martes, 29 de noviembre de 2022

La destructividad del genio

 





Acabo de ver Tár (Field, 22), que, aunque no me gustó (es elegante, por momentos exquisita, cuyo preciosismo termina por desparramarse en nada. La culpa es de la ausencia de sentimientos verdaderos: el drama es falso, va en un crescendo forzado que no termina por cuajar en la respuesta verosímil que ameritaba una virtuosa de la dirección: de tornar bello el dolor más profundo), me parece que da parcialmente al traste con el hecho interesante de que todos, más o menos, en la medida en la que somos más nosotros mismos, es decir, poseemos más carácter que el resto, terminamos por ser unos cabronazos. Así como los momentos de felicidad los olvidamos con facilidad, y los dolores nos marcan de por vida, nuestras bajezas nos definen; pero no como atributos que se contabilizan en una gran suma, sino como efectos naturales, como frutos fatales. Lo que prueba que el ser humano está llamado a estar solo y alimentar esa soledad (campo ideal para un verdadero creador), o preservarla, haciéndose odioso.

Las biografías que dan cuenta de personas buenas, son, evidentemente, falsas. Todo biógrafo, en realidad, es un hagiógrafo más o menos disimulado; es decir, que termina por falsear datos por el afán de edificar nuevos mitos. Es curioso que el personaje central, haya sacado a relucir como ironía, el hecho de que Schopenhauer haya pregonado la búsqueda del Nirvana, cuando fue él quien empujó a una mujer por unas escaleras. Fue un asunto que le costó muchos dolores al filósofo, y que incluso aclara en sus póstumos; detalle que denota la pesada carga que le resultaba, tanto en lo moral como en lo económico pues por mandato judicial tuvo que pagarle una pensión vitalicia a la mujer. Pues bien, resulta muy parecida la vida de esta directora, interesante personaje, (Lydia Tár, si mal no recuerdo su nombre), con la que al final, todos, como zopilotes, comieran del muertito de sus excesos. Esta falta de énfasis en la naturaleza carroñera de los seres humanos en la película fue lo que me produjo malestar. Particularmente porque el crimen mayor de la protagonista fue odiar por despecho a alguien y cerrarle los caminos profesionales, como si eso fuese suficiente para orillarle al suicidio (Un suicida ni siquiera él mismo es responsable de su muerte, es algo que le antecede y que se manifiesta con el mínimo pretexto). Sus otras bajezas, casi travesuras infantiles, carecen de relación verosímil con una personalidad que tiende a la consecución del elevado arte de la música. No existe persona más inofensiva que un músico, dicho sea de paso.

Pero lo que me interesa, el tema que considero más importante, es el hecho desventurado, maldito, de que no se es realmente uno, esto es, auténtico, como cuando el demonio que somos obtiene el poder, teniendo al alcance los recursos que sus ansias expansivas le procuran. El ejemplo del dictador es pedagógico: no es un sujeto excepcionalmente megalómano, sino que estuvo en las condiciones azarosas que posibilitaron que su personalidad se amplificara. Nerón, Calígula, Stalin, Hitler, eran sujetos normales, cuyo único problema fue que podían hacer lo que querían, impunemente. De acuerdo, otros estuvieron en posiciones similares y no hicieron lo mismo, lo que probaría lo falso de nuestra hipótesis. Sin embargo, ¿qué le hace falta al misántropo para tornarse sociópata sino la posibilidad de hacer eficaz su deseo? Ese abismo que hay entre la teoría y la práctica, la utopía y el revólver, nos salva de convertirnos en los monstruos que todo ideal desearía para su causa.

Iremos más lejos: el egoísmo humano, su vileza, su miseria, su arrogancia que antepone su yo a cualquier género de multitud, es el motor real que le dota de sustancia al mundo, entendido éste como una dinámica de actos, de acciones, energías que buscan la consecución de un fin. Este fin, por más noble que sea, termina por ensuciarse pues las condiciones, las circunstancias, los sudores a los que se ve expuesta en el logro de su hipostasis, la embarran, la someten a condiciones bajas. Así, el ser humano, por más que intente lo bueno, termina por ser mal entendido; el fruto, mal aplicado; la resonancia, distorsionada; e, incluso, termina por revirarle. Los matrimonios no han servido sino para crear odio, las universidades ignorancia, y las iglesias homicidas. Las excepciones confirman la regla.




