viernes, 23 de junio de 2017

AL BUEN ENTENDEDOR POCA FILOSOFÍA








Una de las consecuencias funestas de empaparse del pensamiento de Cioran es que se terminan por odiar las explicaciones. ¿Qué acaso él no las da? Si se observa con atención, no. Da por supuesto que lo que tiene en mientes posee posibilidad de expresión y, muy probablemente, posibilidad de comunicación. Esto va de la mano con su repulsión por los escollos lingüísticos y propedéuticas semióticas. Tiene plena confianza en su capacidad lírica -por lo menos así lo aparenta-. ¿Hay otra forma de zanjar el asunto que no sea plantearlo como simple dote expresivo? Nótese el caso Schopenhauer vs. Kant. De éste, evidentemente en posición de desventaja literaria con respecto a aquél, apenas y si es posible entresacar algún deleite en sus lecturas: se esfuerza, evidencia frustración conceptual y como que le viene quedando mejor expresarse en lenguaje matemático. Similar al caso Wittgenstein (de sobra famosa su aversión a Shakespeare) en quien encontramos un patético esfuerzo por darse a entender como auténtico suplicio, Kant cree que existe un deber de hacer coincidir el terreno de las ideas con el de las palabras. Aún no llega al escepticismo moderno del que Schopenhauer ya formaba parte, de que no existe universo con sentido más que el lingüístico. Aquí «sentido» es perteneciente al reino de las abstracciones. Precisamente es Schopenhauer el que le echa en cara a Kant su incapacidad para percatarse de que ese plano es el único en donde es posible categorizar las formas del conocimiento. Antes, en las intuiciones puras, hay una comprensión omniabarcante perteneciente a un reino por completo diferente: el de la voluntad. Pero eso no nos interesa. Interesa denotar la esterilidad lingüística de Kant, su aparatosa forma de expresividad, cuya complexión espiritual no estaba diseñada para captar con toda su plenitud el germen vital que arrastraban las intuiciones puras. Schopenhauer sí lo puede ver: en el fondo se trata de un espíritu creador, voluntad indispuesta a dejarse maniatar por el noúmeno en soberano triunfo de su talante artístico. Kant, por el contrario, y al igual que Wittgenstein, es de naturaleza sumisa, cuyo espíritu tiende a la consecución de estructuras normativas que expliquen los hechos problemáticos. 


Más poeta que científico (aunque en su contrahechura sea imposible emanciparse de ambas tendencias), Nietzsche es el otro ejemplo de espíritu a quien su fuerza lírica llevó más allá del mero enclaustramiento conceptual, desbordando continuamente el continente de lo filosófico. Se sabe, de cualquier modo, que en Nietzsche prima el filósofo y por tanto el sistema de ideas, lo que lo hace echar por tierra su pretendida emancipación de las estructuras del conocimiento. ¿En dónde se haya su riqueza, su fuerza, de la que tanto se alimentó el siglo que inauguraba? Precisamente en una nota propia de lo poético: el equívoco.







Cioran como Nietzsche, secundaría sin duda el beneplácito que Borges ponía en la posibilidad de ser malinterpretado. ¿Qué cosa es ese afán de no querer ser quién diría cierto tipo de cosas? El pensamiento humano poco o nada tiene que ver con esa adecuación metronómica que pretende el lenguaje nuclear de la semiótica. Los códigos, claves, signos y demás conceptos que buscan el total encajamiento de significados sólo son posibles a niveles básicos, justo donde gobierna lo primitivo. De ahí que el psicoanálisis en tanto semiótica del inconsciente resulte de sumo cercano a las intenciones originales de la teoría de los signos, maniatado a las formas básicas de comprensión de una realidad primigenia: la psique y su estructura doméstica, económica. Pero esa serie de correspondencias semánticas, pragmáticas y gramaticales no es auténtico pensamiento. Éste tiene una complejidad que rebasa el ámbito discursivo y se sitúa mucho más allá: en el gesto, el tono, el acento, el estilo y su pertinencia vital. El pensamiento reviste el dinamismo del tiempo, la dispersión de la heterogeneidad biológica, desajustándose y volviéndose ajustar debido a la elasticidad de la construcción lírica y la interpretación plástica de quien lo resucita. El diálogo se abre a instancias no de los canales comunicativos sino de los estímulos psíquicos que provocan su presencia en el espíritu. 


