miércoles, 25 de agosto de 2010

EL ANCIANO








Se tenía que enfrentar consigo mismo, dar vueltas alrededor de su habitación, caer silente en el ningún lado. Tenía que repasar una y otra vez sus posibilidades dejadas atrás, sus semillas de futuro. Tenía que ver sus verdades y enfrentarlas con las de los demás, descubrir que la noche y el día, sus buenos y malos, no eran más que lo mismo, que no había diferencia substancial alguna entre la agonía de vivir, y la de estar muriendo.

Cuando hubo desgastado todo lo fascinante, el mínimo de misterio de la presencia, la música, la pintura, la poesía, el beso reconfortante de su mujer, volteo los ojos a una tristeza larga, en donde se depositan los días de los hombres sabios.

Caminar, mirar el ocaso hundirse en un sueño roto, no poder desear ya nada, ni bueno ni malo, eran el presentimiento de una plegaria. Curado de la vida, no era más que un fantasma entre los hombres, es decir, no era más que él ya, sin obstáculo ni dique que lo salvaguardara de sí mismo; era su víctima más doliente, su verdugo más cruel.

Al fondo se fueron sus sueños, sus pensamientos, su vagabundeo: Afrodita había muerto hace mucho, y sólo quedaba la herencia en harapos de su madre Penia.

Contemporáneo de los cementerios, del baldío, no sentía más potencia que el de la muerte, la potencia absoluta, indescifrable, insobornable del vacío.

Avanza, palpa la luz con tu mano de tiniebla,
Atraviesa el silencio que componen las palabras,
Instálate ahí donde ves tus declinaciones emigrar,
En donde radica un no-yo.

__________________________________________________

Como si un demonio nos poseyera, un destino viniese a cobrarnos alguna deuda olvidada. Una paranoia, una depresión olvidada que emerge de una insondable profundidad. Estamos alegres, y de repente, ya no.

Ver los cambios que efectúa nuestro ánimo una y otra vez, en tiempos más o menos cortos, en intervalos inesperados, es mantener la consciencia aún despierta: algo que no es nosotros nos mantiene en una región inalterada en donde no penetran los vaivenes del mundo, de nuestra historia personal. Empezamos a adquirir control. Pobre de aquél al que le parece que es siempre el mismo, sin duda se equivoca.

Esta tristeza infinita "que siempre está ahí y que aparece como sin razón, pero que, precisamente por ello, se puede concluir que siempre ha estado ahí", que nos arrebato momentos en los que deberíamos ser pura raudeza, acción o alegría, sin duda, es el centro del ser del hombre.

La alegría, la jovialidad, el extásis, la ternura, el odio, el miedo, toda forma de sentimiento positivo, propuesto por los fluidos del devenir, no son más que periféricos.

Al centro solamente está la tristeza infinita de vivir.

Y más allá, cruzando ese epicentro, como un tunel que nos devora, está la reconstrucción de todas las fuerzas apetentes por construir y destruir; el agobio, la apatía, quedan atrás, y solamente aparece una lucidez flotando en su limbo.

Entonces, es posible hacer lo que sea.

Y hacerlo bien y pronto.



viernes, 20 de agosto de 2010

Los Totalitaristas Frustrados



Refiere Cioran en sus cuadernos:

"Anoche, larga conversación con un poeta húngaro (Pildusky) sobre Simone Weil, a la que considera una santa. Le digo que yo también la admiro, pero que no era una santa, que había en ella demasiada de esa pasión e intolerancia que detestaba en el Antiguo Testamento, del que procedía y al que se parecía, pese al desprecio que sentía por él. Es un Ezequiel o un Isaías femenino. Sin la fe, y las reservas que ésta entraña e impone, habría sido de una ambición desenfrenada. Lo que destaca en ella es la voluntad de imponer a toda costa la aceptación de su punto de vista, atropellando, violentando incluso, al interlocutor. He dicho también al poeta húngaro que tenía tanta energía, voluntad y obstinación como Hitler...Al oírlo, el poeta puso unos ojos como platos y me miró intensamente, como si acabara de tener una iluminación. Para mi asombro mío, me dijo: tiene usted razón"

Sin duda, Cioran se veía en la Virgen Roja. Su admiración por ella, está más de una vez citada en sus cuadernos. "Inmenso orgullo" que causa más embeleso que su "inteligencia" (Pag. 122), recuerdo de "Soriana Gurían más el genio", "rival de cualquier gran delirante de la historia contemporánea" (Pag. 100). Descripciones que aportan una dimensión única a la personalidad de Weil y que, sin embargo, no tienen la mínima nota de veneno o envidia: Cioran tiene razón.

Su "profundo desconocimiento" de sí misma, a pesar de su inteligencia "desconcierta" sobremanera: ¿acaso la inteligencia en un santo revela la materia real de la que está hecho? Toda espiritualidad y muestra de beatitud, sin duda debe tener como contrapeso la idiotez, de otra manera no se trataría más que de Nietzsche. La inteligencia verdadera es demoníaca. Y la penetración lúcida de todo lo real no es más que destrucción, ímpetu de dictador, totalizante a fuerza de sondear su propia destrucción.

martes, 3 de agosto de 2010

Nuestra Bodhisattva favorita


Uno de sus recopiladores al final del prologo al libro "Profesión de Fe" (http://www.institutosimoneweil.net/index.php/web-links/38-libros/81-profesion-de-fe), le llama, si mal no recuerdo, "Nuestra Bodhissatva" favorita.
Certero sin lugar a dudas. Desde luego parecería una aberración religiosa tomando en cuenta que el budismo y el cristianismo son como el agua y el aceite, al decir de algunos especialistas en materia de religión. Pero los especialistas en religión, como bien diría Cioran al hacer una crítica dura contra su viejo amigo Mircea Eliade, no pueden revestir el caracter profundo que encierra la vocación religiosa del hombre. Todo estudio o tratado no es más que la esterclerosis de una savia ya de muy otra ralea: un instinto vital que se pierde en la noche oscura del espíritu humano.
Leer a Weil es con mucho, una de las experiencias más gratificantes que un alma celosa de la verdad anterior podría tener. Y es que no sólo se trata de un lugar común hoy en nuestra decadencia religiosa el prestar oídos a nuevos profetas, si no que, se constata con el esplendoroso brillo de la compasión magnánima de la Virgen Roja, siempre una "historia de amor es una historia nueva".
Su versión del cristianismo, ha destrozado el crucifijo que por tanto tiempo forjó la religión más entredicha de todos los tiempos. Tal pareciera como si, lo que a mi parecer es, la religiosa más ferviente de los últimos tiempos, se hubiese propuesto la labor titánica que emprendió hace más de dos mil años, el Bodhissatva por antonomasia, el real: Nagarjuna ante la momificada escolástica del budismo. Tal labor es la de la destrucción total de todas las seguridades religiosas, los dogmas fundantes, para así hacer más visible el cuerpo real del Cristo, o la ambivalencia del Sunyata.
No hay que ser muy diestro en teología o en hermeneútica religiosa para percatarnos que Weil es, lo que dirían los ortodoxos, una hereje. Pero, ¡oh blasfemia entre blasfemias!, ya quisieran los amantes del cadaver crucificado hablar como sólo ella lo ha hecho, lo ha sabido hacer y aún falta por decodificar. Detrás de su mirada de infinita tristeza por este mundo raído de la posibilidad de la luz, se esconde el más peligroso de los santos, el más fuerte de los espíritus que a naturaleza humana se le pudo haber ocurrido. Sin con el Shakyamuni teníamos suficiente (lograr la suprema ambición de quedarnos sin ambiciones), llega la mística experta en el vacío ha señalarnos la destrucción total de los cimientos de lo que antes llamabamos "Dios".
Totalmente de acuerdo, no se levantan nuevos dioses si antes no se han derrumbado por completo los anteriores. Metareligión, misticismo reinventado, un supremo núcleo que describe la base común de todo sentimientos religioso allende está el deseo de autodestrucción del hombre, de abolición del principio vital y de las causas existenciales, es la experiencia que nos viene a transmitir esta Bodhisattva cristiana.
No deseo ahondar más en el tema de lo que ya he aventado al aire sopena de malinquietar. No es esa mi intención. Resta por decir que se tiene aún mucho que inventar y decir (la misma cosa) acerca de esta mujer hecha de un material distinto a la del hombre. Su genialidad, su iluminación, no nos dejará nunca de estremecer: ha hecho vibrar hasta aquél que creía destruido por completo los cimientos de lo religioso, le ha hecho adivinar la magnitud del silencio de la muerte de un Dios, o el completo desasociego de saberse esclavo de este mundo, víctima de este ocaso sempiterno que es no ser nada, nadie, una errabunda silueta de una nada marchita.

miércoles, 14 de julio de 2010

Yo escrito


No hay nada más fuera de la realidad de la persona que la proyección hecha en papel y tinta: todo cuanto un escribidor redacte no puede más que expresarlo de forma mínima e insustancial. O bien, expresa una parte de nosotros ficticia pero que está latente, una parte sutil, una forma diferida, un espectro, una caricatura. Hasta hoy día, nunca he podido separar lo escrito de quién lo escribe. Incluso en literaturas neutras o insignificantes se puede discernir la impronta de quien sea. Cuando miro un acuerdo judicial veo el estilo de una persona, su voluntad, su tacto. Ciertos textos parecen respirar, tener relieve, transpirar y erizarse. Pero no están vivos. Una sociedad tan penetrada de la palabra, es decir, decadente, está un poco imposibilitada para no creer en la veracidad del abecedario. Nunca nada de lo que se dice, se dice en un solo sentido ni expresa lo que se quiso expresar. Las intenciones del escritor siempre se diluyen en el verbo. Eso de que Jesucristo fuese incomprendido era absolutamente predecible, ¿qué Dios sacamuelas no se iba percatar que eso era tiempo perdido? Para colmo hubo escribientes, malos oídos, memorizadores fantasiosos, peores lectores.

La crónica de sí mismo, es dinámica. La realidad, más apegada al aburrimiento, es decir, al ser, es estática, está quieta. Nos repetimos en nosotros mismos, por eso es posible el encuadre diferente. Esto funda nuestro deseo de libertad, esa pérdida momentánea en el laberinto de las posibilidades. Pero lo posible no es, pues lo que es, nunca es libre: vive atrapado en su segundo, en su continuidad, en el cepo del pasado.

Si eleváramos a Jesucristo a nivel de la metáfora, ¿el kerigma cristiano se mantendría en pie? No, porque carece de sustancia: la divinidad del Mesías se funda en su carácter sobrenatural. En realidad no avala nada, pero nos gusta suponer que un ser milagroso es por fuerza, divino. Invertida claustrofobia de nuestra mediocridad, los seres luminosos resultan poco atractivos si en ellos no hay la chispa del prodigio, ora resuciten a otros, ora se resuciten a sí mismos. La vida del Shakyamuni no está desprovista de tales ornamentos; pero fácilmente se puede adivinar que no son más que elementos ajenos al relato esencial. De alguna manera, la enseñanza central del Budismo es contraria a la idea de milagro, anomalía cósmica que desequilibra el orden de lo perfecto. Tal como diría Spinoza “el auténtico milagro es que no ocurra nada fuera del orden natural, pues la presencia sola de la naturaleza es el despliegue auténtico del milagro”. La naturaleza es el reflejo del rostro de Dios: un milagro equivaldría a que éste sacará la lengua. Todo milagro es demoníaco: quebranta las leyes mismas de un demiurgo. Es un acto de rebeldía creacional. Por el contrario, sustentar que un mensaje reconciliador con el cosmos es por fuerza carente de misterio, de sobrenaturalidad, es desconcertadoramente sospechoso en tanto estamos acostumbrados a las engañifas del prodigio.

Lejos de darle nobleza y espiritualidad al cristianismo, la idea de la resurrección del Cristo, le otorga un aire de cara vulgaridad. El gravamen proviene del hecho de que sólo a un fatuo se le ocurriría pedir un aval a un mensaje si éste, por sí, resulta descabellado o lo suficientemente divino para insuflar aliento espiritual. Y para lo uno y lo otro tiene todo lo religioso per se. Si la “locura” de la predicación es tal, no es por la carestía de medios en su mensaje central para convencer, sino porque se atribuye postulados innecesarios y sibilinos, fuera de esta realidad: ¿qué importa que quien nos hubiese salvado haya sido Dios mismo o cualquier otro, si de todos modos se necesita de un sacrificio externo a nuestro ser para merecer la redención? Si Cristo no hubiese resucitado nunca, si su polvo hubiese sido llevado por el viento y jamás se hubiese atrevido a profetizar que “este templo sería reconstruido en tres días”, en nada variaría su divinidad capaz de asumir la misma muerte que el hombre sufre. ¿Qué imposibilita al creador a inmolarse, no en una cruz, sino en un sepulcro por la eternidad toda? Esto casi es demasiado para la comprensión humana, rebasa su capacidad de representación mental. Pero es más fácil cantar: “¡¿Dónde está muerte tu aguijón, dónde oh sepulcro tu victoria?!” revelándose, finalmente, la suerte de energía que animó al evangelista a pregonar la resurrección: el miedo a la muerte.

