martes, 9 de marzo de 2010

SUNYATA

8. marzo. 2010

Si se desmantelaran los conceptos fundamentales de occidente, sus definiciones o estructuras lingüísticas, su cultura estaría desprovista de todo significado místico, de savia capaz de sostener un postulado sustancial. En ese contexto de desnudez semántica, el cristianismo se revelaría como una impostura del lenguaje, del dogma gramatical. Esencialmente el cristianismo es construcción lingüística, de ahí la coincidencia del postestructuralismo con las ideologías orientales, pues es en éstas donde el abismo de la ausencia de revelación, le dota de un mecanismo dialéctico de esencia pura, sin dogma, sin signo absoluto. Definitivamente el Mahayana, por decir algo, posee una base dogmática, las enseñanzas del Buda han sido preservadas a través de los sutras o karikas, y existe una tradición fuerte capaz de hacerla de canon. Pero, con todo y ello, el espíritu del budismo es distinto, pues parte de la experiencia instransmisible del Nirvana: su conducta espiritual no tiene como génesis una elucubración conceptual, como muchos pensarían, sino que es la experiencia de la iluminación aquello que se quiere dar a entender, desde sí, corazón de todo lo real.

La paradoja de articular palabras sobre un suceso demoledor de toda forma de sonido, de construir conceptos sobre aquello que está más allá del lenguaje, es lo que marca la esencialidad del budismo como vacío: no puede transmitir nada porque su afán es desnudar, es dejar de aprender. El motivo inicial de una forma de conocimiento budista, es la supresión de las ataduras conceptuales, reflejo de su otra gran exigencia de desapego al mundo, y que conlleva, forzosamente, un regreso al punto inicial de la consciencia, en donde ella gira sobre sí misma y se percibe: su intención es dejar de tener consciencia sobre que se es consciente, y desintegrarse en la nulidad de un sin objeto mental. Cuando la mente, así, pierde su blanco, su intencionalidad, el deseo de conocimiento, móvil de toda forma positiva o transcurrir mundano, se apaga y sobreviene el colapso del espíritu: se llega a la nada, se suprime al ente que uno es, al yo, reintegrándolo a la sublime indiferencia.

El “progreso” de la iluminación budista, por decirlo de algún modo por completo parabólico, es hacia atrás: se busca vaciar la mente al grado de erradicarle cualquier ilusión de realidad, de espejismo de sustancialidad. Esto, propiamente no es una forma de destrucción, sino de descomposición o, dirían algunos, de “deconstruir”: se percibe la ausencia de un elemento sine qua non, de un núcleo fundamental que atraiga a los elementos contingentes hacía sí, pues no hay nada posible de ser visto como per se, en sí y por sí, diría Hegel, sustancial, autorreferenciable de manera absoluta. Al descomponer esa estructura que llamamos realidad, al percibirse la ilusión que sugiere algo como lo atómico, los espacios que muestra la infinita red de elementos que la componen, la mente se percibe alterada, fuera de sí, o más bien, compuesta, remitida a sus propios accidentes y efectos. Ya insustancial, acepta su posición frente aquello que intentaba descomponer, y se diluye en medio del océano, como una gota pérdida en la inmensidad del mar.

Esta deriva epistemológica, es reflejo de la metafísica. En realidad, lo que “hay”, por decirlo de algún modo, no es más que nada, y sólo la apariencia es lo que es, aunque debajo de la realidad última. Esta posición extrema es propia de una noción especial del tiempo y del espacio, en donde las condiciones que posibilitan el terreno del Samsara son vistas como innecesarias.

