Acabo
de ver Tár (Field, 22), que, aunque
no me gustó (es elegante, por momentos exquisita, cuyo preciosismo termina por
desparramarse en nada. La culpa es de la ausencia de sentimientos verdaderos:
el drama es falso, va en un crescendo forzado que no termina por cuajar en la
respuesta verosímil que ameritaba una virtuosa de la dirección: de tornar bello
el dolor más profundo), me parece que da parcialmente al traste con el hecho
interesante de que todos, más o menos, en la medida en la que somos más
nosotros mismos, es decir, poseemos más carácter que el resto, terminamos por
ser unos cabronazos. Así como los momentos de felicidad los olvidamos con
facilidad, y los dolores nos marcan de por vida, nuestras bajezas nos definen;
pero no como atributos que se contabilizan en una gran suma, sino como efectos
naturales, como frutos fatales. Lo que prueba que el ser humano está llamado a
estar solo y alimentar esa soledad (campo ideal para un verdadero creador), o
preservarla, haciéndose odioso.
Las
biografías que dan cuenta de personas buenas, son, evidentemente, falsas. Todo
biógrafo, en realidad, es un hagiógrafo más o menos disimulado; es decir, que
termina por falsear datos por el afán de edificar nuevos mitos. Es curioso que
el personaje central, haya sacado a relucir como ironía, el hecho de que
Schopenhauer haya pregonado la búsqueda del Nirvana, cuando fue él quien empujó
a una mujer por unas escaleras. Fue un asunto que le costó muchos dolores al
filósofo, y que incluso aclara en sus póstumos; detalle que denota la pesada
carga que le resultaba, tanto en lo moral como en lo económico pues por mandato
judicial tuvo que pagarle una pensión vitalicia a la mujer. Pues bien, resulta
muy parecida la vida de esta directora, interesante personaje, (Lydia Tár, si
mal no recuerdo su nombre), con la que al final, todos, como zopilotes,
comieran del muertito de sus excesos. Esta falta de énfasis en la naturaleza
carroñera de los seres humanos en la película fue lo que me produjo malestar.
Particularmente porque el crimen mayor de la protagonista fue odiar por
despecho a alguien y cerrarle los caminos profesionales, como si eso fuese
suficiente para orillarle al suicidio (Un suicida ni siquiera él mismo es
responsable de su muerte, es algo que le antecede y que se manifiesta con el
mínimo pretexto). Sus otras bajezas, casi travesuras infantiles, carecen de
relación verosímil con una personalidad que tiende a la consecución del elevado
arte de la música. No existe persona más inofensiva que un músico, dicho sea de
paso.
Pero
lo que me interesa, el tema que considero más importante, es el hecho
desventurado, maldito, de que no se es realmente uno, esto es, auténtico, como
cuando el demonio que somos obtiene el poder, teniendo al alcance los recursos
que sus ansias expansivas le procuran. El ejemplo del dictador es pedagógico:
no es un sujeto excepcionalmente megalómano, sino que estuvo en las condiciones
azarosas que posibilitaron que su personalidad se amplificara. Nerón, Calígula,
Stalin, Hitler, eran sujetos normales, cuyo único problema fue que podían hacer
lo que querían, impunemente. De acuerdo, otros estuvieron en posiciones
similares y no hicieron lo mismo, lo que probaría lo falso de nuestra
hipótesis. Sin embargo, ¿qué le hace falta al misántropo para tornarse
sociópata sino la posibilidad de hacer eficaz su deseo? Ese abismo que hay
entre la teoría y la práctica, la utopía y el revólver, nos salva de
convertirnos en los monstruos que todo ideal desearía para su causa.
Iremos
más lejos: el egoísmo humano, su vileza, su miseria, su arrogancia que antepone
su yo a cualquier género de multitud, es el motor real que le dota de sustancia
al mundo, entendido éste como una dinámica de actos, de acciones, energías que
buscan la consecución de un fin. Este fin, por más noble que sea, termina por
ensuciarse pues las condiciones, las circunstancias, los sudores a los que se
ve expuesta en el logro de su hipostasis, la embarran, la someten a condiciones
bajas. Así, el ser humano, por más que intente lo bueno, termina por ser mal entendido;
el fruto, mal aplicado; la resonancia, distorsionada; e, incluso, termina por revirarle.
Los matrimonios no han servido sino para crear odio, las universidades
ignorancia, y las iglesias homicidas. Las excepciones confirman la regla.