A lo largo de toda la película no pude evitar pensar en el Hannibal Lecter de la serie magistralmente caracterizada por Mads Mikkelsen. Ese oxímoron provocador de que un caníbal sea una persona refinada, hipercivilizada, y que exponga poéticamente el hecho biológicamente descarnado de que no dejamos de ser homínidos que visten seda, es una idea omniabarcante de la película en cuestión. La selección natural, la falsa idea evolutiva de que el más apto sobrevive como un león sobrevive entre corderos (de esto hay mucho qué decir, pero no es el tema), se regodea en el fracaso de lo refinado, de la sutileza del genio que se descalabra por ser inepto en la vida ordinaria. Nos recuerda a Nietzsche, a Sartre, a esos preciosos ridículos que no podían evitar ser unos genios carentes de espíritu, todo lo culturalmente interesantes que se quiera, pero cuyas vidas cotidianas dejaban mucho que desear. Porque, hay que decirlo: una cosa es la vida espiritual y muy otra, la del genio.

La vida del genio es la riqueza interior que uno crea en base a la imaginación y el culto a la belleza, al orden y a la individualidad (no al individuo, puesto que éste puede no valer nada si carece de la ambición de querer ser único), siempre surgida de un don particular, de un tono, de un talento. El genio es centrípeto, va hacía sí, se edifica un altar hacia sí mismo, por eso es imbatible, y termina por imponer sus verdades. El espíritu, por el contrario, es disperso, centrifugo, se abre, es generoso porque se cansa pronto de sí y busca una nueva posición desde cuál narrar sus procesos vitales. El espíritu se aferra a un yo para no sucumbir a la disgregación, el genio no se aferra a un yo: no le hace falta, para él no existe más posibilidad fuera de sí que la de toparse con su proyección. El espíritu es empático, tiende a la santidad; el genio es egoísta, tiende a lo místico, a fundirse en Dios como una forma velada de desaparecer en sí mismo. El genio recurre al espíritu para ser creativo, de lo contrario, se autodestruiría. Los artistas, los creadores, viven en el drama de esa tensión que el mayor del tiempo produce esterilidad, caos, tragedia. En términos simples, el espíritu es moralidad, y el genio, aptitud.




Pues bien, la historia, las biografías de los grandes hombres, por darles un nombre vulgar, son aquellas en las que ha prevalecido el lado destructivo del genio (como en Raskolnikov). Eso ocurre porque nos dejamos seducir por nuestros recursos, nuestras capacidades, y víctimas de que eso nos da derecho a querer cosas prohibidas, sacrificamos nuestra vida, sin percatarnos de que eso arrastrará a más de uno. Los que nos aman son los primeros en pagar esa osadía, para luego ir cayendo de la gracia de nuestros admiradores. Porque, el ser humano no puede evitar pensar en que Picasso era un misógino, Heidegger un nazi, Wagner un antisemita: para la vista común, genio y espíritu se confunden. Puedo advertir, por ello, que les era consustancial el que sus personas se inclinaran por tal o cuál tara, porque el genio es en sí mismo una tara: la hipertrofia de crear, de no contentarse con ser, sino elevarse por encima de todos y de todo, en una corrección al «creador primigenio».

