidad de Dios no es más que una forma de elevarnos sin que se note: solamente algo grande puede hablarle a otra cosa grande. Dios, para siquiera poder ser nombrado por el hombre, tenía que aspirar a una forma de bondad, de belleza y de verdad. Resulta que le podemos conocer, nos podemos extasiar en su sublimidad, y podemos salvarnos por medio de su verdad; e incluso, Él puede morir por nuestro infinito pecado. ¿No nos dice nada esta tamaña épica del absurdo? El chantaje divino de la salvación no es más que un reflejo de nuestra megalomanía metafísica, de nuestro majestuoso asesinato cósmico. Amor con amor se paga, y la misma moneda de cambio transmutada, nos explica el fenómeno de lo divino como una suprema arrogancia humana, un acto de manipulación desviado, revertido.

¿Cuál es la cura para el egoísmo? No existe, la miseria humana consiste en una llaga en sí misma invisible de tanto mirar a través de ella: el mal del universo es nuestra propia existencia.

Solamente quien capta esto, puede morir en paz. Vivir no: vivir así es como vivir con un veneno epiléptico que a cada momento te recuerda la irrisoria luz del amor, el idiotismo de lo bello. Las medidas de grandeza crecen como una planta alimaña, entre los deterioros definitivos de la realidad, entre los escombros del ser y las ruinas de la nada: nos inventamos verdades para no aburrirnos, para no sucumbir a la locura. El silencio sórdido, el limbo de la vaciedad del cosmos, reflejo ancestral del accidente del cual provenimos, efecto que la causa nada le heredó, es mucho más infernal que el infierno mismo. ¿Sería más amable un Dios que aniquila, a uno que te atormenta eternamente? Al menos con el tormento eterno podremos ejercitar nuestro masoquismo oculto, sabernos objetos del castigo, centro de atención de los fuegos corrosivos y justicieros; podremos, al cabo, sentirnos plenos por experimentar la suprema culpa, el dolor infinito en nuestra finitud humana. Me parece por sí evidente el gran azoro que causa al alma la posibilidad de la nada, del limbo, de la anulación definitiva después de esta vida. Es una cachetada metafísica, es una negación absoluta: toda vuestra vida será borrada de la trascendencia, y ni siquiera mereceremos castigo alguno. Es, como diría un científico famoso acerca de los procesos de conocimiento no autocríticos: ni siquiera estaremos errados.

Ya hacer algo malo es una ganancia pues te ubica en el espectro de lo moral. Se nos dice que es arrogante saber qué es lo bueno y hacerlo; pero acaso ¿no ocurre similar con lo contrario? A cada delincuente habría qué preguntarle qué tan avergonzado se siente de su crimen, y os podréis dar cuenta de la nulidad de la existencia humana cuando éste no comprenda vuestra pregunta. En realidad, es evidente que toda nuestra moral, es una extensión del deseo de trascendencia humana. Inventamos las formas de integridad, de honestidad, de ser morales, buenos, amables, merced a nuestra pequeñez herida. Cuando admiramos a otro hombre, queremos decirnos a nosotros mismos: tú puedes llegar a ser como él, eres digno de tenerte por aspirante, por un candidato al imperio de lo bueno, admirable e inspirador.

En nuestro interior se hacen chantajes a diestra y siniestra, negociamos, hacemos marqueting, emprendemos formas de autoconvencimiento, porque nuestro afán es perdurar. Y este hacer extensivo algún deseo propio, incluso el ímpetu del suicidio, tiene que trajinar con el resto de los legionarios que nos comportan. Pero todos, a lo sumo, pertenecen a la esencia de la voluntad de poder, de la energía estúpida del devenir.

Una vez expuestas las razones anteriores, quiero decir lo siguiente: Si acaso Dios existiera, abominaría toda forma de chantaje, de infierno o salvación. Si acaso Dios existiera, en su infinita sabiduría, posterior a su nacimiento, se hubiese autodestruido para dar cabida a la nulidad, representación mil veces más viril que cualquier ridícula, exorbitante y grotesca forma de trascendencia.
26. enero. 2010


Amo las bibliotecas: donde quiera que vaya me persigue mi amor por los cementerios.

(…)

Toda mi vida, en realidad, he hecho lo que he querido: no conozco el significado de la palabra inconformidad. No soy más que un decadente.

(…)

Soy misántropo porque la mayoría de la gente con la que he estado en mi vida, no muestra mayor signo de profundidad que el de una bellota. Son predecibles, superficiales, estultos. Desde luego tienen un misterio, un misterio genérico. Cada vez que recurren al uso de su cerebro es para guarecerse en alguna muletilla conceptual, en algún confort de pensamiento. Nada fascinantes. Lo único que tienen a su favor es ese patetismo, tan grotesco como inefectivo, que pretende ganarnos la compasión. Es tan inútil como aburrido establecer lazos de afecto con la gente por la finalidad de sentirse menos solo (¡cómo si estar solo fuese posible en un mundo habitado por fantasmas!). Tendría uno que ser un minusválido, un deficiente para guarecerse en la simplicidad de la gente, sopretexto de humildad o filantropía, usos a la conveniencia de nuestra vanidad humana.

Incluso, hay que decirlo, nuestras amistades no son más que una forma de compensación de esa amargura. Aunque de hecho esto que ahora hago también es una forma de placer, al final, no queda más que un resabio de dolor y vacío. Imaginaos que nuestros compañeros de dichas y desgracias, sean en realidad los sujetos más egoístas del mundo, incapaces de autocrítica y de aventurarse a una amistad sutil y refinada. Aunque se la pasen diciendo verdades, en nada ayudan. O, aunque se la pasen diciendo mentiras, no hay construcción espiritual. No somos más que desgraciados en el azar de compartir algunas manías pueriles.

Lo peor es cuando uno de esos seres, de los cuales uno no tiene nada que extraer, se la pasa buscándote y libando de ti lo mejor que puedes ofrecerle. En mi caso, porque tengo un mal genético de no saber decirle No a la gente, es una tortura de lo más ridícula. Y las cosas se ponen realmente caricaturescas cuando, una vez desdeñado, el sujeto te eleva a categoría de ser sapiencial y de anacoreta, en un alguien más allá del orden de las relaciones humanas. Empiezan a admirarte en la medida en la que eres más despectivo. Esto, lejos de ayudar, empeora la situación: te das cuenta de la sandez de la gente, de su manía por ser usados, de su amor por los tiranos, de su masoquismo de desheredado. Es como si el misterio de la religión se despojara de sus vestiduras sacramentales y se te revelara desnuda la “chispa” de la empresa humana. Si queréis un tratado de los complejos y de los contenidos psicóticos, solamente tenéis que elevar a esa categoría las descripciones fenomenológicas de las personalidades vulgares: repetimos cíclicamente nuestras heridas, estableciendo la pirámide fallida de los misterios humanos.

La pesadilla tiene un brillo particular con las mujeres: acostumbradas a estar en segundo plano, su servilismo nauseabundo te pone en guardia inmediata: ¿no serán unas espías de la tontería de la especie?, ¿unas confabuladoras de la gran conspiración que es el idealismo? Parece ser que gobiernan la tierra con sus formas, sus caprichos de perecer, de ridiculizar nuestros venenos. Al cabo, uno termina desembarazándose de la paranoica idea en virtud de sus frustrantes fuentes de dominio: la maternidad. Ya lo dijo Otto Weininger, y eso me parece absoluto (y loco): el gran problema de la mujer es su sexualidad inminente.

