Amanecer desde mi atalaya, en algún lugar del mundo.
Indiferente es para mí por donde empiece,
pues allá retornaré de nuevo.
Parménides de Elea, fragmento cinco.
(Primera Variación)
El día en que te fuiste tú y la niña me
quedé mirando la ventana de la casa. Dejé de escuchar música, de encender el
televisor, de prender la mirada, de aprestar el oído. Los libros se empolvaron,
la simplicidad entró al laberinto del alma. El sol tocaba con sus brazos la
fragilidad de las paredes, el humo de mi presencia, el insomne descanso de los
párpados. Hábitat de piel rala. Me levantaba por las mañanas y sabía qué era lo
que justamente iba a pasar después. Llegaba del trabajo y mientras comía parado,
ya sabía exactamente que iba a pasar después. Lo inevitable de respirar.
Regresaba de correr y al bañarme escuchaba caer el agua, el presentimiento de
un cobijo ausente, de una risita lejana.
Un día tras otro se sucedían iguales,
cruzar la puerta, mover la cortina para mejor ver el patio, cruzar la mirada
con el aire que valseaba con las ramas de los árboles, abrocharme los botones
de la camisa, sacudirme el saco, amarrar los cordones del zapato, mirar por la
ventana del tren al trabajo, envolverme en la incapacidad del pensamiento: todo
ello era la liturgia de la deriva.
Un día dije: “…ya sé mi amor, pondré la
hombrera en el ropero, que es su lugar…” Y me detuve. Un segundo eterno. Luego,
proseguí con la faena de la amnesia, del colocarme la ropa sobre el cuerpo, de
desnudar el alma cada que guardaba silencio. Entonces me fui poco a poco
perdiendo entre los días, entre los murmullos que a mí mismo me decía para
sentirme acompañado, todo como un acto reflejo, inconsciente, no pensado. Así
hasta que me volví silencio, hasta que mi cuerpo habitó la oscuridad, o hasta
que se volvió un simple rincón de la casa. Me corrieron del trabajo, dejé de salir
a correr, de ir al bar, me cortaron la luz, el teléfono, y yo, desconecté el
timbre de la puerta, corté las amarras del ancla, los pasos de los pies. El
jardín se volvió maleza, mi alma una telaraña tejida con el abandono de los
días, de la memoria que ya no puede regresar, que ya no puede avanzar. El
claustro de las edades.
El licor me sabía a agua, el tabaco a
humedad. Todo se volvió primario, simple, de un sólo color. No había sueño, no
había vigilia, solamente una actitud de inercia semejante al respirar de una
planta. La fantasmagoría del espejo me revelaba a nadie. No tenía hambre, no
tenía sed, empecé a flotar sobre mi cama y a no reconocerme en mis fotografías.
No había recuerdo ni nostalgia, el propio cuerpo olvidó qué era lo que lo había
llevado a esa condición, cómo dejó de ser materia y se convirtió en forma pura.
Y justo cuando piensas que las cosas están a punto de tocar fondo, que ya nada
puede empeorar, te das cuenta que deseas caminar por la calle en harapos.
Un día regresaste. No estaba, y cuando
regresé ya te habías ido, así que no te vi. Supe que habías regresado porque encontré
todo limpio y ordenado, la cocina, el comedor, la sala, la habitación, el baño:
todo estaba impecable y recién construido, el cuarto de la niña tenía de nuevo
sus juguetes. Pero no sentí nada ya, supuse que me había curado. Me senté a la
mesa y comí de lo que habías cocinado. Vi nuevos retratos tuyos: parecías
feliz, alegre, reconstruida. El alma de repente empezó a sentir algo y se sentó
a contemplar el ventanal. Poco a poco los ojos de mi corazón se fueron fijando
en el patio y vio a dos personas recogiendo las hojas secas de los árboles. Eso
ya lo había soñado. De repente me di cuenta que no había pasado nada, que todo
había permanecido tal y como antes.
Tú y la niña recogían hojas sobre el
pasto, ella jugueteaba con el viento, tus ojos otra vez eran misteriosos,
bellos y serenos. Estabas delgada y radiante, ella más niña, más ángel. No
había nada de todo ello que reconociera como mío a pesar de conocerlo de
memoria. Sentí tanto dolor en el alma, tanta tristeza, que supe entonces que
nada volvería a ser igual, que mi llanto no podía ser escuchado, que mi dolor
iba a ser eterno, que la separación sería infinita, que nunca iba a poder
regresar, que la casa ya no era mía, que la gente ya no me podía ver ni tocar.
