lunes, 19 de agosto de 2013

LA DESPEDIDA




Amanecer desde mi atalaya, en algún lugar del mundo.




Indiferente es para mí por donde empiece,
pues allá retornaré de nuevo.
Parménides de Elea, fragmento cinco.


(Primera Variación)


El día en que te fuiste tú y la niña me quedé mirando la ventana de la casa. Dejé de escuchar música, de encender el televisor, de prender la mirada, de aprestar el oído. Los libros se empolvaron, la simplicidad entró al laberinto del alma. El sol tocaba con sus brazos la fragilidad de las paredes, el humo de mi presencia, el insomne descanso de los párpados. Hábitat de piel rala. Me levantaba por las mañanas y sabía qué era lo que justamente iba a pasar después. Llegaba del trabajo y mientras comía parado, ya sabía exactamente que iba a pasar después. Lo inevitable de respirar. Regresaba de correr y al bañarme escuchaba caer el agua, el presentimiento de un cobijo ausente, de una risita lejana.

Un día tras otro se sucedían iguales, cruzar la puerta, mover la cortina para mejor ver el patio, cruzar la mirada con el aire que valseaba con las ramas de los árboles, abrocharme los botones de la camisa, sacudirme el saco, amarrar los cordones del zapato, mirar por la ventana del tren al trabajo, envolverme en la incapacidad del pensamiento: todo ello era la liturgia de la deriva.

Un día dije: “…ya sé mi amor, pondré la hombrera en el ropero, que es su lugar…” Y me detuve. Un segundo eterno. Luego, proseguí con la faena de la amnesia, del colocarme la ropa sobre el cuerpo, de desnudar el alma cada que guardaba silencio. Entonces me fui poco a poco perdiendo entre los días, entre los murmullos que a mí mismo me decía para sentirme acompañado, todo como un acto reflejo, inconsciente, no pensado. Así hasta que me volví silencio, hasta que mi cuerpo habitó la oscuridad, o hasta que se volvió un simple rincón de la casa. Me corrieron del trabajo, dejé de salir a correr, de ir al bar, me cortaron la luz, el teléfono, y yo, desconecté el timbre de la puerta, corté las amarras del ancla, los pasos de los pies. El jardín se volvió maleza, mi alma una telaraña tejida con el abandono de los días, de la memoria que ya no puede regresar, que ya no puede avanzar. El claustro de las edades.

El licor me sabía a agua, el tabaco a humedad. Todo se volvió primario, simple, de un sólo color. No había sueño, no había vigilia, solamente una actitud de inercia semejante al respirar de una planta. La fantasmagoría del espejo me revelaba a nadie. No tenía hambre, no tenía sed, empecé a flotar sobre mi cama y a no reconocerme en mis fotografías. No había recuerdo ni nostalgia, el propio cuerpo olvidó qué era lo que lo había llevado a esa condición, cómo dejó de ser materia y se convirtió en forma pura. Y justo cuando piensas que las cosas están a punto de tocar fondo, que ya nada puede empeorar, te das cuenta que deseas caminar por la calle en harapos.

Un día regresaste. No estaba, y cuando regresé ya te habías ido, así que no te vi. Supe que habías regresado porque encontré todo limpio y ordenado, la cocina, el comedor, la sala, la habitación, el baño: todo estaba impecable y recién construido, el cuarto de la niña tenía de nuevo sus juguetes. Pero no sentí nada ya, supuse que me había curado. Me senté a la mesa y comí de lo que habías cocinado. Vi nuevos retratos tuyos: parecías feliz, alegre, reconstruida. El alma de repente empezó a sentir algo y se sentó a contemplar el ventanal. Poco a poco los ojos de mi corazón se fueron fijando en el patio y vio a dos personas recogiendo las hojas secas de los árboles. Eso ya lo había soñado. De repente me di cuenta que no había pasado nada, que todo había permanecido tal y como antes.