Siguiendo con el desahogo…La conducta idónea, es la del viejo encerrado en su caserón rodeado de libros y de su perro, única forma de amistad aceptable. Tan ermitaño, tan autista, que no se toma la molestia de ser aguafiestas de nadie. A estos tipos, no me cansaré de repetirlo, no le agradeceremos lo suficiente no haberse metido con nosotros, el que nos haya entregado a la molicie propia, a nuestra voluptuosidad y blandura irresoluta, a fin de preservar el Gran Ser universal. Pero ninguno de nosotros está satisfecho; ¿cómo habríamos de estarlo?, no somos más que un tumor que gusta de devorar carne. Quisiéramos que fuera distinto, que, el acto de humillar al arquitecto del universo cada vez que somos buenos, sea una forma natural de vida, es decir, antinatural. La naturaleza es malvada y gobierna. Está en nuestros miembros, en nuestra espina dorsal. Me aburre tener que repetirlo.

¿Quisiera que todos fueran como yo? No habría diferencia: igual viviría dentro de mí, así que es irrelevante la hipótesis de la imposición moral. En realidad, todo está en su justo sitio: ellos allá, yo acá. ¿Cómo poder vivir con un orden distinto? Gran parte de lo que soy, se debe a este mal del universo, a esta verdad miserable, a este despojo cicatero, roña que nos rascamos cada vez que osamos respirar, trajinar, hablar, jugar a ser sabios.
25. enero. 2010

Hay un sentimiento vago pero poderoso, que de vez en cuando me asalta: una ligera sensación de bondad. No es un pensamiento, ni una inclinación a la realización de actos santos, sino la necesidad de sentirme limpio. Es semejante al deseo de querer darse un baño en agua fresca. Es como si la mente se pusiera en blanco, y las tendencias, de repente, se aletargaran, cediendo a la posibilidad de ser niño otra vez. Son esas ocasiones en las que puedo abrir la Biblia y leer (aunque a los cinco minutos la abandone no sabiendo qué cosa pensar cuando la leo), o limpiar puramente los trastes sucios, mirar el ventanal y alegrarme porque el sol brilla y el viento sopla. De repente, si voy en el colectivo, saco la cabeza por la ventana y miro las ramas de los árboles de la avenida enmarañarse hasta trepar al cielo azul…y me alegro de que la luna esté allí, blanca y redonda, tonta y esencial. Desde luego todo esto no es más que una ilusión, una impresión de realidad. Lo bueno, así, como entidad, como fenómeno verificable, no existe, no es más que una creación psíquica de nuestras fuerzas de conservación individual. Una forma de alejar el caos circundante, es trazando este orden familiar del mundo. Es un movimiento tan claro, me parece una condición de lo moral o religioso tan ridículamente básico, que se me figura una perdida de tiempo tratar de explicarlo.

Este arrobamiento fragante, nos conduce a latitudes bellas, a la confección interna de un mundo donde ser santo es posible. Claro, posible tontería, pero declinamos el afán de ser críticos merced a un cansancio que el mismo sentimiento expresado trae consigo (o quizás le precede como condición necesaria). Sí: el insufrible estremecimiento de escepticismo, de nulidad vital, se torna aborrecible, insoportable, y de repente, ser reaccionario es ser ingenuo. Alevosamente, nos vaciamos de nosotros mismos, de esa monótona presencia que nos abarca, y nos soltamos, caemos en un lecho sedoso, en una almohada de plumas. Divina ensoñación que responde a los procesos cíclicos de la consciencia, necesaria amnesia de las energías desgastadas por el transcurrir sobre los mismos días.

Esta dosis del poder recomenzar, la tengo bien fiscalizada. Trato de administrármela de manera lo más económica posible. Para ello cuento con símbologemas, por decirlo de alguna manera, que me encarrilan al riel de una dinámica feliz. He conocido algunos momentos –pocos a decir verdad-, en las que he podido abrir la brecha de esa selva desértica que es el yo, y he experimentado la sonrisa de un cosmos nuevo. ¿Cómo pasa eso?, ¿qué chispa desencadena un proceso anímico novedoso?, ¿qué musa nos toca, qué brisa nos abre, nos incita a estrellarnos contra la roca de nuevo? Es un misterio, es, quizás, profundamente sexual, silente. Pero les he puesto caretas, aunque no sepa de qué se tratan: el rostro de una mujer o de un niño, de un anciano, de una bahía italiana, o del azul de la Riviera Maya. Hay un árbol también, una copa de vino, un ademán que se inclina ante un menesteroso. No hay compasión en esto último, hay que aclararlo, lo que hay es una identificación (empatía diría Scheller), con la copa de la cual también se bebe hiel: el de la vida. Solidaridad es vernos así, como parte del mismo infierno. No tengo nada contra los seres humanos, hacen lo que pueden para ser felices. Son tontos, desgraciados, de sentimientos bajos la gran mayoría de ellos. Pero es la única compañía que tengo, y mucho de lo que ellos tienen lo comparto en mis venas, en mi espíritu.

Lo que más aborrezco de mí es la intención malsana por sobresalir, por imponer mis criterios de verdad. Cuando me sobreviene el “sentimiento de bondad” del que os hablo, me percato de la terrible vanidad que representa creerme mejor que los demás, así, termino por negar cualquier forma de elevación personal. Pero ese sentimiento me dice que no tengo porque avergonzarme de ello; como si me incitara a sentirme contento conmigo mismo. Hay una parte de mí que no lo tolera, que le repugna esa sensación, y por ello acaba pronto el viaje hacia la posibilidad de “ser bueno”. No me siento satisfecho bajo el cobijo de ninguna moral. Y no tiene nada que ver con la exigencia de altura. Más bien se trata de una falta del orgullo: me molesta que alguien me tome el pelo, haciéndome creer en algo que no es más que nada. La bondad es el paraíso de los plebeyos.

(…)

Particularmente me pasa cuando escucho Jazz: a veces, empeñarse en ver un estilo donde solo hay muletillas, no es más que un acto de necedad miserable.

(…)

Mejor que sentirse santo o bueno, sentirse bello…única forma válida de conducta humana. Imposible, dicho sea de paso.
SIMON WEIL

Se ha escrito tan mal de Simon Weil, que me resulta una tentación imposible de librar, el hecho de hacerle justicia escribiendo sobre ella de la manera que se debiera. Todos la elogian y muchos la alaban, casi todos escriben sobre ella, pero me temo que no la entienden realmente. So pretexto de socialismo o de religiosidad renovada, se ha hecho de ella un lugar común a la hora de barajar argumentos nuevos a favor del teísmo; o del marxismo. No: la vena de Weil hay que buscarla en otro lugar, en una lectura de sus experiencias y no tanto de su obra teórica, la cual, a decir verdad, deja mucho que desear. Como santa que era, sus reflexiones propias sobre la experiencia de la iluminación o de la ascética del sufrimiento, no nos van a aportar más que lo que aportaría el criptograma de un charlatán que nos promete la verdad esotérica más elevada: todo lo sentido en visiones, en visiones se queda, y la anulación y nulidad del ser puro no puede ser más que una verdad vacía, repleta de luz silenciosa que nada nos dice. Con la teoría weiliana de la gravedad y la gracia, lo natural y sobrenatural de la existencia humana, pasa como lo que pasaba con el eterno retorno nietzscheano: como éste sabía que su fórmula metafísica no era más que una simpleza de lo más irrisoria, siempre que había de hablar de ella con sus amistades, lo hacía en tono de sibilino susurro para imprimirle el misterio que por sí misma la idea no poseía. Huérfana de estrella, la idea de la gracia no dista de ser una reformulación de lo que siempre ha sido la soteriología cristiana.

En lo particular me resultan mil veces más relevantes su correspondencia y sus textos cortos que sus tratados sociales o religiosos.