Fue tanto mi dolor que me convertí en viento y salí corriendo hasta el sol; en
el trayecto acaricié tus mejillas y el pelo de la niña revoloteó como una
parvada de pájaros en otoño; entonces me sentiste, entonces recordaste,
entonces fui vuelo, entonces mi luto terminó y la casa se iluminó de nuevo
dejando a su paso una historia sin terminar, cual toda vida, inacabada por la
fragilidad de la memoria de un muerto, de una vida que en su ausencia sentida,
emerge del abandono, del eterno descanso.
*
(Segunda Variación)
Tomé la flauta, las galletas, la
libreta, el lápiz, un puñado de monedas, una navaja, un bidón grande de agua,
la pipa, la bolsita de tabaco y los metí a la pequeña bolsa; me puse las botas
amarillas, el sombrero de ala ancha, la camisa a cuadros roja, te besé la pequeñita
frente, me despedí de tu madre en silencio y, me marché.
Soltar todo y largarse…qué maravilla,
atesorando sólo huesos nutrientes,
y arrojarse al camino pisando arcilla,
destino a las estrellas
resplandecientes,
destino a las estrellas
resplandecientes.
La canté aún al día siguiente de
iniciado mi descenso hacia Tierra de Fuego. Los tres primeros meses fueron
fascinantes; ya había olvidado mi testamento en el librero de la bodega: un
libro con toda mi filosofía de la vida, con las razones fundamentales de mi
partida, con el vestigio de una libertad inmensa, grandiosa: monumento
edificado para el recuerdo eterno de que el hombre nació para no atarse a nada.
Cual Siddhartha penitente caminé miles
de kilómetros con un pie que mutó a roca en el lapso de cinco años; conocí
gente y mujeres, híbridos fantásticos de hombres con ángeles, con bestias, con
plantas: la gran variedad continental de flora y fauna invadieron mis ojos.
Vicios, virtudes, obsesivos sentidos trascendentales, comida imposible,
paisajes de otros planetas, la sensación de una profunda emigración silvestre.
Cuando llegué al Perú y no encontré cóndores, recordé que quizás tú ya tendrías
ocho años y que estarías preguntando por mí. Eso no lo había previsto. En mi
cuento que te dejé en el libro de anécdotas, mi personaje regresaba atareado de
mundo, hastiado del continente. Yo, en cambio, deseaba aún más y más mundo.
Retorné varias veces por el mismo camino, desanduve estancias y páramos
desolados. A veces no podía cruzar los acantilados o las altas montañas.
Rodeaba, perdía tiempo en alguna borrachera, en alguna fiesta, en alguna mujer
celosa del andariego destino. Cuando cumpliste los doce yo ya había llegado a
las pampas argentinas, había aprendido a cebar el mate y a distinguir la
tormenta por su viento de agua, mucho antes que la tierra le arrancara su
llanto al cielo. Era casi una bestia esteparia que había olvidado su nombre en
medio de tormentas de polvo y frío.
Cuando por fin llegué a Cabo de Hornos,
mi cuerpo se colapsó y caí en delirio. Revisé mi cuadernito de notas en donde
escribí un primer párrafo hace casi veinte años:
He tenido en estos últimos días la loca
idea de un día dejarlo todo y encaminarme hacia Sudamérica con una mochila en
la espalda solamente. En su interior habrá muchos papeles, varias plumas: un
pensamiento aforístico por día. Habrá una flauta, un bidón, y varios pinceles
(que me servirán para ofrecer mis servicios a todo aquél que necesite de un
rótulo y así ganarme el más esencial alimento), y una bolsa (lo puedo ver)
repleta de pedazos de pan y galletas; ese será todo mi alimento. Y encaminarme
por lugares desconocidos, a pie o bajo la misericordia de quien quiera llevarme
gratuitamente a ningún lado, y así, llegar hasta la Patagonia. Lo ideal sería
que, una vez que he llegado a ese acantilado del mundo, me arrojara al mar para
ahora si no volver jamás al origen. Pero seguramente caeré presa de la nostalgia
y regresaré sólo para enfrentar una querella por abandono de cónyuge e hijos.