Si la resurrección, milagro común al fin y al cabo, escandaloso como un dramón de telenovela coronada por la tragedia, sirve de piedra angular para sembrar la buena nueva, para otorgarle mayor sentido a la fe, poco se tiene que hacer con el contenido de la fe en sí misma, objeto primordial de la señal, conclusión al atractivo de lo sobrenatural. Por el contrario, en las religiones no reveladas, el milagro es algo secundario, banal, e incluso, pernicioso. Prueba de ello es que sólo a las religiones reveladas se les ocurriría que los últimos tiempos la gente sería embelesada por falsos milagros, de anticristos y profetas satánicos. ¿Y dónde quedan los que solamente juzgan el contenido de la doctrina y no su aval misterioso, su enigma sobrenatural? Sin duda morirán en el bostezo universal, cuando llegue el fin de los tiempos en donde todos volveremos a la nada genética, idiotizados y vagando en manadas.

Este ornamento de lo escrito, maquillaje de la cara, empiripollamiento de una verdad, la hace sospechosa. Si algo por sí no es atractivo, se le llena de fru-fru, en suma, “de arte”, y es porque debe tener un parentesco con la charlatanería. Este rococó, es propio del discurso filosófico, del poético, de la literatura misma. El hombre no se expresa en ninguna forma de arte, por el contrario, huye de sí cuando toma el cincel, el arma, incluso cuando hace uso de sus manos en el aire. El hombre se mueve porque desea huir de sí mismo, de su impermanencia, pero ¡oh desgracia de desgracias! su cuerpo lo sigue, su mente no lo deja, esa caminata desbocada, imparable del pensamiento, lo conduce a vértigos insondables, es decir, hacía sí mismo. Todo milagro es una expresión de fastidio universal, de búsqueda del “chisme” jocoso, de la tragedia desgarradora, que “eleva“ al hombre a las alturas de donde un día fue descalabrado. Pero estamos en el fondo: somos pesados, grávidos, las leyes universales de la física se ensañan con nosotros y nos dejan sumidos en la mediocridad de la existencia.

El hombre no tiene milagro, no posee más que la inventiva de lo sobrenatural que, no posee mayor significado que la invención de un mundo aparte al cual aspirar. La pretensión de la escritura es la más sutil de todas, el milagro más desconfiable. Siempre uno sonará el mayor brillante déspota cuando se escriba sobre algo, se dé la opinión de un tema, incluso cuando hagamos crítica literaria. Adeptos a la paradoja, no vacilaremos en destruir nuestra propia creación, y arremeteremos contra nosotros mismos en un acto de frenética redención. Petulancia exacerbada, pues una vez que nosotros mismos nos hemos ensañado con nuestro punto de vista, ya nadie estará más capacitado para hacerlo. ¿Queréis encontrar a los seres más arrogantes? Buscadlos entre aquellos que practican la “sana autocrítica”, y conoceréis a los más intratables, a los más pagados de sí mismos. De esta manera excluimos a los demás de nuestro destazamiento como críticos legítimos, pues sólo nosotros tenemos ese derecho, el de rebajarnos hasta la figura de cadáver.

Una obra difícilmente expresa al hombre que se tiene por su creador. No expresa más que a un fantasma que se tiene a sí mismo como creador, otro de los personajes creados por él. Al hombre que se oculta de tras de esa fachada, nunca le conoceremos. Eso de ser “escritor” causa náuseas y es profundamente revelador de un desaseo de espíritu. Lo sabemos: las grandes almas no escriben, no tienen porque inventarse milagros, sentencias fúnebres, verdades infernales. Intuyen la fuerza de la vida, su caudal imparable, su cumplimiento puntual. No tienen nada que decir como no sea a quien aman, a quien odian, a quien le es indiferente. Pero siempre a ellos, seres de carne y hueso. No conocen la terapéutica del ensañamiento con los hombres abstractos para poder sobrevivir día a día. Matan o perdonan y sufren esas consecuencias. Pero ¡desgraciados de los que vertimos nuestros malestares en el papel: estamos mermados de fuerza para hacer las operaciones anteriores!

La escritura es el mayor acto de merma vital, de decadencia. Las demás actividades del espíritu aún conservan un sabor de fuego y sangre, pero, un escritor, mientras más voluptuoso, más salvaje y visceral suene, más débil y enfermo se encuentra. Jamás he leído un libro que me exprese a la realidad; todo no son más que sutilezas de un intelectual que quiso llevar la vida silenciosa de las fatalidades, de los temblores sudorosos, de los degollamientos superlativos y, simplemente, no pudo y, por ello, se lo tuvo que imaginar. La violencia del lenguaje, su lubricidad, su borbotonzazo de sangre, no anima más que a los tibios, a los cobardes. La imaginación sirve para masturbarnos las imposibilidades biológicas.

Los otros, a quienes envidiamos y de los cuales nos vengamos con artilugios librescos, viven de manera brutal, bestial, placenteros del goce de estar en la vorágine de la carne. Cierto que morirán perplejos ante sus vidas propias, pero eso será un breve instante. Nosotros, en cambio, todos los días sufrimos una muerte anticipada cuando nos percatamos lo imposibilitados que estamos de entregarnos a la molicie, de enredarnos entre las piernas de alguien, de vivir la espontaneidad de las estaciones, la rapacidad de las flores, los delirios animales. Vivimos perplejos de tanta sensibilidad en los sentidos. Cierto que gozamos más con poco, pero la insatisfacción es de otro tipo. Molestos de nuestro desfase, a veces cometemos imprudencias, actos de desesperación, entonces descubrimos que nacimos con mala estrella, que es fatal que nunca nos pase lo bueno, lo gracioso, lo afortunado: terminamos peor que antes pues no estamos capacitados para sustentar los momentos alegres. Para ello sería necesario alimentarse de mañana, estar aventado al futuro con una constante carga de ensoñación y entumecimiento. Pero no podemos, eso, decimos, sale caro, no tiene seguridad, es insensato. Entonces, nos volteamos al libro, al papel, a la máquina: Confeccionamos el universo en donde estamos a gusto, en donde controlamos los elementos de esa realidad, acomodándolos a una forma harto satisfactoria de nuestras potencias. Nos vengamos de los demás sabiendo más que ellos, adivinando sus emociones ocultas, desnudando sus felicidades. Conocemos el sepulcro que les aguarda, el pecado que los corroe, para poder arribar a un pedestal que nos ha reservado la debilidad de nuestra constitución biológica. Esto, no tiene otro nombre más que el de mezquindad, miseria de la especie no apta para la selección natural.

sábado, 10 de julio de 2010

El misterio de la secta

El ventanal da hacia un paisaje maríno, y el aire que sopla desde la costa mueve las cortinas. Parece que vendrá una tormenta. En el horizonte hay oscuridad. El pueblo se disemina por pequeñas colinas, llega hasta la casa del viejo que todavía es iluminada por el sol poniente.

Joven: ¿Qué es lo principal de todo esto?
Viejo: ¿De qué?
Joven: Del libro.
Viejo: Nada; quiero decir, cualquier cosa de todo lo que en ella hay.
Joven: Pero, en su caso, qué le ha parecido más importante.
Viejo: Acepto que todos somos diferentes y que mis obsesiones no tienen que ser la de los demás. En eso tengo gran debilidad de carácter.
Joven: Entiendo.
Matilda: ¿Y te vas a quedar con esa respuesta?
Joven: ¿Por qué no?
Matilda: Porque no responde nada.
Viejo: de hecho se sigue preguntando porque la primera pregunta resultó erroneamente elaborada.
Joven: ¿Siempre es así?
Viejo: Me parece que sí.
Matilda: En su opinión, ¿qué fue lo más importante del libro?
Viejo: La existencia de la secta.
Matilda: No entiendo.
Viejo: sí, verás...Se supone que el libro es un fraude, es decir, no lo escribió el Gadareno de los evangelios, sino alguien más moderno. Esto es una ridiculez puesto que, por ejemplo, a nadie le interesa siquiera si los evangelios fueron escritos por Lucas, por Juan o por Marcos, etc., si no si guardan relación canónica con el resto de los libros del nuevo testamento. Todo estriba en su ortodoxia. Pero, ya que eso es una perogrullada, he de decir que la historia maniquea y gnóstica de los hermanos cósmicos es una ralea ya muy sabida. Lo que no lo es es si la fuente de la cual provienen pertenecia a una liturgia practicante o si era pura invención de un ocioso.
Matilda: me ha decepcionado un poco su observación, creía que procedería a una reflexión metafísica sobre Dios y sus criaturas.
Viejo: No, eso para mí carece de interés: Sé que no son más que fábulas. Resulta más interesante indagar el orígen real de los pensamientos. Si hay la posibilidad de la existencia de una secta, pues es a ustedes a los que ahora les toca averiguar.
Joven: ¿la misión consiste, entonces, en olvidarnos de las meditaciones metafísicas y abordar la genealogía de este libro?
Viejo: les prometo que es mil veces más interesante eso que andar indagando el porqué una serpiente se devora a sí misma.

Matilda y el joven muchacho se quedaron viendo como inquietos, penetrados por algo que no se esperaban...¿Eso era todo?

lunes, 21 de junio de 2010

La Medusa y Aquiles

http://www.eluniversal.com.mx/columnas/84519.html

La gente no ayuda, no saben, no comprenden, y no tienen limitaciones a la hora de hablar. Unos de los principales obstáculos para comprender el problema del narcotráfico, es la gente misma.

Las opiniones que le brindaron al articulista (serio e inconscientemente muy relajado), van de lo noble a lo vulgar sin pasar por ninguna forma de matiz.

Aunque el matiz es antidemocrático, es necesario hacernos a la idea de que, sobre el problema del narco, no sabemos nada, y que eso, debería de aportar todas las formúlas de circunspección posible a la hora de hablar de algo que, de hacerlo mal, nos podría seguir costando las vidas de seres humanos próximos.

Se mezclan con suma facilidad los aspectos políticos, económicos, jurídicos, sociales, culturales, de salud, de idiosincracia religiosa, etc., sin hacer distinción alguna de los alcances de unos y de otros. La opinión es la nueva dictadura de la sociedad. Ante tanta doxa, es necesario oponer una epísteme de mayor seriedad.

Pero no hay estudios serios al respecto. Por lo menos cada uno debería evitar las soluciones fáciles. Darle un cuerpo, un nombre, una cabeza, a algo que no lo tiene, no es más que la misma táctica de guerra fallida del filosófo o el metafísico: le nombran "ser" a la nada. Distinguimos para poder sobrevivir.

Todos los gobiernos que quieren legitimarse hacen guerras. Siempre ha sido así, así siempre será. Pero no basta con que tengamos que aceptarlo. De hecho lo ignomioso no es que tengamos tantas matanzas, sino que la gente no haga nada por esclarecer qué es lo que está pasando. No les importa, o mejor aún: no quieren que les importe porque de hecho, les da miedo saber. El que sabe se emancipa y se vuelve libre en un desierto, donde nadie lo ha de acompañar. Nadie quiere eso, a menos que sea casi un monstruo.

El vulgo no es así, nunca lo ha sido ni nunca lo será. Las revoluciones o la reacciones sólo unos cuantos las hacen. Dejar que un imbécil gobierne puede ser el peor castigo para un ciudadano inteligente. Pero lo que hay del otro lado, la medusa que nos han hecho creer que es, puede que su poder se agote en petrificarnos. Si su rostro es tan monstruoso, y sólo en eso consiste su poder, en el miedo que nos causa, ¿cómo no atrevernos a poner en entredicho malignidad tan chapucera?