Basta con leer su obra “capital”: conceptos físicos y metafísicos a propósito del bien o del mal, de la presencia sobrenatural o las acciones positivas del hombre en el plano humano, y toda la serie de conceptos seudo filosóficos, para percatarnos del gran error que es entenderla por medio de ese ámbito. Toda esa jerga causa mareos, cuando el efecto que supuestamente debió de ofrecernos era la trascendencia sobre abismos de luz…

Espero tener que ser menos crítico con ella a la próxima vez que hable de su obra; por el momento, baste y sobre decir que es gracias a ella que he comprendido, a través de una nueva luz, mi experiencia pasada con el cristianismo. Todo el sentimiento de amor y ternura, de pérdida total en un mundo nacido del fango, sin posibilidad de redención, la imposibilidad de toda forma de religión, el amor malogrado, el desgarro de toda la inocencia humana por inventarse a un Dios, la música que se entona a Él y que vuelve vacía, las verdades evangélicas desprovistas de gracia, de virtud, de talento; todo cuanto se pueda decir de un mundo moribundo que se esfuerza en conseguir la salvación, en elevar una plegaria o de tratar de ser “bueno”, cobran un significado especial cuando se analiza la infinitud que trasciende el plano racional para reconocer, no como un necio escéptico demasiado enaltecido de sí mismo, burlón de la inocencia y ensuciador de cualquier forma de integridad, sino como un niño que recién ha regresado a la impresión primera de la realidad, todo el cariz absoluto de un amor como el cristiano.

Estar en el sentimiento de Simon Weil es estar en la aceptación de que era ideal que nuestro corazón, atribulado y perseguido, confundido y contradictorio, impertinente y apasionado, fuese llamado desde una voz cálida, y que los brazos de una infinitud inaccesible nos tomará en su regazo. Estar con la “Santa roja”, era empezar a vislumbrar la infinita escoria de la que está constituido nuestro ser, la fatalidad aciaga que domina cada rincón de nuestra vida, descubriendo que la idea de libertad no es más que una químera que nos hemos inventado para alimento de nuestro orgullo, que no somos más que seres vanos encerrados en una verdad reconfortante, en una aniquilación en donde solamente nuestras putrefactas fuerzas quedan indemnes. Con Weil ahora hay la oportunidad de decir que el cristianismo no proviene del resentimiento, sino de un sentimiento emocional más alto en tanto más bajo: en efecto, puede existir la “moral del señor”, el Übermensch nietzscheano puede ser verdadero, pero el grueso, la gente simple, la humanidad anónima y masificada no nació para tamaña aspiración: el hombre por sí, sin Idea que le haga violencia, es un ser mísero, caído y sin redención.

El Dios cristiano de Simon Weil ama, pura y llanamente, con total indiferencia de las leyes físicas, de las relaciones necesarias, de los causas-efectos aristotélicos, más bien, lo que hace, lo hace como ejercicio de un amor en sí mismo válido. Así, la salvación o el porvenir de un mundo mejor, es cosa de niños. La supremacía del éxtasis se plantea a través de la relevancia del momento en que vislumbramos el rostro de Dios. Después de acontecido ese “momento”, agujero negro en donde hemos accedido al cielo, a la eternidad, todo lo que viene después, es pura fantasía, una pura contingencia, un residuo de vida. El hombre, una vez abierta esa ventana en su psicología, no podrá conocer otra forma de existencia que la que no aspire a esas alturas: es como una droga que no acepta sucedáneos, un amor único que no sucede dos veces. Este momento supremo, es el sacrificio expiatorio de Cristo. Se llega hasta ese momento, atravesando capas psíquicas densas, repletas de símbolos caóticos que creíamos nos decían algo y ahora nos recuerdan lo que siempre hemos sabido: necesitábamos y necesitaremos ser salvados. Pero esta necesidad, ausente en un mundo autosuficiente, no se abre paso si no es en el cotejo con la estatura gigante del Dios que se despoja de sí mismo para ser como todo lo aborrecible, es decir, como todo lo creado. Un Dios ineficaz, tonto, tendría que haber creado el mundo ya que en él lo bueno o lo malo no son más que figuras psíquicas de fijación temporal. Lo que es pasado o futuro, recuerdo o expectativa, en el plano moral es pecado y redención. Pero no se trata más que de atavismos psíquicos. La verdad luminaria de Weil nos sugiere que no se llega hasta la potencia de esas formas sino es asumiendo el papel que la propia psiquis juega, sin que ello sea prueba de su falsedad, pues, propiamente, es el único medio que tiene el hombre para acceder a una verdad mucho más simbólica que la vista.

Lo anterior lo ilustraré con un ejemplo: cuando estamos a punto de derramar las lágrimas por un hijo que ahora se encuentra ausente, que ha partido a la guerra, y que se encuentra -seguramente, pues no lo sabemos a ciencia cierta- sumido en la peor de las pesadillas, basta para que dejemos de llorar, con que refrenemos la imaginación de la que hemos echado mano para añorar la existencia de un ser. Esta forma de percatarnos del juego psíquico que ponen en marcha los sentimientos “más irracionales”, nos empuja a la solución “racional” de que no estamos llorando más que por puros juegos de la imaginación: en realidad no sabemos qué le pasa a nuestro hijo… puede que en este momento que lo estoy extrañando él este durmiendo placidamente en su casa de campaña o jugando poker con sus compañeros. Lo anterior es falso, y se advierte fácilmente porqué: se confunde la materialidad del acto imaginado con su posibilidad de cumplimiento. Puede que lo que nos imaginemos no sea tal y como le vemos, pero eso no quita que efectivamente algo similar este ocurriendo. Esto, para ser directos, es un replanteamiento de la analogía por atribución tomista, pero tiene la virtud, a diferencia de la tesis del aquinate, que no se trata de un proceso intelectual sino exclusivamente de los sentimientos. Si se observa con detenimiento, la imaginación trágica es la única con la que se cuenta para compensar la imposibilidad de penetración física de los dolores ajenos. De ahí que tengamos que “ponernos en los zapatos de los otros”. Así, el “cristianismo”, como “malentendido” (Nietzsche), tenía que ser eso pues no es más que una interpretación corrompida de la visión pura y límpida de la dispensación divina que se da a través de la figura de un Mesías redentor. Recordemos lo que decía Barth: la Biblia no es más que el registro de la verdadera revelación, pues la revelación auténtica fue Jesucristo. La expresión más honda del sentir cristiano, no está en la doctrina cristiana, sino en una elevación espiritual más allá de los textos y liturgias, de los credos y manifestaciones humanas.

En fin ese es otro tema. Por lo pronto, para terminar este apartado que he abierto de Weil, baste con decir que la sensibilidad weiliana, da al traste con muchas de mis inquietudes personales con el cristianismo. Cierto que crea una especie de “ultra cristianismo”, pero aún este replanteamiento no hubiese sido posible sino es a través de su ingenio y de la riqueza misma del cristianismo.
Sentimiento inédito: He rozado este fin de semana la frontera de la locura. No es la depresión acostumbrada, ni la abulia convencional, en este caso es un vaciamiento crepuscular insólito. Lo geométrico y la internalización de una voz que sé que es mía pero que aún no termino de captar como tal, la recolección de elementos físicos que me recuerdan el paso del tiempo (idea de vestigio), el blanco simétrico, la realización de una labor en pasos excesivamente lentos, el reconocimiento de mi rostro en el espejo, la falta de fatiga ante un sueño excesivo. He visto la insinuación de la muerte en ese letargo dominical, y me ha parecido una experiencia maravillosa.

Hay un poco de sugestión en ello: me reconozco en casi todos los síntomas de la esquizofrenia que relata Minkowsky en su libro del mismo nombre. Mejor que morir, morir loco, sin duda.

