EL VIAJERO, CASPAR DAVID FRIEDRICH 1818
Soñamos con un día tener la
Presencia. La grandeza moral y espiritual que más pueda alcanzar un hombre.
Pero, empecemos por esto: ¿existe tal antes que ser deseable? Sin ningún lugar
a dudas. La historia da cuenta de grandes hombres, viles, mediocres y tiranos.
Podemos juzgar al hombre común a partir de su ausencia en la historia. No forma
parte más que de la masa anónima guiada por los hombres verdaderos.
Esa es una prueba. Otra sería la
imposibilidad de soportar a la vida de no contar con las grandes creaciones
humanas. Desde la religión hasta la política, todo producto espiritual es el
resultado de la labor de unos cuanto
elegidos.
A mí no me hacen falta más pruebas.
Lo siento en la poesía, en la música, en las magnas obras visuales. Siento
vibrar una chispa diminuta de infinitud. Con eso me basta.
Es un buen comienzo. En un mundo
donde tal pareciera que la pluralidad gobierna otorgándole a cada ser un
estatuto de su propio legista, suena extraño suponer una sola estatura moral,
una medida única de grandeza. Me parece claro que la igualdad y los respetos,
las tolerancias actuales, sólo sirven para paliar las debilidades del vulgo.
¿Existe una superioridad entre
los hombres? Sí: de otra forma no se entendería el porqué de las grandes
perdidas. No me parece cierto que a la muerte de un hombre cualquiera, la
humanidad se sienta disminuida. Más de una vez hemos preferido históricamente
la muerte de uno en lugar de otro. Hay seres miserables, infrahumanos,
desprovistos de cualquier talante de beneficio al mundo. Los grandes
persecutores, los déspotas, los asesinos
y violadores, todos ellos, escoria humana, no pueden ser equiparables a
la grandeza de un pequeño niño inocente.
¿Más pruebas de la superioridad
entre los hombres? A mí por lo menos no me hace falta. Está claro que hay seres
superiores, y que entre cada uno puede haber miles de años de evolución.
Una cosa distinta es tenerles un
mínimo de respeto. Sin duda, como a cualquier otro elemento de la realidad toda
se la pudiésemos tener. Al tratarse de un derecho, no obra el privilegio y
todos son tratados de la misma forma. Pero la definición ética sobrepasa ese
plano vital para situarse en alturas en las que resulta impertinente voltear la
mirada al usual de los hombres, a los derechos comunes.
2.- Esfuerzo y fruto: plenitud del genio
Eso es respecto a la certidumbre
de si existen o no tales hombres de ingenio. Respecto a su posibilidad, habría
que analizar de cómo “se llega a ser quien es”.
Existe una moral aristocrática
natural. Por esto entiendo que la distribución entre los hombres de dones,
talentos, capacidades, nunca es proporcional. La naturaleza es ajena a nuestras
nociones de justicia. No es una contradicción el que haya sujetos más aptos que
otros con el hecho de que a todos se les exija por igual; en realidad, al
dotado se le exige mucho más. Otros hay que no van a pasar de cierto nivel
sopena de sufrir un gran esfuerzo que los podría colapsar. Sin embargo, si esto
es posible, el hombre talentoso debe inclinarse a esta obsesión por el
perfeccionamiento. Luego, como se notará, a ambos se les exige el mismo
esfuerzo, pero distintos alcances.
Se dice que el genio se empeña en
su límite; una vez circunscrito, arremete con todas sus fuerzas sobre ese
campo. Podría ser, pero también existen almas capaces de abismarse. No tengo en
mente a este tipo de genio, sino más bien al genio ético, el que lucha dentro
de sus capacidades, aquel quien de manera humilde ha reconocido sus
limitaciones.
Este es el comienzo de una gesta
heroica. A algunos les toma mucho tiempo de maduración, a otros, precoces y
fervientes, les está reservado al final de sus días la nostalgia de su pasado
glorioso. Porque, la juventud es la más gloriosa de las verdades de éxito. Pero la historia nos enseña que los más no
fueron lo que llegaron a ser sino en la edad madura. Madurar es el término que
se le aplica a esta labor de convencimiento hacia sí mismo, este debate a
muerte que yace en el hombre genial.
Suponemos no hay nada más amargo
que morir con la consciencia de insatisfacción de la vida que se deja atrás.
Unos morirán infelices,
conscientes de que su vida pasó con la mediocridad de las almas vulgares.