Hoy, más que nunca, hace un inmenso ruido el pregón de Nietzsche: "Los verdaderos problemas están en las calles". Y esto solamente es posible en la medida en la que uno mismo, ya se ha concluido como problema. Después, viene la guerra auténtica con los poderes que todavía encadenan al hombre.

miércoles, 24 de marzo de 2010

AMOR FATI

Amor Fati


La verdad es la forma que asume la ilusión o el desencanto. La verdad no tiene sentido en un mundo desprovisto de afecto, de instinto, de savia del cuerpo. Es convulsivo y nunca nace de una neutralidad astral, de una energía mineral, sino que produce sus formas a partir de un interés que se oculta a sí mismo para no romper su propio impulso: obedece a la ley inquebrantable de la imposibilidad de continuidad en el desmontaje de su mecanismo. La verdad nos mueve a hacer las cosas, a pregonarlas, a corromperlas o a destruirlas. Sea una propensión al eternalismo o al nihilismo, perpetuamos la sustancia de nuestra verdad en un “sí” o en un “no”, de izquierda o de derecha, bajo el perfil del dictador o del revolucionario, nada funciona sino es con la imperiosa necesidad de ser afirmativo: para avanzar se hace uso del pie diestro y el siniestro. Todo cuanto vive, respira, come y procrea, es arrastrado de manera automática por el tiempo, encabalgando todo cuanto pueda tenerse de pacífico a una forma de tragedia, de drama, de lucha por lo que sea.

La paz en un mundo convulso inspira los olores de la podredumbre. Nadie como el perezoso, el desidioso, el abúlico es tan vituperado en una sociedad que gusta de tomar partido y alentar a los demás a inclinarse ante alguna forma de verdad o de falsificación. El anémico de fuerzas morales no tiene más que por origen un momento de la especie en que se ha percibido lo vacío de esa neurastenia. “Ahora esto, y ¿después qué?”, se repite constantemente, con palpitar de amarga libertad. El fondo, el trasfondo que opaca cualquier forma de verdad y la expulsa hacia la superficie del transcurrir, es el cansancio por el proceso demencial de la ilusión y el desencanto. Ni siquiera proviene de un momento privilegiado del espíritu, por un despertar o una iluminación, como si fuera posible ser tocado por una extrema sabiduría. La lucidez que “descubre” la estupidez de la especie, proviene del desgaste de la gran rueca de la eternidad que machaca una y otra vez nuestras llagas generales, como si la misma especie humana se revelara contra ese cansado proceso e, incapaz de sacudirse por completo la cobardía de quedarse sola, hiciera cargar a un único individuo el peso de su conciencia. Esta conciencia es, el proceso de la abúlica soledad, del vaciarse de ilusión y desencanto.

Aún dentro del proceso de “liberación” de las formas del estimulo humano para confeccionar verdades, se poseen las notas características de la psicología de la epísteme, por decirlo de algún modo, de tal forma que nunca hay un momento en el cual la sensibilidad humana se pueda preciar de estar en lo actual: siempre se desgrana sobre lo ya sido o lo aún por venir. Si se está en el pasado es porque la decepción del momento presente o la pobre esperanza del futuro nos retrotraen hacia allá, o bien, cuando el pasado, sórdido o bello, arcano o vulgar, nos empuja a creer en un porvenir más dulce o fatalmente aciago. Es imposible asumir valores o juicios en el presente en donde todo es nulo: la conciencia sólo se puede ejercitar sobre formas ficticias, memorias a gusto de nuestra conveniencia natural. La discriminación de los objetos, cosas o personas, lugares, detalles o sustancialidades, es un proceso natural del conocimiento: si lográramos ver las cosas tal y como son, ese día se acabarían los motivos para seguir adelante. Se trata simplemente de sobrevivir: por ello todo conocimiento es forzosamente útil; el “diletantismo” no es más que una quimera que la vanidad del hombre le ha hecho arrogarse para ocultar su cobardía ante el error o la ignorancia que nos haría sucumbir. Liberarse del conocimiento, implica asumir la nulidad de cada uno de los momentos que, por sí mismos, no reportan ninguna forma de esperanza o desesperanza. En realidad, cuando se quiere desaprender, lo único que habría que hacer es vaciarse del estímulo de vivir, de sobrellevar la pesada carga de la existencia, sin que ello signifique, desde luego, renunciar a la existencia. ¿Queréis una buena opinión, objetiva e imparcial? Preguntádsela a un muerto. A un desahuciado no, puesto que responderá como un loco por vivir, cosa ya sospechosa y burda. El afán de conocer no tiene remedio, será, en la medida en la que necesitemos vivir.

Al afán auténtico de conocimiento, por así decirlo, se le traicionaría en la medida en la que uno se adhiriese a él. Esto obedece a que en principio, el conocimiento es duda y en término, dogma. La duda es fruto de la caída, y el dogma, de nuestras ansias de paraíso. Ambos, principio y final del conocimiento, son los dos momentos de la dialéctica de la historia, de la relatividad del desfile de las verdades. Lo que busca el conocimiento es dejar de conocer, o mejor, busca la adquisición de la inocencia. Esto es un contrasentido y el castigo más terrible que a Dios alguno se le pudo haber ocurrido. El similar en la práctica, se tiene con el deseo de amor y libertad. Pero ya de entrada, si amor y libertad son contradictorios, el deseo por sí, es una clara manifestación de esclavitud y, por tanto, de condicionamiento al desenlace de la “opción”. De antemano sabemos que, tratándose del hombre, es más fácil amar que ser libre. ¿Amar la libertad? Imposible: la única forma de serle fiel a ese postulado es siendo indiferente: ser libre es no esclavizarse a la libertad, es decir, en huir del establecimiento de la libertad como algo definitivo, como una esencia imperecedera; lo que dicho de otro modo es, no encasillar a la libertad en una forma de verdad. Por eso el indiferente no participa del proceso de juicio que se crea a partir de los procesos de desencanto e ilusión, y se libera desdeñando al amor y a la misma libertad en tanto estos no corresponden a ningún proceso de la realidad: sabe que no son más que meras ficciones.

La posibilidad de que un concepto o una palabra coincidan con un fenómeno real, es cosa totalmente irrelevante: de entrada el concepto es igual de mortal que el objeto que pretende nombrar y, segundo, el desfase entre uno y otro hace a las cosas y/o a las palabras, como dos mundos abismalmente separados. De cualquier manera ambos son ilusiones pues están sujetos, el uno al devenir y el otro a la opinión.

De esta manera, los nombres que se usan más acá de la experiencia real de la nulidad, no pueden revestir carga significativa pues tampoco pueden transmitir forma alguna de sabiduría si se entiende que ésta es el arribo a la inocencia, esa cosa aparte del proceso de conocimiento duda-dogma, positividad-negatividad, fenómeno símil del fenómeno de la existencia. Lo que gobierna allá no juega a la estafeta de los misterios, de los secretos revelados, de las formas sibilinas del arcano: su juego es el de los silencios, el de la vibración pura del cuerpo, del descuartizamiento del espacio y de la desintegración del tiempo. Adherirse a tamaña doctrina es traicionarla, de la misma forma en la que el ser que nace replicado, nace muerto; tal y como aquel que amando su libertad, la pierde. Ante la paradoja lo que procede es el paroxismo: disparatarse por la tangente del sí y el no, arribar a la madurez del desengaño del desengaño, y sumarse a la pasividad de todo lo ente.

El budismo no es una religión en tanto su fin es desatar, y el vacío una doctrina, porque es imposible adherirse a lo que no hay. El origen condicionado de todas las cosas imposibilita la unificación de un cuerpo doctrinal, e imposibilita cualquier forma de adhesión: ¿adherirse a qué si su cuerpo es una dispersión, un puro movimiento estático, un dharma purificador? No nos religa, nos desata, incluso, de él mismo. Toda religión que no socava sus propias bases está condenada a perderse en el tiempo, a volverse museo de divinidades. Afirmar una religión es prestarle raudeza al espejismo de las ilusiones y desencantos. Simplemente, peor para el mundo, se nace budista o no se nace, de la misma forma en la que la chispa energética que nos anima pudo renacer en un animal o en una planta, seres más puros que nosotros mismos. Dentro de la especie humana los hay quienes están listos para diluirse en el vacío de manera automática y los hay quienes todavía sufren los pasmos del teísmo o de las catatonias de los nihilismos. La iluminación incomunicable, el Paramartha, desciende desde el momento de la concepción del ser humano: es nuestra estrella, nuestro ADN inexorable, nuestro fatum, al cual hay que escuchar guardando los silencios del mundo ruidoso, tinieblas que pretenden ocultar la llama inmóvil del vacío que, al revelarse, nos expone a nosotros mismos tal y como siempre debimos ser vistos.

¿Y cuál es, por paradójico que suene, nuestra apariencia verdadera? La del puro tránsito, la de una simple chispa energética. Ninguno, nadie está en el Nirvana, es decir, en el llegar a la imposibilidad de liberación en tanto la liberación, es siempre estar a punto de llegar al Nirvana, de estar siendo liberado. Todo ser participa de la liberación en tanto va desgastando los procesos de la Maya y, cuando llega al final del camino, liberándose de toda la posibilidad de sus reencarnaciones y agotando el Samsara, la liberación pierde sentido y se enclaustra el ser en la pura nada, es decir: nirvanizándose se concluye la posibilidad de ser iluminado, es llegar al Sunyata: ni luz ni oscuridad, sino, simplemente, la vacuidad absoluta. Propiamente, por principio de origen condicionado, la supresión del yo y del no-yo, es supresión de los términos que los animan, incluidas las herramientas que sirvieron para la iluminación. Así, el arribo del buda, el ser buda, es ya no ser, es ya no poder llegar a ser libre, en tanto la vacuidad nos ha absorbido por entero. Así se entiende que el Mahayana sea “gran vehículo” y Madhyamika “vía media”, formas del transcurrir, o mejor dicho, formas puras sin contenido de ninguna clase, un esquife solitario que llega a la otra orilla sin pasajero, sin remo, sin vela, sin nada, sin sin.

Optar por esa vía, no es una opción; es decir, no es una vía por la que uno pueda transitar: es la vía la que lo atraviesa a uno. Nosotros somos, o no somos, el gran vehículo que toma el Mahayana. Si se está atado al mundo, la forma de interacción de la vacuidad con éste, es imposible. Buda no nos puede ilustrar nada, no nos puede comunicar la verdad, en todo caso lo que puede es dejar “algunas señas”, metáforas o parábolas de aquello que se esconde detrás de lo innombrable, pero nunca hacernos ver, transmitirnos luz. La sensibilidad de un alma, aunque ciega, puede hacerla ver el paisaje que le aguarda detrás de sus párpados. El sentimiento de apertura al universo en tanto se ha divisado su suprema innecesareidad, abre paso a un sentimiento mayúsculo de abandono y soledad, de hastío y tristeza, que confecciona el instinto mayor de supresión del mundo, no como destrucción, sino como salvaguarda de la integridad de la vida misma: no es dable perpetuarla porque es aciaga a la vez que sublime, y, en aras de la posibilidad de lo puro, se enclaustra esa vivencia en el nombre de la muerte. Cerramos con llave ese baúl, y lo arrojamos al estomago del monstruo. Por mor de un suceso infinito, decidimos renunciar a toda infinitud. Para esto, no nos es posible elegir, no tenemos esa capacidad; sobrepasa nuestras fuerzas o capacidades de confección de ilusiones: una ilusión demencial como lo es la perpetuidad de la vida no puede ser cargada con otras ilusiones, antes bien, preciso es oponerle una fuerza definitiva: la de la nada que la sustenta. Y en tanto libertad es creación, reacción invectiva de esta base sólida que es la nada, su ficción no sobrevivirá más que el tiempo de un estímulo voluble, caprichoso: nos engañamos con cualquier forma de liberación. Libertad es adherirse a la nada, participar de la supresión de lo todo, incluida la misma libertad, la verdad del Buda.