Ahora bien, es importante contrastar el hecho de que la visión del budismo Mahayana, no estriba en asumir que el vacío es el fin último de la nirvanización pues, ya el vacío comporta una forma desequilibrada de asumir lo verdadero. La idea primordial que trata de manejar el budismo del Vehículo Medio acerca de la liberación del sufrimiento y del ciclo de renacimientos, es que hay una diferencia aún imposible de erradicar con todo y la indiferenciación del gran vacío: la diferencia entre la posición intermedia del espíritu humano entre la negatividad y la positividad, es decir, entre ausencia y presencia. Pero ya que el vacío se comporta como una ausencia, y esto a su vez es coincidente con la descripción, tanto del Samsara como del Nirvana, no hay “ganancia” alguna en pregonar ninguna forma de despertar pues, forzosamente todos terminamos siendo lo mismo. No: el Sutra Mahayana Mahaparanirvana, señala que el camino correcto es el medio, el que se traza entre la negación o aceptación de la realidad; esto equivale a decir que su negación no es aniquilación (ni +1 ni -1, solamente cero), si no que contiene un valor reafirmativo del universo. Esto último es difícil de explicar porque parece un contrasentido: ¿a qué universo se refiere? El mundo material contiene una evidente nota de sufrimiento y voluptuosidad, de brutalidad e ineficacia, ¿cómo asumirlo cuando lo natural es desecharlo? ¿Y no acaso lo desechamos porque está inscrito en alguna parte de nuestros corazones lo pasajero de este mundo y el carácter absoluto de lo “otro”? El budismo no quiere proponer una huída, porque en todo caso, la vida misma constituía una forma de pretexto para alejarnos de la dulzura pura de la negación.

Si se nota, ese movimiento que pretende el budismo es similar a la acción de posicionar, “más arriba” la estatura del regreso a la nada (esto es el Paramartha, la verdad más alta en tanto está posicionado respecto de otra verdad). Lo que constituye propiamente la belleza, lo verdadero y bueno del budismo, no es el “objeto” al cual arriba: el Nirvana no es un lugar o un no lugar, sino el tránsito que se efectúa entre la ignorancia de la Maya, y la iluminación, propiamente dicha. De ahí su carácter antidogmático y la revelación de su practica como una tecnología del yo. No es la luz lo que se busca, sino ser iluminado, es decir, pasar de un momento a otro. Esa acción, relativa y fugaz, se condensa en el estado de la nirvanización, de la asunción de nuestro destino inexorable. Si se observa con cuidado esta es una posición muy sutil y delicada: lo hermoso de llegar a la muerte, es la capacidad que se tiene de saber que eso es lo apropiado, que la vida tiene que terminar y que es bueno que así sea. Así, el prestigio que envuelve a la muerte se degrada, y así adquirimos una superación doble: de la muerte porque ya no nos obsesiona lo nulos que somos ante ella, y de la vida, en tanto ya no la deseamos más.

Así, confeccioné estas estrofas para ilustrarme a mí mismo, la posibilidad de dar cuenta del intervalo que media entre momento y momento:

SUNYATA

Platicar ¿de qué?: De nada, que es de lo único que sé algo.
Oscar Wilde.



Morir por vivir, estoy muriendo.

Y si vivo sabiendo que vivir es morir,
Mato cada vez que conozco.
Matar la vida es conocerla; o bien: irla conociendo; o mejor: irla viviendo.

Se mata la vida viviéndola.

Más, no es posible vivir la ignorancia otra vez.
Matar la muerte no es regresar a la vida.
Matar la muerte es regresar a la nada.
Morir y vivir son la ficción que surge de la nada.

La nada es más que la muerte, es decir, no es porque nunca lo fue.
La muerte es más que nada porque es regresar a la nada,
Y la nada menos que todo ya que todo salió de ella.

La nada es antes de la muerte, no después.
Cuando se regresa a la nada es porque ya se vivió.
Vivir es salir o haber salido de la nada.
Vivir y morir ya es algo, aunque sea sobre la nada de la cual salen o regresan.

En cambio, el que nunca nació, siempre habrá sido nada.

Vivir es salir de la nada
Y morir, regresar a ella.

Salir y regresar es lo único que difiere de la nada.

Entonces la nada es no salir ni regresar.
La nada es quedarse en la nada.
No le está permitido al hombre conocer la nada puesto que ya nació.

Si se da y luego se quita lo que queda es ausencia, no vacío.
Vacío es nunca haber tenido nada; es decir, nunca haber tenido.
Soledad auténtica es estar solo, no abandonado.

