jueves, 16 de febrero de 2023

La orgía de los dioses

 





«No hay necesidad de que Dios corrija su obra»

Celso

Lo cita Cioran en Los nuevos dioses, segundo ensayo de El aciago demiurgo. La idea más luminosa del artículo es la referente a que el mal del cristianismo que le heredó al mundo es la de su afán epiléptico por la historia, con la introducción de la superstición del Juicio Final (algo parecido a lo que dice Nietzsche en su Tercera Intempestiva, con un matiz que es un abismo). A diferencia, la antigüedad poseía la cosmovisión más afable del eterno presente, un círculo que una y otra vez se renueva sin cesar, y en la que las cosas ya están dadas una vez y para siempre, tal y como Parménides plasmara en su Poema de la naturaleza o del Ser (fragmento 8):

Un sólo decir aun como vía queda: que es.

Por esta vía hay signos distintivos muchos:

que lo ente ingénito e imperecedero es,

porque es único, imperturbable y sin fin.

 

No era alguna vez, ni será, pues ahora es, todo a la vez.

Uno solo, compacto. Pues ¿qué nacimiento le buscarás,

cómo, de dónde ha crecido? No te dejo «de lo no ente»

decir ni inteligir, pues ni decible ni inteligible

es que no es. ¿Y que necesidad lo habría impelido

después o entes, si empezó de la nada, a llegar a ser?

 

En filosofía, tanto el idealismo alemán como el existencialismo, están inspirados en la linealidad del tiempo histórico que corre hacia una consecución soteriológica, ya sea bajo la forma de la realización personal o del cumplimiento de una utopía.

No está de más decir que todo eso son paparruchas. El destino de nadie está frente a sí, nadie tiene sus frutos y obra delante de él. Todo lo que se puede ser es con lo que se nace. Esto explica por qué los seres de instinto no tienen nunca prisa y muestran una seguridad inexplicable ante los desafíos del prestigio, la fama o el éxito (sobre todo de éstos ya que el fracaso siempre es estimulante): todo eso ni les agrega ni les quita, son vicisitudes que no enturbiará lo que son, lo que valen y, sobre todo, que logren evitar el objetivo de su estancia en el mundo. Esto último tiene la arista adivinable de que, quien está seguro de su destino tiene también la consciencia de que nuestro papel o vocación mundana es absolutamente trivial. Nadie podría hacer nada de su vida si se la tomara realmente en serio: el aire, el día a día, se tornarían irrespirables, los nervios estallarían ante la menor contrariedad: la vida en sí, niega todo ejercicio de individualidad, y busca planchar la menor arruga aparecida sobre la superficie de su homogeneidad metafísica.





Tengo en mente a un músico, a un pintor, a un artista desesperado: cuadro patético si los hay. El hombre y mujer de genio, viven un paraíso instaurado en la tierra merced al aire suplementario de que nada hay que corregir, que las mismas mejoras o correcciones vienen en el mismo paquete que nos ofrece la naturaleza: la imaginación es la seguidilla que se esgrime apropósito de una serendipia. Puede que el artista o el visionario (éste último entendido como el correlato pasivo al primero) el contemplador puro, sea quien complete la visión, que corrija la plana, no lo sabemos a ciencia cierta, pero todo ello es posible porque los elementos todos estaban ahí desde el inicio y no hay nada que extrañar de ningún otro mundo: nos bastamos a nosotros mismos, somos lo suficientemente fuertes, la tentación de la apelación, de invocar poderes religiosos no son más que chiquilladas:

Y tú que amas a los condenados,

¿conoces lo irremisible?

 

Hay que insistir, sin embargo, en que el artista que no se enfrenta continuamente a esa cuestión planteada por Baudelaire, vive como cualquier otro de los zombis que gangrenan la tierra. No hay posibilidad de genialidad ahí donde no hay lucidez. No bastan la imaginación y la inteligencia, es necesario, para equilibrarlas, el despertar, la liberación del estado total de las cosas, vivir siempre acompañado de la muerte. Ese límite no es una estigmata que nos inferimos a fin de elevarnos o darnos relieve, sino para preservarnos de nietzscheanismos ridículos, que suelen desviarnos del camino de modestia que debiera improntarnos.

De acuerdo, no es fácil, es, de hecho, aún más vertiginoso que vivir con la ansiedad de tener que demostrar lo que somos, de ser víctima del afán vampiresco de dar fruto. Particularmente porque se suele ser campo seguro de paradojas como las referentes a identificar la pureza de nuestras energías, la despersonalización de nuestras ambiciones, o de saber desesperar a tiempo, con pertinencia. Porque de lo último que somos dueños, es del poder que nos guía a crear. No hay modo ni de azuzarlo ni de aplacarlo cuando decide despertarse o echarse a dormir. No hay crisis de creatividad, sólo exigencias impertinentes, ángulos errados, interpretaciones fallidas de la pulsación fundamental: que es mil veces más importante ser que hacer. Incluso, grandes almas han quedado confundidas: ¿qué es lo que las ha hecho valiosas? ¿Su vida o su obra? Sea al genio o al espíritu al que afecte la pregunta, tal confusión deriva de dos terribles espectros, de dos mentiras taimadas: primero, que todo fruto no es el resultado de una consecución fatal, y, segundo, que es posible conocer, incluso, nuestro propio «yo». Sin embargo, no hay nada que se manifieste que no haya estado ahí desde el principio, y que sea posible conocer lo que sea. Así, lo malo y lo bueno, lo bello y lo horroroso, devienen secundarios.

