martes, 29 de noviembre de 2022

La destructividad del genio

 





Acabo de ver Tár (Field, 22), que, aunque no me gustó (es elegante, por momentos exquisita, cuyo preciosismo termina por desparramarse en nada. La culpa es de la ausencia de sentimientos verdaderos: el drama es falso, va en un crescendo forzado que no termina por cuajar en la respuesta verosímil que ameritaba una virtuosa de la dirección: de tornar bello el dolor más profundo), me parece que da parcialmente al traste con el hecho interesante de que todos, más o menos, en la medida en la que somos más nosotros mismos, es decir, poseemos más carácter que el resto, terminamos por ser unos cabronazos. Así como los momentos de felicidad los olvidamos con facilidad, y los dolores nos marcan de por vida, nuestras bajezas nos definen; pero no como atributos que se contabilizan en una gran suma, sino como efectos naturales, como frutos fatales. Lo que prueba que el ser humano está llamado a estar solo y alimentar esa soledad (campo ideal para un verdadero creador), o preservarla, haciéndose odioso.

Las biografías que dan cuenta de personas buenas, son, evidentemente, falsas. Todo biógrafo, en realidad, es un hagiógrafo más o menos disimulado; es decir, que termina por falsear datos por el afán de edificar nuevos mitos. Es curioso que el personaje central, haya sacado a relucir como ironía, el hecho de que Schopenhauer haya pregonado la búsqueda del Nirvana, cuando fue él quien empujó a una mujer por unas escaleras. Fue un asunto que le costó muchos dolores al filósofo, y que incluso aclara en sus póstumos; detalle que denota la pesada carga que le resultaba, tanto en lo moral como en lo económico pues por mandato judicial tuvo que pagarle una pensión vitalicia a la mujer. Pues bien, resulta muy parecida la vida de esta directora, interesante personaje, (Lydia Tár, si mal no recuerdo su nombre), con la que al final, todos, como zopilotes, comieran del muertito de sus excesos. Esta falta de énfasis en la naturaleza carroñera de los seres humanos en la película fue lo que me produjo malestar. Particularmente porque el crimen mayor de la protagonista fue odiar por despecho a alguien y cerrarle los caminos profesionales, como si eso fuese suficiente para orillarle al suicidio (Un suicida ni siquiera él mismo es responsable de su muerte, es algo que le antecede y que se manifiesta con el mínimo pretexto). Sus otras bajezas, casi travesuras infantiles, carecen de relación verosímil con una personalidad que tiende a la consecución del elevado arte de la música. No existe persona más inofensiva que un músico, dicho sea de paso.

Pero lo que me interesa, el tema que considero más importante, es el hecho desventurado, maldito, de que no se es realmente uno, esto es, auténtico, como cuando el demonio que somos obtiene el poder, teniendo al alcance los recursos que sus ansias expansivas le procuran. El ejemplo del dictador es pedagógico: no es un sujeto excepcionalmente megalómano, sino que estuvo en las condiciones azarosas que posibilitaron que su personalidad se amplificara. Nerón, Calígula, Stalin, Hitler, eran sujetos normales, cuyo único problema fue que podían hacer lo que querían, impunemente. De acuerdo, otros estuvieron en posiciones similares y no hicieron lo mismo, lo que probaría lo falso de nuestra hipótesis. Sin embargo, ¿qué le hace falta al misántropo para tornarse sociópata sino la posibilidad de hacer eficaz su deseo? Ese abismo que hay entre la teoría y la práctica, la utopía y el revólver, nos salva de convertirnos en los monstruos que todo ideal desearía para su causa.

Iremos más lejos: el egoísmo humano, su vileza, su miseria, su arrogancia que antepone su yo a cualquier género de multitud, es el motor real que le dota de sustancia al mundo, entendido éste como una dinámica de actos, de acciones, energías que buscan la consecución de un fin. Este fin, por más noble que sea, termina por ensuciarse pues las condiciones, las circunstancias, los sudores a los que se ve expuesta en el logro de su hipostasis, la embarran, la someten a condiciones bajas. Así, el ser humano, por más que intente lo bueno, termina por ser mal entendido; el fruto, mal aplicado; la resonancia, distorsionada; e, incluso, termina por revirarle. Los matrimonios no han servido sino para crear odio, las universidades ignorancia, y las iglesias homicidas. Las excepciones confirman la regla.




A lo largo de toda la película no pude evitar pensar en el Hannibal Lecter de la serie magistralmente caracterizada por Mads Mikkelsen. Ese oxímoron provocador de que un caníbal sea una persona refinada, hipercivilizada, y que exponga poéticamente el hecho biológicamente descarnado de que no dejamos de ser homínidos que visten seda, es una idea omniabarcante de la película en cuestión. La selección natural, la falsa idea evolutiva de que el más apto sobrevive como un león sobrevive entre corderos (de esto hay mucho qué decir, pero no es el tema), se regodea en el fracaso de lo refinado, de la sutileza del genio que se descalabra por ser inepto en la vida ordinaria. Nos recuerda a Nietzsche, a Sartre, a esos preciosos ridículos que no podían evitar ser unos genios carentes de espíritu, todo lo culturalmente interesantes que se quiera, pero cuyas vidas cotidianas dejaban mucho que desear. Porque, hay que decirlo: una cosa es la vida espiritual y muy otra, la del genio.

La vida del genio es la riqueza interior que uno crea en base a la imaginación y el culto a la belleza, al orden y a la individualidad (no al individuo, puesto que éste puede no valer nada si carece de la ambición de querer ser único), siempre surgida de un don particular, de un tono, de un talento. El genio es centrípeto, va hacía sí, se edifica un altar hacia sí mismo, por eso es imbatible, y termina por imponer sus verdades. El espíritu, por el contrario, es disperso, centrifugo, se abre, es generoso porque se cansa pronto de sí y busca una nueva posición desde cuál narrar sus procesos vitales. El espíritu se aferra a un yo para no sucumbir a la disgregación, el genio no se aferra a un yo: no le hace falta, para él no existe más posibilidad fuera de sí que la de toparse con su proyección. El espíritu es empático, tiende a la santidad; el genio es egoísta, tiende a lo místico, a fundirse en Dios como una forma velada de desaparecer en sí mismo. El genio recurre al espíritu para ser creativo, de lo contrario, se autodestruiría. Los artistas, los creadores, viven en el drama de esa tensión que el mayor del tiempo produce esterilidad, caos, tragedia. En términos simples, el espíritu es moralidad, y el genio, aptitud.




Pues bien, la historia, las biografías de los grandes hombres, por darles un nombre vulgar, son aquellas en las que ha prevalecido el lado destructivo del genio (como en Raskolnikov). Eso ocurre porque nos dejamos seducir por nuestros recursos, nuestras capacidades, y víctimas de que eso nos da derecho a querer cosas prohibidas, sacrificamos nuestra vida, sin percatarnos de que eso arrastrará a más de uno. Los que nos aman son los primeros en pagar esa osadía, para luego ir cayendo de la gracia de nuestros admiradores. Porque, el ser humano no puede evitar pensar en que Picasso era un misógino, Heidegger un nazi, Wagner un antisemita: para la vista común, genio y espíritu se confunden. Puedo advertir, por ello, que les era consustancial el que sus personas se inclinaran por tal o cuál tara, porque el genio es en sí mismo una tara: la hipertrofia de crear, de no contentarse con ser, sino elevarse por encima de todos y de todo, en una corrección al «creador primigenio».

Pero el ser hipercivilizado no produce estridencias tan llamativas, no se embarca en ese proceso de autodestrucción que ha llamado tanto la atención en el artista; no, el sujeto de esa estirpe encalla en la muerte del espíritu que es, en suma, la caída en el abismo de la esterilidad, el desencanto y el marasmo. No es lo mismo correr hacia la muerte que saberse ya muerto y seguir caminando. El hartazgo es, por una desgracia o un milagro, proveniente de voltear los ojos atrás y percatarse de que el reino de la cultura, de las artes, de las ciencias, de la filosofía, no han servido ni servirán para inspirarnos a continuar en un proceso histórico esperanzador. El aristócrata caníbal, sigue teniendo ese tufo al epiléptico que cree en el progreso y en las revoluciones, al avance de la historia hacia una meta en la que el hombre es mejor cada día. No hay asomo de lucidez que nos desnude el hecho de que no se avanza más que a la muerte, a la extinción total de la especie, a la imposibilidad no sólo de otro mundo, sino de éste mismo: lo «real», el espíritu flotando sobre la vida pura, es una alucinación de un Dios demente.

Al final de la película, la protagonista, marchita y desterrada, dirige una ínfima obra sinfónica dirigida a un público de creeps; es decir, todo sigue igual…no, es mejor: se ha desnudado la mascarada y tornado explicita la verdad de que sólo el dolor produce sabiduría, y sólo la soledad posibilita ese silencio en la que se hace audible el universo.




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