No le debo nada al afán de existir: también me ha hecho la vida miserable. Le he desdeñado, cierto, le he estigmatizado con el mote de lo estúpido, de lo irreal, pero lo he hecho como cualquier otro lo haría ante aquello que lo niega. La incomprensión siempre es la energía más voluble que hay, y adopta uno y mil rostros, ora es odio, ora infidelidad, ora ridiculización. ¿Qué le cuesta al tiempo reconocer que somos geniales, que tenemos un alma “eterna”? Aunque sea encarnado en alguna persona, objeto o acto, el desdén, es la única forma de sentirse a tono con el medio ambiente.

¿Me siento culpable? En cierta forma sí. Aún no sé porqué pues ni siquiera es ficticio: no es para sentirme libre después. Redimido, salvo, perdonado. Pero recuerdo que todo cuanto se me hacía de miserable no lograba colmar mi “justificación” por sentirme tan escrupuloso de la podredumbre del alma de quien se ensañaba conmigo. Sentía que cada acto en que me sentía mal por su miseria, era una justificación para mi desdén e insulto. Pero no era suficiente. Era como si comprendiese que solamente sintiéndose miserables, ciertas personas podían sentirse “normales”. Por esto último quiero decir “humano existente”. De alguna manera era efectivo porque me hacía sentir mal. Doblemente mal: mal en cuanto a la situación de la que se me exigía responsabilidad, y mal por el distanciamiento de dicha problemática. Imposible era lograr sentirme aludido, “parte” de una situación racionalmente fuera del control humano: la vida misma. Parece contradictorio, pero no lo es. Es como si el principio del mal, o mejor, de la culpa, siempre tuviese el don de la ubicuidad: en donde se exige y en donde renuncias a la legitimidad de esa exigencia.

Este distanciamiento, esta ajeneidad del problema, es una cualidad del principio de la esquizoidía, en donde lo primero que se desatan son los vínculos emocionales, para luego saltarnos a una ética personal en donde no tienen cabida las exigencias de los demás, del tiempo y de las responsabilidades históricas. Poco a poco uno va entrando en el reino del sí mismo, y hasta éste último empieza a ser llamado como algo distinto a lo “uno”. Multitud de voces parecen dominarnos y, de repente, nos vemos emancipados, escindidos de una forma de integración común. El “yo”, deja de existir como referencia y empieza a ser referenciado… ¿A qué? A un limbo supramundano.

Otro de los elementos es la espacialización de los momentos. No hay posibilidad en el reino del absoluto, por tanto, todo está presente o está ausente. Las ideas de pasado o de futuro se tornan en categorías ilusorias propias de los agitados por la estupidez insana de transcurrir. El movimiento es negado, y solamente sobreviven las cosas que permanecen: los objetos inanimados, lo mineral, o todo aquello que dura y hace resistencia a la percepción del tiempo, se vuelven las únicas referencias obligatorias de un proceso de racionalización cada vez más frío y distante. Las ideas y las estructuras racionales son las que dominan la mente, en una abstracción congelante que nos separa de toda forma de vida, de mutación, de contradicción y zozobra. Por esta misma razón el “yo” se desintegra en millones de átomos pues el mismo esquizoide se concibe como un transcurrir mediocrizante, fugaz e insignificante, que no está apto para la “Idea”, o el proceso espiritual que nos exige la separación radical del mundo.

Una vez anulado el tiempo e introducidos a ese alelamiento permanente, cobra una importancia grandilocuente el espacio: todo se extiende, se abarca, adquiere un lugar: el alma, el pensamiento, y los objetos más comunes respecto al cuerpo, empiezan a tener una relación. Es común asociar el alma al cerebro, o los sentimientos al sistema nervioso. Se corporeiza cualquier manifestación impalpable de lo humano, y el materialismo se torna crudo y definitivo. Las pulsaciones más elementales fallan, principalmente la sexual, la del hambre o de necesidades más complejas como el bañarse, el salir de casa, etc. La socialización se rompe en virtud de que todo lo humano reporta perdidas inconmensurables para con lo definitivo.

La muerte se vuelve lo más atractivo del mundo pues solamente ella expresa la realidad definitiva de lo viviente, mientras que cualquier forma de esperanza o entusiasmo basado en la vida, es vulgar y tonto por evidentemente fugaz. “¿Cómo el hombre puede poner su razón de ser en bases tan endebles, en columnas tan frágiles?” parece decirnos la voz que gobierna en nuestro interior. Lo diálogos, cada vez más de tono bélico nos apuntan a huir de sitios confeccionados para el transcurrir, o todo aquello que signifique tiempo o devenir.

Los procesos de culpa y redención, como ya se ha dicho antes, son los que pierden sobremanera en la aparición de la enfermedad: dado que se rompen las estabilidades de la memoria y de la expectativa, para el esquizoide no reporta interés alguno el ser responsable de algo o ver en ello la necesidad de ser redimido. Su vida se concentra en un punto inextenso en donde no hay edén ni Apocalipsis, crimen ni castigo. Se torna un ser desprovisto del carácter esencial por el cual quisiéramos hacer lo que fuese: no tenemos nada porque hacer las cosas. Esta a-historicidad del sujeto, lo aliena de sí mismo: el yo, al estar compuesto de todas las tramas, de relaciones y condiciones factorizantes con el medio, no se vuelve más que un ser “para dentro”, una cáscara de lo humano, sin evidencia para sí mismo de que forma parte de un género y una especie de seres que no pueden vivir de sí mismos. La riqueza interior psíquica de un individuo, por mayor que sea, debe salvaguardarse de sí al grado de que parta a un sitio ajeno, contrario, para reinventar su posición ante los demás hombres. Así como el hombre “normal” se ha impuesto la dieta de salir continuamente de sí y regresar hacía sí para protegerse de los males propios de lo social, así el hombre “normal” debe salir hacia el exterior para no ser víctima de sí mismo. Este es un proceso cultural que, de no darse con cierta desenvoltura en el plano psíquico, terminará por colapsar el quicio de nuestra identidad, cayendo poco a poco en la negación de que es victima el esquizoide.

Nótese en lo anterior que no niego el carácter psíquico de la locura, pero tampoco el social. De hecho es un proceso común a ambos aspectos de lo humano.

Todavía más interesante me resulta observar (porque definitivamente aún no soy un esquizofrénico), que la esquizofrenia y, por ejemplo, la maniaco depresión, son principios de conducción psíquica de todos los individuos. Posteriormente pueden ser desarrolladas las notas por las cuales las almas se definen como interiores o exteriores. Los filósofos, definitivamente poseen mayor parentesco con los esquizoides, mientras que los artistas, aún se vinculan vitalmente con el medio.
Sobre la imposibilidad de hilvanar pensamientos libres

Llevamos la mayor parte del tiempo una canción en nuestros pasos. La olvidamos, de repente, pero luego, en un silencio del pensamiento, emerge hasta un punto más avanzado. Si se pudiera cronometrar el momento en el que sale a flote de nuevo, seguro estoy que cumpliría exactamente con el tiempo que, en la realidad, media de momento a momento de la melodía original. La inconsciencia, evidentemente, tiene esta inercia biológica (le llamo así a falta de un mejor nombre), pero parece ser que la misma consciencia no queda fuera de esta determinación. Es como si las neuronas avanzaran sin necesidad de la voluntad, como si el pensamiento fuera algo automático. Es común concebir al pensamiento como algo que está bajo nuestro control, pero no es así. Tal y como los afectos nos dominan, el cerebro hace lo suyo. Una serie de prejuicios, estimaciones, predisposiciones en forma de conceptos, imágenes y, sobre todo, de estructuras, determinan el fluir de nuestra reflexión. Aún más: ya ni siquiera el pensamiento como flujo, que podemos decir que se trata de algo más avanzado, sino algo más elemental: la misma consciencia, la apertura de los ojos, el status quo de lo que se tiene enfrente. Estar despiertos es cosa de las funciones biológicas, y el estado de alerta intelectual, también.