Pero el ser hipercivilizado no produce estridencias tan llamativas, no se embarca en ese proceso de autodestrucción que ha llamado tanto la atención en el artista; no, el sujeto de esa estirpe encalla en la muerte del espíritu que es, en suma, la caída en el abismo de la esterilidad, el desencanto y el marasmo. No es lo mismo correr hacia la muerte que saberse ya muerto y seguir caminando. El hartazgo es, por una desgracia o un milagro, proveniente de voltear los ojos atrás y percatarse de que el reino de la cultura, de las artes, de las ciencias, de la filosofía, no han servido ni servirán para inspirarnos a continuar en un proceso histórico esperanzador. El aristócrata caníbal, sigue teniendo ese tufo al epiléptico que cree en el progreso y en las revoluciones, al avance de la historia hacia una meta en la que el hombre es mejor cada día. No hay asomo de lucidez que nos desnude el hecho de que no se avanza más que a la muerte, a la extinción total de la especie, a la imposibilidad no sólo de otro mundo, sino de éste mismo: lo «real», el espíritu flotando sobre la vida pura, es una alucinación de un Dios demente.

Al final de la película, la protagonista, marchita y desterrada, dirige una ínfima obra sinfónica dirigida a un público de creeps; es decir, todo sigue igual…no, es mejor: se ha desnudado la mascarada y tornado explicita la verdad de que sólo el dolor produce sabiduría, y sólo la soledad posibilita ese silencio en la que se hace audible el universo.




miércoles, 23 de noviembre de 2022

Adiós a la Soberbia Inutilidad

 


Sin duda, una raza muy noble
Una raza muy noble, sin duda


El asunto con «perder el tiempo», no es que se pierda, sino que ese tiempo sea exclusivamente de nuestra propiedad. En cuanto nos debemos o alguien cree que ese tiempo le corresponde, estamos acabados. Ya no se podrá ser libre de la más íntima manera: dejándonos ir, a la deriva, en manos del hastío. Para poder hacer una ofrenda propiciatoria de tal lujo y extravagancia, se necesita ser dueño de lo que se ofrece. Pero, ¿hasta dónde, cuánto y cómo somos dueños de nuestras energías?

Sustraerse del mundo tiene un precio: ser capaz de romper con todo lazo, no por obligación, porque se huya del compromiso, sino porque uno así lo quiere, porque se quiere el destino de vivir de distinto modo. En un principio se tiene la necesidad de romper por hartazgo, porque, incluso, se sabe del profundo desprecio necesario hacia ciertas cosas del mundo. Uno está en ello, lo solivianta, lo azuza, le prende fuego. Nos marchamos y por negatividad la vida nos desgarra. Pero no puede durar pues es una ficción: todos somos víctimas del caos de tener que abrirse paso entre empujones y golpes de codo. No hay odio hacia ningún ser humano que no provenga de una insuficiencia consigo mismo. Odiar a un enemigo es el rodeo para terminar por odiarnos. El odio es la reacción del organismo que no ha podido desprenderse, en franco vuelo cenital, de la masa, y así perderse en algo superior a sí mismo.

Por continuación uno busca lo exactamente contrario a la huida; esto es, el amor hacia un lugar, un sitio. Ahí uno se instala, y cultiva esa adhesión, seguro ya que eso habrá de darnos paz hacia el final de nuestros días. Desde luego, aún nos falta la sabiduría máxima: la pasión también es un espejismo, pero no cuenta como conocimiento más que después de haberlo vivido. Esto es muy importante decirlo pues en el terreno vital es ineficaz que tengamos mucha de esa imaginación que cree poder vivir las hipótesis fatales. Incluso, la inteligencia, del tipo que sea, es débil ante las fuerzas emocionales que nos definen de fondo y que ya han optado por su camino aún en contra de los paisajes que nos hayamos pintado, sueños y expectativas proyectados.

(Uno se enoja porque necesita enojarse, tener espuma en la boca a fin de impulsarse y saltar. A quien lastimemos con eso, será cosa secundaria, pues tendremos una explicación legítima, una causa legal que nos dicte sentencia absolutoria. O al menos eso creemos firmemente).

Todos los días comprobamos que estamos presos, que somos convictos de todo aquello que no queremos. Buscamos algo y terminamos en exactamente lo contrario. Queríamos amor, y he aquí que acabamos en una malquerencia. Queríamos paz, y nos la desvivimos en las ansias de que no nos sea arrebatada. Fácil es llegar a la conclusión de que sólo logramos conseguir exactamente lo contrario a lo que nos proponíamos. Es como si el universo fuese la encarnación de la ironía, una máquina grotesca de producir sarcasmos y bromas, paradojas y disparates… Habrá que desear el odio y la angustia, a ver qué pasa.