Como si de un principio antagónico se tratara, el mundo occidental no puede ver esa luz insustancial, ese símbolo sin sentido. A cada paso del despliegue de la realidad como vacía, responde el hombre con un espanto desequilibrado. Casi lo que se le dice es peor que el mismísimo infierno, porque con la sola posibilidad de éste, el hombre, por lo menos, salvaría su cercanía con una forma de majestuosidad: la del castigo del mal. A occidente le duele el olvido que lo eterno le dispensa, la inmisericorde acción de borrarlo de su faz infinita. ¿Cómo fue que nos proyectamos de una manera tan burda en los ciclos de la existencia? Sin duda nos sentíamos solos y quisimos estar acompañados: las mismas razones que usamos para justificar la acción de una creación divina. Pero si nuestra consciencia y avasallamiento sobre la pirámide de la naturaleza surgió de una incapacidad para ser fuertes, de un ladino instinto de supervivencia, de dominio fraudulento, de estratagema de aborto, al contrario, nuestro deseo de supresión de ese movimiento nos sumió en la más cruel de las mitologías cósmicas: ¿por qué no mejor haber perecido en manos de las bestias más fuertes en lugar de jugar a la criatura caída? La idea de pecado y redención solamente a un animal harto miserable se le pudo haber ocurrido. Su arrogancia fue de tal magnitud que pintó el drama de la existencia de un Dios para su conveniencia y salvación, aún a sabiendas que hacer tal era insostenible. Ha gastado a lo largo de los milenios su consciencia en un falso prestigio de la muerte, del bien y del mal, de la tragedia de venir a la vida, porque desea embrutecerse para así retornar al árbol del que un día osó desprenderse. El teísmo, su idea, nace de un deseo de amputación por la obtención de la consciencia, de la separación de la naturaleza: única forma de justificar semejante aberración, la necrosis terrestre que es todo lo humano.

El proceso es simple: imposibilitado el hombre para justificar su acción de toma de consciencia, se castiga a sí mismo. Pero como esto último es impropio pues nadie en su sano juicio es víctima y verdugo, decide ver en la bofetada de la nulidad universal, a un verdugo. Pero de antemano no hay bofetada, ni es miserable venir a la vida a morir. Venir a la vida no es nada, al igual que morir no es más que un acontecimiento cualquiera. Como todo acto de drama o tragedia nace del miedo humano a la muerte, es el prestigio de ésta a la que hay que desnudar para desmantelar los arquetipos de la salvación teísta, la que hechiza a la nada para asumir forma de epilepsia. En realidad, ni el hombre ni ningún Dios pueden justificar la existencia de la consciencia, del despertar de la naturaleza hacia la forma del espíritu. Carece de justificación aquello que se revela en la totalidad de elementos dispersos, y que se deben a lo infinito: millones de factores regresando al punto de gestación de cualquier cosa, sea este momento o sean los millones de segundos que componen lo perpetuo. La idea de justificación no puede provenir más que de la ilusión de lo único, como si el proceso de consciencia hubiese sido desencadenado por una fuerza identificable, nombrable. Toda búsqueda de justificación presupone lo buscado. Más, es evidente que ello es un fallo de la consciencia que se ha cegado a sí misma para evitar colapsarse: ha montado en sí el mecanismo de la Maya, es decir, el velo de ilusiones con el afán claro de mantener fuera el miedo ancestral a la soledad y al vacío.

Pero la idea misma de la soledad ya es un proceso de unificación de los elementos dispersos, un atomismo autopercibido: en realidad nadie puede estar sólo porque nadie es uno, idéntico, sustancial. Es el lugar común, la personalidad consuetudinaria de no perderse lo que ha fomentado durante milenios la consciencia de sí, la autoconciencia. Esto es evidente que se trata de un psiquismo: la primera manifestación de esquizofrenia es la confección del yo como un sujeto autónomo y verificable. Pero olvidamos que tenemos que interactuar con nosotros mismos, que en nuestro interior existe un universo repleto de misterios, de oscuridades e ignorancias. No somos más que el personaje que nos hemos hecho creer. Esto no es nuevo ni merece mayor ahondamiento, pero resulta evidente que les hemos prestado a las manifestaciones teístas nuestros dramas que, para siempre, debieron quedarse en la intimidad de nosotros mismos, afrontando la realidad de estar solos y separados del mundo para siempre.

Desde luego, cuando decimos “realidad”, nos referimos a la ilusión que hay que descubrir, al enigma que se presenta como verdad, porque en revelación, es una atadura de la que hay que liberarse, de suyo la “Liberación”: la del yo, el último vestigio de ese Dios que intentaba justificar nuestra presencia en el mundo.

Antes del amor, buen nombre a ese comensalismo entre seres que se lamen las heridas, estaba ese deseo de justificación, de estar disminuido ante lo aplastante del mundo, su infinito tiempo, su infinito espacio. Es prácticamente justificable el que el hombre haya hecho lo que hizo en la invención de sus Dioses. La arrogancia del sentimiento religioso ha quedado manchada para siempre por esa estrategia fallida. Es por ello que la recuperación de un dominio espiritual, constituye una posibilidad en la medida en que ésta coincida con la acidez corrosiva de la decadencia histórica que hoy se vive. No hay duda de que ello es posible una vez se analice las condiciones de consciencia que el día de hoy han aparecido.

NULIDAD

1. marzo. 2010

También la multiplicidad participa de la negación de sustancia de los entes. Primero era lo relacionado con lo temporal, ahora, trátese de lo espacial. Esta categorización posee relevancia y tiene todo de atractivo si se examina la vía que atraviesan las categorías de lo existente hasta llegar a los momentos de indiferenciación vegetal. El recorrido debe, forzosamente, que llevarnos a una presencia monolítica, a un todo inextirpable de la idea de insignificancia de los individuales.

Resulta interesante si se examina que, el camino contrario, el llegar hasta la cumbre del sujeto individual, excepcional, único e, incluso, genial, nos llevará a la misma conclusión de destrucción de las entidades independientes pues, el sujeto auténtico, rico en matices, relaciones, categorías o composiciones, se desintegrará en un universo de factores contingentes, sutiles, espectrales. El colmo, el exceso de vida humana, de dinámica espiritual, conlleva necesariamente a la neutralización de toda forma de signo positivo, de dinámica de identidad y diferencia: el genio borra su personalidad en cada acto denso de aplicación, como si con cada momento arrastrara tantos otros que posibilitaban una existencia distinta en él. Beethoven pudo haber compuesto mil sinfonías más y, exacerbado el fondo de su genialidad, sumirse en la nulidad absoluta del silencio: toda forma de vida se agota en sí misma y proyecta su vaciedad al ser autoreferenciada.

Otro principio de comprensión de la falta de relación necesaria entre la cumbre y la base, el individuo y la especie, lo constituye, además de la crítica de la causalidad, la relación terminológica entre significado y significante. El universo abierto por la crítica del lenguaje, se constituye en una identidad de metafísica y conocimiento, e, incluso, de lo moral. Si se posee un nombre total que encierra estas tres formas del acontecer humano, quizás lo más cercano a ello sea la de religión. Una práctica o conducta de sí que identifique el ser con el conocer, y a estos con el hacer, debe, forzosamente, que ser coherente en todos sus elementos. Si la realidad examinada se concluye a sí misma, en tanto estamos en ella y de ella somos, como una nada absoluta, impasible y anónima, y esto nos lleva a la equivalente conclusión de que, nuestro ser, tal y como lo percibimos, es y será infinitamente lo que es o no es, tenemos el primer rasgo de religión elevada, de forma de adherencia o religamiento.

Propiamente, estoy hablando de una complejidad simple: el budismo Madhyamika tardó muchos siglos en establecer su doctrina de la vaciedad como una sabiduría coherente consigo misma, lo cual, nos sugiere la dualidad aún existente en pregonarla como forma de pensamiento y como religión.

El primer rasgo que emerge de la consciencia al tratar de confrontar cristianismo y budismo, es el grado de complejidad mental del último, y el grado de complicación moral del primero. Esencialmente, el cristianismo sirve a proyecciones, a formas inversas de actuación y distorsiones psíquicas. En ello tiene una deuda impagable el psicoanálisis; de hecho, el psicoanálisis es cristianismo explícito. La idea de pecado y de complejo, en realidad, coinciden, en tanto sirven a entidades independientes de conformación de la dinámica de lo humano: un eso, un yo, un superyo, un lugar, un no-lugar, un consciente, un inconsciente, un subconsciente. Una serie de acciones propias de la interacción de esas estructuras: proyección, translación, sublimación, reificación, etc., procesos totalmente cristianos, es decir, dinámicas cuyos nuevos rótulos se insertan en el discurso estructural ya conocidos por todo occidente. Si se examina bien, el psicoanálisis es casi consustancial a la res, a la forma occidental de presentarnos la realidad siempre dual, polarizada, tendiente al equilibrio de los contrarios. De aquí, a la proyección del hombre como un Dios, hay sólo un paso, y estos términos terminan siendo absolutos por un proceso de necesidad de salvaguardar la identidad del hombre.

Por el contrario, la postura aún más extraña y extrovertida, es la del proceso desintegrador de la verdad, de la sustancia, del yo.

(…)

El proceso de desintegración a la nulidad, ya que alcanza hasta a la palabra que expresa ese desvelamiento final, debe comprender la eliminación de toda forma de estilo particular del individuo, del “escritor”. Todo texto que no haga invisible la voz que la articula, habrá fallado, de igual forma que lo haría cualquier elucubración que no se destruya a sí misma después de desplegada su manifestación.

Hay muchas formas de escribir “correctamente”, pero si se tiene claro el objetivo de la nulidad, del vacío, las posibilidades se reducen drásticamente, y sólo queda la neutralidad de la palabra. Constituye mejor estilo, en ello, el desapegarse de el mismo estilo, del aliento y ritmo que proceden de la vena particular, de la condicionante existencial del escritor.

Hablar de la nada, de la forma de llegar a ella, es sumirse en un discurso ya hecho, ya efectuado en sus características más propias, de tal manera que no se es más que una boca hablando, una vía mostrándose: …

(…)

Practicar la reflexión en el Sunyata, es estar lo más cerca posible a la meditación, a la experiencia del vacío que tiene su correspondiente gramatical en el silencio. Por ello, el sabio canta estrofas que circundan el límite de la palabra, de la significación lógica, para ayuntarla a una forma asignificativa como son los elementos naturales. Esto es, propiamente lo poético, la metáfora como necesidad de abismarse más allá del lenguaje.

Sin embargo, la poetización, la confección de la estrofa litúrgica de la verdad antigua del vacío, obedece a un dharma temporal y espacial, a una cultura, relegada al plano de la mendacidad de la nada. Por ello, cabe preguntarse: ¿qué forma se desnuda de sí para acercarse de mejor manera al vacío? La respuesta inmediata es la de la lógica simbólica, la de las matemáticas.

Empero, estas aparecen como un suceso histórico en el que se pretende regresar a los procesos lógicos y simbólicos de manera pura. Pero, ¿no es acaso esto un “más acá” de la significación cuándo, en realidad, lo que se pretendía era la eliminación de la unidad, del atomismo de todo signo? Las matemáticas reportan precisión, acabamiento: términos imposibles de concebir dentro del esquema de lo todo como resultado de un proceso de relaciones dependientes. Un número es lo más autónomo que existe, de ahí su imposibilidad por reducirlo aún más y de demostrar sus componentes. ¿De qué está compuesto un uno? De una definida composición de décimas. De ello, solamente se puede seguir que posee un límite pues, propiamente, es inconcebible la cantidad de cuántos que lo componen: la descripción matemática raya también en la metáfora de la estrofa litúrgica. Sin embargo, la ventaja que posee es su plataforma de la intercambiabilidad de sus elementos, la mascarada de sus componentes, revelando así, no cualidades sino simples entidades que dan registro de lo indiferenciado.

Toda ciencia incurre en el mismo proceso de confección de la verdad, y ya ello es un error. La ciencia es, en realidad, una forma de dominio occidental universalizada por la tecnología, pero no una vía de ascenso del hombre. Sabiduría y Ciencia son totalmente divergentes, en realidad. Partiendo de la vacuidad, no existen las vías de ascenso, sólo las del desprendimiento de cualquier forma de vía. Es decir, únicamente la verdad verdadera se elimina así misma una vez conformada, porque su conformación atenta contra su estructura amorfa. Por eso, los más críticos, conciben a la ciencia como un conjunto de métodos de crítica y revisión de sus mismos postulados y resultados. Ahora bien, concebida así la ciencia, sigue siendo amable con las conclusiones de la técnica, la que únicamente tienen la labor de funcionar para comodidad del hombre, para su goce, condición heredada de una perspectiva errónea sobre la felicidad. Esto lo decimos porque el Madhyamika, en su inicio, tiene que ser ciencia: no parte de una estructura revelada como ocurre con el cristianismo, lo cual, le da ventajas sobresalientes.

Así, el mal del hombre proviene de la inclinación miedosa a ser dependiente de la tecnología y de la cultura misma, en tanto aporta elementos de necesidad falsas. La presencia total de los entes revela una totalidad de vínculos indestructibles, pero, también sobre los cuales es imposible construir algo más. La verdad pura, es natural, es decir, ya existe y no apunta a ninguna forma de querer ser, salvo que, no sea la de dejar el querer ser.

El budismo Madhyamika plantea una situación complicada: se presenta como arreligioso, puesto que toda religión común plantea una forma de salvación activa y de adoración a un ser supremo; se presenta como amoral, puesto que toda moral busca un proceso de cambio y de elevación por encima de la totalidad de lo ente. Apático, sumido en el egoísmo de la iluminación, concibe a su forma más armónica de hacerle bien al prójimo mediante una piedad: sentimiento puro que surge de comprenderse a sí mismo y a todos los demás seres como insignificantes, innecesarios, vinculados al todo que, a su vez, es insignificante; esto es, está vacío.

La pregunta es ¿cómo puede nacer de un pensamiento tan extremo una conducta piadosa, religiosa? Y la respuesta está en connotar adecuadamente el término “religión”. Ya de por sí, el término está manchado: religar es, volver a atarse, cuando lo que propone el budismo es desatarse. Lo religioso, según su concepto más aceptado (las concepciones el budismo las rechaza), nos ata de nueva cuenta a Dios. Pero el vehículo medio no concibe ninguna forma de dependencia que no sea con lo general, y ve a esa sustancia absoluta que es un ser divino como una ilusión más. Para el budismo, toda religión es un fantasma, un rastro refractario de nuestro camino primigenio que era el de dejar de creer, de necesitar a Dios alguno o de anhelar alguna forma de verdad. La revelación misma del budismo se percibe como innecesaria, y sólo da cuenta de un proceso que de cualquier forma se llevará a cabo: todos terminaremos vertidos al océano de la nada. La única forma de salvación, entonces, es ser conscientes de eso. Nada más pero también nada menos.

La positividad humana, sin embargo, no está hecha para soportar la tensión de la renuncia, del dejarse llevar regresando al fondo vacuo sobre el que se erige la existencia. La vida misma no es el trasfondo del que habla el budismo, sino que es la superficie en donde se dan los fenómenos de lo innecesario, los espejismos que nos apartan de la luz de un más acá pleno. Como el ser humano se trata de un ser viviente, está sujeto al devenir de la materia, a su constante ciclo de muerte y dolor, placer y deseo, y de ahí su fatal carrera de acciones y reacciones que lo hunden más y más en un sin sentido histórico.

Hemos señalado “más acá pleno” porque, de cualquier manera, aunque el practicante del budismo no está en el Nirvana más que en perspectiva, lo importante es que, de hecho, se ha entrado a la habitación silente y vacía de la verdad-sin-verdad una vez descubierta la ilusión pasajera de toda forma de vida. Es como si el término “verdad” se equiparara a la noción “no-mentira”. Una de las consecuencias innovadoras del pensamiento de Nagarjuna fue la identidad del Nirvana y el Samsara, en tanto ambos no son nada o son nada, tal y como lo enseña la sabiduría muda de la experiencia ataráxica, de supresión de los términos lógicos o posiblemente humanos de transmisión de la iluminación. La vacuidad es un término en sí vacío porque la sustancia, su contraria, es un término igual de vacío. Lo que se hace es abandonar el eufemismo, por decirlo de algún modo, y se nombra como vacío aquello que, simplemente, no posee ninguna forma de nombrarlo en tanto no forma parte de este mundo. Es susceptible de ser nombrado aquello que está frente a nosotros como fenómeno, como percepción o engaño de los sentidos, pero no aquello que escapa por completo a esas condiciones.

Falta todavía por resolver si es posible que la vacuidad tenga algún referente occidental. Sin duda estamos rozando los campos kantianos del noúmeno y el fenómeno, del en sí y por sí, con la diferencia de una consecuencia fatal de la eliminación de toda forma de equilibrio epistemológico. Con esto pretendemos interrogar de la siguiente forma: ¿es el vacío una forma de nombrarle a lo innombrable, una forma de expresar la experiencia de la nirvanización?



4. marzo. 2010

Se cae en lo voluptuoso de la misma forma en la que se cae en el vacío. Lo voluptuoso tiene dos sentidos: una onda expansiva que nos esparce en el entorno, cuya sensación primordial es placentera, fértil, contenida de savia proteínica. La otra, tiene por dirección el hacia adentro: el sentimiento trágico de la vida, el drama de la unicidad, del supremo asco por nosotros mismos y por el Dios que tramó este mundo (en realidad son fuerzas psíquicas que coinciden). Pero lo vacío no reporta sentido alguno pues constituye, propiamente, el sin sentido.

La sensación de hastío es lo más semejante que se puede experimentar, desde la vivencia simple, de la libertad absoluta; alejados de toda forma de dilatación ontológica, nos constituimos un no-lugar, una inexperiencia de vida a costa de experimentar la sensación de la nada. Este último contrasentido es lo que pretende poner en claro el Madhyamika: sí, en efecto, se trata de una experiencia también, con la gran diferencia de que la consciencia de su esterilidad y falta de objetivo la vuelve la más pura de las acciones humanas, en un desprendimiento de la positividad, del régimen del devenir y de la misma trascendencia, ésta última ilusión entre ilusiones.

El budismo no posee ética sino regímenes ascéticos. Todo trato que el practicante del budismo emprende, ya sea con los seres, con las personas, animales y plantas, con el entorno total, busca una función básica de la doctrina: la supresión de toda forma de afecto o de lazo empático. Así las cosas, cuando en occidente estamos claros en que el móvil inicial de toda conducta humana es la empatía, el grado de compenetración sentimental que se tiene con el entorno, estamos alejados por completo del ideal de la vacuidad que es, como principio, la supresión de toda forma de apego, de afecto, de pathos vinculante.

¿Cómo vivir éticamente en práctica al desapego? Tal pregunta es fascinante porque abre un universo maravilloso: en donde se vive por el cumplimiento irrestricto de leyes kármicas, en el acomodo de las energías dilapidadas en objetos sin sustrato, jerarquizando para luego tergiversar la serie de elementos que componen la totalidad de lo ente, es decir, de lo insignificante. No se es moral o ético más que en occidente, donde las estructuras significativas de la conducta espiritual del hombre están por completo manchadas por el vitalismo.

Un practicante del budismo es el candidato a ser un hoyo negro: constituirse en antimateria que absorba las formas físicas de la realidad. La “sustancia” de la realidad, placer y dolor, deben ser absorbidas por completo en la ataraxia final de la nirvanización. Nadie jamás podría imaginar el grado de quietud al que se puede llegar. El hastío es apenas el dibujo inicial de esa forma vegetal de encuentro con la luz, con el misterio vacío, es decir, el misterio sin misterio del arribo a la nada.

Los privilegios que eroga el dominio del hastío lumínico, están solamente referenciadas a la existencia, quedando, por tanto, en estériles pues, es imposible que se ejerzan las virtudes de la nada ahí en donde reina la fantasía de los hombres, sus quimeras y utopías: una especie de celo le prohíbe a la consciencia absoluta deslizarse hacia las formas de la victoria humana, del acontecimiento, de la puerilidad del trascender. La verdad es intransmisible, la iluminación no entra a este mundo. El correlato adecuado del dios que culminó en la absoluta nada, es el anonimato, el cero histórico, el desdén de toda forma de presencia y supervivencia.

Porque se ha ido más allá de la vida misma, porque se le ha borrado de la conflagración universal que aún ocurrirá porque ya ocurrió, el espíritu humano está a punto de extinguirse.

(…)

Si lo más elevado que conoce el ser humano, la cumbre de sus actos y pasiones, de sus sistemas de razón y de belleza, de verdades y de adioses, es eso a lo que le llamamos amor, entonces, todo está perdido. Si el amor no es más que una conjunción de abortos lamiéndose las heridas, de expansiones de sí en un fetiche que llamamos prójimo o Dios, amante o cualquier otro nombre, y le hemos idealizado merced a esa miseria que es no poder contentarnos con nosotros mismos, con estar solos, aislados, incomunicados, decantados en el borde de la picota; si le hemos inventado en aras de escamotear nuestro encuentro con lo subyugante, de una inmensidad que nos aplasta, que nos reduce a nada; si aquella nuestra maldición ha sido pretexto para que nazca inmaculado y magnánimo, entonces, sólo nos queda ser indiferentes al amor.

Podemos aborrecer al amor, pero eso sólo nos delataría: nos mantendría unidos a su buen nombre más que antes, porque, al igual que el prestigio, sólo la decepción fomenta nuevos ídolos, los que se yerguen más fuertes que los ya derribados, formas de no-verdad que se instalan en nuestras convicciones con la fuerza inquisidora de un dogma fanático. Amaríamos el odio al amor, tensión intolerable para cualquier forma de ser viviente.

Solamente el cansancio engendra sabiduría, resignación auténtica. Dado que no poseemos la virtud del desapego ni la herejía del Catarismo, resulta inquebrantable entre todas las verdades quemantes, aquello del abandono de las propias fuerzas. Al universo le resulta más bienaventurado un asqueado que se rinde a la evidencia de su perdición, que un necio que se atreve a violentarse el destino. Ser libre no es más que abandonarse: nuestro destino es ese océano de seres indiferenciados, en donde conviven la estrella y la tumba, el estiércol y la flor, el Demonio y Dios, la verdad y la mentira. ¿Qué lugar le espera al amor cuando la totalidad de los lazos se rompan, se revelen como hilos de los que tira una fatalidad aciaga y terrible? Descubriremos un gran vehículo corriendo en la inercia de su propio peso, una presencia muda desconectada de todo, dejando a todo reposar sobre sí mismo. Entonces, podremos descubrir el sitio que siempre tuvo el amor: el de la maya, del velo sempiterno creador de ilusiones, de espectros, de pesos sin sustancia, llantos sin drama, la totalidad del egoísmo supremo de la naturaleza de vernos postrados a sus necesidades.
El amor es una forma resumida del apego a la sustancia, a la duración, a la identidad de lo vivido.


6. marzo.2010

La dispersión de los procesos mentales, obedece a las mismas contingencias de lo real. Cierta rama del budismo (Vijñanavada), enseña que lo único que persiste como sustancia en medio del Samsara, es la mente, aunque al final se desintegre en la vacuidad. Nagarjuna enseñan que ello no es preciso: los mismos procesos que dan cuenta de las ilusiones y realidades, están afectadas de la insustancialidad del mundo. Esto nos lleva a la fabilidad del pensamiento, a la imposibilidad de penetrar intelectualmente cualquier forma de verdad, de “luz” del Nirvana o del Paramartha.

Desde luego, la consecuencia de esto no es la negación del pensamiento si no la suspensión de cualquier forma de confianza o fe ciega en los procesos de comprensión humanos. Acontece lo mismo que con el gran pregón de la Vía Media: no es que se niegue o acepte aquello puesto frente a nosotros, sino que, se prefiere elevarse por encima de la presencia absoluta o de la absoluta ausencia.

Interesante es, una vez examinado lo anterior, preguntarnos ¿no ello equivale al escepticismo? ¿Y cómo no es que se duda de la opción de la vacuidad si se ha establecido la imposibilidad de aceptar o de negar? A la moral anti-empática, a la religión atea, se aúna la “creencia” escéptica; simple actitud, más bien.


8. marzo. 2010

Si se desmantelaran los conceptos fundamentales de occidente, sus definiciones o estructuras lingüísticas, su cultura estaría desprovista de todo significado místico, de savia capaz de sostener un postulado sustancial. En ese contexto de desnudez semántica, el cristianismo se revelaría como una impostura del lenguaje, del dogma gramatical. Esencialmente el cristianismo es construcción lingüística, de ahí la coincidencia del postestructuralismo con las ideologías orientales, pues es en éstas donde el abismo de la ausencia de revelación, le dota de un mecanismo dialéctico de esencia pura, sin dogma, sin signo absoluto. Definitivamente el Mahayana, por decir algo, posee una base dogmática, las enseñanzas del Buda han sido preservadas a través de los sutras o karikas, y existe una tradición fuerte capaz de hacerla de canon. Pero, con todo y ello, el espíritu del budismo es distinto, pues parte de la experiencia instransmisible del Nirvana: su conducta espiritual no tiene como génesis una elucubración conceptual, como muchos pensarían, sino que es la experiencia de la iluminación aquello que se quiere dar a entender, desde sí, corazón de todo lo real.