No sonreía ya, no podía gesticular la
más mínima expresión. Puro silencio hiriente, pura mortandad del alma, sequía
estrepitosa, blanca como la nieve que me rodeaba. Decidí regresar, decidí lo
que nunca creí que fuera posible decidir: el retorno. Me ocultaría, no me
verían, pero yo sí los vería a ellos. Quizás y estarían dispuestos a
perdonarme, sí: comprenderían que se trató de un deseo sin sentido real.
Regresé sobre mis pasos, recordé que había tenido un trabajo en un pueblito Alacaluf
en Punta Dungeness. En cinco meses tenía el dinero suficiente para viajar por
camión por toda América. Un mes después ya estaba en mi ciudad natal en México.
Los busqué: ya no estaban, se habían ido, sólo unos nuevos inquilinos me
dijeron que el banco era el dueño de la casa. Temí lo peor, que nunca se hayan
sobrepuesto de mi partida, que se hubieren perdido en vidas disipadas. Tuve que
recurrir a mis amistades. Habían pasado más de veinte años, no sabía si se
acordarían de mí. Uno de ellos, tan interesado como se interesa uno por un
desconocido cualquiera que cuenta una historia fantástica, me dijo que visitara
una tumba del cementerio: mi propia tumba. Un lugar en el camposanto para un
ausente. Entendí que tu madre me había matado a fin de explicar mi partida.
Aquí yace el cuerpo de J. A. M. B.
Padre ejemplar y esposo amoroso,
recordado por sus tres hijos, Duina,
Vielka y Leonardo,
recibido por Dios en las alturas para
darle cobijo eterno.
¿Qué es un epitafio? Una piedra…lápida
de nuestro silencio. Entendí que tu madre se había vuelto a casar, que había
hecho una nueva vida, que tenías dos hermanitas y que vivías en un lugar en
donde se preservaba mi memoria lo más límpida posible. Las hojas otoñales del
cementerio me acompañaron hasta el final de la tarde, al tiempo que veía
ponerse el sol sobre el mar gris de la ciudad. En esos momentos me sentí un
fantasma que recorría las tumbas como un alma perdida sin dirección y sin
origen. Levanté la vista y me vi zarpar
desde el extremo del mar de Galilea. Era un muerto realmente, mi último aliento
lo deposité a la hora de mi encuentro conmigo mismo en esa tumba vacía. De
repente vi llegar una procesión con un muerto nuevo para ingresar a la
necrópolis, dos niñas gemelas con mi rostro entraron llorando y con la ayuda
tuya depositaron el cuerpo de tu madre a lado de mi tumba. Tú no llorabas, tú
estabas serio, profundo, con la mirada puesta en el sepelio. No hubo
sacerdotes, ni nadie más que pareciese familiar. Al terminar, leíste un libro
que se veía muy usado y que pronto reconocí:
Suponemos saber del hombre
como se sabe del ocaso,
del resabio de la tierra
o de la noche asignada de lumbreras.
El hombre se desploma hacia sus imágenes
cuando la superficie lo devora,
atónito al vértice del desamparo.
Y ya general, colectivo, vislumbra
la nada que lo antecede
engulléndolo uno a uno...
A la lóbrega tierra peregrina planta su frente.
Nunca antes había estado abandonado a su intemperie.
Inventa fuego de su hombro, hogaza de sus manos,
Dioses de su danza, y una aglomeración de estrellas
pujan de su sien.
Elemental, cataclismico,
tiene afición por la ineptitud hacia la desilusión,
ya una vez empuñada el arma,
preservada la antorcha,
depositado su salobre
en el vientre de su esposa.
Era un poema mediocre que escribí hacía
más de veinte años. Pero parecía que te agradaba. O no. No lo sé. Dejaste el
libro en el altar después de que cerraron la tumba. Se marcharon lentamente
dándole el último adiós a tu madre. Y yo, me quedé más solo, como nunca antes
lo estuve, como nunca antes sentí la soledad: comprendí que estar solo no es
estar con uno mismo, sino estar abandonado, negado, aniquilado en el ahogo de
un llanto por la imposibilidad de ser quien no se puede ser. Comprendí que todo
lo había perdido, que tú conocías el secreto, que te habías hecho fuerte innecesariamente,
pagando las culpas de un padre exiliado a la isla de los muertos que nunca
vuelven, preso en el adiós del final, huérfano como un Dios sin criatura…
*
(Variación
Tercera)
Marcelo tomó el
celular mientras sacaba el Mustang de la cochera, al tiempo que le decía a
Claudia que regresaría al día siguiente justo antes del cumpleaños de Ana.