Los letargos, los pensamientos “involuntarios”, provienen, más que de un desaliño en el intelecto, de un dejar que el pensamiento siga su curso. Si no lo frenaran nuestros prejuicios ¿hasta dónde llegarían?, y eso incluye al letargo. Pareciera que la labor del verdadero pensador es hacer que fluyan en sí los pensamientos, quitar trabas, deshacer diques, hacer que el pensamiento se expanda como en un sueño crecen libres las formas hasta el desconocimiento, hasta la desproporción de símbolos o imágenes, flora y fauna con la que se sirven los alimentos gourmet del psicoanálisis, extraños seres que no guardan una relación “lógica” con los intereses de nuestra consciencia.

En el sueño, parece ser, se manifiestan sin trabas las proporciones de los pensamientos verdaderos, si se les puede aún llamar así pues, propiamente, constituyen vivencias previas a simbología alguna entendible. El pensamiento, habría que definirlo de una vez, solamente es el que se desarrolla a nivel de la vigilia y nunca en los momentos previos o posteriores a él. También hay que agregar que el pensamiento forma parte del área del psiquismo y, si se ha entendido que lo ubico en su relación mediata con la biología como una relación inmediata, es porque hago énfasis de su naturaleza causal, por completo inserta en el devenir de las cosas, fatales, necesarias.

Sin embargo, existe una frontera que media entre la vigilia y el sueño en donde el pensamiento adquiere determinadas características. Para los que hemos tenido la vivencia de encontrarnos leyendo un libro cuyas ideas frondosas consumen gran parte de nuestra atención y razonamiento, y de manera repentina nos hemos quedado dormidos, podemos apreciar en tal experiencia las siguientes determinaciones del pensamiento: a) la velocidad de digestión o asimilación de la idea expuesta en el libro adquiere una velocidad sorprendente, b) se adopta de manera convincente la jerga utilizada por el escritor recién leído en la expresión de la idea desarrollada, c) emergen diversas connotaciones que, estamos seguros, en la vigilia no hubiesen podido ser articuladas, d) el desarrollo final, si es que existe, del discurso de expresión de la idea, se pierde en la neblina de la amnesia, instantes antes de despertar de nuevo. Es en este último momento cuando hay que tomar papel y lápiz y apuntar la conclusión “pensada”, pues sin duda, significará un avance que en el plano de la lucidez no hubiese sido posible formular.

Una experiencia similar pero mucho más torpe, son los pensamientos formulados bajo el influjo de una droga. En mi caso, y aquí con toda vergüenza lo confieso, solamente he tenido acceso al alcohol, por lo que me limitaré a esta vivencia. Casi, se puede decir que se repiten las características que se dan en la región liminar del R.E.M, salvo, desde luego, la adopción del lenguaje del interlocutor y el asunto de la connotación a otros planos: el alcohol estupidiza, para ser concluyentes, y solamente podemos ser más graciosos o más creativos en ciertos grados, pero nunca más “inteligentes”. Sin embargo, esencialmente el pensamiento se torna pesado aunque la consciencia temporal de su desarrollo sea rápida. Velocidad de desarrollo y liviandad de la idea no son términos precisamente concordantes, ya que, por decirlo de alguna manera, uno de nuestros deseos fervientes cuando estamos ebrios, es el de dejar de pensar. La embriaguez es un solaz a toda forma de asunción de la angustia del devenir, incluyendo la del pensamiento. Se es más “valiente” con el alcohol porque nos alejamos de la realidad. Sin duda, sí existen grados de penetración de lo que nos circunda, he aquí el caso superficial de la consciencia afectada por una droga.

La razón por la cual se baja a las profundidades del inconsciente a través del quedarse dormido, mientras aún experimentamos una forma de inteligencia, es porque nuestras facultades cognoscitivas se mantienen indemnes, mientras que en los estados emotivos alterados, no.

Ahora bien, quisiera regresar sobre el fatalismo del pensamiento, es decir, tratar de comprender la tesis de que la asociación libre de ideas es una hipótesis sin sentido.

Se afirma que el fluido de los pensamientos está gobernado por determinaciones que forman parte del reino de la causalidad. La base primordial de esta idea la da el materialismo, el naturalismo, y las ciencias positivas, principalmente las opiniones positivistas que se encuentran bajo el influjo de Kant. Quienes abogan por un principio de libertad o de presencia de un factor azaroso, tildan de reduccionista la visión de los anteriores dado que no existe parámetro para poder establecer la existencia de relaciones necesarias en todo el orbe de lo físico (baste para ello recordar las objeciones hechas por Hume y Wittgenstein al principio de la causalidad). Por el contrario, los que niegan tal elemento de arbitrariedad, esgrimen el argumento de que en el fondo lo que subyace es una obstinada tendencia hacia la vanidad humana: es más honroso percibirnos libres que optar por un destino absoluto. Una vez más, los que abogan por el carácter de lo libre, argumentan que puede ser así, pero en todo caso es más conveniente creerse libre, aunque de plano no se sea libre que al hecho de creerse esclavo, aunque tampoco se sea, pues la posibilidad de funcionamiento de un orden moral, religioso, en suma, cultural, sería insostenible. En efecto: ¿qué sentido tiene que el fatalista trate de convencer, por ejemplo, a quien cree en la libertad de que ésta es una químera, cuando éste está de antemano destinado a creer en que es libre? En el fondo, ambas hipótesis son imposibles de demostrar y multitud de filósofos y científicos han tratado de verificarlas, sin éxito alguno de comprobación. Creemos que tal determinación no es posible efectuarla porque pertenece al ámbito moral y no al físico o metafísico. Sabemos que lo moral es una mera construcción que se planta en el plano social y político. Creemos, que la moral no puede pertenecer al ámbito interior porque lo que acontece en el plano interior, en realidad, en su totalidad de manifestaciones, es incognoscible. Ahora bien, esa construcción posee elementos de juego, de espacios libres, ranuras éticas donde definir el detalle de nuestra existencia. Pero son mínimos.

En efecto, el principio de la fatalidad sostiene que sí existen los atributos en nuestra persona de libertad, pero que son tan irrelevantes los campos en los que es posible ejercitarla que se queda en nada. Esta observación revela otra cosa a saber: el concepto posible del término “libertad”. Tal y como en su momento hizo Spinoza, según se perciba a ésta podemos señalar si se es libre o no se es. Por ejemplo, es totalmente demostrable que el día de hoy yo “escogí” tal abrigo y no otro porque yo así lo quise. A esto, un fatalista replicaría que, en efecto, pero que en uno no está la condición de escoger “si he de ponerme un abrigo o no” pues esta mañana hizo mucho frío, y eso no es posible escogerlo. Sin embargo, si puedo elegir cambiar de lugar de residencia y viajar a un sitio más tropical, etc. La libertad es un termino relativo, situacional, como diría Marcel, en determinados casos (de ahí que todo fatalista no sea más que un furibundo defensor de la libertad, en realidad). Pero este plano de actuación de la libertad, finalmente, replicaría el fatalista que es irrelevante, puesto que se pueden hacer miles de cosas y nunca realmente sabríamos el trasfondo de la “decisión”, por ello su elemento natural de argumentación del fatalista es en el terreno de las motivaciones de la decisión. Si lo que se quiere es demostrar que escogemos libremente, habría qué preguntarse si tenemos abierta la posibilidad de saber qué es lo que estamos escogiendo, para estar en aptitud de responder si realmente somos libres.