Así se forjan las épocas literario-filosóficas, en donde un espectro tonal recorre el pensamiento de los creadores y hace tocar cuerdas que nadie más que él conoce y que ya nadie nunca podrá hacer vibrar. En efecto: el pensamiento del sofista griego, del monje medieval, del panfletario ilustrado se ha perdido para siempre. La reconstrucción arqueológica del espíritu que animó el estilo literario de una época es trabajo inútil aunque pudiera parecerle fascinante al anticuario ocioso. «He olvidado la intención que tenía al escribir el párrafo anterior ¿y ahora me pides que trate de entender lo pretendido por otro sujeto, de otra ciudad, en otro tiempo?». No se crea ni se resucita de las estanterías de los libreros más que para beneficio propio, y del texto masorético sólo se alimenta la cofradía en tanto renueva la vigencia de su exégesis magisterial.




Para comunicarnos con nosotros mismos basta el boceto, la idea en estado larvario registrada aprisa para suscitar los universos malabares de la sutileza, aunque su destino final no sea más que el embrión. Y no tendría por qué haber diferencia entre esa práctica solipsista y el afán de ser escuchado, analizado, discutido y puesto a disposición de las maquinarias hermenéuticas en boga: ¿acaso tenemos la habilidad suficiente para llegar a las últimas consecuencias de un pensamiento?, ¿pulverizar su entraña, descuartizar sus átomos, exponer el mínimo recoveco, su variación infinitesimal? El experimentado en abismos sabe de la ingenuidad de quien le atribuye virtud a lo exhaustivo, y de quien cree ver como un avance el recorrido de la multitud de perspectivas que componen un pensamiento monolítico. En todo caso las verdades vitales poco o nada tienen que ver con los pensamientos desentrañables: no nos son relevantes, son divertimento de hermeneuta, pasatiempos de filósofos. 

Así, ya sea en pretensión de profundidad, de heterogeneidad o perspectivismo, los discursos que buscan agotar sus objetivos fracasan como fracasa quien busca establecer un diámetro al vórtice que se aleja de su núcleo ciclónico. Mal de dispersos, de vaciedades vitales los que se dedican a algo. Atender a la vocación es optar por una forma de explotación laboral. Y con la suprema entrega a los quehaceres, el espíritu cae pronto en la trampa de la producción compulsiva, la fertilidad roedora de la manufactura en serie. Lo conveniente sería no atender más que a nuestras obsesiones, manías, taras y vicios, explayarse en la catarsis de nuestras deformidades hasta el desenfreno. Y de eso, hasta donde sé, no se tiene afán de variedad: para el llanto está muy claro el número de muecas que podemos emprender. Nuestra mente no puede ejercitarse más que con dos o tres temas que, ya desde tiempos inmemoriales nos pulen y definen, fomentando el espejismo de nuestro «yo». Ese y no otro debiera ser el criterio de nuestras temáticas y elecciones laborales, las que nos darían de comer y beber, respirar y dejar dormir. Pero tal parece que el criterio es justo el contrario: con el afán de escamotear nuestras aflicciones y así dejar incólume nuestra nada, perseveramos en la contingencia ajena, en la floritura dialéctica y la politiquería de insignificancias.

El vivir apasionado del ser humano, así, lo es a condición de que sea sobre cosas desapasionadas pues, lo otro es, sin lugar a dudas, lo indiscutible: lo apasionado no es más que la versión edulcorada de la obsesión. El proceso es simple: se necesita de la bagatela para que funja de pantalla de proyección del monstruo impronunciable que nos agobia. Así, por otra parte, se revela la inanidad fundamental del todo expuesta en sus partes hueras: si vale ver en la contingencia, en el detalle ínfimo el principio de lo complejo y abstracto, es porque las pretensiones de lo minúsculo y mayúsculo no sirven más que al mismo proceso de putrefacción de lo inteligible, del desvelamiento de su cenital frivolidad. Se ama la máscara en tanto delinea las facciones del rostro que cubre: al cabo sirven al mismo drama descarnado de la identidad.