Detuvo repentinamente el vehículo porque don Julio salía de su casa a toda
velocidad sobre su Suburban. “Desde que es el gobernador le vale gorro el
límite de velocidad en la privada”, dijo Marcelo más molesto por su retardo que
por los límites de velocidad violados. “Bueno”, le dijo una voz graciosamente
femenina del otro lado de la línea, “¿Miranda?, mi amor ya voy para allá, se me
hizo tarde, pero ya llevo el pastel de tu mami”, dijo con voz de contrariedad
ligeramente dramática para disculparse con su novia. “Ajá, vente con cuidado
que te estaré esperando, ¿eh?”, dijo
Miranda cariñosamente. “Sí, no te preocupes…te amo”, le respondió Marcelo. “Yo
también” concluyó Miranda.
El tacómetro
llegaba hasta las ocho mil revoluciones por minuto para realizar los cambios.
En cinco segundos alcanzó desde cero los ciento sesenta kilómetros por hora. Su
suegra cumplía años hoy y su hermanita mañana. Eso le había complicado las
cosas, además de que se tuvo que quedar toda la noche de ayer sacando un
balance fiscal para poder entregarlo a su auditor. Sus hermanos lo habían
comisionado para dejar listo el local y los refrescos. Además tenía que llevar
el pastel de su suegra hasta una localidad que se encontraba alejada de la
ciudad aproximadamente unos sesenta kilómetros, lugar donde ya lo estaba
esperando Miranda, una chica pelirroja de veintiún años, que recién había
conocido y a quien recién había pedido en matrimonio.
Todo iba bien, hasta que a Marcelo se le ocurrió poner
un disco compacto de audio nuevo en lugar del que tenía. Abrió su estuche de
discos, y solapa por solapa los iba pasando al tiempo que de reojo veía la
carretera. Estaba empezando a llover y en la distancia vio un tractocamión que
parecía que realizaba reparaciones hasta tarde. La torreta brillaba en la
oscuridad de la noche. Miles de gotas sobre el parabrisas repetían difractadas
la luz originaria de la sirena del tractor. Empezaba un aguacero torrencial. Pearl
Jam, Metálica, Van Halen, Oasis, Avril Lavigne. Hay que renovar el stock. ¿Qué
están reparando? La lluvia arreció, los cepillos automáticos también
frenéticamente aumentaron su media oscilación, y Marcelo dejó de buscar los
discos, aminoró la velocidad hasta la mitad: ochenta kilómetros por hora. Era
peligroso ir tan rápido, se decía el muchacho burgués recién egresado de la
universidad. Pero apenas disminuyó la lluvia y habiendo rebasado el
tractocamión, Marcelo aumentó la velocidad al ver que el reloj iba mucho más
aprisa que su Mustang, y que los años de conductor ebrio no daban buenos frutos.
Regresó la vista a su catálogo de discos y siguió buscando. U2, Radiohead,
Cramberries, (Y otros discos de Rock inglés que ahorita no acierto a inventar).
Escogió a su artista. Mientras con la boca detenía el disco recién sacado, con
la mano derecha introducía el nuevo CD. Play. 20 en el gain. De repente alzó la
vista y un venado cruzaba la carretera: no le iba dar tiempo de frenar, estaba
justo en medio del asfalto mojado… se arriesgaría: lo esquivó por la parte
izquierda, cerca del muro de contención y divisor de las dos vías de la
autopista. Todo fue cuestión de décimas de segundo. Marcelo sintió que se le
salía el corazón, se puso tan pálido que apagó el auto estéreo, y aminoró la
velocidad de nuevo a ochenta kilómetros por hora. Volteó hacía atrás la mirada
y descubrió a un pequeño venado perdiéndose entre la maleza. Estuvo demasiado
cerca. Despacio, alguien te espera. Pero se le revolvió el estómago. Paró el
vehículo y descendió del auto. La noche era estrellada, ya no había nubes, fue
un chaparrón ligero aunque fuerte. Pero no tuvo ojos para las constelaciones.
