miércoles, 25 de enero de 2012

UN MALENTENDIDO FUNDAMENTAL




En este apartado, ensayaré un análisis del concepto de cristianismo como fenómeno histórico, tomando un tema respecto al concepto que del mismo tenía Friedrich Nietzsche. Al par, trataré de explicar algunos de sus conceptos sobre la negatividad del espíritu humano en tanto metafísica occidental en decadencia, y su  visión propósitiva de superación de esta etapa del espíritu del hombre. Esto, se hace bajo la justificación de querer mostrar el desliz que se efectúa, en términos de interpretación de la historia, de la presunta definición paradigmática del cristianismo hasta llegar a la definición de cristianismo como forma de vida fáctica.

Nietzsche inicia su discurso respecto al Cristianismo señalando que no existe otro malentendido en lo religioso, tan dañino como el que una vez apuntó en el parágrafo 39 de su “Anticristo”:

      “Retrocedamos y contemos la verdadera historia del cristianismo. Ya la palabra cristiano es un equivoco: en el fondo no hubo más que un cristiano, y éste murió en la cruz”[1].


Ese daño moral que se autoinfligió el cristianismo, según Nietzsche, estriba en su forma semántica adoptada, su nombre como religión base de occidente, en su generalización histórica y abstracción ideológica. El Evangelio, para utilizar los términos del de Röcken, en su hipóstasis, sufrió de una verdadera kenosis[2]: el vaciamiento de su sentido, la mutación forzosa de su literalidad desde el momento en el que se le nombró “Evangelio”:

“El Evangelio murió en la cruz. Lo que a partir de aquel momento se llamó evangelio era lo contrario de lo que él vivió; una mala nueva, un Dysangelium.[3]

 
Acto inverso u originario mediante el cual se cumplió la entrada al circuito del absoluto. Tal y como señala Cioran, la idea pura, de naturaleza neutra, cuando el hombre la descubre y se deja enajenar de ella, acontece aquella deducción histórica, contrapartida de la encarnación del verbo, de la natividad, porque el hombre “proyecta en ella sus llamas y sus demencias; impura, transformada en creencia, se inserta en el tiempo, adopta la figura de suceso: el paso de la lógica a la epilepsia se ha consumado…”[4]

Más, ese paso, ya sea como caída en la acción de lo humano, o interpretación atenta del acontecimiento histórico como puro, y su posterior degeneración lingüística y por tanto, o mejor: en tanto conceptual, marcan el anuncio del fin de la racionalidad occidental[5].  Este anuncio, de tono expansivo en Nietzsche y de tono retrotrayente en Kierkegaard, acusan la perfecta separación de los ordenes esenciales y pre-senciales, la ruptura que imposibilita al teólogo, al filósofo y al religioso siquiera poder hablar de lo acontecido como algo capturable por el modo de ser conociente: el cristianismo es un equivoco, porque su concretud histórica, provino de la naturaleza propia del instinto, de la efectividad de un espíritu puro administrado por la fuerza ateórica de un ser personalísimo: Jesucristo como ser, su realidad metabíblica, está acotada fuera del margen de la exégetica y las ciencias estatizantes: Dogma y Credo. (Derrida).

Momento después, en el mismo parágrafo 39, Nietzsche señala que el cristianismo es “no una creencia, sino un obrar, sobre todo, un no hacer muchas cosas, un ser de otro modo...”[6] Es decir, su com-postura es negatividad: alzarse por encima de lo puesto (positivo), estar de acorde a un modo del Ser, ajeno a la intervención de la consciencia paralizante:  Los estados de conciencia, por ejemplo, una fe, un tener por verdadero –toda psicología sobre este punto- son perfectamente indiferentes y de quinto orden, comparados con los valores de los instintos; hablando más rigurosamente, toda la noción de causalidad Espiritual es falsa[7]. Y esto, no porque lo espiritual esté mermado, que puede que lo esté, pero ante la evidente merma de fuerza, en términos del Will zur match[8], del sentido de la “causalidad”, es imposible equipararle al reino de la espiritualidad lazo necesario alguno, categoría conceptual posible.

Aquí, es relevante connotar lo que Nietzsche está entendiendo por “Espiritual”. Dentro de la presentación del texto, no salta ninguna referencia socrática, ninguna forma de alegoría hiperbólica: parece ser que la agresividad de su denuncia no le permite la ironía: en realidad cuando Nietzsche dice “espiritual” se está refiriendo a la energía propia del hombre desprovisto de cualquier sombra de decadencia, en el sentido de búsqueda formal de una elevación o superación de sí mismo (visión prototípica de la metafísica nietzscheana)[9], al menos en este pensamiento nuclear, en la que contrapone lo “causal”, entendido, ya sea en su referencia Aristotélica o del idealismo alemán, como aquella gratuidad propia de una costumbre corta de inteligencia, que incurre en el vicio del lugar común donde se reúne todo lo que, en otro campo extranjero, es absurdo y bestial. A la manera de Hume, la ruptura de la “reconciliación” (término utilizado también por Kierkegaard en referencia al Aufheben[10] hegeliano), implica la señalización de un vacío: no hay tal como lo “uno”, la “ousia”, o la causalidad:

 
“…nos figuramos por consiguiente, que “intelligere” es alguna cosa conciliatoria, justa, buena; algo esencialmente opuesto a los instintos, mientras que en realidad no es más que una cierta relación de los instintos entre sí”[11].


