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Una raza muy noble, sin duda |
El
asunto con «perder el tiempo», no es que se pierda, sino que ese tiempo sea exclusivamente
de nuestra propiedad. En cuanto nos debemos o alguien cree que ese tiempo le
corresponde, estamos acabados. Ya no se podrá ser libre de la más íntima
manera: dejándonos ir, a la deriva, en manos del hastío. Para poder hacer una
ofrenda propiciatoria de tal lujo y extravagancia, se necesita ser dueño de lo
que se ofrece. Pero, ¿hasta dónde, cuánto y cómo somos dueños de nuestras
energías?
Sustraerse
del mundo tiene un precio: ser capaz de romper con todo lazo, no por obligación,
porque se huya del compromiso, sino porque uno así lo quiere, porque se quiere
el destino de vivir de distinto modo. En un principio se tiene la necesidad de
romper por hartazgo, porque, incluso, se sabe del profundo desprecio necesario
hacia ciertas cosas del mundo. Uno está en ello, lo solivianta, lo azuza, le
prende fuego. Nos marchamos y por negatividad la vida nos desgarra. Pero no
puede durar pues es una ficción: todos somos víctimas del caos de tener que
abrirse paso entre empujones y golpes de codo. No hay odio hacia ningún ser
humano que no provenga de una insuficiencia consigo mismo. Odiar a un enemigo
es el rodeo para terminar por odiarnos. El odio es la reacción del organismo
que no ha podido desprenderse, en franco vuelo cenital, de la masa, y así
perderse en algo superior a sí mismo.
Por
continuación uno busca lo exactamente contrario a la huida; esto es, el amor
hacia un lugar, un sitio. Ahí uno se instala, y cultiva esa adhesión, seguro ya
que eso habrá de darnos paz hacia el final de nuestros días. Desde luego, aún
nos falta la sabiduría máxima: la pasión también es un espejismo, pero no
cuenta como conocimiento más que después de haberlo vivido. Esto es muy
importante decirlo pues en el terreno vital es ineficaz que tengamos mucha de
esa imaginación que cree poder vivir las hipótesis fatales. Incluso, la
inteligencia, del tipo que sea, es débil ante las fuerzas emocionales que nos
definen de fondo y que ya han optado por su camino aún en contra de los
paisajes que nos hayamos pintado, sueños y expectativas proyectados.
(Uno
se enoja porque necesita enojarse, tener espuma en la boca a fin de impulsarse
y saltar. A quien lastimemos con eso, será cosa secundaria, pues tendremos una
explicación legítima, una causa legal que nos dicte sentencia absolutoria. O al
menos eso creemos firmemente).
Todos
los días comprobamos que estamos presos, que somos convictos de todo aquello
que no queremos. Buscamos algo y terminamos en exactamente lo contrario. Queríamos
amor, y he aquí que acabamos en una malquerencia. Queríamos paz, y nos la desvivimos
en las ansias de que no nos sea arrebatada. Fácil es llegar a la conclusión de
que sólo logramos conseguir exactamente lo contrario a lo que nos proponíamos.
Es como si el universo fuese la encarnación de la ironía, una máquina grotesca
de producir sarcasmos y bromas, paradojas y disparates… Habrá que desear el
odio y la angustia, a ver qué pasa.
Despersonalizamos
al universo desde hace mucho: esto no puede ser obra de un Dios bueno. Así, tan
abandonados, tan huérfanos de toda seguridad y comodidad, nuestras mentes naufragan y se entregan a la
dulzura de tramar venganzas, de concebir un forma refinada de darle sentido a
lo que nos pasa y así sentirnos menos presos. A veces lo conseguimos, a veces
no. Un invento, un arma a la que solemos recurrir es la de burlarnos del mundo,
de la vida, desapareciendo de ella, entregándonos a la soberbia inutilidad.
Concedido:
es imposible tal, pero no es imposible elevarlo a categoría de valor máximo,
sagrada guía moral. Vamos, ¿quién demonios ha alcanzado el Nirvana que no
pongamos en entredicho?