Habiendo nacido noble, no tendría peor castigo que haber vivido en la
oscuridad, en el ocultamiento de sus talentos, perdido entre la masa de
fantasmas que son los demás hombres. Queremos creer que quizás en el último
momento tenga una explosión de creatividad absoluta, de desesperada redención.
Liberado de su sentimiento de inutilidad de la vida, de victoria del sepulcro,
entrevea que no es del todo malo querer guardar un buen recuerdo de sí en la
memoria de los hombres.
La tardanza de algunos genios se
debe a dos tesis encontradas que yacen en su interior: el sinsentido de todo
cuanto se hace, y la verdad absoluta de la conmoción de vivir. Grotesca y
bizarra, estremecedora y brutal, sublime y bestial…La belleza auténtica del
mundo solamente a él se le está reservada. En nadie más puede delegar sus
misiones, aunque éstas sean inútiles. Y esto último quizás sea su secreto para
no vanagloriarse a la vez que una cruz que vuelve virtuosa su labor.
3.- La soledad: primera condición de vida del genio
La soledad, el camino solitario.
No hay condición distinta a esto. Podemos afianzar nuestras horas en uno que
otro hombro fuerte, pero los dolores auténticos del elegido nadie los conoce.
Supremos esfuerzos quizás, no lo sabemos. Lo cierto es que la terrible belleza
de su fuerza se haya en haber logrado sus triunfos en la sombra de la soledad,
en donde no es posible el fingimiento ni las conveniencias políticas. El hombre
de estatura moral elevada no conoce la indiscreción, el aspaviento:
increíblemente pudoroso, posee un universo rico en consciencia, en verdad y en
virtudes.
Otra cosa es que esos trabajos
tengan repercusiones políticas, exteriores pues. Es normal, no se puede evitar.
Lo tramado en secreto tarde o temprano salta a la vista: él mismo no puede
ocultarse, irradia la luz que se forjó en las oscuridades insondables de una
misión personal y secreta.
Estar solo es reconocer que así
se está siempre, es desembarazarse de la engañifa de la no-soledad. La soledad
no solamente es una condición necesaria para el genio sino para el desarrollo
de cualquier forma de personalidad verdadera. Ciertamente que actuamos movidos
por el medio, influidos por otros hombres: por repulsión o simpatía; pero estas
no nacen si no hay en nosotros una inclinación natural hacia uno u otro.
Las consecuencias de la gran
capacidad de absorber conocimientos, es la entrada en la vorágine de
pensamientos sin fin. Un genio auténtico pone freno a esto a través de la
personalidad propia, él solo, sin ayuda de nadie: es su oposición a las fuerzas
exteriores. Natural es definir como contrario a la moral del rebaño, la moral
del hombre solitario que tiene por miras una estatura que los demás hombres,
ciegos de comunión con otros hombres, no pueden apreciar y, por ello,
comprender.
Esta condición del desarrollo del
genio es equiparable a la dignidad de algunas doctrinas morales que merecieron
o que merecen nunca ser objeto de éxito, de prestigio, de adopción por parte de
la gran masa de hombres. Una ética pública es sospechosa, así como el triunfo
histórico de cualquier religión. Tengo en mente al estoicismo frente al
cristianismo, al budismo frente al hinduismo. Ya sea Zenón o Séneca, Marco
Aurelio o Epicteto, fue mil veces preferible la muerte histórica de doctrina
tan fina a verla perecer en manos de la turba que, sin lugar a dudas, terminaría
deformándola y viciándola. En cuanto al budismo, esperemos que deje de tener
adeptos y que aún muy pocos logren penetrar el silencio inaccesible de la
vacuidad.
4.- La disciplina: segunda condición del genio
Se puede ser lírico y desgarbado,
espontáneo y natural, más, el hombre elevado no sabe hacer las cosas sino
mediando lucidez y ejercicio. Otra cosa es talento dilapidado, y también:
necesario es ser una vez romántico para ahora ya crecido ser un clásico. Ya
habíamos hablado del esfuerzo. El esfuerzo no tiene sentido sin orden y régimen
severo. El hombre verdadero sabe que su campo de acción es el tiempo, que no
existe orden sino mediando una distribución equitativa entre todos los ordenes
que componen su ser. Desde el alimento hasta el techo en el que mora, su vida
personal hasta la pulcritud de sus ropas, todo ello merece especial atención y
ecuanimidad.