La paradoja de articular palabras sobre un suceso demoledor de toda forma de sonido, de construir conceptos sobre aquello que está más allá del lenguaje, es lo que marca la esencialidad del budismo como vacío: no puede transmitir nada porque su afán es desnudar, es dejar de aprender. El motivo inicial de una forma de conocimiento budista, es la supresión de las ataduras conceptuales, reflejo de su otra gran exigencia de desapego al mundo, y que conlleva, forzosamente, un regreso al punto inicial de la consciencia, en donde ella gira sobre sí misma y se percibe: su intención es dejar de tener consciencia sobre que se es consciente, y desintegrarse en la nulidad de un sin objeto mental. Cuando la mente, así, pierde su blanco, su intencionalidad, el deseo de conocimiento, móvil de toda forma positiva o transcurrir mundano, se apaga y sobreviene el colapso del espíritu: se llega a la nada, se suprime al ente que uno es, al yo, reintegrándolo a la sublime indiferencia.

El “progreso” de la iluminación budista, por decirlo de algún modo por completo parabólico, es hacia atrás: se busca vaciar la mente al grado de erradicarle cualquier ilusión de realidad, de espejismo de sustancialidad. Esto, propiamente no es una forma de destrucción, sino de descomposición o, dirían algunos, de “deconstruir”: se percibe la ausencia de un elemento sine qua non, de un núcleo fundamental que atraiga a los elementos contingentes hacía sí, pues no hay nada posible de ser visto como per se, en sí y por sí, diría Hegel, sustancial, autorreferenciable de manera absoluta. Al descomponer esa estructura que llamamos realidad, al percibirse la ilusión que sugiere algo como lo atómico, los espacios que muestra la infinita red de elementos que la componen, la mente se percibe alterada, fuera de sí, o más bien, compuesta, remitida a sus propios accidentes y efectos. Ya insustancial, acepta su posición frente aquello que intentaba descomponer, y se diluye en medio del océano, como una gota pérdida en la inmensidad del mar.

Esta deriva epistemológica, es reflejo de la metafísica. En realidad, lo que “hay”, por decirlo de algún modo, no es más que nada, y sólo la apariencia es lo que es, aunque debajo de la realidad última. Esta posición extrema es propia de una noción especial del tiempo y del espacio, en donde las condiciones que posibilitan el terreno del Samsara son vistas como innecesarias.

Ahora bien, es importante contrastar el hecho de que la visión del budismo Mahayana, no estriba en asumir que el vacío es el fin último de la nirvanización pues, ya el vacío comporta una forma desequilibrada de asumir lo verdadero. La idea primordial que trata de manejar el budismo del Vehículo Medio acerca de la liberación del sufrimiento y del ciclo de renacimientos, es que hay una diferencia aún imposible de erradicar con todo y la indiferenciación del gran vacío: la diferencia entre la posición intermedia del espíritu humano entre la negatividad y la positividad, es decir, entre ausencia y presencia. Pero ya que el vacío se comporta como una ausencia, y esto a su vez es coincidente con la descripción, tanto del Samsara como del Nirvana, no hay “ganancia” alguna en pregonar ninguna forma de despertar pues, forzosamente todos terminamos siendo lo mismo. No: el Sutra Mahayana Mahaparanirvana, señala que el camino correcto es el medio, el que se traza entre la negación o aceptación de la realidad; esto equivale a decir que su negación no es aniquilación (ni +1 ni -1, solamente cero), si no que contiene un valor reafirmativo del universo. Esto último es difícil de explicar porque parece un contrasentido: ¿a qué universo se refiere? El mundo material contiene una evidente nota de sufrimiento y voluptuosidad, de brutalidad e ineficacia, ¿cómo asumirlo cuando lo natural es desecharlo? ¿Y no acaso lo desechamos porque está inscrito en alguna parte de nuestros corazones lo pasajero de este mundo y el carácter absoluto de lo “otro”? El budismo no quiere proponer una huída, porque en todo caso, la vida misma constituía una forma de pretexto para alejarnos de la dulzura pura de la negación.

Si se nota, ese movimiento que pretende el budismo es similar a la acción de posicionar, “más arriba” la estatura del regreso a la nada (esto es el Paramartha, la verdad más alta en tanto está posicionado respecto de otra verdad). Lo que constituye propiamente la belleza, lo verdadero y bueno del budismo, no es el “objeto” al cual arriba: el Nirvana no es un lugar o un no lugar, sino el tránsito que se efectúa entre la ignorancia de la Maya, y la iluminación, propiamente dicha. De ahí su carácter antidogmático y la revelación de su practica como una tecnología del yo. No es la luz lo que se busca, sino ser iluminado, es decir, pasar de un momento a otro. Esa acción, relativa y fugaz, se condensa en el estado de la nirvanización, de la asunción de nuestro destino inexorable. Si se observa con cuidado esta es una posición muy sutil y delicada: lo hermoso de llegar a la muerte, es la capacidad que se tiene de saber que eso es lo apropiado, que la vida tiene que terminar y que es bueno que así sea. Así, el prestigio que envuelve a la muerte se degrada, y así adquirimos una superación doble: de la muerte porque ya no nos obsesiona lo nulos que somos ante ella, y de la vida, en tanto ya no la deseamos más.

Así, confeccioné estas estrofas para ilustrarme a mí mismo, la posibilidad de dar cuenta del intervalo que media entre momento y momento:

SUNYATA

Platicar ¿de qué?: De nada, que es de lo único que sé algo.
Oscar Wilde.



Morir por vivir, estoy muriendo.

Y si vivo sabiendo que vivir es morir,
Mato cada vez que conozco.
Matar la vida es conocerla; o bien: irla conociendo; o mejor: irla viviendo.

Se mata la vida viviéndola.

Más, no es posible vivir la ignorancia otra vez.
Matar la muerte no es regresar a la vida.
Matar la muerte es regresar a la nada.
Morir y vivir son la ficción que surge de la nada.

La nada es más que la muerte, es decir, no es porque nunca lo fue.
La muerte es más que nada porque es regresar a la nada,
Y la nada menos que todo ya que todo salió de ella.

La nada es antes de la muerte, no después.
Cuando se regresa a la nada es porque ya se vivió.
Vivir es salir o haber salido de la nada.
Vivir y morir ya es algo, aunque sea sobre la nada de la cual salen o regresan.

En cambio, el que nunca nació, siempre habrá sido nada.

Vivir es salir de la nada
Y morir, regresar a ella.

Salir y regresar es lo único que difiere de la nada.

Entonces la nada es no salir ni regresar.
La nada es quedarse en la nada.
No le está permitido al hombre conocer la nada puesto que ya nació.

Si se da y luego se quita lo que queda es ausencia, no vacío.
Vacío es nunca haber tenido nada; es decir, nunca haber tenido.
Soledad auténtica es estar solo, no abandonado.

El esperma que nunca llegó al óvulo es el verdadero Buda.

***


Así, lo relevante, por decirlo de algún modo, en el camino Madhyamika, no es el lugar, el momento, sino el transcurrir, en aquel punto emancipado de las tres partes del tiempo, que ni es de aquí ni de allá, y en donde la sabiduría no es ser inocente ni desengañado, es decir, no conocer o conocer, haber olvidado o recordar, sino estar dudando. La idea de amor se ve enriquecido con ello: amar no tiene nada de seguro, y no tiene nada que ver con desear o añorar, engaños de los sentidos actuando sobre la epilepsia del devenir. Amar, es estar amando, nada más, nada menos. Es el ejercicio puro de pasar de sí a lo otro, es el brinco, la cúspide que se dibuja cuando somos ola a punto de estrellarse contra la roca. La fe, es una forma de la angustia actuando hacia atrás, y es esperanza, en tanto actúa hacia delante. La angustia es la misma cualidad de la que está constituida la libertad humana, por eso elección y providencia, convergen en esa fuerza originaria de la supervivencia hacia la muerte. La realidad primordial es el tránsito, la relatividad, la ausencia de signo en tanto lo insignificante o significativo son dos extremos en medio de los cuales, lo real, se planta. Afirmar la vida es idéntico a afirmar la muerte: lo propio sería desterrar las afirmaciones, pues eso es definitivo, y eso coincide con el silencio, la nada, el vacío. La paradoja, la ironía, la duda, expresan la superación de los silencios, de las ausencias, pero también de los sonidos, las presencias.

Se entiende por ello porque se debe ser ateo, escéptico, relativo, vaciado de signo. Las posibilidades que abre al espíritu tan insolente pregón, sublime y ambicioso, son bastas: al no haber esencia, el intervalo gobierna como la última consecuencia, como si fuera la cima del pasado y el porvenir, donde lo actual es lo único que importa porque todo lo demás, no existe.

Por si fuera poco, lejos de ser nihilista, esa comprensión del ser y el vacío, inician el proceso real de posibilidad. No a la manera de creación, de manufactura, sino de integración al proceso biológico ya desencadenado por el gran vehículo del universo. ¿Es una forma de cosmos, de orden y equilibrio? Podría ser. Lo que sí es seguro es que no vale la pena responder la pregunta si antes no se han resuelto otras tantas: ¿estamos dispuestos a asumir lo que somos?, ¿estamos dispuestos a vivir sin misterios?, ¿estamos dispuestos a reconocer que los objetos del deseo son nulos y que el deseo, por sí, no existe?, ¿estamos dispuestos a hacer lo mismo con el dolor, la culpa, el resentimiento? Si se puede hacer ello, entonces el hombre puede desbocarse al final de la historia y encaramarse a la cumbre de una plenitud crepuscular. Mientras tanto, y sólo mientras tanto, seguiremos iluminándonos el sendero con la luz sobrenatural de la duda, la que inexplicablemente (y afortunadamente) nunca está satisfecha con las verdades que encuentra, con las creencias que pretenden esclavizarla.

El liberado, el que está en el camino, ha echado andar un abismo por móvil, y ha comprendido la forma en la que bulle la corrosión del tiempo del cual, se ha curado: no hay más momento que su organismo no haya integrado a sí, y no hay acción que no provenga de un momento ciego, autómata, que lo vincule con alguna forma de lo definitivo, sea el vacío o la sustancia. Cuando Shyakamuni se constituyó finalmente en Buda, no se liberó, sino que se encarceló para siempre en el Nirvana. Ser libre, es estar antes de la asunción de ese paso, no después. Se es libre respecto a algo, y los “algos”, son la nada y el ser. Como ello no es posible, solamente se es libre unos breves momentos antes de descomponerse en esclavo de una constitución pestilente de formol. El objeto de la liberación, así, y para concluir esta disertación, no es el punto de llegada ni de partida, no es el génesis ni el Apocalipsis, sino el tránsito en la que se duda lo que se sabe o tiene, única forma de estar entre las verdades de la ilusión y el desencanto.


12. marzo.2010

Todo hombre busca enamorarse alguna vez, amar y ser amado con la fuerza de una fantasía imposible. Los seres afortunados que viven en ese movimiento continuo, se adhieren a la vida con desenvoltura e ingenuidad: el sueño de paraíso de todo viviente ha nacido.

El fundamento total de occidente es esa idea de síntesis en lo otro. Toda la metafísica y la religión tienen por base la unidad inicial de cada ser humano y su posterior encuentro con una totalidad que, si lo niega, es para hacerlo más grande. El amor, lazo que une o debe unir las relaciones del hombre con la creación, es la fuerza que da inicio a una lucha dialéctica que debe culminar en el avance del espíritu, o en la confección de éste en un apartado ideal. Aún prescindiendo de la herramienta de la dialéctica, el ser, no es tal sino en su esencia abierta al mundo. Esta apertura, dispersión, nace de un movimiento natural de la conciencia en tanto se percibe ausente del paraíso. La pequeñez de lo humano, estremecedora y rabiosa, logra lo imposible hasta que ve consumada esa urgencia de amar y ser amado.

Pero ¿cuáles son las fuentes de las que mana ese deseo, el deseo por antonomasia? Ciertamente no puede tener por origen una verdad metafísica pues es ésta la que se concibe después para justificar el movimiento originario. Tampoco tiene por origen la espiritualización sexual o libidinal pues existen multitud de formas de expresión de ésta que no coinciden con la confección del impulso general de transformación y adherencia. Cierto que esa multitud de formas pueden significar pasos de ascenso hacia el último momento de consumación, de la misma forma en la que el estimulo sexual es, en origen, indiferenciado, y sólo por medio de la practica cultural va adquiriendo diversas manifestaciones. Pero, ¿todos nuestros impulsos buscan ese reflejo del yo, de la sed de dominio? Esencialmente amar y ser amado es una forma de poder embriagador al cual fácilmente uno se vuelve adicto: El objeto de nuestro deseo está a nuestra total disposición y el placer de tenerlo cuando queramos y como queramos nos aporta todas las seguridades que un hombre y una mujer puedan pedir. Y esto puede asumir diversidad de representaciones, en el afecto, en la energía envolvente de la historia, del arte, e incluso, de la religión, en donde el objeto amado adquiere contornos que se pierden en la nada, diluyéndolo en el misterio, elemento esencialísimo, motor que promueve todas las formas de energía y “realización”.