Marcelo vomitó a orillas de la carretera silenciosa, iluminada por la luz de la
luna, fría, envuelta en un relente tenebroso, que abrazaba con sus brazos de
neblina los bosques que enmarcaban la cinta asfáltica.
Terminó de vomitar
y los ojos le lagrimeaban. De repente algo se movió en la maleza. La sombra
emergió de la foresta: era el pequeño ciervo que casi le ocasionó la muerte.
Enfurecido Marcelo, tomó una piedra y se la arrojó. El animal miró caer la
piedra a su costado sin moverse. Marcelo sintió un escalofrío, un anuncio
terrible en los ojos del animal. Reaccionó y se acordó que tenía prisa. Subió a
la cinta asfáltica, abrió la portezuela de su coche, y después de sentarse se
dio cuenta que el vehículo se había apagado. Intentó encenderlo sin ningún
resultado. “Nada más lo que me faltaba” se dijo a sí mismo contrariado. Lo
intentó otra vez, nada: ni siquiera lograba encender algún testigo del tablero,
como si la corriente se hubiese marchado de tajo. Sacó su celular para hacer
una llamada, pero en la pantalla del aparato se leía:
“Sorry, no service
Short wave”
Levantó la mano al
cielo para “cachar” una señal difusa. Nada. Se subió a la parte superior del
auto y parado levantó el móvil, intentando recibir señal: al momento de
hacerlo, descubrió que se había quedado sin carga. “¿Cómo? Si ni siquiera ha
sonado…”. Cansado, fastidiado, después de múltiples intentos de encender el
deportivo, agachó la cabeza sobre sus brazos tendidos en el volante. Una
lágrima le escurrió por la mejilla. Salió del vehículo dispuesto a solicitar
auxilio al primero que pasara…
Nadie pasó en
media hora. Extraño: de un sentido se entiende, pero ¿de los dos lados de la
autopista? Quizás era la hora, ya iban a dar las diez de la noche. “Incluso los
traileros se detienen a tomar su café a la hora de la cena”, se decía Marcelo
explicando el abandono de la carretera.
Pero, ¿qué hacer? Estaba frito, no había forma de comunicarse con el
mundo “civilizado”. Estando a punto de la desesperación, pensó que a lo mejor
la caseta de peaje no estaría muy lejos. Tratando de discernir el paisaje y así
saber si se encontraba lejos o cerca, concluyó que se encontraba relativamente
cerca de la caseta de cobro, y que era mejor que regresar al lugar donde se
encontraba el tractocamión que acababa de rebasar. Entonces, empujó su vehículo
logrando orillarlo lo más que pudo a la carretera, cerró todo con llave y
empezó a caminar.
No había caminado
dos kilómetros, estando justo en la cima de una loma pequeña, cuando sintió que
una luz a lo lejos le iluminó la espalda. Rápido volteó y vio que un autobús
escolar pasaba a toda velocidad sobre la pista. Ni tiempo le dio a Marcelo de
levantar la mano para pedir el aventón, a penas y si alcanzó a ver unos rostros
que le miraban desde las ventanillas: niños serios, demacrados, grises, como
muertos. Se espantó… por un momento dudó de lo que había visto, pero aún seguía
viendo al autobús avanzar cuesta a bajo, y luego, lo vio cruzar un puente que
atraviesa un río. “¡Ahí está el puente!” Dijo Marcelo, “No debe faltar mucho y
ya llego a la caseta”. Le pareció extraño a Marcelo que la luz del camión
desapareciera al momento de cruzar el río. “¿Se habrá desviado a un camino de
terracería?” se preguntó intrigado. “Debe ser el efecto de la neblina…además
está muy lejos y no alcanzo a ver bien”, se explicó a sí mismo. Caminó unos
quince minutos más, ayudado por la inercia del camino descendente, hasta que
llegó al puente.