Una consecuencia de estar habituados a la linealidad del tiempo, a que la felicidad asienta sus reales en el futuro, es que hemos perdido por completo siquiera la posibilidad de ver que no hay nada que conocer, o, mejor aún, que seamos sensibles a que tanto el pasado como el futuro no existen. «Experimentar el tiempo de esos modos es para almas esclavas», deberíamos repetirnos como mantra. Ese afán por el conocimiento, por saber qué nos depara el futuro o saber a ciencia cierta en qué consistió tal o cual cosa que nos conformó en el pasado, es uno de los monstruos invisibles más terribles que conoce el hombre contemporáneo (Por suerte, marxismo y psicoanálisis ya están muy desacreditados). Nuestro afán por conocer es nauseabundo, patético y antipoético. De ahí que juzgarnos tomando por referencia lo que sabemos o podemos saber de nosotros mismos, es entrar a un laberinto que carece de salidas. Ser humano: cierra los ojos un momento y date cuenta que estás viviendo, que has desdeñado a esa noble felicidad silenciosa por culpa de una estulta ceguera nacida de querer mirar más allá de tu mirada.





El antídoto a la sed de conocimiento es la creación. El contraveneno eficaz a los deseos instintivos, idolatras, de juicio, sea estético, metafísico o moral, es discurrir con liberada imaginación sobre un plano limpio de adjetivos, palabras y prejuicios. La salvación del hombre, por decirlo de un modo simple, está, y siempre ha estado, en el arte. La composición de éste, hay que esbozarlo de mejor modo a fin de aclarar por qué surge de la misma liberación del cristianismo.

En el mismo ensayo inicialmente citado, aparece otra idea luminosa:

Cuando se repite uno que la vida no es soportable más que si se puede cambiar de dioses y que el monoteísmo contiene en germen todas las formas de tiranía, deja uno de apiadarse de la esclavitud antigua. Más valía ser esclavo y poder adorar la deidad que se quisiera, que ser «libre» y no tener ante sí más que una sola e idéntica variedad de lo divino. La libertad es el derecho a la diferencia; siendo pluralidad, postula la dispersión de lo absoluto, su solventación en un polvo de verdades, igualmente justificadas y provisionales. Hay en la democracia liberal un politeísmo subyacente (o inconsciente, si se prefiere); inversamente, todo régimen autoritario participa de un monoteísmo disfrazado. Curiosos efectos de la lógica monoteísta: un pagano, en cuanto se hacía cristiano, caía en la intolerancia. ¡Mejor hundirse con una masa de dioses acomodaticios que prosperar a la sombra de un déspota!

Nuestra época está conociendo el declinar del cristianismo; le seguirán las demás cuyo tronco judaico comparten. De acuerdo, el libertinaje puede ser amargo, pero en todo ello también puedo ver notas buenas: la sensualidad, la fugacidad, la dispersión, y, sobre todo, el relativismo que demarca con toda razón, las esferas de lo íntimo. Por simple sentido común, que algo te prescriba lo que sólo debiera de pertenecer al fuero interno, como lo son las creencias religiosas, es una completa locura. Parece ser que vemos una luz al final del túnel, aunque sea momentánea, mientras llega un nuevo dios totalitario.

El arte, o las artes, mejor dicho, poseen esa tendencia natural a la adoración de varios dioses; todos ellos mudables, contumaces y bizarros (esto último en su conceptualización anglosajona e hispánica). Bien se hace con emparentarles a las formas telúricas, elementales del mundo, como los titanes o ese dios doméstico muy cercano al hombre que, desgraciadamente, hizo carrera filosófica: Dionisio, perfeccionamiento de Baco, dios bergante que jugaba con las ninfas y que se embriagaba con el vino silvestre de la poesía. En efecto: el arte siempre ha estado emparentado con el fauvismo, con la necesidad muy legítima de perderse en el instante.

Ironía de la vida humana: sólo asimilándose al ex facto emergens, es decir, a la posibilidad del demiurgo y la renuncia a todo dios creador ex -nihilo,  viéndose a sí mismo como quien ordena, obra la alquimia de convertir al caos en cosmos, liberándose de un Dios pantocrátor que del vacío crea todo. Pero quien repite la osadía suprema, de crear, por un decreto poderosísimo se torna aparte, se ubica en la herejía máxima, en la excomunión inaudita: ya caído del tiempo, de esa trama que revela la bienaventuranza, obtiene por reino el feudo del momento, del presente al que no se puede habitar más que estirándolo hacia el ocaso y la aurora, porque para un creador, el momento, partícula osada de ambiguo trajín victorioso, sospechosa hazaña desafiante de lo infinito, lo es todo.