Luego, tal y como Kierkegaard expone en sus Migajas Filosóficas y su Apostilla, la “sistematización”, la creación de una estructura conceptual unificada bajo el rotulo de lo “cristiano”, adolecen de la deficiencia humana del alejamiento de la provincia de lo auténtico (Heidegger): el Filósofo, el teórico de la vida, abandona a los hombres “de carne y hueso”, tal y como diría Unamuno, para situarse en la “reconciliación” o “síntesis” (Fichte), de la razón que inte-liga, lee-dentro de las causas de las que adolecen los seres. Pero este nombrar como “algo” aquello que simplemente es interacción y dinamismo, no sólo deviene en una crítica fundamental a la epistemología de la época, (todo ello ya existía desde Descartes), sino en la implantación de un sistema de conocimiento que se pretende distinto: Todo acto de consciencia es un acto pasajero, no que sea malo, pues eso es de catecismo infantil, sino sólo superable:

Hemos eliminado el mundo verdadero: ¿qué mundo ha quedado?, ¿Acaso el aparente?... ¡No!, ¡al eliminar el mundo verdadero hemos eliminado también el aparente!”[12]

Luego, al incoarse en la palabra, en la deficiencia lingüística, el acontecimiento que de suyo brotó desde las entrañas (importante el plural) de una espiritualidad única e incapturable por lo religioso (en sentido peyorativo), se trastorna al mundo del hombre, fanático de sí e imposible de atreverse a derribar el ídolo que de sí mismo se ha confeccionado, en una pálida sombra desprovista de todo ímpetu vital. No es este el lugar para esclarecer de manera correcta este punto importantísimo en el pensamiento de Nietzsche, por lo que solamente nos limitaremos a exponerlo de manera tangencial. Este proceso que supo ver claramente Foucault y que no es más que el anuncio de todo su análisis postestructuralista, es la clave hermenéutica de la cual parte la crítica acérrima al cristianismo[13]:


“Reducir el hecho de ser cristianos, la cristiandad, al hecho de tener una cosa por verdadera, a un simple fenomenalismo de la conciencia, significa negar el cristianismo”[14].


O tal y como decía en otra obra: “no existen hechos morales, sólo juicios morales”, distinguiendo con ello ese mundo falsario de la consciencia, del real transcurrir humano: bizarro, agresivo, visceral, instintivo y enérgico, que sobrepuja toda forma de equilibrio para situarse siempre por encima de sí.[15] La mejor prueba de ese descubrir a tientas la pluralidad de “pulsaciones” que como hervidero le hacen tomar forma a ese vapor “espiritual” que es la razón,  es que el cristianismo, dentro de su constitución anímica, no ha escapado de esa verdad: los mejores tiempos de esplendor del cristianismo se vivieron bajo el reinado de los papas, y del dominio demente de una mente afectada por la idea de “Verdad”, “luz” o “Dios”[16]:


“En realidad, jamás hubo cristianos. El cristiano es simplemente una psicológica  incomprensión de sí mismo. Si mira mejor en él verá que, a despecho de toda fe, dominan simplemente los instintos, ¡y qué instintos!”[17]


Mucho se ha dicho que Nietzsche, a pesar de arremeter contra el cristianismo, deja intacta la imagen del carpintero de Galilea, y esto obedece a la precisión de que Nietzsche, incluso, admira la figura de ese líder religioso: todo lo que causa espanto y admiración (como lo causa el fundador del cristianismo), revelan la presencia de un espíritu frondoso y dominante, ahíto-explosivo, contenido-empedernido por lo circunvalante, un ser anormal, inhumano, monstruoso:


El hombre es el animal monstruoso (Untíer) y el superanimal (Übertíer); el hombre superior es el hombre monstruoso y el superhombre: ésa es la relación. Con cada crecimiento del hombre en dirección de la grandeza y la altura crece también hacia lo profundo y lo terrible: no se debe querer lo uno sin lo otro, o más bien: cuanto más hondamente se quiere lo uno, con tanta mayor hondura se alcanza precisamente lo otro”.[18]


La imagen del Nazareno queda clara: es también un superhombre (Übermensch) dentro del proceso del Will zur match[19] revelador de la auténtica existencia: la que no se recubre con las capas históricas o conceptuales de una ideología moralizante, estatuaria, acosada por la inercia de los instintos de decadencia. Más, este hombre, líder nato, superfigura de una turba perniciosa, elevado a categoría de “idea” a través de un proceso teológico que reporta perdidas inconmensurables para la humanidad, no puede ser objeto de disertación alguna pues, como todo gran solitario y signo criptogramático, permanecerá en el más caro silencio virtud a sus comentadores. Las fuerzas que se congregaron en ese hombre, nada tienen que ver con los valores que luego se consolidaron para dar paso al telón de la “fe”:

La fe fue en todos los tiempos, por ejemplo, en Lutero, sólo una capa, un pretexto, un telón, detrás del cual los instintos desarrollaban su juego; una hábil ceguera sobre la dominación de ciertos instintos... la fe – ya la he llamado yo la verdadera habilidad cristiana –: se habló siempre de fe, se obró siempre por sólo el instinto...[20]


El proceso de dominación occidental estuvo elaborado desde las altas catacumbas de los mártires y los filósofos de la Revelación, como una invasión compleja que arremetió, según Nietzsche, contra la verdadera forma humana de expansión y dominación.  Si en Kierkegaard sirve la denuncia para una vuelta a un Dios más real, entrelazado con el alma humana a través del hilo finísimo del estado límite, en Nietzsche, la caída de los regímenes religiosos internos es inminente (no externos, pues en tal caso, eso también lo hace Kierkegaard). Es claro como ambas reacciones obedecen al mismo proceso descriptivo que estaba por acontecer, y que, merced a las particularidades de cada pensador, toman dos caminos muy diferentes que en esencia se identifican: El hombre realmente religioso se encarna en un hombre aquejado por la contradicción, la duda y la socavación de su propio instinto. Esta “parálisis” precoz que experimentaron el pensador danés y el austriaco, traza un puente con nuestra modernidad que hasta el día de hoy se ha visto insuperable. El nudo central por el cual se da el drama postmoderno tiene su punto de partida en esa “ruptura de la intersubjetividad”[21], del socavamiento de todo género de metafísica, como afán (y he allí el quid y la posible solución) de la reivindicación de la autenticidad humana. Los procesos económicos, y por encima de éstos, la superestructura que ya denunciaba Marx, que hoy día se transparentan en toda su dimensión oligárquica y terrible, dieron pie a las reflexiones de ambos precursores del llamado “existencialismo” para la búsqueda individual de sentidos vitales. Hoy, dicho llamado, a partir de una cada vez más dispersa religiosidad, se torna más urgente y necesario de precisar el contenido sustancial de lo religioso: es evidente que el “Cristianismo” como el fenómeno que fue, está desapareciendo. El primer síntoma lo supieron ver los aquí comentados, pero la consumación de la enfermedad vino marcado por a penas y sus influencias, sino por la creciente mediocridad del hombre “normal”, autosuficiente y orgulloso de su mundo[22].

 
“En el mundo cristiano de las ideas no se presenta nada que tanto desflore la realidad; por el contrario, en el odio instintivo contra toda realidad reconocemos el único elemento impelente en la raíz del cristianismo. ¿Qué es lo que se sigue de aquí? Se sigue que también in psychologysis el error es radical, o sea determinante de la esencia, o sea de la sustancia. Quítese aquí una sola idea, póngase en su puesto una sola realidad, y todo el cristianismo se precipita en la nada.”[23]


Pues fue precisamente eso lo que ocurrió: el mundo falsario del Cristianismo se extinguió: sus ruinas son precisamente su única realidad. Siempre fue ruinas, sus Iglesias y Estados se elevaron sobre el error de unas cuantas ideas (pecado, salvación, piedad, castigo, etc.), que, al paso del tiempo, cuando el cristiano dejare de “odiar a la realidad”, terminarían revelándose caducas: ¿cuánto no se ha dicho que el hombre solamente puede ser feliz en tanto que egoísta? Sucede que el hombre cambió de mundo: ahora cualquier valor cristiano lo hace sonrojarse, precipitarse sobre las armas de su rebeldía. Sucedió, si hacemos caso de lo que acusan Adorno y Horkheimer al comienzo de su dialéctica del Iluminismo, lo que tanto anheló la Ilustración: se querían hombres libres, fuertes, soberanos e iguales entre sí: amos y dueños de la tierra. Pero esto sólo fue el inicio, el génesis del proceso desmitificador que “culmina” en la caída de los regímenes basados en la “razón”. El pensamiento de posguerra se ha levantado de en medio de las cenizas de un mundo agotado, ajado por los grandes proyectos una y otra vez renovadores que ya no conmueven ni al rebaño más ingenuo. Esta “precipitación en la nada” en otra parte[24], con tono más profético, Nietzsche lo identifica con el punto culminante del Nihilismo y lo aúna al comienzo de la liberación completa del hombre, de la aparición de un ser puro creador, quien es capaz de vivir en la nada, sobre la nada, siendo, por ello, él fuente y continuo alimento de todo lo “existente”. Esta es su anticipación, no su acción nihilista del cual él sólo fue portavoz, sino su intervención “quirúrgica” para sanear la contaminación axiológica:


“…Nietzsche no pensó nunca sino en función de un apocalipsis futuro, no para ensalzarlo, pues adivinaba el aspecto sórdido y calculador que ese apocalipsis tomaría al final, sino para evitarlo y trasformarlo en renacimiento…”.[25]


Este paso, en la consumación de la metafísica nietzscheana, sirve de resorte para catapultarlo a la mirada oblicua del filósofo-divinidad (otra forma de llamarle al superhombre), que mira con “amabilidad” a la estupidez humana:

“Mirando desde lo alto, este hecho insólito entre todos los hechos, una religión no sólo plagada de errores, sino sólo creadora de errores nocivos, que envenenan la vida y el corazón, y hasta genial en inventarlos, es un espectáculo para los dioses, para divinidades, que lo son también los filósofos, y que yo, por ejemplo, he hallado en aquellos famosos diálogos de Naxos. En el momento en que la náusea abandona a estas divinidades (¡y nos abandona a nosotros!) se hacen agradecidas al espectáculo que ofrecen los cristianos; aquella miserable pequeña estrella que se llama Tierra, merece acaso únicamente en gracia a este curioso caso una mirada divina, un interés divino... Nosotros estimamos muy poco el cristianismo: el cristiano falso hasta la inocencia deja atrás a los monos; respecto de los cristianos, una conocida teoría de la descendencia es una pura amabilidad...”[26]


Ahora, tal desmantelamiento del suceso histórico, nos brinda la oportunidad de reconsiderar lo gratuito de nuestras ciencias y la capacidad humana como susceptible de lo religioso ataviada con el ropaje que sea. Valga, en este punto final, retomar el momento de “decisión” por el cual dos posturas tan influyentes llegaron hasta donde llegaron a pesar de partir del mismo lugar. La estrategia de Camouflage asumida por ambos, sus mascaradas, sus contradicciones, marcan una época de desgarramiento que, como tal, nos proyectan al lado contrario de cada una de sus posturas “asumidas”. La rueda ígnea heracliteana, vive de ese fervor por lo divino, y sólo en la destrucción del ídolo (Imagei) se consuma el incesante fuego que, consumiéndose, es más fuego todavía: Dios demuestra que es Dios cada vez que se autodestruye, aunque, en realidad, por siempre busquemos a un Dios verdadero por encima de una fe extática.



[1] Nietzsche, Friederich. El Anticristo. 1895.
[2] Término teológico que hace referencia al Acto del Verbo de encarnarse: vaciarse de sí mismo para volverse hombre.
[3] Ibidem.
[4] Cioran. E. M. Genealogía del fanatismo. Précis de Décomposition. Gallimard. París 1949. Versión castellana de Fernando Savater en “Adiós a la Filosofía y otros textos”. Alianza Editorial. 1999.
[5] Todo lo referente a la crítica histórica, en su “Segunda intempestiva”, se recoge en el summum de la encarnación de la idea como proceso histórico que culmina (o debe culminar) en la abolición de los principios por los cuales la historia sobrevive. De esta manera el “nihilismo” no es más que, en realidad, el proceso de la historia de occidente propio en tanto despertar del quietismo historiográfico.
[6] Nietzsche, Friederich. EL Anticristo. 1895.
[7] Ibidem.
[8] Prefiero utilizar el término original, a sabiendas de la imprecisión de traducir “Voluntad de poder o de dominio” que es la más aceptada.
[9] Ver por ejemplo, el concepto manejado en el parágrafo 23 de la Genealogía de la Moral.
[10] “Reconciliación”, “síntesis”, “en sí y por sí”, “autoconciencia”, “negación de la negación”, etc. 
[11] Parágrafo 333 de la Gaya ciencia. Una interesante hermenéutica de este texto la ha hecho Foucault a propósito del “Non ridere, non lugere, neque detestari, sed intelligere”de Spinoza, anteponiendo todo lo que significa “conocer” como suma de instintos positivos, al concepto habitual de la razón ilustrada que pregona una serenidad conciliatoria.
[12] “Historia de un error” en el Crepúsculo de los ídolos.
[13] Sobre este tema, ver “La crítica nihilista del conocimiento en Nietzsche” de Habermas en “Sobre Nietzsche y otros ensayos”, versión castellana de Carmen García Trevijano y Silverio Cerca, Madrid, Tecnos, 1982.
[14] Nietzsche, Friederich. EL Anticristo. 1895.
[15] Ver parte final de “Aurora”.
[16] “Las épocas de fervor sobresalen en hazañas sanguinarias: Santa Teresa no podía por menos de ser contemporánea de los autos de fe y Lutero de la matanza de los campesinos. En las crisis míticas, los gemidos de las víctimas son paralelos a los gemidos del éxtasis…” Cioran. E. M. Genealogía del fanatismo. Précis de Décomposition. Gallimard. París 1949.
[17] Nietzsche, Friederich. EL Anticristo. 1895. parágrafo que venimos comentando.
[18] Nota 1027 de los fragmentos Póstumos, citado por Heidegger en Nietzsche II.
[19] Ver nota al pie 7.
[20] Ibidem nota 15.
[21] Respecto esto, véase en el capítulo dedicado a Heidegger en “El Discurso Filosófico de la Modernidad” de Habermas, un interesante análisis sobre el atolladero filosófico que implicó el sobrenfásis en el internamiento de la verdad existencialista, a propósito de la exposición de su teoría de la acción comunicativa como propuesta a la superación epocal de esa ruptura y aislamiento del hombre moderno.
[22] Como diría Ortega y Gasset: vivimos la época del señorito satisfecho, orgulloso de su barbarie técnica y científica, de su estilo de vida reconfortado en el Estado burgués y “democrático”. (La rebelión de las masas).
[23] Ibidem nota 19.
[24]¿Qué ha ocurrido en el fondo? Al comprenderse que no es lícito interpretar el carácter total de la existencia ni con el concepto de “fin, ni con el concepto de unidad”, ni con el concepto de “verdad”, se ha llegado al sentimiento de la carencia de valor. Con ello no se ha llegado a nada, no se ha alcanzado nada; en la multiplicidad del acontecer falta la unidad que la abarque: el carácter de la existencia no es “verdadero”, es falso..., simplemente no se tiene ya ninguna razón para insistir en un mundo verdadero... En resumen: las categorías fin”, “unidad”, “ser”, con las que hemos introducido un valor en el mundo, han sido nuevamente retiradas por nosotros -y el mundo aparece ahora carente de valor...” Fragmento n. 12 (XV, 148 a 151; noviembre de 1887-marzo de 1888) de los Fragmentos Póstumos o Wille Zur Match de Nietzsche según Heidegger.
[25] En El hombre rebelde, Buenos Aires, Losada, 1975. Albert Camus.
[26] Ibidem nota 19.

sábado, 21 de enero de 2012

SI NO ES DIVERTIDO, NO LO HAGAS


LO MÁS DIFICIL: COMENZAR



Y LA COSA SE EMPIEZA A PONER DIVERTIDA



STRIKE 1




STRIKE 2




YA CASI ESTÁ LISTO





BUENO...MAOMENO LISTO.










AUTOVIOLACIONES LÍRICAS



PORQUE ESTAMOS ENTRE PUROS CHINGONES...

miércoles, 18 de enero de 2012

GRITOS Y SUSURROS (o del evangelio de lo femenino).






Se podría decir que encaja a la perfección con la fiereza de una batalla a pesar de su inminente derrota. Y vaya derrota, desastrosa, profundamente dolorosa.


La madre de las tres hermanas pareciera que adivinaba el dolor por venir de éstas. Y en ella todos los rasgos de la belleza solitaria parecieran reunirse. Pero tan hechas a la medida de las debilidades humanas, se nos ofrece un cuadro anti-clínico: no existe la normalidad, toda forma de vida, por más holgada que sea, tiene los tormentos de la medida desesperada.


Veo anti-histerismo, anti-Jane Austen, anti-mesura.   Veo pro-metaficismo, pro-comunismo, pro-alarde de virtuosismo fílmico. Pareciese poco, o modesto, pero la construcción de esta obra de “cámara” es monumental. Con la perfecta sincronía de un cello barroco, se entremezcla una sensualidad tan sutil como efectiva, un miedo filosófico, un desborde de rojo como sangre de cordero moribundo. La que unía a las hermanas con su dulzura cristiana, ha muerto. Solamente quedan los escombros de una fraternidad rota. Después de resucitado Cristo, solamente quedan unos pocos que se llevan su evangelio como única herencia. El efecto reflejo de la película con la historia de Cristo es alarmante. Es una historia de egoísmo que quiere redimirse. Pero a Bergman no le interesa la esperanza sino el momento del sacrificio supremo, el punto irracional en donde lo bello no cede el paso a la crudeza de una realidad. Esteta del dolor, también podríamos llamarle.


¿Son realmente así las mujeres? Es la pregunta que flota en el aire. Los contrapuntos masculinos, solamente enfatizan la necesaria respuesta positiva:  Los hombres no saben del fundamento sobre el que la razón se acomoda. Esa es mi hipótesis. La luz de las veladoras se apaga ante el escote impúdico de María o ante la dolorosa muerte de Agnes. La indiferencia sobrecogedora ante el destino de una mujer entregada en cuerpo y alma a la vida de otra mujer. La mujer por la mujer misma. Si la sensibilidad de lo femenino es en Kieslowsky una sutil muestra de misticismo erótico (la doble vida de Verónica, Azul), en Bergman se tocan los extremos de lo terreno sobre los cuerpos antifetiches de los personajes (oposición simbólica entre el desnudo de Agnes y el de Karin). Gritos y susurros: así es como se levanta una plegaria auténtica a Dios, el hombre per excellence ausente y frío. Entre el gemido y el silencio, está la cruel razón masculina. No se puede tener un acercamiento a la mujer, a su drama sino es mediando este hiperrealismo de las emociones, a este registro de piano-forte.


El infantilismo, el capricho, la manipulación, la belleza ególatra, hacen en María una morada que pasma, que redimen más que justifican la envidia de sus demás hermanas. Los estragos del perfeccionismo, de la apariencia social, del no poder dejar atrás una pretendida mala estrella, lo adivinamos a penas y oculto sobre el cuerpo mutilado de Karin. Oposiciones mórbidas, no tienen redención más que en la persona de Agnes: la realmente amada, la realmente estoica, la que ha dejado atrás la envidia y la imposibilidad de comunicación, la que ha hecho de su lecho de muerte una dignidad humillada, es decir, humana. Sus hermanas aún están bajo el poderío inminente de la madre: ella es el verdadero demonio “Tierna y dulce…repentinamente fría e indiferente”, que no hubiese podido comprender la totalidad de una vida como la de quien recibiera una mano en la mejilla repleta de comprensión. Pero la caricia de miradas es mutua. El diablo y Dios se admiran en secreto.


Desde ese inicio, en ese apartamiento del bullicio de la chiquillada, la personalidad de Agnes cobra el papel mesiánico que más adelante expondrá la fugaz felicidad de las hermanas. El final-principio es apoteótico: consuma el absurdo, muestra un rostro armónico e implacable. La vida está contrahecha, no la podríamos atrapar en ninguna forma de histrionismo dramático. No termina mal, pero tampoco termina bien. Termina, tal y como empezó, con una objetividad patética.


En esta película de Bergman brilla todo su ingenio que alguna vez me sedujo por vez primera en esa gran Fresas Salvajes, o la redención de la misantropía. Recomendable a más no poder. Única y exquisita, sobria y perfecta.




martes, 17 de enero de 2012

INCONFORMIDAD COMO ESTATUS POLÍTICO



puntsdevista.wordpress.com

El estatus jurídico del ciudadano es puesto en riesgo cuando se infiltra una noción de calificación política en su conformación.

A lo largo de la historia del hombre se ha visto, una y otra vez, la forma en la que los gobiernos crean una semántica y articulan un discurso en aras de una conservación errónea del poder. Pero si es verdad que la democracia es la consecuencia natural de la libertad y que ésta solamente se consigue en tanto un hombre es imputable, el conocimiento no puede ser concebido como una mera fórmula de convencionalismo social. La imposición de la verdad es una fatalidad de la que no se puede huir en virtud del aislamiento y recogimiento espiritual del hombre: Ya sea que uno sea apresado o aprese, es que se manifiesta el hecho de querer desnudar una verdad hacia el otro. La verdad, dogmática o transitoria, hace posible nuestra supervivencia. Y si para sobrevivir debemos fomentar una forma de imposición de la verdad, menos común que el resto de las verdades, no se duda en hacerlo a costa del mal político que eso pudiese causar.

La democracia es el disfraz que oculta la suma imposibilidad del conocimiento, de acercamiento a la realidad. Es claro que no todos pueden conocer. Por parasitismo, por incapacidad, por conformismo, el hombre queda fuera de la conformación de una realidad que no le toca, que no le alude. Por el contrario, muy poco o nada tiene que ver el hecho de que su verdad, su cruda realidad, tenga mínima relación con la verdad impuesta supuestamente por la mayoría. Para él, como para nosotros, le es irrelevante que los demás crean una forma de verdad o que sea impuesta por unos pocos.


markhumphrys.com

Pero la  muchedumbre nunca ha estado capacitada para gobernarse a sí misma. La tiranía ha dado mejores frutos en las organizaciones políticas que en las pretendidas libres. ¿Cómo el hombre conoce, cómo puede conocer? Tal pareciera que no puede conocer, que es fatal que se deje llevar por lo impuesto por lo social, que se someta al poder que tuerce las condiciones de lo real. Por lo menos algunos lo saben, y eso los vuelve responsables, verdaderos criminales incapaces de mostrar los bríos de la libertad. Tenemos a quiénes echarles la culpa. Solamente un puñado de hombres siempre tiene que luchar por la libertad de los demás: esa es la condición para que el mecanismo de las revoluciones funcione: unos aprecian la vida lo suficiente como para saber que la vida sin libertad no merece ser vivida, que luchan y que mueren, y otros que la aprecian menos y que por ello son capaces de tomarla aún en su estado más ínfimo de expresión y llegar a transigir con las debilidades del poder. No es que uno sirva a la vida y el otro a la libertad, que el mártir necesario que abre la brecha a los hombres menos capaces que vienen detrás sea quien opte por la libertad encima de la vida. No tiene ningún sentido quererse liberar sin tener a la vista el lugar en donde debemos ser libres. Una vez más es un falso dilema.