Despersonalizamos al universo desde hace mucho: esto no puede ser obra de un Dios bueno. Así, tan abandonados, tan huérfanos de toda seguridad y comodidad,  nuestras mentes naufragan y se entregan a la dulzura de tramar venganzas, de concebir un forma refinada de darle sentido a lo que nos pasa y así sentirnos menos presos. A veces lo conseguimos, a veces no. Un invento, un arma a la que solemos recurrir es la de burlarnos del mundo, de la vida, desapareciendo de ella, entregándonos a la soberbia inutilidad.

Concedido: es imposible tal, pero no es imposible elevarlo a categoría de valor máximo, sagrada guía moral. Vamos, ¿quién demonios ha alcanzado el Nirvana que no pongamos en entredicho?

La soberbia inutilidad no es una huelga, un mitin para amagar al poder, hacerle dieta forzosa al sistema. No, nada de eso. Su esencia se asemeja más a la idea de la ofrenda, aquél obsequio que se les hacía a deidades cruentas y antiguas que exigían la separación de los objetos valiosos de su trama de eficacia, del círculo económico y funcional de la vida. Optar por ser un inútil se asemeja a la reclusión monacal, que por desprecio y repudio al mundo (desde luego disfrazado de pasión por lo divino), veía consumarse una vida sin obtención de fruto de ningún tipo. No hay némesis más radical al paradigma de lo útil de nuestro mundo vulgar y bajo, que esa fuga. Y aunque se nos diga que tales renuncias no tienen nada de original, con ello nos inflan más de orgullo: sólo las almas superficiales tienen un apego por lo novedoso.

La soberbia inutilidad podría ser nuestro galardón de no ser por un obstáculo mayúsculo con el que nos topamos: de manera natural e intrínseca estamos entregados al autoboicot, a la concepción mutilada, al esbozo abortado. Esta imagen nos va justa a pesar de ser reiterativa: todo lo que hacemos es como un fruto que no logró madurar y caer al suelo pues los pájaros y el gusano se lo devoraron en el árbol. Nos surge una duda: ¿hemos postulado un valor, que vale tanto como decir una deidad, para justificación de nuestras debilidades, nuestros vicios y taras? O para ser más exactos: ¿hemos vuelto libertad nuestro destino? Estábamos condenados a ser presos, pero fingimos optar por esa reclusión. Así, elevamos nuestra condición a un plano digno, a una situación «existencial».

(El existencialismo, esa payasada que cree que podemos elegir ser mártires de nuestras obsesiones e insuficiencias, etc.)

Nos pudre la vulgaridad de esa salida. Ni siquiera nuestra vida nos pertenece, no podemos hacer lo que nos venga en gana, no podemos ser un genio o un idiota, pues algo definió eso por nosotros. Pero sí podemos, pues ahora aquí sí tiene valor, imaginarnos el porqué de esas taras, o mejor dicho, por qué el boicot de querer elevar a categoría de paradigma supremo a la inutilidad absoluta.

Las personas con talento que no se aventuran a más, que se quedan en el gustoso y hasta digno plan de ser unos aficionados, suelen inventarse un instrumento eficaz de lisonjearse sus cobardías: el miedo al ridículo, a ser un pretencioso que no valía nada; a ser un imitador de quién sabe quién, o de producir golosinas culturales que a nadie le sacia el hambre. Ese miedo es muy fundado, por cierto, porque cruel es la verdad. Pero no vale como forma de conseguir una plenitud personal a la que no le bastan esas verdades, pues si la vida es una gran destructora de éstas, nuestros organismos vivientes también lo son. Por más que nos lo ocultemos, en nuestro interior, se sigue fraguando la sed de seguir adelante, no con éxito o con reconocimiento, trivialidades procaces, sino con el placer de crear expandiendo los límites creativos, de pasar de lo ordenado a lo bello, y de lo bello a lo sublime, por decirlo en términos simples.