Incluso, cuando al puro instinto placentero de la especie se le adhiere una parte ética, sigue siendo una forma de reflejo del yo: necesita descargar todo lo que él es en algo, como si con ello ganara en seguridad lo que la metafísica no ha podido en toda su larga carrera. Esta fijación del yo en el no-yo, de suyo sexual, ya sea como proceso sin sentido a la manera del Eros y Afrodita platónico, de búsqueda estética como en el Don Giovanni kierkegaardiano, o como principio del mal en lo femenino a lo Otto Weininger, es el vínculo que une los elementos dispersos de lo real, y fomenta la idea de sustancia. Las líneas de causa-efecto, de acción y de reacción, de bilateralidad del conocimiento y la verdad, se describen a sí mismas como posibles en tanto están encerradas en un universo que forzosamente debe responder a esos estímulos. Así se logra la adherencia del yo a todo lo circundante: el imperio de lo humano se ha reforzado, ha logrado hacerse viscoso y se ha cobijado en la duración de las cosas y las personas. Querer ser recordado, admirado o seguido, obedece al impulso general del amor, del propósito por el cual nos proponemos “trascender”.

El Ser, anónimo por naturaleza, sólo en el movimiento amoroso consigue colocarse en la superficie de la apariencia y el conocimiento. Crear el efecto de no estar enclaustrado en la insignificancia, es el supremo mérito del Eros en tanto nos circunscribe en el espacio estético, al instante del gozo, al silencio permanente del cuerpo. Dolor y placer son las materias de las que se sirve la confección artificial del sentimiento, y erige una construcción que engaña al mismo pensamiento: ¿cómo no ha de eternizarse este sufrimiento, esta ignominia de ser, o bien, esta voluptuosidad quemante por una presentida redención? Sumidos, ahogados en la totalidad de lo que amamos, nos parece que tiene todo de significativa nuestra existencia, incluso, para ser heredada a la tierra. La obra del ser humano tiene la intención de preservar al creador. Pero incluso, aunque esto sea posible, ¿de qué manera no podríamos ver en ello al egoísmo tratando de burlar a la muerte? Solamente un orgullo tan grande puede temerle tanto a su fin propio. Los otros, los animales y las plantas, los hongos y las bacterias, difícilmente podrían experimentar tanta frustración ante el desahucio dada su generalidad inminente. Pero, si el hombre es singular, en cambio, es totalmente intercambiable. Y es que, si hubiese seguridad de que la obra trasciende, de que nuestro buen nombre enarbolará lábaros y pendones, inspirará himnos y loas, podríamos sentirnos menos tentados, reflexionaríamos sobre la pertinencia de nuestro afán. Aún burlando, mediante algún ardid de la inteligencia, lo irrisorio de la posteridad, ¿merece sobrevivir la obra humana?, ¿realmente guarda una medida de proporción gloriosa?, ¿para quién si no es para sí mismo? Es mucho más egoísta querer referirse a Dios o a su Supremo orden que a la continuidad de la obra humana, es cierto, pero aún éste sigue conviviendo en la vecindad del engaño: ¿Tan poca cosa nos consideramos como para querer realizar grandes obras, llegar a ser más que el puro ser que ya somos? Uno no ama para complementarse sino para justificarse en su totalidad. El amor humano nace de una total ausencia de significatividad, de prurito trascendente, es el lazo desesperado por nuestra mortandad.

Aferrarse, adherirse, luchar, entregarse, sentir la voluptuosidad de ser esclavo de un absoluto, reporta el callejón sin salida de la naturaleza humana. El riesgo de no asumir la inclinación malévola a entregarse a lo todo para así sentirse vibrar en el todo, es separarse por completo de lo posible, renunciar a la vorágine del tiempo y a su reconocimiento. Volverse un esquizoide (ese término psiquiátrico que suele usarse para polarizar nuestra medida de normalidad), rompiendo con la sintonía que nos debe ayuntar con el medio, equivale a una renuncia de los procesos afectivos, de empatía con los seres. Y es, quizás, ese último término el que mejor expresa la refractación que el hombre le imprime a los objetos para volverlos dignos de su quehacer. Nada que no guarde una similitud con lo humano merece atención, así como nada que no nos exprese podría existir. Señala Scheller de manera harto inspiradora: “El definitivo conocimiento de lo que es el bien, solamente se percibe hasta en tanto no tenemos la experiencia de conocer a un hombre bueno”. Tiene sentido, lo que no tiene sentido es el uso universal de un “Bien”. Realmente no nos debería interesar ese tema, pero nos interesa en la medida en la que nos justifica y no nos sume en la muerte del olvido. Esto vale, incluso más, para el mal: el afán real por la historia, por su monumentalismo, no proviene más que del diablo, ese que nos tentó a convertirnos en dioses movedores de la rueca del tiempo. Una vez introducidos a los procesos de creación de verdades, ya no era posible asumir una totalidad sin mostrar el menor afecto, el apego que por ella experimentamos.

Sin embargo, el proceso de gestación del cansancio, engendra un género de verdades distanciadas de ese orgullo herido, de esa renuncia del paraíso. Pueden asumir formas vergonzosas, nacen de lugares que, tanto tiempo abandonados al olvido, de pronto reclaman la porción de su heredad en el reino de los motivos. Sí: es el cansancio del pudor, de las formas, lo que hace revelarse a sí mismo al hombre como pura materia, como un elemento desprovisto de su nombre. Surge la inquietud, el estremecimiento por la carencia real de fundamento para lo que sea. Lo bello, lo verdadero, lo bueno, se revelan ajados, sin brillo: hemos desgastado sus prestigios, hemos hecho alumbrar al misterio su verdad repetida. El cosmos que nace del marchitamiento universal de las ficciones, nos devuelven a esa maquinación que es el ser a punto de transparentarse, de adelgazarse hasta el extremo de convertirse en nada. Esta situación límite es, en realidad, lo que da origen al sentimiento religioso auténtico. Ni antes ni después pueden existir: presentimientos fantásticos o institucionalizaciones de dogma provinciano, respectivamente, pues solamente se vislumbra una salida de este mundo, ahí donde se le negó su paso, dónde quedó fulminado por una voraz forma de sin sentido. Rota la razón, hecha trizas por el proceso demoledor de la paradoja, solamente le aguarda la nulidad de su propia autosupresión. Pero, ¿cómo suprimir la metafísica valiéndose de la metafísica misma, tal y como quería ver Jaspers de la filosofía de Nagarjuna? ¿Cómo se arriba al olvido de este mundo, a la ruptura con los procesos de afectación del ser? Si es verdad que todo prejuicio siempre se comprueba y estamos condenados a ser los científicos de nuestras verdades convenientes, no tenemos más salida que agotar nuestras verdades.

Pero eso no es una prescripción, es una descripción, es algo que tiene que pasar. El primer movimiento hacia esa descomposición la inició la Ilustración: Hume, Kant, Hegel y los opositores Kierkegaard, Nietzsche, Marx, (no de la Ilustración sino de los anteriores, pues a través del proceso de crítica, la culminaron). Precisamente porque elevaron un monumento a los valores occidentales del yo, el contentamiento con quien se era, empezó a ser dubitable. El estatuto de lo humano estaba en peligro. Una vez se inició el análisis del hombre que proclamaba la revolución, su convulsión atea, es decir, cuando se volvió crítica y desnudó su filantropía como una ausencia de contenido en tanto el mayor misterio era el hombre mismo, las cosas empezaron a perder inercia, la máquina de la historia empezó a fallar. La Tercera intempestiva o el Concepto de la angustia, marcaron a occidente su límite de actuación pues introducían elementos de total socavación de la metafísica hasta entonces imperante. Ni Heidegger o las escuelas criticistas, ni el postestructuralismo logran sobrellevar el nihilismo que se había desencadenado. Pasó como con aquella famosa lectura que Kant hizo de Hume cuando éste lo despertó de su “sueño dogmático”: lo que venía después de destruida la sustancia no podía ser más que la tibia manifestación de un camino medio, el camino de la mente, lugar sin brillo, sin mito, sin misterio.

Hasta que no se sepa qué es el hombre, cuál es la dignidad de su deicidio, no se depurará por completo la manifestación de su deseo de continuar la búsqueda, la pesquisa de lo inexistente, su amor vencido. Un día se descubrirá, en lo vital, la equivalencia de la muerte con la vida, la forma en la que su simbiosis posibilita lo todo. Pero ya que, esencialmente sabemos que el hombre no es más que un supremo accidente, no habrá redención que perseguir pues habremos asumido nuestra calidad, la ineficacia de nuestra rabia, de nuestra desesperación enclaustrante, claustrofobia metafísica, ontología de mazmorra.

Ya de cara a la esclavitud, occidente tiene la posibilidad de mirar una forma distinta de espiritualidad, como la tuvo Oriente cuando el budismo se declaró en bancarrota: la esterilidad inpropagable del budismo Mahayana asumió la forma más sutil que a religión alguna se le haya podido concebir: la anulación de sí misma como religión. La articulación semántica que se planta ante lo vacuo, tenía que desaparecer y así, como diría Octavio Paz, quizás ser “más real”. La jerarquía y el dogma iban a ser, sin embargo, resguardadas en la forma sibilina del silencio elocuente, tal y como magistralmente manejaron Kierkegaard y Nietzsche, antes del inicio de la descomposición de la jerarquía del cristianismo, logrando, de esa manera, preservar el sentido de la practica religiosa: de alguna manera asumía la maquinaria del devenir como necesaria para su supervivencia. Desde luego el budismo tiene gran ventaja sobre el cristianismo, principalmente porque aquél es una religión no revelada, lo que no impide que el cristianismo asuma su madurez de la misma forma en la que lo hizo el Madhyamaka de Nagarjuna pues, la reflexión de las bases que la posibilitan como religión ya ha sido hecha al total margen de los elementos de la revelación, la cual, ya no puede soportar el peso del estremecimiento del hombre; en ese caso, las sagradas escrituras son una simple base y no el límite del discurso, pudiendo, en la medida del fervor y genialidad del creyente, proyectar una supremacía más allá de la ortodoxia dentro de la ortodoxia misma, es decir, de una neortodoxia, a la manera de Barth.

Ya que toda herejía no es más que la ruptura del límite lingüístico de una realidad expresada, el núcleo que posibilita la verdad no es más que el de la palabra. Las versiones de lo definitivo iniciaron en la ilustración y, hasta nuestros días se expresan en dos momentos singulares que apuntalan un fin: el misticismo de Simon Weil y la vacuidad occidental de Emil Cioran. Ambos, poco afectos a los giros lingüísticos o a la inclinación mórbida por los desmantelamientos del lenguaje (a lo postestructuralista, a lo lógica simbólica), en una época de conmoción por el derrumbamiento de los diccionarios, se plantan como discursantes de un evangelio sutil y maestro: el de la sumisión total al proceso de descomposición, a la destrucción de la humanidad como mito. Orgullosos y geniales, saben de sí mismos su suprema diferencia con el resto de los seres y, a la vez, se avergüenzan de ello.


(…)

Las decisiones, en realidad, lo único que hacen es asumir lo que nuestra percepción había ignorado. La actualidad es dispersa porque ha asumido la desintegración latente de la realidad, es decir, su no-realidad en tanto carece de sustancia, de entidad, de ser. Cuando un hombre se divorcia, patentiza el hecho de que los elementos de su matrimonio desde siempre se encontraban dispersos; lo único que hace es darse cuenta de ello y actuar en conformidad. De igual forma ocurre con el postulado del Madhyamika: nada muere porque nunca ha nacido. No puede ser destruido lo que no existe. La ficción del transcurrir, del ser, “simulacro de la nada”, no es más que el engaño supremo de los sentidos, de la Maya.

Fugacidad, dispersión, desintegración, insignificancia, triunfo de una nueva realidad irreal, rota, descuartizada, astillada en miles de fragmentos irrelevantes.