Tal pareciera que se vive la vida por placer y no por otra cosa. Pero eso es un error, de otra forma no se entendería el mérito de quien se sacrifica por lo amado. Y esto amado merece el mayor de los respetos posibles pues de otra forma no sería nada amado. Se ama por la imposibilidad de comprensión, se dice. Y esto es verdad siempre a condición de que se sepa los alcances del amor. Es definitivo que nadie puede guiarse de las limitaciones a nuestro conocimiento, de ahí la insuficiencia de la retórica política que apela a la democracia como ideal. Se sienten los gobernantes respaldados por un sistema político electoral que “quiere” o no “quiere” algo. Es absurdo: ¿entonces ellos qué quieren? Jamás se dudaría en hacer los que más nos convenga. Y la limitación de la sociedad a comprender las formas del poder, es la carta libre que nos garantiza como totalmente legítimas las intrigas y las corrupciones.

Entiendo el poco o nulo beneficio que un gobernado ve de su contribución a lo político. Pero no se trata de beneficios cuando la posibilidad de una democracia está vedada. Si en un pueblo ignorante no se puede hablar de libertad sin incurrir en el error de la democracia como ficción, en un pueblo que contiene dentro de sí la fuerza de pocos hombres capacitados para la revolución es falso verlos como ingenuos o románticos. No existe el romanticismo allende un poder es real, cuando se tiene fijo el objetivo de no vivir las ficciones del poder, de ahí que la calificación de éste sea de locura o irracionalidad cuando el rebelde desafía el estatuto de lo político. Lo romántico de una conducta la mide su esterilidad, así como ésta es el calificativo de las conductas puras. Una acción sin fruto,  una protesta aplacada, una lucha derrotada de antemano, puede ser el calificativo más significativo de quien sabe que la única forma de derrota es darse por vencido porque combate poderes definitivos: la opinión pública, el poder estatal es una quimera que siempre tendrá el dispositivo de la violencia legítima. La medida de lo fértil nunca ha servido para medir la legitimidad de una protesta.

¿Existe una forma correcta del civismo? Sí: la más difícil de llevar a cabo porque tiene por base la moral inquebrantable del sacrificio. Renunciar a lo que suponemos nuestro puede advertir una forma de espiritualidad muy elevada. Es claro que así es. En cambio, quienes son capaces de regatear su visión y huir de cuánto amenace su existencia, son seres dudosos de los que hay que desconfiar.

Otra forma de asimilar la necesidad de un combate contra las verdades estatales, es que no existen reacciones irreflexivas. El riesgo de ser calificados como “atávicos”, es una condición que se opera en el centro del desacreditamiento de nuestra lucha. Pero eso es la apariencia. En realidad se trata de una sistematización de fuerzas. Yo no dudo de la causa de alguien si de entrada no carece de capacidad organizativa: lo que se ama realmente, está en orden. Nadie quiere poner en riesgo lo más preciado, de ahí que la pulcritud y la racionalidad deban ser las principales armas de las que se valga la inconformidad de lo social. Lo adulto, la seriedad que se enfrenta todos los días a la injusticia y a la estupidez humana, no puede reír de manera plena: se sentiría un gran traidor a la conmoción de su alma.

Un pueblo no organizado, incapaz de hallar en su seno el consenso, dista mucho de ser un pueblo digno, que merezca sobrevivir. Si existe una forma de democracia es esa. ¿En dónde veo el amor de un pueblo por sí mismo? En su eficacia de recursos, en su capacidad para sobrevivir a través de sus luchas internas.

Las luchas internas de un pueblo las hacen los ciudadanos verdaderos. Los que no, están al margen de un diálogo que los sumirá en el abandono y el vituperio.
 


es.wikipedia.org

martes, 10 de enero de 2012

LA VIDA DESDE LA EXISTENCIA




Muchedumbre. Imagen tomada de ciudaddesconocida.blogspot.com

Si se está en la vida es porque se es de ella. El sentimiento de pertenencia debiera llevarnos a un lugar en donde las fuerzas son plenas y seguras, capaces de sostener la osadía de vivir. Pero ese deber es sobrepasado por la herida originaria de nacer, por una especie de traición de la vida misma: ¿se puede estar muerto en vida? El hombre de hoy nos revela que así es.  El hombre viene a la vida inocente y sólo la consciencia lo vuelve culpable, y ésta no nace sino es por medio del desvío de la naturaleza del razonamiento, la que debiera ejercitarse sobre el carácter de lo debido. Pero, ¿qué es lo debido? Un mínimo de honestidad nos diría que es ser consecuentes con el extremo que planta estar aún en la vida.

En un mundo en donde mantenerse al margen es ser participe, no queda duda alguna sobre qué lugar ocupa la inteligencia del hombre. Puedo pretender mi salvación, pero es claro que si existe una forma de culpa primordial es el malestar de habitar un mundo en donde los hombres mueren por sus propias manos o en manos de otros. La misma razón por la cual asumimos la responsabilidad de no habernos matado es la que anima la imposibilidad de aceptar que alguien muera en manos de otro. Es la misma cosa.

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El preguntarse por el origen de la desdicha debiera quitarnos el sueño. Pero a nadie le ocurre esto. Solamente las almas profundamente religiosas pueden saber qué clase de martirio es esto de ver perecer todo lo humano en manos de la misma humanidad. Y de esto no estoy muy seguro.