Vale en el afán conceptual lo mismo que la pasión por la verificabilidad de fuentes. Da igual saber quién lo dijo y dónde, cuándo, bajo qué condiciones, cuando la sustancia de lo dicho rebasa al principio de individuación. ¿Por qué se adscribe una verdad a un nombre? Con ello se pretende ganar en ciertos beneficios: prestigio y pluralidad; en el uno, es afán de ponerse a línea de una modestia mórbida, en franca huida de nuestra ausencia de confianza en la inteligencia propia; y, en el otro, un sucedáneo del desdoblamiento del que somos incapaces; es decir, todo ello refacciones de la individuación que debiera hallar su verdad en la necedad del sí mismo. Claro, el reconocimiento de la genialidad y pertinencia de la idea a veces es útil, pero, seamos francos: respecto de otros autores, se hace labor de comentario o de polémica, se conlleva o se resiste, se recoge o desparrama; es decir, se torna la voz superflua o estridente. Y si el afán es hacer publicidad de su nombre ¿para qué desgastarse en ser su apologista habiendo los publicistas? Autor malinterpretado, de poca fama inmerecida, etc., debiera preservarse de las turbas a todo lo que diera lugar. Y, el fenómeno cuenta al revés: ciertos autores que se merecen la fama, debieran por siempre ser ídolos de la chusma.

También es deseable escoger quién lo ha de leer. Para eso se inventó la intransigencia lírica, el empecinamiento en nuestras convulsiones, en los abismos nauseabundos; es decir, para eso se inventó el cinismo. ¿Cómo no ver en el autor afable, «digerible», la suprema manifestación de lo débil y enfermo? Los escritores así encarnados, se sabe como secreto a voces, son los filósofos. Por lo menos el poeta se redime en sus epítetos sorpresivos y sus copulaciones semánticas, no importando lo imbécil que sea el tema que aborden, cumplimentando así la exigencia inicial del espíritu: irrumpir en sacrilegio a como dé lugar sobre lo sagrado. La literatura de la Francia Prerrevolucionaria y de la Ilustración es lo mejor que se pudo dar en su campo por dos razones que le son propias: la primera por esa desazón furibunda que sólo el hastío y el vilipendio saben otorgar, y la segunda, por esa rabia del recién converso que torna a las nuevas verdades en dogmas cruentos. El uno, actuando por exceso de autodesprecio, y el otro, por defecto en la valorización de todo aquello que no era él, eran incapaces de guardarse alguna consideración devastadora, algún signo de vitalidad corruptora: «castigar a los opresores de la libertad es clemencia, perdonarlos es barbarie» (Robespierre), evidente juego de proteínas acorraladas, al acecho, «ensimismadas y alteradas» (Ortega) obrando en detrimento una de la otra hacían, empero, el equilibrio justo de las etapas espasmódicas. Un dios caía: los aristócratas se ponían prestos a trabajar en la orfebrería del excelso buen gusto las sutilezas de su réquiem; un dios nacía: los merolicos de la revolución se arremolinaban en torno a la cátedra para darle atropellada forma a la nueva verdad libertaria, un contenido sustantivísimo, sin mucho afán de exquisitez. Y sin embargo, ¿de cuál de estas posiciones participa el filósofo?, ¿no viene él a ser un aparte de este pugilato, un alma con pretensión de referí, de ángel, de supremo indiferente? Nótese el fenómeno de cómo un pensador en la medida que se aleje o acerque a uno u otro bando, que juegue a ser Suiza, deja de ser filósofo. A Pascal lo salvó Port-Royal de hacerse el revolucionario o lo contrario, a Rousseau su paranoia, y Montaigne…bueno, él era demasiado delicado para ser cualquier cosa. Pero en ambos casos vemos el distanciamiento de la entraña de su época, y, su acercamiento, en tanto toman el partido que por natural inclinación todos deberíamos sentir. Claro, resulta buen rasero el grado de reacción ante los estímulos históricos para comprender qué tan vivo se está. Pero el así denominado pensador no aporta más que una savia de dudosa calidad a la epopeya de los devenires humanos y solamente se salva en la medida en la que logra darle forma a nuestros bajos instintos; lo otro no es más que martirio autoafligido con el afán de encajar socialmente. 