A esto, salta a la mente el papel importante que tiene el conocimiento: ¿la verdad te hace libre? Si un camino se bifurca, y yo no sé el destino que me depara cada sendero, ¿puedo escoger libremente mi ruta de viaje? Sin duda, no; todo lo que me acontezca más adelante, no será por una causa atribuida a mi “decisión”. Cuando se dice que la vida “nos empuja” a encarar situaciones es porque se está justificando toda actuación, para bien o para mal. Cuando se dice que “escogí ponerme este suéter”, se debe preguntar ¿hasta dónde sabías de ese suéter?, ¿realmente fuiste tú o las condiciones climáticas?, ¿cómo no saber si se mezclaron en tu decisión elementos inconscientes, ignotos, mismos que no pudiste sopesar sino que, por el contrario, te dominaban y terminaste haciendo una “elección” a favor de tales ignorancias? El fatalista diría que fue el suéter el que escogió al sujeto y no al revés: quizás la prenda de vestir tiene una liga sentimental con una etapa de su vida que ya olvidó por autodefensa emocional, quizás una parte de él recuerda que abriga mejor, una intuición sensitiva del sentido del buen gusto le induce verlo como la mejor opción para que combine con su ropa puesta, así, de poco en poco hasta emerger a niveles más conscientes: la otra opción está un poco más arrugada, está un poco más perjudida, realmente le queda un poco holgada, etc. Así, podemos afirmar que en todo nuestro guardarropa hay ropa que de primera vista es para vestirse, aunque siempre nos terminemos poniendo la misma ropa. Puede ser sorprendente revisar el guardarropa de la gente que viste siempre las mismas prendas: repletas de otras mudas, pero sin que nunca sean escogidas para ser usadas aunque, de primera mano, no sepa su dueño porqué razón pasa eso. Por ello, es totalmente comprensible cuando algunas mujeres exclaman ante un guardarropa repleto “no tengo nada que ponerme”: de alguna manera deben tener razón.

El itinerario del conocimiento se planta sin voluntad: cada vez que miramos, aprendemos. Incluso cerrados los ojos, tapados los oídos, el tacto, la nariz, clausurados todos nuestros sentidos, seguimos experimentando el suceso, la sensación de no percibir: conocemos qué es estar en esa condición. La condición de vivir es la del conocimiento, aunque éste pueda tener diversos grados de profundidad, trascendencia o extensión. Así, en cierta medida, no es controlable el alcance que podamos tener respecto a ciertos temas. Habrá quienes no puedan pasar de las nociones básicas de la geometría y les resulte por completo imposible penetrar al cálculo diferencial e integral. Definitivamente muchos de los temas habitualmente manejados por los filósofos, no son los mismos utilizados por los profesores de filosofía, aunque estos últimos piensen que creen saber de qué hablaron los anteriores. Peor aún, hay personas incapaces de tener pensamientos propios, pues la más de las veces los pensamientos que manejan no son más que muletillas aprendidas de otros. Estos límites personales de la inteligencia suponen como consecuencia la posibilidad de ser “más libre”, o, por el contrario, planta la imposibilidad de dejar de ser como se es. Quien no puede conocer más allá de su plano práctico inmediato, difícilmente podrá traspasar su límite vital, pues los planos inmediatos circunscriben a los propios pensamientos en un ámbito cerrado, creando así un círculo vicioso, en tanto la inteligencia vive de la ejecución de sus propias determinaciones. En este sentido, multitud de labores, tanto en la vida antigua como moderna, representan un embrutecimiento, una merma en la sutileza del espíritu. Es cuando, al no poder de dejar de conocer, estamos condenados a repetir una y otra vez el mismo conocimiento: topamos con la nulidad de lo conocido, el hundimiento de su perspectiva vital: es un colapso de donde se enfrentan el ímpetu por conocer y la imposibilidad de conocer algo distinto.

Los momentos en la madurez del hombre, varían de sujeto en sujeto, dado que, si bien en unos la capacidad de aprendizaje es rápida, en otros, es lento. Puede pasar mucho tiempo para que un sujeto capte el sentido de una experiencia, mientras que a otro le ha bastado con una sola vez. En realidad, esto es un proceso creativo: el sentido de algo ocurrido, vacío en sí mismo, nulo, no adquiere sentido sino es con respecto a la capacidad del sujeto de contextualizar lo ocurrido en un sentido propio, esto es, en una directriz total e inequívoca con la que el individuo nace. Dicho de otra manera, ninguna idea merece más atención que la que nos es útil, resultándonos, por tanto, indiferente las que no revisten interés en nuestro desarrollo personal. Esta “intencionalidad” del conocimiento, que ya ha sido expuesta antes en otros lugares, suponen la existencia de una inteligencia subyacente a la normalmente percibida: conocer es vital y funge un papel no libre al momento en que se da como fenómeno.

De esta manera, no existe conocimiento puro, objetivo, desarraigado de las bases del ser.

Toda forma de apreciación se hace mediando entraña y tendencia biológica hacia determinado objeto. Esta forma de conocimiento ha tenido diversos nombres a lo largo de la carrera clandestina y oficial de la epistemología, pero podemos definirla como una intuición hacia los objetos, en el grado de atracción o fascinación irracional que ejercen sobre nosotros. Así las cosas, es claro que la forma de nuestro conocimiento, la “libertad” de pensar, surgirá en la medida en la que evitemos ponerle trabas a ese fluir natural que es la intuición, despejando el camino, conduciéndonos según nuestro interés propio o tendencia natural. Esto es complicado pues el mérito de un investigador estriba en exponer esta sutileza psicológica: identificar cuando se quiere algo distinto del interés y abismarse a su posible negación, es decir, ser capaz de pensar doblemente, en dialogo, siempre identificando de qué interlocutor se trata. Los fines se supeditan a los medios, y así, si lo que se quiere es mostrar moral o realidad, podemos invertir los resultados o métodos de conocimiento.
El último hombre

Visión ulterior, perfilar la identidad a la esquina, en una vuelta asomar la nariz al otro lado. Persistir en la memoria expectante, en ese sueño que regresa, itinerario inverso en donde mi “yo” y el “mí” era todo lo alado que se puede llegar a ser. Sí: alguna vez saboree ese sabor frugal, ese aroma de frutos silvestres, y nos arremolinamos sobre un campo de manzanillas, tirados, echados como se echan redes al mar, al río, para cazar peces gordos, que vienen del frío hasta el fuego de la sartén. Así, centro y fin del universo, las nubes me mostraban sus parpados, sus aires, abrían nuevos azules y soles. Se descomponía el verbo, la idea, en un montón de versos inútiles y muy útiles para el juego, el ocio, la recreación. Había un árbol, grande, fuerte, arraigado a una piedra infinita. Su corteza, casi mineral, tenía mil años de existencia. Por sus raíces escurrían mundos diminutos, cochinillas solares, gusanos inteligentes. Tenía inscripciones que así mismo se había hecho, simbología astral, biológica, de sangre de clorofila. De ahí bajó la primera manada humana, aún pestilente, aún casi simia. Pero en sus ojos ya había la tristeza del gorila, la aptitud del chimpancé, las alas de la noche. Yo, echado desde el pasto, desde las florecillas, me limité a respirar su humedad, su moho, su musgo, sus hongos. Me embebí en el recuerdo de lo vegetal, y plací reconfortado al compás de su latido salvaje, forestal.

Me imaginé, (¡oh palabra maravillosa, colosal heredad de la infancia!), en ese camposanto invernal, el carácter de mi paternidad. Era todo un carácter: alejado de mí, de mi temperamento decadente. Era Una la reinvención de lo masculino y noble, demente, audaz, seductor, irradiante. Si veía y olfateaba algo de su gusto, le sonreía. Carisma que fomenta uno de mis demonios litúrgicos. Éste, grafitero de mis escritos, que con pies de patineta ha recorrido mil paisajes de adolescentes ebrias de amarme…agujero negro soy: sólo un “yo” puede amarlas hasta devorarles su solar luz, su explosión atómica mil veces repetida.