¿Qué lleva al hombre a hacer a un lado su inteligencia para ir a la búsqueda de una quimera? Una inexactitud de ideas. Ningún hombre es ajeno al asunto de los ideales. Ya sea por renuncia o fatalidad, la voluntad del hombre es animada por algo ajeno a él mismo. Se pretende que eso no es necesario. Pero esta pretensión ignora que nadie nace libre porque se es inocente: Inocencia es irreprochabilidad, y ésta tiene por condición la inimputabilidad, la inconciencia, la imposibilidad de saber. Pero sabemos. Y es aquí donde se acaba cualquier forma de excusa y de inocencia.

La altura histórica nos debiera proporcionar la pauta para la comprensión de nuestro tiempo. Se supone no es posible recaer en las experiencias pasadas que tanto dolor le causaron al hombre. Las guerras de religión, las ideológicas, las raciales. Por otra parte, existen peores monstruos que los pasados: los que se tienen enfrente y que amenazan con devorarnos a través de la era tecnológica imperialista, del predominio de una ciencia deshumanizada y de la extinción de los recursos de la tierra.

Antes nos preocupaban los avances militares, los expansionismos nacionalistas. Hoy la maquinaria que crece incesante es la de una sociedad de control basada en las concertaciones de un capitalismo interdependiente en la que no hay forma de dominación segura. Los especuladores, los que crean el engaño de la “rebaja” de fin de semana, no son más que presas de la desesperación por acaparar lo que no les puede pertenecer.

¿Qué lleva a un hombre a entrar en las estrategias irresponsables de los grandes bancos mundiales, de la ficción de los créditos? Un vacío en el alma. Una incapacidad para tener una visión de mañana: se vive el momento como si con el contacto con el instante se tocara lo eterno. No se piensa en los despojos del mañana, en la basura. Toca ahora saber si esto siempre ha sido así, si el olor a apocalipsis es común a toda época contemporánea.

El ser humano medio, a penas y contrapeso de la fuerza que puja por ir más allá de las formas acomodaticias, debiera tener conciencia de su contingencia. No es inverosímil un mundo lleno de revolucionarios o rebeldes. Nuestra cercanía moral con la anarquía encuentra su justificación en la innecesidad de ese hombre mediocre. El Estado fue creado y defendido a favor del idiotismo de la masa. No se puede ser libre en medio de un contrato social pactado entre esclavos. La utopía es la forma fantasmagórica que en la distancia sigue el hombre de moral elevada. Diríamos mejor, y para ser más justos con la visión de lo profundo, el hombre a secas. Desde luego que la quimera nos espera con desencanto, pero también es cierto que nadie podría vivir sin la posibilidad quimérica que plantean los verdaderos líderes del mundo, los hombres con ideales solitarios, con un grito de rebeldía mayúscula en las entrañas.

El ingenio del hombre me es una realidad y desde ella, no puedo desdeñar a ninguna creatura en base a mi ignorancia por lo ético. Cierto es que podemos percibir la medianía de un espíritu, pero es condición insuficiente para convertirse en amo político, en capataz e inquisidor de la pobre gente. Con un patetismo irreconocible por el hombre de baja estirpe, el hombre luminoso se esconde entre la bruma que crea la distancia que traza el devenir hacia el futuro. Cruzamos el puente antes que la manada que nos sigue. Nuestro miedo, molicie particular, no debiera ser objeto más que de nosotros mismos, íntimamente, confrontándonos ahí donde el automatismo del mundo no puede posar el pie.


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El hombre elevado sufre con un dolor infinito. Parecido al dolor del místico, tiene un Dios muy exigente. El hombre heroico es también religioso. Su santidad es condición para que su pasión tenga la fuerza para odiarse a sí mismo tanto como para amarse: no se odia más que para negar al mundo que sobrevive en él, el lado infértil que le da la espalda al compromiso nupcial con la tierra que juró proteger y amar. Se odia a sí mismo porque irremediablemente su cabeza se inclina hacia la muerte: nadie más que él sabe de la inutilidad de la vida y de su condición para ser heroico. Y se es heroico por necesidad no por amor propio. Esa necesidad que hace de su destino una fatalidad tirada junto con la suerte del mundo. La fortuna y la desgracia le es indiferente, no tiene más que su amor presente por aquello que hace. Y lo que hace es su más grande tesoro, su razón para amarse, para preservar su presencia en lo humano.

El tono moral en ellos es natural, automático. No porque sean máquinas que desperdigan inercias de moral social, sino porque nacieron con la luz del dolor por el mundo. Lo malo es lo que causa aflicción al hombre. Y ellos están llamados a cargar con ese dolor. Nadie más que ellos pueden llevar la pesada cruz que Dios debería de cargar. Provenientes de Cirene no podrían hacer otra cosa. Mil y una vez han visto la humillación del inocente en manos de la desgracia. La tiranía le es su caldo de cultivo, la imposibilidad de reñir con esa forma de mayúsculo abandono le hace callar y le pasma la sangre hacia adentro en donde inventa formas para no perecer.