Cruzó el arco
metálico con intriga aún visible en su rostro. El río brillaba con la luz de la
luna, y pudo ver desde ahí, la profundidad sobre la cual se erigía la creación
arquitectónica: una vorágine oscura, como si la lluvia hubiese azuzado la
corriente del arrollo. Caminó entre crujidos y silbidos del viento producto de
la resistencia del metal y del asfalto. Era realmente tétrico, así que apresuró
el paso sobre poco más de 300 metros que comprendían el puente, al tiempo que
escuchaba sonidos extraños que no correspondían a los físicos o naturales. Eran
gritos de niños. Rápido miró hacia abajo para ver si el camión escolar no se
había volado y caído sobre las turbulentas aguas. Pero no encontró nada. Empezó
a correr, no entendía muy bien porque sentía tanto miedo, pero sentía que algo
de ese lugar le hacía daño. Corrió un kilómetro, y cuando sintió que se había
alejado lo suficiente, paró para descansar.
De repente, una
nueva luz le iluminó el rostro. Movió a prisa las manos para que le vieran y lo
auxiliaran. El auto se detuvo y de él descendió un joven alto y delgado con un
gorrito que decía: “Ángeles Verdes: Sirviendo a la comunidad”. Se entusiasmó
tanto Marcelo que casi lo abraza. Después de deshacerse en relatos, Marcelo le
pidió el favor de que lo llevará a su automóvil ya que se había quedado
kilómetros atrás sin poderlo encender.
El Ángel verde le
miró fijamente y le dijo: “bueno, vamos para allá a ver que podemos resolver”. Se
subieron a la camioneta y tomaron el retorno. Al avanzar, Marcelo cruzó de
nuevo el puente y pudo ver como al final de éste, había un grupo de cruces
sembradas a la orilla de la carretera en las que antes no reparó. Marcelo se
quedó viendo fijamente a los pequeños santuarios como urdiendo alguna
explicación sobrenatural. “Nosotros los Ángeles…Verdes –dijo el joven mecánico
al fijarse de la expresión de Marcelo-, a veces no sólo tenemos que ayudar a la
gente con sus máquinas, sino con sus propias vidas…incluso, cuando éstas se han
esfumado de una manera demasiado repentina, demasiado sin aviso…”. Al decir
esto el Ángel Verde, Marcelo sintió que se le enchinaba la piel. “El hombre vive en su mundo, -sombríamente
decía el joven- atareado con sus prisas: nunca se detiene a contemplar el
paisaje…prefiere construir autopistas para apresurarse a ningún lado…“. Marcelo
sintió una vibración extraña en el cuerpo. El mecánico prosiguió: “Esos niños,
por ejemplo, a penas y si hubo tiempo de rescatarlos…Ninguno sobrevivió, a
pesar de lo ágiles que son nuestras “alas”. En la distancia, mientras
lacónicamente decía esto el joven vestido de verde, Marcelo pudo ver la torreta
del tractocamión que brillaba titilante en medio de la noche, con urgencia de
ambulancia, con sonido de muerte. “Qué extraño, antes estaba del otro lado de
la carretera”, dijo Marcelo. Entonces, oyó que el de verde dijo: “…A veces, el
tiempo nos alcanza, y no tenemos espacio de despedirnos de nadie, nos quedamos
con tantos pendientes, sueños rotos, planes sin cumplir… Hay que ayudar a que
algunos cumplan con su último deseo…o quizás con su simple despedida”.
Vio Marcelo que en
la carretera, no sólo estaba la torreta del tractocamión, sino la de una
ambulancia, las de dos patrullas, y, había también varios autos reunidos. El
Ángel prosiguió: “…Marcelo ¿usted ha dejado algo pendiente, un deseo sin
cumplir?”. Al decir esto el joven, Marcelo pudo ver a una multitud de gente
arremolinándose alrededor de un Mustang idéntico al suyo que se encontraba
fuera de la carretera. En medio del negro asfalto, yacía olvidado el cuerpo sin
vida de un venado atropellado. Detuvo la camioneta el Ángel Verde, y Marcelo
bajó corriendo al lugar de los hechos y se descubrió acostado sobre el pasto
del bosque, abrazado por Miranda, llorándole su último aliento.
Marcelo se volteó
hacia el Ángel que lo miraba desde su camioneta. Marcelo le miró con unos ojos
tales que, le comunicó su último deseo al mecánico de máquinas y almas. Fue
entonces que Marcelo, en brazos de Miranda, abrió los ojos por última vez y
dijo:
“En el puente
estaré todas las noches de luna llena,
Cuando, después de
la lluvia,
Escuches el sonido
del viento,
Y recuerdes que de
alguna manera estoy contigo”
*