Vi cómo vestía, cómo hablaba, cómo se comportaba, su atlético cuerpo delgado, sanguíneo, grácil y un poco ridículo. Su pelo largo y visiblemente cuidado, su colorido tatuaje, sus aretes en las orejas. Daba un poco de miedo, pero si lo mirabas bien, era en realidad atractivo, llamaba demasiado la atención, y no por su extravagancia, sino por su enigma. Era el compañero ideal del mundo, el ejemplo de lo que debió llegar a ser la humanidad, mucho antes de que Sócrates inventara la virtud y le dejara abierta la puerta a un cristianismo deforme, de cabeza de Gorgona. No, él era antes de la explicación y de la moral, un puro arte colosal de expandirse, de desearse y hallar en sí el gozo del misterio. Esta inmanencia de lo religioso, la vivía sin ese epíteto, había una dimensión sagrada que ascendía como puro olor a incienso, a mirras, en una continua ebullición de signos sin nombre, desde una noche oscura que procuraba la frialdad del intelecto, a la vez que fomentaba el fuego de la biología. Vivía en un equilibrio de trapecista, en un vuelo de abismo, en una totalidad donde lo monstruoso era el pan de cada día, entre ángeles y demonios, entre la destrucción y la vida: cuerda floja sujeta a las columnas del vacío.

Su punto de partida fue el conocimiento, es decir, la nada. Vivió su muerte antes que su vida, y eso le procuró mil ventajas terrestres. Nació sabio, sólo hubo que reinventar las máscaras que le habitaban de esos rostros demasiado bellos para poder ser vistos. Se veía en cada uno como a su igual, ellos eran él, y los amaba tal y como ellos lo amaban a él, sin egoísmos ni intereses. De tal forma que descubrió que lo único que tenía frente así era a sí mismo: la realidad era una red que devolvía imágenes, sueños, fantasmas. Como se amaba en gran medida, es decir, el amor lo inundaba a todo él, veía en los planetas que gravitaban sobre su interés, la más pura nobleza, la hermosura más honrada y extática. Todo conocer es proyección, quizás, por decirlo de algún modo, y en él esta realidad colapsó sus adentros saliendo de sí y empezando a existir.

Cuando empezó a existir, es decir, a estar entre los hombres, en su río, víbora inmensa que se arrastra, fue inevitable no poder dejar de verle: venía entre olvidos, entre perdones, entre belleza, entre aromas multiformes, y tuvo que ser amado. Con el tiempo la víbora murió, es decir, el tiempo se detuvo, gracias a la mano de él, y los muchos que ya era, se convirtieron en estrellas, en una agonía infinita, en un titilar lento, en un respiro postrado, como si de una planta-Dios se tratara, de un demiurgo vegetal, un titán jubilado en la cima de la eternidad. El alabastro se rompió y dejó que el penetrante olor del aceite perfumado minará la totalidad de lo todo, la absolutez del absoluto, la gramática del psicótico.

Entonces las sombras emergieron de su sueño, y todo lo creado pereció en una lenta agonía de cisne silvestre, la noche fue la Noche, y el silencio el Silencio, y a una, la voz del hombre, su sinfonía cardiaca, no fue más que un susurro en la multitud de la nada, del vacío irredento de lo demoníaco.
(…)

¿Porqué temerle a ridículo? Consiste ahora una posibilidad de juego adentrarme a mi amor propio y destruirlo, desaparecer en el escarnio de mi mismo, en la neblina de lo socialmente inapropiado.

(…)

Me causa una paz inesperada percibir la tragedia de la existencia como una nada con la que uno puede hacer lo que mejor le venga en gana. Paz de creador, sin duda, de fabulador de misterios “nuevos”.

(…)

Imaginaos la posibilidad de manipular a discreción aquello que tanto placer nos causa. Solamente a un lírico como yo se le puede ocurrir placer en el abandono, y un “no más ya” a todas las fuerzas patéticas que uno mismo ha fomentado. En estos casos es bueno tener bien escrito sus caminos en el interior, señalados los senderos y recovecos ocultos del ser, por decirlo de alguna manera, pues siempre las consecuencias de nuestros juegos regresan a vengarse de nosotros, por lo que hay que estar siempre listos para hacerles frente con indemne corporeidad.

(…)

Mis últimas ocurrencias no tienen parangón. Últimamente me ha dado por confesarme mi amor oculto por las furcias; pero lo peor viene luego, cuando torno ese gustillo en tragedia de Dr. Zhivago. Juego tanto al enamoramiento que, en efecto, me pongo en situaciones difíciles para el sentido común, todo bajo el pretexto de juego dionisiaco. Me doy pena ajena a mi mismo (¿?). La belleza no tiene nada de verdadera.

En realidad no tengo nada que oponerle al pensamiento de que el amor lo es todo y que la cosa amada siempre pasa al segundo plano. Kant Dixit.

Vienes de ti, dejando la comparsa,
Sol alado, me recompones el futuro:
Muchachillo tierno del que todos se tienen que enamorar.
Sobre Nietzsche

Un niño de ocho años caminando con paso marcial sobre una plaza pública bajo una lluvia torrencial. Un adolescente en medio de prostitutas tocando un piano viejo, sumido en el autismo de una improvisación musical. Un joven filólogo sobre una roca en la Alta Engadina, celebrando una idea delirante. Un hombre ya maduro bailando desnudo en su cuarto de alquiler como Shiva, el dios indio, bailarín cósmico. Ese mismo hombre arrojándose al cuello de un caballo maltratado por el cochero, movido por un infinito sentimiento de compasión. Un hombre sumido en el derrumbamiento psíquico de sus mejores días, postrado, sin que podamos decir que posee brillo de vida alguno en los ojos.

Es un tema común celebrar a Nietzsche como un filósofo apasionado que vivió hasta las últimas consecuencias su filosofía. No es para menos, en todo recordatorio, biografía u homenaje, siempre se queda uno corto: generalmente se acentúan elementos de su obra que no forman parte de la exasperante dispersión de la que fue presa su creatividad intelectual. Cada aforismo es rico en contenidos y se pueden entresacar de ellos multitud de obras más. Es imposible escribir un libro sobre el de Röcken sin que se discrimine el todo, sin que se proyecten en él fondos propios, manías ajenas. Se le puede hacer confesar cosas, preconizar otras tantas, en fin, como bien dijo alguien por ahí que ahora no recuerdo, “se le puede usar como pantalla de proyección”. La riqueza de su pensamiento, las relaciones estructurales que planta en la cultura en general, es un método: el fenomenológico, casi psicoanalítico, mismo que hará larga carrera en el siglo veinte, por no decir que casi abre las puertas al estructuralismo por venir.

No era tan brillante como algunos suponen, pues su doctrina ha sido matizada y mejorada en diversos aspectos (los ejemplos claros se dan en Scheller, Bergson, Ortega, en el psicoanálisis y el postestructuralismo). Sin embargo la “onda de choque” que creó su genio, es muy posible que, en efecto, haya divido la historia del pensamiento humano “en dos”.

Cuando se está ante él (ésta creo que es su mayor virtud), se siente uno inevitablemente aludido, agredido incluso. Este señalamiento recorre las fibras más sensibles del ser y reacciona uno como lo haría ante un veneno o ante un elixir: potencia las cualidades de nuestra persona. En mi opinión, en alguien a quien también admiro mucho, está presente este elemento de “voluntad de poder” que exacerba Nietzsche: Cioran. Me resulta del todo evidente que están emparentados por un cordón umbilical fuertísimo. ¿De qué manera es esto así? Supongo que existen estudios al respecto, pero por mi parte se me abre un panorama de reflexión como nunca antes se me había planteado.