Tú y la niña recogían hojas sobre el pasto, ella jugueteaba con el viento, tus ojos otra vez eran misteriosos, bellos y serenos. Estabas delgada y radiante, ella más niña, más ángel. No había nada de todo ello que reconociera como mío a pesar de conocerlo de memoria. Sentí tanto dolor en el alma, tanta tristeza, que supe entonces que nada volvería a ser igual, que mi llanto no podía ser escuchado, que mi dolor iba a ser eterno, que la separación sería infinita, que nunca iba a poder regresar, que la casa ya no era mía, que la gente ya no me podía ver ni tocar. Fue tanto mi dolor que me convertí en viento y salí corriendo hasta el sol; en el trayecto acaricié tus mejillas y el pelo de la niña revoloteó como una parvada de pájaros en otoño; entonces me sentiste, entonces recordaste, entonces fui vuelo, entonces mi luto terminó y la casa se iluminó de nuevo dejando a su paso una historia sin terminar, cual toda vida, inacabada por la fragilidad de la memoria de un muerto, de una vida que en su ausencia sentida, emerge del abandono, del eterno descanso.


*


(Segunda Variación)


Tomé la flauta, las galletas, la libreta, el lápiz, un puñado de monedas, una navaja, un bidón grande de agua, la pipa, la bolsita de tabaco y los metí a la pequeña bolsa; me puse las botas amarillas, el sombrero de ala ancha, la camisa a cuadros roja, te besé la pequeñita frente, me despedí de tu madre en silencio y, me marché.

Soltar todo y largarse…qué maravilla,
atesorando sólo huesos nutrientes,
y arrojarse al camino pisando arcilla,
destino a las estrellas resplandecientes,
destino a las estrellas resplandecientes.

La canté aún al día siguiente de iniciado mi descenso hacia Tierra de Fuego. Los tres primeros meses fueron fascinantes; ya había olvidado mi testamento en el librero de la bodega: un libro con toda mi filosofía de la vida, con las razones fundamentales de mi partida, con el vestigio de una libertad inmensa, grandiosa: monumento edificado para el recuerdo eterno de que el hombre nació para no atarse a nada.

Cual Siddhartha penitente caminé miles de kilómetros con un pie que mutó a roca en el lapso de cinco años; conocí gente y mujeres, híbridos fantásticos de hombres con ángeles, con bestias, con plantas: la gran variedad continental de flora y fauna invadieron mis ojos. Vicios, virtudes, obsesivos sentidos trascendentales, comida imposible, paisajes de otros planetas, la sensación de una profunda emigración silvestre. Cuando llegué al Perú y no encontré cóndores, recordé que quizás tú ya tendrías ocho años y que estarías preguntando por mí. Eso no lo había previsto. En mi cuento que te dejé en el libro de anécdotas, mi personaje regresaba atareado de mundo, hastiado del continente. Yo, en cambio, deseaba aún más y más mundo. Retorné varias veces por el mismo camino, desanduve estancias y páramos desolados. A veces no podía cruzar los acantilados o las altas montañas. Rodeaba, perdía tiempo en alguna borrachera, en alguna fiesta, en alguna mujer celosa del andariego destino. Cuando cumpliste los doce yo ya había llegado a las pampas argentinas, había aprendido a cebar el mate y a distinguir la tormenta por su viento de agua, mucho antes que la tierra le arrancara su llanto al cielo. Era casi una bestia esteparia que había olvidado su nombre en medio de tormentas de polvo y frío.

Cuando por fin llegué a Cabo de Hornos, mi cuerpo se colapsó y caí en delirio. Revisé mi cuadernito de notas en donde escribí un primer párrafo hace casi veinte años:

He tenido en estos últimos días la loca idea de un día dejarlo todo y encaminarme hacia Sudamérica con una mochila en la espalda solamente. En su interior habrá muchos papeles, varias plumas: un pensamiento aforístico por día. Habrá una flauta, un bidón, y varios pinceles (que me servirán para ofrecer mis servicios a todo aquél que necesite de un rótulo y así ganarme el más esencial alimento), y una bolsa (lo puedo ver) repleta de pedazos de pan y galletas; ese será todo mi alimento. Y encaminarme por lugares desconocidos, a pie o bajo la misericordia de quien quiera llevarme gratuitamente a ningún lado, y así, llegar hasta la Patagonia. Lo ideal sería que, una vez que he llegado a ese acantilado del mundo, me arrojara al mar para ahora si no volver jamás al origen. Pero seguramente caeré presa de la nostalgia y regresaré sólo para enfrentar una querella por abandono de cónyuge e hijos.