A
lo largo de toda la película no pude evitar pensar en el Hannibal Lecter de la
serie magistralmente caracterizada por Mads Mikkelsen. Ese oxímoron provocador
de que un caníbal sea una persona refinada, hipercivilizada, y que exponga
poéticamente el hecho biológicamente descarnado de que no dejamos de ser
homínidos que visten seda, es una idea omniabarcante de la película en
cuestión. La selección natural, la falsa idea evolutiva de que el más apto
sobrevive como un león sobrevive entre corderos (de esto hay mucho qué decir,
pero no es el tema), se regodea en el fracaso de lo refinado, de la sutileza
del genio que se descalabra por ser inepto en la vida ordinaria. Nos recuerda a
Nietzsche, a Sartre, a esos preciosos ridículos que no podían evitar ser unos
genios carentes de espíritu, todo lo culturalmente interesantes que se quiera,
pero cuyas vidas cotidianas dejaban mucho que desear. Porque, hay que decirlo:
una cosa es la vida espiritual y muy otra, la del genio.
La
vida del genio es la riqueza interior que uno crea en base a la imaginación y
el culto a la belleza, al orden y a la individualidad (no al individuo, puesto
que éste puede no valer nada si carece de la ambición de querer ser único),
siempre surgida de un don particular, de un tono, de un talento. El genio es
centrípeto, va hacía sí, se edifica un altar hacia sí mismo, por eso es
imbatible, y termina por imponer sus verdades. El espíritu, por el contrario,
es disperso, centrifugo, se abre, es generoso porque se cansa pronto de sí y
busca una nueva posición desde cuál narrar sus procesos vitales. El espíritu se
aferra a un yo para no sucumbir a la disgregación, el genio no se aferra a un
yo: no le hace falta, para él no existe más posibilidad fuera de sí que la de
toparse con su proyección. El espíritu es empático, tiende a la santidad; el
genio es egoísta, tiende a lo místico, a fundirse en Dios como una forma velada
de desaparecer en sí mismo. El genio recurre al espíritu para ser creativo, de
lo contrario, se autodestruiría. Los artistas, los creadores, viven en el drama
de esa tensión que el mayor del tiempo produce esterilidad, caos, tragedia. En
términos simples, el espíritu es moralidad, y el genio, aptitud.
Pues
bien, la historia, las biografías de los grandes hombres, por darles un nombre
vulgar, son aquellas en las que ha prevalecido el lado destructivo del genio
(como en Raskolnikov). Eso ocurre porque nos dejamos seducir por nuestros
recursos, nuestras capacidades, y víctimas de que eso nos da derecho a querer
cosas prohibidas, sacrificamos nuestra vida, sin percatarnos de que eso
arrastrará a más de uno. Los que nos aman son los primeros en pagar esa osadía,
para luego ir cayendo de la gracia de nuestros admiradores. Porque, el ser
humano no puede evitar pensar en que Picasso era un misógino, Heidegger un
nazi, Wagner un antisemita: para la vista común, genio y espíritu se confunden.
Puedo advertir, por ello, que les era consustancial el que sus personas se
inclinaran por tal o cuál tara, porque el genio es en sí mismo una tara: la
hipertrofia de crear, de no contentarse con ser, sino elevarse por encima de
todos y de todo, en una corrección al «creador primigenio».
Pero
el ser hipercivilizado no produce estridencias tan llamativas, no se embarca en
ese proceso de autodestrucción que ha llamado tanto la atención en el artista;
no, el sujeto de esa estirpe encalla en la muerte del espíritu que es, en suma,
la caída en el abismo de la esterilidad, el desencanto y el marasmo. No es lo
mismo correr hacia la muerte que saberse ya muerto y seguir caminando. El
hartazgo es, por una desgracia o un milagro, proveniente de voltear los ojos
atrás y percatarse de que el reino de la cultura, de las artes, de las
ciencias, de la filosofía, no han servido ni servirán para inspirarnos a
continuar en un proceso histórico esperanzador. El aristócrata caníbal, sigue
teniendo ese tufo al epiléptico que cree en el progreso y en las revoluciones, al
avance de la historia hacia una meta en la que el hombre es mejor cada día. No
hay asomo de lucidez que nos desnude el hecho de que no se avanza más que a la
muerte, a la extinción total de la especie, a la imposibilidad no sólo de otro
mundo, sino de éste mismo: lo «real», el espíritu flotando sobre la vida pura,
es una alucinación de un Dios demente.
Al
final de la película, la protagonista, marchita y desterrada, dirige una ínfima
obra sinfónica dirigida a un público de creeps; es decir, todo sigue igual…no, es
mejor: se ha desnudado la mascarada y tornado explicita la verdad de que sólo
el dolor produce sabiduría, y sólo la soledad posibilita ese silencio en la que
se hace audible el universo.