Inicialmente se trata de talantes, de corporeidades básicas insertas en la historia y en la geografía que responden a destinos inescrutables. Cioran y Nietzsche coinciden en el hecho de que el hombre no puede huir de su destino crucial, que lo somete a través de los procesos biológicos y psíquicos, de los factores de la salud, de la cultura, de la religión, del arte, de la ciencia, del clima. Así, sin lugar a dudas existen pueblos enteros “degenerados” y “decadentes”. Cioran es un decadente, un “tardío”, alguien rezagado del curso de la historia y por ello mismo, en su desfase, manifiesta la nostalgia infinita de paraíso del que algunas almas adolecen. Pero Cioran no hace violencia contra esta propiedad suya, al contrario, exalta esta debilidad como si se tratara de una virtud, de algo de lo cual enorgullecerse. Es como si le dijera a Nietzsche: “Mira, aquí también tenemos valores que imponer, orgullos que cultivar: ¿no acaso a ello nos has enseñado?”. Sin duda, la voluntad de poder se dio en alta medida en el cristianismo, la actitud de esclavos por excelencia según Nietzsche, el cual impuso sus códigos de valores como resultado de una baja apreciación de la vida, como resultado del feísmo del mundo, de su miseria. Cioran, en cierto modo, esboza un argumento contra la doctrina de Nietzsche aunque, en el fondo, ostensiblemente nietzscheano, que le podría bien servir al cristianismo: Todo el cúmulo de valores de la realidad nos habla de sujetos míseros, esclavos, de bajos instintos que también representan un aspecto de la voluntad de poder, que no temen proclamar que son inútiles para la conquista y para servirse del orden de lo noble, y que por ello incitan a la compasión y a la humillación de su naturaleza terrena. Cioran regresa sobre los pasos del superhombre, desnuda el fondo del cual provienen sus fundamentos (de un fracaso ante la vida surge esta exaltación sesuda de la misma), revierte el método genealogista sobre su inventor, y roe toda posibilidad de trascendencia humana.

Puede resultar complementaria a la crítica Ciorana sobre la visión de Nietzsche, el sentimiento de trascendencia mística que presenta Simon Weil. Por vez primera, aunque ya hay antecedentes en Pascal, una afecta al cristianismo expone de manera cruda, desnuda, intensamente honesta (una exposición de llagas casi cínicas), la condición del creyente en Jesucristo: imprescindible sentirse paria del mundo, abortado de los procesos terrenos de felicidad y gozo, periclitado a una agonía cósmica en donde cualquier forma de salvación no es más que una irrisoria mueca de las invenciones humanas. Toda filosofía y religión se pierden para el desahuciado espiritual en la ceguera de la condición humana, podrida, demente, formada del estercolero de un escándalo que es la vida animal. Famosa es la escena en donde Weil, presa de un abatimiento nihilista, se encontraba en una bahía italiana, contemplando una procesión católica sumida en rezos y plegarias fúnebres. De repente fue penetrada por la sublime verdad de su pertenencia a estos “esclavos miserables del mundo”: su condena, su esclavitud, le pareció, súbitamente y como un relámpago divino, la condición preciosa de una aspiración al perdón y al amor ultramundano. El logro de ser perdonado, no tiene mayor exponente en sus líneas más bellas que en Simon Weil, y expone un itinerario por completo ajeno a la elucubración nietzscheana. Sí y no. Desde luego Weil, como acertadamente expone Cioran, es en sí un espíritu totalitario (aunque eso puede ser tomado como proyección de Cioran, cabe mencionar), una complexión harto genial y excepcional, es decir, ella también podría ser tildada de “superhombre”, pues todo santo, lo sabemos, es un tirano interior, un ejecutante inflexible de los mandatos absolutos de su fe. Sin embargo, a pesar de lo anterior, observamos la misma propensión ciorana: exaltar al grado sumo la mísera condición del caído, del perdido, de lo humano. Para ello era necesario, antes que nada, dejar en claro que el hombre es un ser poca cosa.

Puede ser que, en efecto, el acto reflejo de la arrogancia o vanidad de sí mismo, sea, en realidad, el acto originario, y el reflejo, sea la poca consideración sobre sí mismo, aún ésta se catalogue de “por completo falta de consideración”. Las notas patéticas de ambos entramados, personalidades proyectadas, se dejan sentir en sus notas exorbitantes, pues en el uno, se mueve a compasión charlatana y en el otro, al ridículo extravagante. Ambas composiciones son sublimes bufonadas, penas ajenas hacia arriba o hacia abajo, en realidad. Si se es nietzscheano, por decirlo de algún modo, inevitablemente quedará uno convertido en saltimbanqui, en esa caricatura del Übermensch que es el Zaratustra, y, por el contrario, la lastimosa heredad del ángel caído, sin redención y sin posible escapatoria de su destino de esclavo (porque finalmente, según la famosa fórmula de Lutero, el santo siempre se sentirá así), sólo nos moverá al itinerario del bostezo con su nulidad del tiempo, su esquizoidía metafísica. Esta actitud que describimos, síntesis de ambas posturas radicalmente coherentes, es la perteneciente al “último hombre” del cual nos alertaba Nietzsche que abarrotará los siglos venideros de la postmodernidad.

Sin embargo, ¿tenemos otra opción? Me adelanto demasiado quizás, pero para lo que sirven estos escollos, no hay resolución retardada que valga: de alguna manera intuyo que este “último hombre”, coincide con mi idea de la necesareidad del hombre mediocre. Cioran aboga por los espíritus caídos, los santos, los decadentes supremos que arrebataron a la idea del superhombre su certeza biológica. Nietzsche hizo lo propio por los avasalladores de lo humano, los epilépticos de la historia, despilfarradores de las potencias de la tierra. ¿Qué queda en medio? Una masa anónima, los sujetos comunes, desprovistos de limbos enceguecedores, de éxtasis dionisiacos, de orgías de muerte y santidad. Esta línea media que se traza entre el grueso de lo humano, vale la pena describirla, quizás como lo intentó hacer Joyce, Becket o Kafka, en aras de un acercamiento a una forma más certera de conocer al hombre de carne y hueso.

En este sentido, ya tengo un parámetro, igual que se cuenta con el grado de ebullición y de congelamiento del agua, para ubicar toda literatura posible que realice.

Quería con este escrito hablar de Nietzsche respecto a Cioran y terminé hablando de mí mismo, de mi visión sobre las cosas. Es pertinente decir que eso también es consecuencia de leerles: terminan remitiéndote a ti, y eso vale más que cualquier doctrina de pensamiento pues nos obligan a pensar por nosotros mismos. Sé que es un lugar común, pero no debe dejarse pasar la oportunidad para señalar que la mayor virtud de un buen pensador es no imponerte sus efectos, sino impulsarte a reescribir la totalidad de la intuición transmitida.
No es que sólo sienta que la noche me devora, es que todo está ya oscuro alrededor mío, del hombre, de Dios, de su universo. Peligran los cimientos de este templo. No puedo hablar de cosas triviales ya: ¿cómo hacerlo cuando todo se derrumba? ¿Disertaré sobre el color de las cortinas al momento en que la casa se quema? Y aunque se quemen todas las casas del mundo, sé que eso no es nada comparable con el hecho de que el mundo se está cayendo a pedazos. Imaginaos la angustia del ecologista cada vez que viaja a la antártica. Sin embargo, mil capaz de ozono se pueden derruir, y sigue siendo intrascendente comparado con lo que hoy siento. El infierno abre su boca y nos devora, ya nadie cree en Dios, y aunque hacen bien, puesto que él no posee ninguna forma de vida, de realidad o de presencia, en la vida de carne y hueso, no se hacen bien: aún no están maduros para semejante verdad. Nadie está maduro para eso, ni el hombre más frío del universo, el más indiferente, el muerto en vida más furibundo, o quien sea: todos necesitamos de la trascendencia.

Somos necesidades en llagas…