No sonreía ya, no podía gesticular la más mínima expresión. Puro silencio hiriente, pura mortandad del alma, sequía estrepitosa, blanca como la nieve que me rodeaba. Decidí regresar, decidí lo que nunca creí que fuera posible decidir: el retorno. Me ocultaría, no me verían, pero yo sí los vería a ellos. Quizás y estarían dispuestos a perdonarme, sí: comprenderían que se trató de un deseo sin sentido real. Regresé sobre mis pasos, recordé que había tenido un trabajo en un pueblito Alacaluf en Punta Dungeness. En cinco meses tenía el dinero suficiente para viajar por camión por toda América. Un mes después ya estaba en mi ciudad natal en México. Los busqué: ya no estaban, se habían ido, sólo unos nuevos inquilinos me dijeron que el banco era el dueño de la casa. Temí lo peor, que nunca se hayan sobrepuesto de mi partida, que se hubieren perdido en vidas disipadas. Tuve que recurrir a mis amistades. Habían pasado más de veinte años, no sabía si se acordarían de mí. Uno de ellos, tan interesado como se interesa uno por un desconocido cualquiera que cuenta una historia fantástica, me dijo que visitara una tumba del cementerio: mi propia tumba. Un lugar en el camposanto para un ausente. Entendí que tu madre me había matado a fin de explicar mi partida.

Aquí yace el cuerpo de J. A. M. B. Padre ejemplar y esposo amoroso,
recordado por sus tres hijos, Duina, Vielka y Leonardo,
recibido por Dios en las alturas para darle cobijo eterno.

¿Qué es un epitafio? Una piedra…lápida de nuestro silencio. Entendí que tu madre se había vuelto a casar, que había hecho una nueva vida, que tenías dos hermanitas y que vivías en un lugar en donde se preservaba mi memoria lo más límpida posible. Las hojas otoñales del cementerio me acompañaron hasta el final de la tarde, al tiempo que veía ponerse el sol sobre el mar gris de la ciudad. En esos momentos me sentí un fantasma que recorría las tumbas como un alma perdida sin dirección y sin origen. Levanté la vista y  me vi zarpar desde el extremo del mar de Galilea. Era un muerto realmente, mi último aliento lo deposité a la hora de mi encuentro conmigo mismo en esa tumba vacía. De repente vi llegar una procesión con un muerto nuevo para ingresar a la necrópolis, dos niñas gemelas con mi rostro entraron llorando y con la ayuda tuya depositaron el cuerpo de tu madre a lado de mi tumba. Tú no llorabas, tú estabas serio, profundo, con la mirada puesta en el sepelio. No hubo sacerdotes, ni nadie más que pareciese familiar. Al terminar, leíste un libro que se veía muy usado y que pronto reconocí:

Suponemos saber del hombre
como se sabe del ocaso,
del resabio de la tierra
o de la noche asignada de lumbreras.

El hombre se desploma hacia sus imágenes
cuando la superficie lo devora,
atónito al vértice del desamparo.
Y ya general, colectivo, vislumbra
la nada que lo antecede
engulléndolo uno a uno...

A la lóbrega tierra peregrina planta su frente.
Nunca antes había estado abandonado a su intemperie.
Inventa fuego de su hombro, hogaza de sus manos,
Dioses de su danza, y una aglomeración de estrellas
pujan de su sien.

Elemental, cataclismico,
tiene afición por la ineptitud hacia la desilusión,
ya una vez empuñada el arma,
preservada la antorcha,
depositado su salobre
en el vientre de su esposa.