Parecería cosa fatua el que los
soliloquios de Marco Aurelio empiecen con consejos sobre la alimentación. Como
se dice de Ceronetti a propósito de los regímenes dietéticos: más que las
declaraciones profesionales, la dieta de un hombre habla mucho de quien
es. Esto es un ejemplo. Así la vida
toda.
En más de una ocasión hemos visto
levantar el vuelo a los hombres talentosos en el momento en el que deciden
poner orden a su casa y a sus horarios. Sin concesiones, se debe seguir al pie
de la letra los itinerarios, la hora de los ejercicios, la producción de la
obra: en el momento en el que la naturaleza viciosa del hombre centrada en el
placer del instante quiera enseñorearse de nosotros, hemos de recordar que vale
más hacer las cosas aunque no entendamos mucho porqué; es decir, aunque
olvidemos nuestro compromiso con nosotros mismos.
Incluso, es pertinente señalar
que dentro del control del hombre maduro y entregado a su causa, entra el
control de la pasión, de la obsesión, de la fiebre por hacer y reproducirse
espiritualmente. Sirve esta forma de descontrol en determinado punto…más allá,
en el exceso, solamente hay caos y destrucción. Ejemplos de estos abundan.
5.- Tercera condición del genio: la modesta arrogancia
El juicio, en el sentido de
detenimiento de la cabalgata nihilista en aras de la función vital, es el
elemento sine qua non del quehacer del ser creativo. Es imposible hacer lo que
sea sin mediar este aspecto fundamental.
Esta seguridad, una afirmación de
la personalidad, trae como consecuencia la antipatía de quienes no tienen nada
que proyectar, de quienes, cuya vida gris, no sabrían reconocer en los otros la
grandeza que no poseen.
No hay duda de que la arrogancia
y la modestia provienen de los contrastes entre las vidas de hombres disímiles.
O no se ha entendido bien cuál es la labor de uno, o, habiéndola entendido no se
le da el lugar que le corresponde. El primero quién se otorga este lugar es el
hombre. Si esto no es así, no se trata más que de un ingenuo que no ha sabido
ser lucido respecto a sí mismo. Distinta cosa fuera el mundo si todos
estuviésemos en el lugar que nos corresponde, asumiendo nuestros destinos.
Honda impresión y risa causa el
Ecce Homo de Nietzsche cuando asevera sus ya famosas frases: “¿Por qué soy tan
sabio?, ¿Por qué escribo libros tan buenos?, ¿Porqué soy un destino?” Etc.,…La
idea era confrontar la moral callada del hombre ausente que no tiene nada de lo
que admirarse. A consciencia, cumple su labor pedagógica: ilustrar que nadie se
afirma si no tiene razones para ello, y que esto el público mediocre lo ve como
insoportable petulancia.
Pero aquí no se habla del fatuo
que cree saberlo todo y soportarlo todo. Estos “bárbaros”, como le llamaría un
pensador español, especialistas en una porciúncula del saber que poca
injerencia tiene en otros quehaceres, no se compara con el alma universal,
humanista si se quiere, que domina ámbitos vitales y que toda la fuerza de su
obra descansa sobre la plataforma de un conocimiento basto de la historia, de
las artes, de la religión y de la cultura en general.
La pregunta es: ¿Cómo no actuar
con la autoconsciencia de superioridad frente a los demás que difícilmente
pueden abismarse a su corto espectro visual? Negar esto sería ridículo a más de
deshonesto. Sin género de duda esta dignidad proviene de la responsabilidad y
de la paciencia de tener que soportar a un mundo miserable y corrompido… En
suma: vulgar. Se entenderá entonces que dicha arrogancia provenga de la
necesidad de ser el tutor de la humanidad.
Sin embargo esta arrogancia es de
una especial cualidad: no se manifiesta más que a ratos, en el momento oportuno.
Desde luego que en cada acción que realiza el hombre genial se deja sentir la
vibración de una superioridad consciente.
Así de esta forma existen los
grandes hombres. No hay duda, no existe fundamento moral, metafísica de la
conducta ética que no sea la simple y llanamente esbozada. Tratar de
profundizar en eso es estéril además de ridículo: expone en quien lo pretende
una insuficiencia total de comprensión del quid.
Podemos ampliar hasta la madrugada, pero nos apremia laborar en nuestros asuntos. Otra cosa es cometer el crimen de desperdiciarnos.