La soberbia inutilidad no es una huelga, un mitin para amagar al poder, hacerle
dieta forzosa al sistema. No, nada de eso. Su esencia se asemeja más a la idea
de la ofrenda, aquél obsequio que se les hacía a deidades cruentas y antiguas
que exigían la separación de los objetos valiosos de su trama de eficacia, del
círculo económico y funcional de la vida. Optar por ser un inútil se asemeja a
la reclusión monacal, que por desprecio y repudio al mundo (desde luego
disfrazado de pasión por lo divino), veía consumarse una vida sin obtención de
fruto de ningún tipo. No hay némesis más radical al paradigma de lo útil de
nuestro mundo vulgar y bajo, que esa fuga. Y aunque se nos diga que tales
renuncias no tienen nada de original, con ello nos inflan más de orgullo: sólo
las almas superficiales tienen un apego por lo novedoso.
La soberbia inutilidad podría ser nuestro galardón de no ser por un obstáculo
mayúsculo con el que nos topamos: de manera natural e intrínseca estamos
entregados al autoboicot, a la concepción mutilada, al esbozo abortado. Esta
imagen nos va justa a pesar de ser reiterativa: todo lo que hacemos es como un
fruto que no logró madurar y caer al suelo pues los pájaros y el gusano se lo
devoraron en el árbol. Nos surge una duda: ¿hemos postulado un valor, que vale
tanto como decir una deidad, para justificación de nuestras debilidades,
nuestros vicios y taras? O para ser más exactos: ¿hemos vuelto libertad nuestro
destino? Estábamos condenados a ser presos, pero fingimos optar por esa
reclusión. Así, elevamos nuestra condición a un plano digno, a una situación
«existencial».
(El
existencialismo, esa payasada que cree que podemos elegir ser mártires de
nuestras obsesiones e insuficiencias, etc.)
Nos
pudre la vulgaridad de esa salida. Ni siquiera nuestra vida nos pertenece, no podemos
hacer lo que nos venga en gana, no podemos ser un genio o un idiota, pues algo
definió eso por nosotros. Pero sí podemos, pues ahora aquí sí tiene valor,
imaginarnos el porqué de esas taras, o mejor dicho, por qué el boicot de querer
elevar a categoría de paradigma supremo a la inutilidad absoluta.
Las
personas con talento que no se aventuran a más, que se quedan en el gustoso y
hasta digno plan de ser unos aficionados, suelen inventarse un instrumento
eficaz de lisonjearse sus cobardías: el miedo al ridículo, a ser un pretencioso
que no valía nada; a ser un imitador de quién sabe quién, o de producir
golosinas culturales que a nadie le sacia el hambre. Ese miedo es muy fundado,
por cierto, porque cruel es la verdad. Pero no vale como forma de conseguir una
plenitud personal a la que no le bastan esas verdades, pues si la vida es una
gran destructora de éstas, nuestros organismos vivientes también lo son. Por
más que nos lo ocultemos, en nuestro interior, se sigue fraguando la sed de
seguir adelante, no con éxito o con reconocimiento, trivialidades procaces,
sino con el placer de crear expandiendo los límites creativos, de pasar de lo
ordenado a lo bello, y de lo bello a lo sublime, por decirlo en términos
simples.
Existe
otra forma espuria y particular por la cual se opta por no entregar por
completo el fruto de nuestro trabajo: por la estrategia ladina de que crean que
podíamos más. En el terreno
intelectual es cosa corriente los póstumos incompletos, los cuadernos
abandonados, e, incluso, las explicaciones de nuestros métodos de inspiración,
¡valga el oxímoron!, para que el público divague hasta la especulación
desmesurada sobre la clase de genio sacrificado que se era. Pero el ser humano
no tiende ni tenderá a la consecución de propósitos tan píos. No hay nada que
admirar en lo periclitado más que una soberana mixtificación de insuficiencias en
el talento.