Era un poema mediocre que escribí hacía más de veinte años. Pero parecía que te agradaba. O no. No lo sé. Dejaste el libro en el altar después de que cerraron la tumba. Se marcharon lentamente dándole el último adiós a tu madre. Y yo, me quedé más solo, como nunca antes lo estuve, como nunca antes sentí la soledad: comprendí que estar solo no es estar con uno mismo, sino estar abandonado, negado, aniquilado en el ahogo de un llanto por la imposibilidad de ser quien no se puede ser. Comprendí que todo lo había perdido, que tú conocías el secreto, que te habías hecho fuerte innecesariamente, pagando las culpas de un padre exiliado a la isla de los muertos que nunca vuelven, preso en el adiós del final, huérfano como un Dios sin criatura…

*

 (Variación Tercera)


Marcelo tomó el celular mientras sacaba el Mustang de la cochera, al tiempo que le decía a Claudia que regresaría al día siguiente justo antes del cumpleaños de Ana. Detuvo repentinamente el vehículo porque don Julio salía de su casa a toda velocidad sobre su Suburban. “Desde que es el gobernador le vale gorro el límite de velocidad en la privada”, dijo Marcelo más molesto por su retardo que por los límites de velocidad violados. “Bueno”, le dijo una voz graciosamente femenina del otro lado de la línea, “¿Miranda?, mi amor ya voy para allá, se me hizo tarde, pero ya llevo el pastel de tu mami”, dijo con voz de contrariedad ligeramente dramática para disculparse con su novia. “Ajá, vente con cuidado que te estaré esperando,  ¿eh?”, dijo Miranda cariñosamente. “Sí, no te preocupes…te amo”, le respondió Marcelo. “Yo también” concluyó Miranda.

El tacómetro llegaba hasta las ocho mil revoluciones por minuto para realizar los cambios. En cinco segundos alcanzó desde cero los ciento sesenta kilómetros por hora. Su suegra cumplía años hoy y su hermanita mañana. Eso le había complicado las cosas, además de que se tuvo que quedar toda la noche de ayer sacando un balance fiscal para poder entregarlo a su auditor. Sus hermanos lo habían comisionado para dejar listo el local y los refrescos. Además tenía que llevar el pastel de su suegra hasta una localidad que se encontraba alejada de la ciudad aproximadamente unos sesenta kilómetros, lugar donde ya lo estaba esperando Miranda, una chica pelirroja de veintiún años, que recién había conocido y a quien recién había pedido en matrimonio.

Todo iba  bien, hasta que a Marcelo se le ocurrió poner un disco compacto de audio nuevo en lugar del que tenía. Abrió su estuche de discos, y solapa por solapa los iba pasando al tiempo que de reojo veía la carretera. Estaba empezando a llover y en la distancia vio un tractocamión que parecía que realizaba reparaciones hasta tarde. La torreta brillaba en la oscuridad de la noche. Miles de gotas sobre el parabrisas repetían difractadas la luz originaria de la sirena del tractor. Empezaba un aguacero torrencial. Pearl Jam, Metálica, Van Halen, Oasis, Avril Lavigne. Hay que renovar el stock. ¿Qué están reparando? La lluvia arreció, los cepillos automáticos también frenéticamente aumentaron su media oscilación, y Marcelo dejó de buscar los discos, aminoró la velocidad hasta la mitad: ochenta kilómetros por hora. Era peligroso ir tan rápido, se decía el muchacho burgués recién egresado de la universidad. Pero apenas disminuyó la lluvia y habiendo rebasado el tractocamión, Marcelo aumentó la velocidad al ver que el reloj iba mucho más aprisa que su Mustang, y que los años de conductor ebrio no daban buenos frutos. Regresó la vista a su catálogo de discos y siguió buscando. U2, Radiohead, Cramberries, (Y otros discos de Rock inglés que ahorita no acierto a inventar). Escogió a su artista. Mientras con la boca detenía el disco recién sacado, con la mano derecha introducía el nuevo CD. Play. 20 en el gain. De repente alzó la vista y un venado cruzaba la carretera: no le iba dar tiempo de frenar, estaba justo en medio del asfalto mojado… se arriesgaría: lo esquivó por la parte izquierda, cerca del muro de contención y divisor de las dos vías de la autopista. Todo fue cuestión de décimas de segundo. Marcelo sintió que se le salía el corazón, se puso tan pálido que apagó el auto estéreo, y aminoró la velocidad de nuevo a ochenta kilómetros por hora. Volteó hacía atrás la mirada y descubrió a un pequeño venado perdiéndose entre la maleza. Estuvo demasiado cerca. Despacio, alguien te espera. Pero se le revolvió el estómago. Paró el vehículo y descendió del auto. La noche era estrellada, ya no había nubes, fue un chaparrón ligero aunque fuerte. Pero no tuvo ojos para las constelaciones. Marcelo vomitó a orillas de la carretera silenciosa, iluminada por la luz de la luna, fría, envuelta en un relente tenebroso, que abrazaba con sus brazos de neblina los bosques que enmarcaban la cinta asfáltica.