Compréndase pues que nada que no estimule nuestra perplejidad o asociación delictuosa puede parecernos digno de atención salvo por razones espurias. Wilde: «el único género prohibido en literatura es el género aburrido», frase sabia y aplicable a la vida en su totalidad. Más, desde luego fraudulenta en tanto se sabe del carácter ocioso de la vida toda, es decir, que su substancia misma es el aburrimiento. La filosofía es el género literario de las explicaciones, y que, a decir verdad, poco explica. Más bien es el género de la explicación pretenciosa. Quien no bostece en una disertación filosófica se deberá a que, o bien nació con el alma raquítica, o bien busca desesperadamente un algo poderoso que no sabrá hallar al fin, ni en ella ni en ningún otro medio de conocimiento occidental. La sabiduría no se manifiesta en la ciencia, ni en la filosofía, ni en ningún término discursivo que se ostente como «profundo».


Los abismos no pueden ser visitados por los débiles, no sabrían dar lugar al vértigo, condición indispensable para sortear la presencia de tales vorágines. Sólo el artista sale bien librado, sólo el poeta puede traer a las palabras lo que no son palabras, y la filosofía no es más que mala poesía.


La vida es, en segundo orden, expresión o purificación, reivindicación o redención, afirmación o aniquilamiento. El espíritu en ello encuentra solaz, crea morada –aún en pleno nihilismo-, y le permite resistir. Vivificando la miseria y embelleciendo su tragedia, confeccionando una salvación terrenal por acción inmediata, presente en el acto mismo de ser, sin mayor mediación que el placer consumible en su instante que perece, el ser humano ordena su infierno con tintes de paisaje celeste. Evidentemente en tal cosmos el quehacer filosófico es una actividad de quinto orden, o menos tal vez: sirve para justificar bajo el formato de la reputación y la democracia por qué se cura como se cura una herida, se adopta una postura, se soluciona un problema, o se cae rendido ante un misterio. El arte y la religión no necesitan de esta convocatoria de lo legítimo. Hoy, al cobijo de la academia, la universidad o la asociación de conocimientos que se quiera, se busca el respaldo que otorga la validez de lo positivo. La Antigüedad, aún más libre -el pensador casi se confundía con el derviche-; el Medioevo más soberano en tanto la divinidad estaba de su lado; ambos no sabrían dar cuenta de esta actitud transigente por la democratización del pensamiento, de su filtraje por medios dialógicos. ¿La presión de la masa nos ha hecho ceder el privilegio de lo excepcional confinándolo al carácter de «elitista»? En todo caso la nota de lo privilegiado se replica en el plano democratizado. Si bien es repudiado el iluminado y el extasiado místico, es bien vista la jerigonza técnica del pensador profesional. Pero ya sea como prótesis de auténtica profundidad o como consecuencia maquinal de un especialismo burgués, el discurso filosófico constituye la vulgata de los excursos religiosos, la inspiración poética y el arrobamiento supremo del arte; en suma, no es más que el suplemento dominical de la cultura.