Pese
a que existen obras literarias u otros productos artísticos que fueron
coronados con el suicidio de sus autores, la creatividad se encuentra
íntimamente ligada con el instinto de supervivencia. La creatividad suprema se
da cuando en psicología, somos capaces de ver una salida a nuestros laberintos
emocionales, los que, por no haber sido solucionados en su momento, se acumulan
y ensañan con nuestras fuerzas. La mente, inflexible, corrosiva (o incompetente,
sino es que es lo mismo), suele hacer dicotomías que le brindan capacidad de
comprensión, hasta que desde abajo, pulsaciones más fidedignas a lo vital, ejerzan
coacción para cambiar de perspectiva. Una realidad que los filósofos parecen desconocer
pues a lo largo de sus biografías es notorio el empeño en sacrificarse en aras
de una cosmovisión que sus mismos organismos rechazan. Hemos tomado
«decisiones» (por darles un nombre), siguiendo quimeras mentales, o, mejor
dicho, hemos hecho interpretación de nuestros movimientos biológicos, siguiendo
cierto paradigma de explicación que a la larga deviene obsoleto. En efecto: lo
primordial en psicología es saber que el organismo siempre está adelante, que
lo que llamamos voluntad, está cargada (como se carga un dado), por la fuerza
de necesidades hondas que, al menos en un principio, son difíciles de prever y
de valorar.
Como
un sinodal, nuestras vidas podrían sentar a nuestras verdades y hacerles ciertas
preguntas, del tipo: «contigo, ¿se puede suficientemente vivir a fin de poder
morir en paz?» Porque, parece ser, a la verdad no se le escoge, sino que se
trata de una proyección personal. Esto quiere decir que no se le escoge, pero
que no por eso no nos convenga. De
hecho, es más apropiado decir que, precisamente
porque nos conviene, no se le escoge. Estamos forzados, por necesidad, a
echarnos a sus brazos. Es de hecho, lo más convenenciero que existe porque
solapa la parte más «beligerante» de nuestro ser. La prueba de ello es que el
ser humano, narcisista y ególatra por naturaleza, no puede vivir sin religión,
es decir, sin alguien que continuamente lo sobaje y humille…a cambio de la
eternidad, desde luego.
La
vida humana requiere de lapsos de distensión y contención, de extremos en los
que colocar las certidumbres contradictorias que su ser le arrojan. Una salida
fácil a esas paradojas desmesuradas es la creación de cosas como la dialéctica,
que no son más que galimatías sin sentido que no terminan sino por revelar la
gran fragilidad de la inteligencia humana. No: la vida requiere de renuncias,
rupturas, herejías y nuevos comienzos sin conciliación de ninguna especie, y no
se puede pasar todo el tiempo divagando en una verdad tan omniabarcante que nos
seque los caminos. La verdad es insoportable, de ahí la necesidad de
refugiarnos en el nomadismo, en la suprema mutación perenne del artificio. Si
todo eso, desde fuera, da la imagen de sistema, de proceso, es cosa que no sólo
no importa, sino que no nos debiera de importar.
Así,
nos contorsionamos en una negación de nosotros mismos, luego, por hartazgo, nos
recreamos en la prolongación de nuestro yo, para luego, regresar y etc. Pero
todo ello no ocurre de manera racional, ni lógica, ni entendible por ninguna
ciencia por el ser humano inventada. El consejo que podemos discernir entre
tanto ruido es el de aprender a escuchar nuestras necesidades, a potenciarlas y
liberarlas…porque un satisfactor le espera, seguramente, pendiendo de alguna
rama. Se optó por la inutilidad absoluta, en su momento, porque eso aquilataba
las ansias creadoras, el añejo de la rabia de querer vivir.
La soberbia inutilidad, finalmente, gana porque de fondo debemos reconocer que
nada en esta vida logrará sobrevivir. Todo perecerá, en miles de años ya no se
sabrá más de nosotros, e incluso, en un millón más, la civilización habrá
desaparecido. Pero eso aún no ocurre, y sería necio, como el ansioso que no
bastándole los males presentes, desea también los futuros, negarse a darle
rienda suelta a la vida que nos tocó vivir.