El momento del creador, del artista, tendrá por referencia lejana el llanto de León Bloy:

Respecto a la literatura, o más bien al Arte, ya veréis si es fácil cuando no se ha sufrido y no se quiere sufrir. No puede cambiarse la naturaleza de las cosas y no está decidido que los poetas felices sean sublimes. El Dolor es la mismísima esencia de la belleza en poesía y la Poesía es una porfirogéneta nacida en la púrpura de la sangre del corazón de los poetas. Que esta sangre brote del llanto de sus ojos o que se derrame por su costado desgarrado, que se precipite por los pozos más escondidos y misteriosos de sus almas o que surja de las heridas abiertas de sus cuerpos mortales es en todo caso el mismo rocío fecundante del genio avaro que los inspira y que nutre su inmortalidad.

El Dolor es algo tan grande, tan sustancialmente santo y sublime, que la imaginación humana no ha inventado nada que lo iguale para domar la libertad de los corazones.

Para la religión no hay modo de que nada de lo que se haga no sea una plegaria diferida, ni una búsqueda expuesta en términos de salvación del alma. ¿Pero salvaremos al alma de qué? ¿Del dolor? Esa ya es nuestra compañía habitual. ¿Del infierno? No creemos en él. En dado caso, se confunde con el infierno presente, quedándonos claro que es tan improbable este mundo como cualquier otro: compartimos la pesadilla universal de respirar…la fe, en esta realidad o cualquier otra, es un intermediario del que fácilmente podemos prescindir. Esto no es secundario, es capital: no nos alistamos al afán del antiguo artista religioso, para el que lo sublime le era necesario, impregnando su creación con ese aliento de moribundo que exclamaría por sus santos oleos, pero eso no significa que no seamos almas forjadas en la fragua de la insignificancia de vivir, deidad más ignomiosa que todas las habidas, y que eso no nos siga emparentando con lo mejor del cristianismo, es decir, con Johann Sebastian Bach.





El artista serio deplora al ateísmo tanto como a la religiosidad, ambas, posturas delirantes, ciegas, intratables. El que el politeísmo sea subyacente a la gesta del artista, es por un parentesco natural, fisiológico, orgánico: nos enseña que no es natural nuestro afán por el absoluto, por lo único, por la asfixiante Deidad antropomórfica que nos han heredado desde siempre, sino que es posible identificar en nosotros una aspiración ultraterrena no afincada en exigencias morales neurasténicas, de logro existencial, de éxito histórico. Es exasperante e indignante lo que el cristianismo le ha hecho al ser humano al respecto: una tribu de alucinados que hasta cuando claman por libertad lo hacen negativamente: ya no quieren ser más esto o lo otro, y su poder se reduce a todo cuánto puedan destruir.

En materia de lo bello y lo pacífico, de lo fértil y lo espiritual, la luz del creador viene de luchas interiores infernales e interminables. Pero su canto se torna raudo en la medida en la que renuncia a lo absoluto, dimite el camino de lo perfecto, y se contenta con la emoción inmediata. Es aquí donde «lo vital» no debe confundirse con la vida, con el impulso por el cual todo artista es en realidad un impostor pues miente para sobrevivir, y hasta tal extremo que su creación se confunde con él mismo. El vitalismo todavía creería ver en la vida a la verdad, siendo esto una impostura clara, pues lo verdadero no tiene nada qué ver con los seres que se arrastran por la tierra buscando su agua y su aire. La vida y el ser son opuestos, resultando éste, para nuestra imaginación, una abstracción imposible: lo permanente que se eleva por encima de todo lo visible. El artista, desde ese punto de vista, es un adalid de esos seres que se arrastran por la tierra, que vuelan y cazan, se aparean y mueren en la senda oscura del anonimato. El artista, sin ser prometeico (sutileza importante), es un genio que está del lado de la vida, de lo fugaz y sin rostro. La gloria, o su sucedáneo mercantil, la fama, son ilusiones que ni siquiera considera…porque, además, el éxito suscita la envidia de los dioses y el consecuente castigo por tamaña insolencia. La época decadente que nos tocó vivir exige de nosotros una moralidad que busca las notas de lo trágico dignificante, no la arrogancia celestial de martirizaje beatífico.

Pero ese tomar partido no es ser ingenuo, no tomamos partido por querer parecer menos contrahechos, o por que queramos huir de las paradojas (pues el fondo de toda verdad es ese abismo irónico en donde las palabras fallan y las ideas se destruyen), sino por simple técnica, como método de trabajo, digámoslo vulgarmente. De hecho, viviremos en una situación mucho más compleja, como cualquier otro ser humano con consciencia, pero hemos optado engañarnos conscientemente, jugar a la ingenuidad. Porque para ser un artista, es necesario ser un niño otra vez.

El entusiasmo así, conviniendo tácitamente, inadvertidamente, con «el Dios que ha dejado este mundo perfecto», vendría a ser una hoja en blanco, un espacio muerto dónde dar voces, o, mejor aún, guardar silencio solemnemente: