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El
estatus jurídico del ciudadano es puesto en riesgo cuando se infiltra una
noción de calificación política en su conformación.
A
lo largo de la historia del hombre se ha visto, una y otra vez, la forma en la
que los gobiernos crean una semántica y articulan un discurso en aras de una
conservación errónea del poder. Pero si es verdad que la democracia es la
consecuencia natural de la libertad y que ésta solamente se consigue en tanto
un hombre es imputable, el conocimiento no puede ser concebido como una mera
fórmula de convencionalismo social. La imposición de la verdad es una fatalidad
de la que no se puede huir en virtud del aislamiento y recogimiento espiritual
del hombre: Ya sea que uno sea apresado o aprese, es que se manifiesta el hecho
de querer desnudar una verdad hacia el otro. La verdad, dogmática o
transitoria, hace posible nuestra supervivencia. Y si para sobrevivir debemos
fomentar una forma de imposición de la verdad, menos común que el resto de las
verdades, no se duda en hacerlo a costa del mal político que eso pudiese
causar.
La
democracia es el disfraz que oculta la suma imposibilidad del conocimiento, de
acercamiento a la realidad. Es claro que no todos pueden conocer. Por
parasitismo, por incapacidad, por conformismo, el hombre queda fuera de la
conformación de una realidad que no le toca, que no le alude. Por el contrario,
muy poco o nada tiene que ver el hecho de que su verdad, su cruda realidad,
tenga mínima relación con la verdad impuesta supuestamente por la mayoría. Para
él, como para nosotros, le es irrelevante que los demás crean una forma de
verdad o que sea impuesta por unos pocos.
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Pero
la muchedumbre nunca ha estado
capacitada para gobernarse a sí misma. La tiranía ha dado mejores frutos en las
organizaciones políticas que en las pretendidas libres. ¿Cómo el hombre conoce,
cómo puede conocer? Tal pareciera que no puede conocer, que es fatal que se
deje llevar por lo impuesto por lo social, que se someta al poder que tuerce
las condiciones de lo real. Por lo menos algunos lo saben, y eso los vuelve
responsables, verdaderos criminales incapaces de mostrar los bríos de la
libertad. Tenemos a quiénes echarles la culpa. Solamente un puñado de hombres
siempre tiene que luchar por la libertad de los demás: esa es la condición para
que el mecanismo de las revoluciones funcione: unos aprecian la vida lo
suficiente como para saber que la vida sin libertad no merece ser vivida, que
luchan y que mueren, y otros que la aprecian menos y que por ello son capaces
de tomarla aún en su estado más ínfimo de expresión y llegar a transigir con
las debilidades del poder. No es que uno sirva a la vida y el otro a la libertad,
que el mártir necesario que abre la brecha a los hombres menos capaces que
vienen detrás sea quien opte por la libertad encima de la vida. No tiene ningún
sentido quererse liberar sin tener a la vista el lugar en donde debemos ser
libres. Una vez más es un falso dilema.
Tal
pareciera que se vive la vida por placer y no por otra cosa. Pero eso es un
error, de otra forma no se entendería el mérito de quien se sacrifica por lo
amado. Y esto amado merece el mayor de los respetos posibles pues de otra forma
no sería nada amado. Se ama por la imposibilidad de comprensión, se dice. Y
esto es verdad siempre a condición de que se sepa los alcances del amor. Es
definitivo que nadie puede guiarse de las limitaciones a nuestro conocimiento,
de ahí la insuficiencia de la retórica política que apela a la democracia como
ideal. Se sienten los gobernantes respaldados por un sistema político electoral
que “quiere” o no “quiere” algo. Es absurdo: ¿entonces ellos qué quieren? Jamás
se dudaría en hacer los que más nos convenga. Y la limitación de la sociedad a
comprender las formas del poder, es la carta libre que nos garantiza como
totalmente legítimas las intrigas y las corrupciones.
Entiendo
el poco o nulo beneficio que un gobernado ve de su contribución a lo político.
Pero no se trata de beneficios cuando la posibilidad de una democracia está
vedada. Si en un pueblo ignorante no se puede hablar de libertad sin incurrir
en el error de la democracia como ficción, en un pueblo que contiene dentro de
sí la fuerza de pocos hombres capacitados para la revolución es falso verlos
como ingenuos o románticos. No existe el romanticismo allende un poder es real,
cuando se tiene fijo el objetivo de no vivir las ficciones del poder, de ahí
que la calificación de éste sea de locura o irracionalidad cuando el rebelde
desafía el estatuto de lo político. Lo romántico de una conducta la mide su
esterilidad, así como ésta es el calificativo de las conductas puras. Una
acción sin fruto, una protesta aplacada,
una lucha derrotada de antemano, puede ser el calificativo más significativo de
quien sabe que la única forma de derrota es darse por vencido porque combate
poderes definitivos: la opinión pública, el poder estatal es una quimera que
siempre tendrá el dispositivo de la violencia legítima. La medida de lo fértil
nunca ha servido para medir la legitimidad de una protesta.
¿Existe
una forma correcta del civismo? Sí: la más difícil de llevar a cabo porque
tiene por base la moral inquebrantable del sacrificio. Renunciar a lo que
suponemos nuestro puede advertir una forma de espiritualidad muy elevada. Es
claro que así es. En cambio, quienes son capaces de regatear su visión y huir
de cuánto amenace su existencia, son seres dudosos de los que hay que
desconfiar.
Otra
forma de asimilar la necesidad de un combate contra las verdades estatales, es
que no existen reacciones irreflexivas. El riesgo de ser calificados como
“atávicos”, es una condición que se opera en el centro del desacreditamiento de
nuestra lucha. Pero eso es la apariencia. En realidad se trata de una
sistematización de fuerzas. Yo no dudo de la causa de alguien si de entrada no
carece de capacidad organizativa: lo que se ama realmente, está en orden. Nadie
quiere poner en riesgo lo más preciado, de ahí que la pulcritud y la
racionalidad deban ser las principales armas de las que se valga la
inconformidad de lo social. Lo adulto, la seriedad que se enfrenta todos los
días a la injusticia y a la estupidez humana, no puede reír de manera plena: se
sentiría un gran traidor a la conmoción de su alma.
Un
pueblo no organizado, incapaz de hallar en su seno el consenso, dista mucho de
ser un pueblo digno, que merezca sobrevivir. Si existe una forma de democracia
es esa. ¿En dónde veo el amor de un pueblo por sí mismo? En su eficacia de
recursos, en su capacidad para sobrevivir a través de sus luchas internas.
Las
luchas internas de un pueblo las hacen los ciudadanos verdaderos. Los que no,
están al margen de un diálogo que los sumirá en el abandono y el vituperio.
Muy bien. El lugar de los movimientos de liberación nacional o del anarquismo está bien ganado con esa determinación.
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