Terminó de vomitar y los ojos le lagrimeaban. De repente algo se movió en la maleza. La sombra emergió de la foresta: era el pequeño ciervo que casi le ocasionó la muerte. Enfurecido Marcelo, tomó una piedra y se la arrojó. El animal miró caer la piedra a su costado sin moverse. Marcelo sintió un escalofrío, un anuncio terrible en los ojos del animal. Reaccionó y se acordó que tenía prisa. Subió a la cinta asfáltica, abrió la portezuela de su coche, y después de sentarse se dio cuenta que el vehículo se había apagado. Intentó encenderlo sin ningún resultado. “Nada más lo que me faltaba” se dijo a sí mismo contrariado. Lo intentó otra vez, nada: ni siquiera lograba encender algún testigo del tablero, como si la corriente se hubiese marchado de tajo. Sacó su celular para hacer una llamada, pero en la pantalla del aparato se leía:

Sorry, no service
Short wave

Levantó la mano al cielo para “cachar” una señal difusa. Nada. Se subió a la parte superior del auto y parado levantó el móvil, intentando recibir señal: al momento de hacerlo, descubrió que se había quedado sin carga. “¿Cómo? Si ni siquiera ha sonado…”. Cansado, fastidiado, después de múltiples intentos de encender el deportivo, agachó la cabeza sobre sus brazos tendidos en el volante. Una lágrima le escurrió por la mejilla. Salió del vehículo dispuesto a solicitar auxilio al primero que pasara…

Nadie pasó en media hora. Extraño: de un sentido se entiende, pero ¿de los dos lados de la autopista? Quizás era la hora, ya iban a dar las diez de la noche. “Incluso los traileros se detienen a tomar su café a la hora de la cena”, se decía Marcelo explicando el abandono de la carretera.  Pero, ¿qué hacer? Estaba frito, no había forma de comunicarse con el mundo “civilizado”. Estando a punto de la desesperación, pensó que a lo mejor la caseta de peaje no estaría muy lejos. Tratando de discernir el paisaje y así saber si se encontraba lejos o cerca, concluyó que se encontraba relativamente cerca de la caseta de cobro, y que era mejor que regresar al lugar donde se encontraba el tractocamión que acababa de rebasar. Entonces, empujó su vehículo logrando orillarlo lo más que pudo a la carretera, cerró todo con llave y empezó a caminar.

No había caminado dos kilómetros, estando justo en la cima de una loma pequeña, cuando sintió que una luz a lo lejos le iluminó la espalda. Rápido volteó y vio que un autobús escolar pasaba a toda velocidad sobre la pista. Ni tiempo le dio a Marcelo de levantar la mano para pedir el aventón, a penas y si alcanzó a ver unos rostros que le miraban desde las ventanillas: niños serios, demacrados, grises, como muertos. Se espantó… por un momento dudó de lo que había visto, pero aún seguía viendo al autobús avanzar cuesta a bajo, y luego, lo vio cruzar un puente que atraviesa un río. “¡Ahí está el puente!” Dijo Marcelo, “No debe faltar mucho y ya llego a la caseta”. Le pareció extraño a Marcelo que la luz del camión desapareciera al momento de cruzar el río. “¿Se habrá desviado a un camino de terracería?” se preguntó intrigado. “Debe ser el efecto de la neblina…además está muy lejos y no alcanzo a ver bien”, se explicó a sí mismo. Caminó unos quince minutos más, ayudado por la inercia del camino descendente, hasta que llegó al puente.