El jazz como temporalidad instantánea, el abstraccionismo como fuga inmemorial de lo inmediato. Los minimalismos, los deco, la supresión de lo unitario en pos de una variedad que, en el sucedáneo de un reducto, es el émulo de la antigua presencia. Lo último que pueda ser apresado de la variedad, de la diversidad ontológica, se cataloga como un extinto átomo, como una construcción monumental. En la medida en la que los espacios abiertos, los vacíos que dibujan infinitudes invaden la habitación de lo humano, es en esa medida en la que hemos sido penetrados por el abismo. No se es postmoderno si no se siente uno vacío, destronado de sí, vacante de identidad. No se aspira a vivir en el futuro ya, perspectiva absorta en una repetición presentida, ni tiene peso moral alguno lo que ayer fuimos.

(…)

martes, 9 de marzo de 2010

SUNYATA

8. marzo. 2010

Si se desmantelaran los conceptos fundamentales de occidente, sus definiciones o estructuras lingüísticas, su cultura estaría desprovista de todo significado místico, de savia capaz de sostener un postulado sustancial. En ese contexto de desnudez semántica, el cristianismo se revelaría como una impostura del lenguaje, del dogma gramatical. Esencialmente el cristianismo es construcción lingüística, de ahí la coincidencia del postestructuralismo con las ideologías orientales, pues es en éstas donde el abismo de la ausencia de revelación, le dota de un mecanismo dialéctico de esencia pura, sin dogma, sin signo absoluto. Definitivamente el Mahayana, por decir algo, posee una base dogmática, las enseñanzas del Buda han sido preservadas a través de los sutras o karikas, y existe una tradición fuerte capaz de hacerla de canon. Pero, con todo y ello, el espíritu del budismo es distinto, pues parte de la experiencia instransmisible del Nirvana: su conducta espiritual no tiene como génesis una elucubración conceptual, como muchos pensarían, sino que es la experiencia de la iluminación aquello que se quiere dar a entender, desde sí, corazón de todo lo real.

La paradoja de articular palabras sobre un suceso demoledor de toda forma de sonido, de construir conceptos sobre aquello que está más allá del lenguaje, es lo que marca la esencialidad del budismo como vacío: no puede transmitir nada porque su afán es desnudar, es dejar de aprender. El motivo inicial de una forma de conocimiento budista, es la supresión de las ataduras conceptuales, reflejo de su otra gran exigencia de desapego al mundo, y que conlleva, forzosamente, un regreso al punto inicial de la consciencia, en donde ella gira sobre sí misma y se percibe: su intención es dejar de tener consciencia sobre que se es consciente, y desintegrarse en la nulidad de un sin objeto mental. Cuando la mente, así, pierde su blanco, su intencionalidad, el deseo de conocimiento, móvil de toda forma positiva o transcurrir mundano, se apaga y sobreviene el colapso del espíritu: se llega a la nada, se suprime al ente que uno es, al yo, reintegrándolo a la sublime indiferencia.

El “progreso” de la iluminación budista, por decirlo de algún modo por completo parabólico, es hacia atrás: se busca vaciar la mente al grado de erradicarle cualquier ilusión de realidad, de espejismo de sustancialidad. Esto, propiamente no es una forma de destrucción, sino de descomposición o, dirían algunos, de “deconstruir”: se percibe la ausencia de un elemento sine qua non, de un núcleo fundamental que atraiga a los elementos contingentes hacía sí, pues no hay nada posible de ser visto como per se, en sí y por sí, diría Hegel, sustancial, autorreferenciable de manera absoluta. Al descomponer esa estructura que llamamos realidad, al percibirse la ilusión que sugiere algo como lo atómico, los espacios que muestra la infinita red de elementos que la componen, la mente se percibe alterada, fuera de sí, o más bien, compuesta, remitida a sus propios accidentes y efectos. Ya insustancial, acepta su posición frente aquello que intentaba descomponer, y se diluye en medio del océano, como una gota pérdida en la inmensidad del mar.

Esta deriva epistemológica, es reflejo de la metafísica. En realidad, lo que “hay”, por decirlo de algún modo, no es más que nada, y sólo la apariencia es lo que es, aunque debajo de la realidad última. Esta posición extrema es propia de una noción especial del tiempo y del espacio, en donde las condiciones que posibilitan el terreno del Samsara son vistas como innecesarias.

Ahora bien, es importante contrastar el hecho de que la visión del budismo Mahayana, no estriba en asumir que el vacío es el fin último de la nirvanización pues, ya el vacío comporta una forma desequilibrada de asumir lo verdadero. La idea primordial que trata de manejar el budismo del Vehículo Medio acerca de la liberación del sufrimiento y del ciclo de renacimientos, es que hay una diferencia aún imposible de erradicar con todo y la indiferenciación del gran vacío: la diferencia entre la posición intermedia del espíritu humano entre la negatividad y la positividad, es decir, entre ausencia y presencia. Pero ya que el vacío se comporta como una ausencia, y esto a su vez es coincidente con la descripción, tanto del Samsara como del Nirvana, no hay “ganancia” alguna en pregonar ninguna forma de despertar pues, forzosamente todos terminamos siendo lo mismo. No: el Sutra Mahayana Mahaparanirvana, señala que el camino correcto es el medio, el que se traza entre la negación o aceptación de la realidad; esto equivale a decir que su negación no es aniquilación (ni +1 ni -1, solamente cero), si no que contiene un valor reafirmativo del universo. Esto último es difícil de explicar porque parece un contrasentido: ¿a qué universo se refiere? El mundo material contiene una evidente nota de sufrimiento y voluptuosidad, de brutalidad e ineficacia, ¿cómo asumirlo cuando lo natural es desecharlo? ¿Y no acaso lo desechamos porque está inscrito en alguna parte de nuestros corazones lo pasajero de este mundo y el carácter absoluto de lo “otro”? El budismo no quiere proponer una huída, porque en todo caso, la vida misma constituía una forma de pretexto para alejarnos de la dulzura pura de la negación.

Si se nota, ese movimiento que pretende el budismo es similar a la acción de posicionar, “más arriba” la estatura del regreso a la nada (esto es el Paramartha, la verdad más alta en tanto está posicionado respecto de otra verdad). Lo que constituye propiamente la belleza, lo verdadero y bueno del budismo, no es el “objeto” al cual arriba: el Nirvana no es un lugar o un no lugar, sino el tránsito que se efectúa entre la ignorancia de la Maya, y la iluminación, propiamente dicha. De ahí su carácter antidogmático y la revelación de su practica como una tecnología del yo. No es la luz lo que se busca, sino ser iluminado, es decir, pasar de un momento a otro. Esa acción, relativa y fugaz, se condensa en el estado de la nirvanización, de la asunción de nuestro destino inexorable. Si se observa con cuidado esta es una posición muy sutil y delicada: lo hermoso de llegar a la muerte, es la capacidad que se tiene de saber que eso es lo apropiado, que la vida tiene que terminar y que es bueno que así sea. Así, el prestigio que envuelve a la muerte se degrada, y así adquirimos una superación doble: de la muerte porque ya no nos obsesiona lo nulos que somos ante ella, y de la vida, en tanto ya no la deseamos más.

Así, confeccioné estas estrofas para ilustrarme a mí mismo, la posibilidad de dar cuenta del intervalo que media entre momento y momento:

SUNYATA

Platicar ¿de qué?: De nada, que es de lo único que sé algo.
Oscar Wilde.



Morir por vivir, estoy muriendo.

Y si vivo sabiendo que vivir es morir,
Mato cada vez que conozco.
Matar la vida es conocerla; o bien: irla conociendo; o mejor: irla viviendo.

Se mata la vida viviéndola.

Más, no es posible vivir la ignorancia otra vez.
Matar la muerte no es regresar a la vida.
Matar la muerte es regresar a la nada.
Morir y vivir son la ficción que surge de la nada.

La nada es más que la muerte, es decir, no es porque nunca lo fue.
La muerte es más que nada porque es regresar a la nada,
Y la nada menos que todo ya que todo salió de ella.

La nada es antes de la muerte, no después.
Cuando se regresa a la nada es porque ya se vivió.
Vivir es salir o haber salido de la nada.
Vivir y morir ya es algo, aunque sea sobre la nada de la cual salen o regresan.

En cambio, el que nunca nació, siempre habrá sido nada.

Vivir es salir de la nada
Y morir, regresar a ella.

Salir y regresar es lo único que difiere de la nada.

Entonces la nada es no salir ni regresar.
La nada es quedarse en la nada.
No le está permitido al hombre conocer la nada puesto que ya nació.

Si se da y luego se quita lo que queda es ausencia, no vacío.
Vacío es nunca haber tenido nada; es decir, nunca haber tenido.
Soledad auténtica es estar solo, no abandonado.

El esperma que nunca llegó al óvulo es el verdadero Buda.

***


Así, lo relevante, por decirlo de algún modo, en el camino Madhyamika, no es el lugar, el momento, sino el transcurrir, en aquel punto emancipado de las tres partes del tiempo, que ni es de aquí ni de allá, y en donde la sabiduría no es ser inocente ni desengañado, es decir, no conocer o conocer, haber olvidado o recordar, sino estar dudando. La idea de amor se ve enriquecido con ello: amar no tiene nada de seguro, y no tiene nada que ver con desear o añorar, engaños de los sentidos actuando sobre la epilepsia del devenir. Amar, es estar amando, nada más, nada menos. Es el ejercicio puro de pasar de sí a lo otro, es el brinco, la cúspide que se dibuja cuando somos ola a punto de estrellarse contra la roca. La fe, es una forma de la angustia actuando hacia atrás, y es esperanza, en tanto actúa hacia delante. La angustia es la misma cualidad de la que está constituida la libertad humana, por eso elección y providencia, convergen en esa fuerza originaria de la supervivencia hacia la muerte. La realidad primordial es el tránsito, la relatividad, la ausencia de signo en tanto lo insignificante o significativo son dos extremos en medio de los cuales, lo real, se planta. Afirmar la vida es idéntico a afirmar la muerte: lo propio sería desterrar las afirmaciones, pues eso es definitivo, y eso coincide con el silencio, la nada, el vacío. La paradoja, la ironía, la duda, expresan la superación de los silencios, de las ausencias, pero también de los sonidos, las presencias.

Se entiende por ello porque se debe ser ateo, escéptico, relativo, vaciado de signo. Las posibilidades que abre al espíritu tan insolente pregón, sublime y ambicioso, son bastas: al no haber esencia, el intervalo gobierna como la última consecuencia, como si fuera la cima del pasado y el porvenir, donde lo actual es lo único que importa porque todo lo demás, no existe.

Por si fuera poco, lejos de ser nihilista, esa comprensión del ser y el vacío, inician el proceso real de posibilidad. No a la manera de creación, de manufactura, sino de integración al proceso biológico ya desencadenado por el gran vehículo del universo. ¿Es una forma de cosmos, de orden y equilibrio? Podría ser. Lo que sí es seguro es que no vale la pena responder la pregunta si antes no se han resuelto otras tantas: ¿estamos dispuestos a asumir lo que somos?, ¿estamos dispuestos a vivir sin misterios?, ¿estamos dispuestos a reconocer que los objetos del deseo son nulos y que el deseo, por sí, no existe?, ¿estamos dispuestos a hacer lo mismo con el dolor, la culpa, el resentimiento? Si se puede hacer ello, entonces el hombre puede desbocarse al final de la historia y encaramarse a la cumbre de una plenitud crepuscular. Mientras tanto, y sólo mientras tanto, seguiremos iluminándonos el sendero con la luz sobrenatural de la duda, la que inexplicablemente (y afortunadamente) nunca está satisfecha con las verdades que encuentra, con las creencias que pretenden esclavizarla.

El liberado, el que está en el camino, ha echado andar un abismo por móvil, y ha comprendido la forma en la que bulle la corrosión del tiempo del cual, se ha curado: no hay más momento que su organismo no haya integrado a sí, y no hay acción que no provenga de un momento ciego, autómata, que lo vincule con alguna forma de lo definitivo, sea el vacío o la sustancia. Cuando Shyakamuni se constituyó finalmente en Buda, no se liberó, sino que se encarceló para siempre en el Nirvana. Ser libre, es estar antes de la asunción de ese paso, no después. Se es libre respecto a algo, y los “algos”, son la nada y el ser. Como ello no es posible, solamente se es libre unos breves momentos antes de descomponerse en esclavo de una constitución pestilente de formol. El objeto de la liberación, así, y para concluir esta disertación, no es el punto del llegada ni de partida, no es el génesis ni el Apocalipsis, sino el tránsito en la que se duda lo que se sabe o tiene, única forma de estar entre las verdades de la ilusión y el desencanto.