Existe otra forma espuria y particular por la cual se opta por no entregar por completo el fruto de nuestro trabajo: por la estrategia ladina de que crean que podíamos más. En el terreno intelectual es cosa corriente los póstumos incompletos, los cuadernos abandonados, e, incluso, las explicaciones de nuestros métodos de inspiración, ¡valga el oxímoron!, para que el público divague hasta la especulación desmesurada sobre la clase de genio sacrificado que se era. Pero el ser humano no tiende ni tenderá a la consecución de propósitos tan píos. No hay nada que admirar en lo periclitado más que una soberana mixtificación de insuficiencias en el talento.

Pese a que existen obras literarias u otros productos artísticos que fueron coronados con el suicidio de sus autores, la creatividad se encuentra íntimamente ligada con el instinto de supervivencia. La creatividad suprema se da cuando en psicología, somos capaces de ver una salida a nuestros laberintos emocionales, los que, por no haber sido solucionados en su momento, se acumulan y ensañan con nuestras fuerzas. La mente, inflexible, corrosiva (o incompetente, sino es que es lo mismo), suele hacer dicotomías que le brindan capacidad de comprensión, hasta que desde abajo, pulsaciones más fidedignas a lo vital, ejerzan coacción para cambiar de perspectiva. Una realidad que los filósofos parecen desconocer pues a lo largo de sus biografías es notorio el empeño en sacrificarse en aras de una cosmovisión que sus mismos organismos rechazan. Hemos tomado «decisiones» (por darles un nombre), siguiendo quimeras mentales, o, mejor dicho, hemos hecho interpretación de nuestros movimientos biológicos, siguiendo cierto paradigma de explicación que a la larga deviene obsoleto. En efecto: lo primordial en psicología es saber que el organismo siempre está adelante, que lo que llamamos voluntad, está cargada (como se carga un dado), por la fuerza de necesidades hondas que, al menos en un principio, son difíciles de prever y de valorar.

Como un sinodal, nuestras vidas podrían sentar a nuestras verdades y hacerles ciertas preguntas, del tipo: «contigo, ¿se puede suficientemente vivir a fin de poder morir en paz?» Porque, parece ser, a la verdad no se le escoge, sino que se trata de una proyección personal. Esto quiere decir que no se le escoge, pero que no por eso no nos convenga. De hecho, es más apropiado decir que, precisamente porque nos conviene, no se le escoge. Estamos forzados, por necesidad, a echarnos a sus brazos. Es de hecho, lo más convenenciero que existe porque solapa la parte más «beligerante» de nuestro ser. La prueba de ello es que el ser humano, narcisista y ególatra por naturaleza, no puede vivir sin religión, es decir, sin alguien que continuamente lo sobaje y humille…a cambio de la eternidad, desde luego.

La vida humana requiere de lapsos de distensión y contención, de extremos en los que colocar las certidumbres contradictorias que su ser le arrojan. Una salida fácil a esas paradojas desmesuradas es la creación de cosas como la dialéctica, que no son más que galimatías sin sentido que no terminan sino por revelar la gran fragilidad de la inteligencia humana. No: la vida requiere de renuncias, rupturas, herejías y nuevos comienzos sin conciliación de ninguna especie, y no se puede pasar todo el tiempo divagando en una verdad tan omniabarcante que nos seque los caminos. La verdad es insoportable, de ahí la necesidad de refugiarnos en el nomadismo, en la suprema mutación perenne del artificio. Si todo eso, desde fuera, da la imagen de sistema, de proceso, es cosa que no sólo no importa, sino que no nos debiera de importar.

Así, nos contorsionamos en una negación de nosotros mismos, luego, por hartazgo, nos recreamos en la prolongación de nuestro yo, para luego, regresar y etc. Pero todo ello no ocurre de manera racional, ni lógica, ni entendible por ninguna ciencia por el ser humano inventada. El consejo que podemos discernir entre tanto ruido es el de aprender a escuchar nuestras necesidades, a potenciarlas y liberarlas…porque un satisfactor le espera, seguramente, pendiendo de alguna rama. Se optó por la inutilidad absoluta, en su momento, porque eso aquilataba las ansias creadoras, el añejo de la rabia de querer vivir.

La soberbia inutilidad, finalmente, gana porque de fondo debemos reconocer que nada en esta vida logrará sobrevivir. Todo perecerá, en miles de años ya no se sabrá más de nosotros, e incluso, en un millón más, la civilización habrá desaparecido. Pero eso aún no ocurre, y sería necio, como el ansioso que no bastándole los males presentes, desea también los futuros, negarse a darle rienda suelta a la vida que nos tocó vivir.

viernes, 18 de noviembre de 2022

La creación como crecimiento

 




Los escritores jóvenes, o la gran mayoría, les ocurre lo que a otros artistas en otros géneros, en particular en la música: al carecer de cultura suficiente (por más devoradores de acetatos o libros que hayan sido), terminan por repetir esquemas o tonos enteros que a un conocedor ya hasta le aburren. El resultado es una especie de plagio inédito, de pan con lo mismo de ínfima calidad que morirá abortado. Carecerá de futuro, pero, sobre todo y más que nada, de influencia en la cultura en el devenir de los siglos.

Es una paradoja puesto que sólo tienen ganas de publicar o de alcanzar el prestigio de publicar, los jóvenes, por lo común, carentes de toda profundidad. Sólo los genios se salvan de ello y pueden, al menos con algún suicidio, salvar la insidiosa ingenuidad de ser escritor.

Ha pasado que las primeras publicaciones sólo sirven como degustación. Que ya luego viene lo serio, lo real, el platillo principal, siguiendo con la metáfora sospechosa. Muchos autores reniegan de sus primogénitos como a bastardos. Y sin embargo, es ilustrativo percibir qué tanto ya estaban ellos todos ahí, incoados, en potencia. Tal es el caso de Dostoievsky, que después de la experiencia siberiana será casi por completo otro. Si hay alguien que contraviene la idea de que el destino es nuestro temperamento, ese es el escritor ruso. Una toma de consciencia como ninguna otra se obró, arrebatándole a su destino la fuerza de su inercia: la insustancialidad del ser humano y lo sospechosa de toda forma de salvación. Esto es superlativo si observamos que proviene de quien solía ser un romántico revolucionario, un creyente en el porvenir humanitario.

Esa transfiguración ha tenido muchas interpretaciones, incluso la que lo convierte en mártir cristiano. Pero nada de eso; sólo una lectura desatenta nos impedirá ver que Dostoievsky siempre se está burlando de sus lectores, lo que lo torna escurridizo, y sólo legible a los desahuciados y nihilistas. Pero ese es otro tema.

Lo que importa aquí es hacer ver que, incluso el autor más profundo que ha dado la humanidad, tuvo que emprender su odisea de lo vulgar, de la simplonada, lo bonito y lo socialmente aceptable. Era hijo aún de la literatura clásica, de Pushkin y Gogol, etc. No podía, para poder vivir de su pluma, dejar de vérselas con temas tradicionales, desde enfoques convencionales. Pero el paso y repaso, dominio hasta la saciedad de esos aspectos técnicos le ayudó a adquirir una maestría inusitada en la creación de personajes y de circunstancias como nunca se ha vuelto a ver en la literatura. Desde luego el tipo de literatura en la que se desarrolló Dostoievsky ya terminó, y ya nunca más se podrá regresar a ella.

En pintura ese recorrido es mucho más claro, casi pueril de poder entenderlo, con todo y Van Gogh (ese insólito aficionado), quien como Bach y Rimbaud, es uno, desde el principio hasta el final (Nótese como el primero es el summum, en este caso del barroco, y como el segundo, el pionero de la poesía moderna). Pero el caso de la literatura es un campo aún intermedio, pues en el dominio en el que menos visible resulta es en la música: un buen músico suele no conocer limitantes técnicos cuando su imaginación está desatada. De hecho, pese a los muchos conocimientos teóricos que adquiera después, él mismo se seguirá maravillando que haya hecho composiciones juveniles tan acabadas. Sólo acertará a decir: «yo no creé este engendro, me vino de un sueño, sólo fui un instrumento para que viniese a la vida». Como Napoleón en Santa Helena, que no sabía nada en su última batalla que no supiera desde la primera, Bach carece por completo de evolución real: todo él es unitario, monolítico. Es como si el músico estuviese más cercano al espíritu del héroe deportivo que en un destello de pocos años conoce su plenitud. Precisamente, la música, ese arte tan aéreo, gran parte de su nobleza proviene de la total ausencia de necesidad de conocimientos teóricos para poder darle su mágico esplendor. Eso también explica por qué hay mucho resentido que se venga del creador puro sacando a relucir en la crítica los aspectos menos briosos de su técnica o formalidad. En música, como en casi todas las artes, hay mucho maestro, mucho conocedor, eruditos, pero soberanamente estériles, incapaces de crear una sola pieza medianamente disfrutable. Así, el virtuoso es una extensión del crítico en tanto atiende a una formalidad excelsamente hueca. Un fenómeno que suele repetirse una y otra vez: que en atención de los aspectos formales se olvide por completo el panorama total de la obra, el universo al que atiende, el tono subterráneo del que proviene.

En literatura eso es mucho más complejo pues la mayoría empieza por imitación, como por un acto reflejo. Sin embargo no es imposible adivinar, como pasa con los malos poetas y los malos filósofos, que sus lecturas han malamente consistido en leer poesía y filosofía, respectivamente, cuando sus fuentes debieron haber sido muy otras. Incluso, y para acabar pronto: leer demasiado también puede ser perjudicial para un escritor. En el caso de ignorar libros y autores, pueden ocurrir dos cosas: una, o se reinventa el agua tibia, o se revela un universo más o menos inédito. Recordemos: nadie puede ser original, a lo sumo se aspira a hacer plagios inadvertidos, en una síntesis sutil que borre las fuentes; por lo que casi tenemos una respuesta en materia de riesgos del dilema anterior.

Eso, respecto a las causas, respecto a los efectos, es pertinente señalar que todo autor debe necesariamente cultivar la soledad. Un escritor que conoce continuamente la tertulia, termina por secarse. De ahí la observación muy bien hecha de que los autores latinos suelan divagar debido a su excesivo desgaste en la cháchara. Llegados al momento de expresarse sobre la hoja en blanco, ya no tienen nada que decir. Los espíritus taciturnos, como el caso de los europeos del este o los nórdicos, quizás los orientales también, son privilegiados en ese campo: sus laconismos y hasta sus mutismos los enriquece interiormente, para mejor aprovechamiento de sus artes. Situación que, por otra parte, aprovechan los críticos de la cultura para sacar a relucir el carácter banal de toda creación, su artificialidad frívola. Es verdad: mucho se dice que la verdadera vida es mucho más ocurrente, que existen crápulas ingeniosos en cuyas borracheras conciben aforismos que hasta La Rochefoucauld envidiaría y que quedarán para siempre en el instante perdido.

Todo arte busca, así, arrebatarle a la eternidad la vida que parimos, dejar la huella de nuestro insustancial «yo». Porque de lo que se trata no es de soslayar la muerte, sino de una acción modesta y realista: advertir que nuestra identidad, nuestra persona, es tan pobre como para poder preservarse en el frasco de lo literario. Pensándolo bien, replanteando todo, la acción de escribir y dejar huella de sí, es un acto estremecedor, con una mezcla sutil de lo macabro, lo sublime, y lo sensual. De ahí que dar muestra de un proceso de despliegue de nuestro ser, en inicios trompicados y desastrosos, como si aún nos costara romper cordones umbilicales espirituales, sea la medida humanamente necesaria para llegar a convertirnos en quien deberíamos llegar a ser.