El esperma que nunca llegó al óvulo es el verdadero Buda.

***


Así, lo relevante, por decirlo de algún modo, en el camino Madhyamika, no es el lugar, el momento, sino el transcurrir, en aquel punto emancipado de las tres partes del tiempo, que ni es de aquí ni de allá, y en donde la sabiduría no es ser inocente ni desengañado, es decir, no conocer o conocer, haber olvidado o recordar, sino estar dudando. La idea de amor se ve enriquecido con ello: amar no tiene nada de seguro, y no tiene nada que ver con desear o añorar, engaños de los sentidos actuando sobre la epilepsia del devenir. Amar, es estar amando, nada más, nada menos. Es el ejercicio puro de pasar de sí a lo otro, es el brinco, la cúspide que se dibuja cuando somos ola a punto de estrellarse contra la roca. La fe, es una forma de la angustia actuando hacia atrás, y es esperanza, en tanto actúa hacia delante. La angustia es la misma cualidad de la que está constituida la libertad humana, por eso elección y providencia, convergen en esa fuerza originaria de la supervivencia hacia la muerte. La realidad primordial es el tránsito, la relatividad, la ausencia de signo en tanto lo insignificante o significativo son dos extremos en medio de los cuales, lo real, se planta. Afirmar la vida es idéntico a afirmar la muerte: lo propio sería desterrar las afirmaciones, pues eso es definitivo, y eso coincide con el silencio, la nada, el vacío. La paradoja, la ironía, la duda, expresan la superación de los silencios, de las ausencias, pero también de los sonidos, las presencias.

Se entiende por ello porque se debe ser ateo, escéptico, relativo, vaciado de signo. Las posibilidades que abre al espíritu tan insolente pregón, sublime y ambicioso, son bastas: al no haber esencia, el intervalo gobierna como la última consecuencia, como si fuera la cima del pasado y el porvenir, donde lo actual es lo único que importa porque todo lo demás, no existe.

Por si fuera poco, lejos de ser nihilista, esa comprensión del ser y el vacío, inician el proceso real de posibilidad. No a la manera de creación, de manufactura, sino de integración al proceso biológico ya desencadenado por el gran vehículo del universo. ¿Es una forma de cosmos, de orden y equilibrio? Podría ser. Lo que sí es seguro es que no vale la pena responder la pregunta si antes no se han resuelto otras tantas: ¿estamos dispuestos a asumir lo que somos?, ¿estamos dispuestos a vivir sin misterios?, ¿estamos dispuestos a reconocer que los objetos del deseo son nulos y que el deseo, por sí, no existe?, ¿estamos dispuestos a hacer lo mismo con el dolor, la culpa, el resentimiento? Si se puede hacer ello, entonces el hombre puede desbocarse al final de la historia y encaramarse a la cumbre de una plenitud crepuscular. Mientras tanto, y sólo mientras tanto, seguiremos iluminándonos el sendero con la luz sobrenatural de la duda, la que inexplicablemente (y afortunadamente) nunca está satisfecha con las verdades que encuentra, con las creencias que pretenden esclavizarla.

El liberado, el que está en el camino, ha echado andar un abismo por móvil, y ha comprendido la forma en la que bulle la corrosión del tiempo del cual, se ha curado: no hay más momento que su organismo no haya integrado a sí, y no hay acción que no provenga de un momento ciego, autómata, que lo vincule con alguna forma de lo definitivo, sea el vacío o la sustancia. Cuando Shyakamuni se constituyó finalmente en Buda, no se liberó, sino que se encarceló para siempre en el Nirvana. Ser libre, es estar antes de la asunción de ese paso, no después. Se es libre respecto a algo, y los “algos”, son la nada y el ser. Como ello no es posible, solamente se es libre unos breves momentos antes de descomponerse en esclavo de una constitución pestilente de formol. El objeto de la liberación, así, y para concluir esta disertación, no es el punto del llegada ni de partida, no es el génesis ni el Apocalipsis, sino el tránsito en la que se duda lo que se sabe o tiene, única forma de estar entre las verdades de la ilusión y el desencanto.

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