Cruzó el arco metálico con intriga aún visible en su rostro. El río brillaba con la luz de la luna, y pudo ver desde ahí, la profundidad sobre la cual se erigía la creación arquitectónica: una vorágine oscura, como si la lluvia hubiese azuzado la corriente del arrollo. Caminó entre crujidos y silbidos del viento producto de la resistencia del metal y del asfalto. Era realmente tétrico, así que apresuró el paso sobre poco más de 300 metros que comprendían el puente, al tiempo que escuchaba sonidos extraños que no correspondían a los físicos o naturales. Eran gritos de niños. Rápido miró hacia abajo para ver si el camión escolar no se había volado y caído sobre las turbulentas aguas. Pero no encontró nada. Empezó a correr, no entendía muy bien porque sentía tanto miedo, pero sentía que algo de ese lugar le hacía daño. Corrió un kilómetro, y cuando sintió que se había alejado lo suficiente, paró para descansar.

De repente, una nueva luz le iluminó el rostro. Movió a prisa las manos para que le vieran y lo auxiliaran. El auto se detuvo y de él descendió un joven alto y delgado con un gorrito que decía: “Ángeles Verdes: Sirviendo a la comunidad”. Se entusiasmó tanto Marcelo que casi lo abraza. Después de deshacerse en relatos, Marcelo le pidió el favor de que lo llevará a su automóvil ya que se había quedado kilómetros atrás sin poderlo encender.

El Ángel verde le miró fijamente y le dijo: “bueno, vamos para allá a ver que podemos resolver”. Se subieron a la camioneta y tomaron el retorno. Al avanzar, Marcelo cruzó de nuevo el puente y pudo ver como al final de éste, había un grupo de cruces sembradas a la orilla de la carretera en las que antes no reparó. Marcelo se quedó viendo fijamente a los pequeños santuarios como urdiendo alguna explicación sobrenatural. “Nosotros los Ángeles…Verdes –dijo el joven mecánico al fijarse de la expresión de Marcelo-, a veces no sólo tenemos que ayudar a la gente con sus máquinas, sino con sus propias vidas…incluso, cuando éstas se han esfumado de una manera demasiado repentina, demasiado sin aviso…”. Al decir esto el Ángel Verde, Marcelo sintió que se le enchinaba la piel.  “El hombre vive en su mundo, -sombríamente decía el joven- atareado con sus prisas: nunca se detiene a contemplar el paisaje…prefiere construir autopistas para apresurarse a ningún lado…“. Marcelo sintió una vibración extraña en el cuerpo. El mecánico prosiguió: “Esos niños, por ejemplo, a penas y si hubo tiempo de rescatarlos…Ninguno sobrevivió, a pesar de lo ágiles que son nuestras “alas”. En la distancia, mientras lacónicamente decía esto el joven vestido de verde, Marcelo pudo ver la torreta del tractocamión que brillaba titilante en medio de la noche, con urgencia de ambulancia, con sonido de muerte. “Qué extraño, antes estaba del otro lado de la carretera”, dijo Marcelo. Entonces, oyó que el de verde dijo: “…A veces, el tiempo nos alcanza, y no tenemos espacio de despedirnos de nadie, nos quedamos con tantos pendientes, sueños rotos, planes sin cumplir… Hay que ayudar a que algunos cumplan con su último deseo…o quizás con su simple despedida”.

Vio Marcelo que en la carretera, no sólo estaba la torreta del tractocamión, sino la de una ambulancia, las de dos patrullas, y, había también varios autos reunidos. El Ángel prosiguió: “…Marcelo ¿usted ha dejado algo pendiente, un deseo sin cumplir?”. Al decir esto el joven, Marcelo pudo ver a una multitud de gente arremolinándose alrededor de un Mustang idéntico al suyo que se encontraba fuera de la carretera. En medio del negro asfalto, yacía olvidado el cuerpo sin vida de un venado atropellado. Detuvo la camioneta el Ángel Verde, y Marcelo bajó corriendo al lugar de los hechos y se descubrió acostado sobre el pasto del bosque, abrazado por Miranda, llorándole su último aliento.

Marcelo se volteó hacia el Ángel que lo miraba desde su camioneta. Marcelo le miró con unos ojos tales que, le comunicó su último deseo al mecánico de máquinas y almas. Fue entonces que Marcelo, en brazos de Miranda, abrió los ojos por última vez y dijo:

“En el puente estaré todas las noches de luna llena,
Cuando, después de la lluvia,
Escuches el sonido del viento,
Y recuerdes que de alguna manera estoy contigo”

*