«La tarea de la filosofía es reproducirlo (al mundo) in abstracto, transformar la intuición sucesiva y cambiante (y, en general, todo lo que el amplio concepto de sentimiento encierra y describe sólo de manera negativa como un saber no abstracto ni claro) en un saber de ese mismo tipo, en un saber que permanezca.» (El mundo como voluntad y representación, Libro primero, parágrafo 15.) Pero ¿quién quiere fijar, aclarar y darle permanencia a aquello que, justo en su pureza fugaz, vaga e impermanente nos hace realmente vivir? Lo contrario a esto no sirve más que a la ficción de una humanidad que, no bien otorgado un tiempo, olvidará pronto la heredad de conocimiento que se le ha dado: la ingratitud del humano es casi componente esencial de su ser. Cada generación tiene su propio mundo hecho con los residuos del anterior. Además de la evidente ambición desmedida de la traducción de lo afectivo al terreno del concepto, la imposibilidad de mantener la vista impávida sobre la totalidad de los objetos del mundo debería movernos a la quietud definitiva: ningún discurso, pasados unos segundos, puede dejar de resultar falsario por anacrónico y urdidor de un mundo ya virtual, de ficción, metafórico. Dejemos a la ciencia en su papel técnico de suministradora de vacunas, desmitifiquemos su carácter sacrílego, emancipemos a la teoría de su carácter catártico profundo y dejémosle la labor de solucionador de problemas domésticos. El campo de acción de la reflexión filosófica es mucho menos basto y hondo de lo que se supone. A su prestigio no le va bien, pero es hora de desnudar la verdad de que no hay posibilidad de redención de ese lado del quehacer del espíritu humano. 




Piénsese en el modelo de humanidad que se querría para heredarle al devenir y se acusará en él un temple fuerte, riqueza intuitiva, y una gran capacidad para ser él mismo cultura. No que le interese la cultura, sea su devorador, un gran sapiente o su taxónomo, sino que sea capaz de volverse el producto de la civilización; es decir, se torne en el fin querido históricamente por los medios del quehacer espiritual humano. Entonces, una vez en él confluidas nuestras obsesiones, se transformará en alfaguara de una savia con las características de lo vital: espontaneidad, inmediatez, pronto a recrear la riqueza de la naturaleza y mejorarla en la expresión pura, caminando por un sendero que al intelecto le parecerá sin duda caprichoso, pero que demostrará su acierto al estar más cerca de la realidad de las cosas. Este ser temperamental, carecería por completo de los signos que predisponen el carácter reflexivo del humano: la inseguridad rabiosa del animal acorralado, la desesperación de una mutilación contranatura expresada en su consciencia de los factores de degradación del tiempo, las fiebres inveteradas de ser víctimas del proceso de individuación, en fin, todas aquellas taras del existente. Pues bien, de tal ejemplar humano surge su arquetipo modélico: el filósofo ensimismado en su confección de armas sucedáneas de cara a la imposibilidad de ser el conquistador del mundo. 


No se crea que aquí suponemos puede ser distinto. Si se ha esbozado un prototipo de humano utópico ha sido por el afán de evidenciar por contraste el hecho poco advertido de que es justo el filósofo el máximo exponente de la naturaleza humana en lo de más vil tiene: ladino, urdidor de estratagemas silogísticos, de neologismos trasnochados, incapaz de emprenderla en la política con el brío que se jacta de poseer, celoso empedernido de sus autores que, al igual que él, le rehuyeron a las pasiones verdaderas, lastimosas, dejando un simulacro de cicatrización a su paso. No es que, como señalaba Cioran, el filósofo abandone a su molicie a la humanidad mientras él se eleva a alturas absortas en el sistema, sino, más bien, finge hacerlo. Por ingenuidad o cretinismo, al final, este teólogo que mal vendió el oficio, trocando a Dios por un indeterminado componente mistérico, cava la madriguera de la huida, colorea su tibieza, hace una sabiduría a modo ante la incapacidad de mostrarse capaz en el triunfo de la vida, la obtención de la belleza, el reconocimiento por una valentía, nobleza o arrojo que no posee. Los hombres de mundo no se enredan en sutilezas sino entre las piernas de una mujer, entre los dramas de lo insoluble y los destinos estoicos. El héroe no recurre al argumento, sino al díscolo panegírico; el sabio ha realizado la alquimia de ser él mismo manifestación de su inefable conocimiento: no necesita de la palabra espuria para arrojar luz. El santo, el bailarín, el pintor, el músico, dando rienda suelta a su genio, penetran y son penetrados por la vida en un demoníaco ritual en el que la fatua razón no sabría hallar estrategia de asimilación compatible.


Finalmente, hasta en lo más elevado que ha dado la filosofía profesional, en la Stoa, su άταραξία no viene a ser más que una nirvanización violenta, de trémula liberación, sitiada por el terror de perecer ante las fuerzas descomunales de una vida que nos quedó grande.