miércoles, 24 de marzo de 2010

AMOR FATI

Amor Fati


La verdad es la forma que asume la ilusión o el desencanto. La verdad no tiene sentido en un mundo desprovisto de afecto, de instinto, de savia del cuerpo. Es convulsivo y nunca nace de una neutralidad astral, de una energía mineral, sino que produce sus formas a partir de un interés que se oculta a sí mismo para no romper su propio impulso: obedece a la ley inquebrantable de la imposibilidad de continuidad en el desmontaje de su mecanismo. La verdad nos mueve a hacer las cosas, a pregonarlas, a corromperlas o a destruirlas. Sea una propensión al eternalismo o al nihilismo, perpetuamos la sustancia de nuestra verdad en un “sí” o en un “no”, de izquierda o de derecha, bajo el perfil del dictador o del revolucionario, nada funciona sino es con la imperiosa necesidad de ser afirmativo: para avanzar se hace uso del pie diestro y el siniestro. Todo cuanto vive, respira, come y procrea, es arrastrado de manera automática por el tiempo, encabalgando todo cuanto pueda tenerse de pacífico a una forma de tragedia, de drama, de lucha por lo que sea.

La paz en un mundo convulso inspira los olores de la podredumbre. Nadie como el perezoso, el desidioso, el abúlico es tan vituperado en una sociedad que gusta de tomar partido y alentar a los demás a inclinarse ante alguna forma de verdad o de falsificación. El anémico de fuerzas morales no tiene más que por origen un momento de la especie en que se ha percibido lo vacío de esa neurastenia. “Ahora esto, y ¿después qué?”, se repite constantemente, con palpitar de amarga libertad. El fondo, el trasfondo que opaca cualquier forma de verdad y la expulsa hacia la superficie del transcurrir, es el cansancio por el proceso demencial de la ilusión y el desencanto. Ni siquiera proviene de un momento privilegiado del espíritu, por un despertar o una iluminación, como si fuera posible ser tocado por una extrema sabiduría. La lucidez que “descubre” la estupidez de la especie, proviene del desgaste de la gran rueca de la eternidad que machaca una y otra vez nuestras llagas generales, como si la misma especie humana se revelara contra ese cansado proceso e, incapaz de sacudirse por completo la cobardía de quedarse sola, hiciera cargar a un único individuo el peso de su conciencia. Esta conciencia es, el proceso de la abúlica soledad, del vaciarse de ilusión y desencanto.

Aún dentro del proceso de “liberación” de las formas del estimulo humano para confeccionar verdades, se poseen las notas características de la psicología de la epísteme, por decirlo de algún modo, de tal forma que nunca hay un momento en el cual la sensibilidad humana se pueda preciar de estar en lo actual: siempre se desgrana sobre lo ya sido o lo aún por venir. Si se está en el pasado es porque la decepción del momento presente o la pobre esperanza del futuro nos retrotraen hacia allá, o bien, cuando el pasado, sórdido o bello, arcano o vulgar, nos empuja a creer en un porvenir más dulce o fatalmente aciago. Es imposible asumir valores o juicios en el presente en donde todo es nulo: la conciencia sólo se puede ejercitar sobre formas ficticias, memorias a gusto de nuestra conveniencia natural. La discriminación de los objetos, cosas o personas, lugares, detalles o sustancialidades, es un proceso natural del conocimiento: si lográramos ver las cosas tal y como son, ese día se acabarían los motivos para seguir adelante. Se trata simplemente de sobrevivir: por ello todo conocimiento es forzosamente útil; el “diletantismo” no es más que una quimera que la vanidad del hombre le ha hecho arrogarse para ocultar su cobardía ante el error o la ignorancia que nos haría sucumbir. Liberarse del conocimiento, implica asumir la nulidad de cada uno de los momentos que, por sí mismos, no reportan ninguna forma de esperanza o desesperanza. En realidad, cuando se quiere desaprender, lo único que habría que hacer es vaciarse del estímulo de vivir, de sobrellevar la pesada carga de la existencia, sin que ello signifique, desde luego, renunciar a la existencia. ¿Queréis una buena opinión, objetiva e imparcial? Preguntádsela a un muerto. A un desahuciado no, puesto que responderá como un loco por vivir, cosa ya sospechosa y burda. El afán de conocer no tiene remedio, será, en la medida en la que necesitemos vivir.

Al afán auténtico de conocimiento, por así decirlo, se le traicionaría en la medida en la que uno se adhiriese a él. Esto obedece a que en principio, el conocimiento es duda y en término, dogma. La duda es fruto de la caída, y el dogma, de nuestras ansias de paraíso. Ambos, principio y final del conocimiento, son los dos momentos de la dialéctica de la historia, de la relatividad del desfile de las verdades. Lo que busca el conocimiento es dejar de conocer, o mejor, busca la adquisición de la inocencia. Esto es un contrasentido y el castigo más terrible que a Dios alguno se le pudo haber ocurrido. El similar en la práctica, se tiene con el deseo de amor y libertad. Pero ya de entrada, si amor y libertad son contradictorios, el deseo por sí, es una clara manifestación de esclavitud y, por tanto, de condicionamiento al desenlace de la “opción”. De antemano sabemos que, tratándose del hombre, es más fácil amar que ser libre. ¿Amar la libertad? Imposible: la única forma de serle fiel a ese postulado es siendo indiferente: ser libre es no esclavizarse a la libertad, es decir, en huir del establecimiento de la libertad como algo definitivo, como una esencia imperecedera; lo que dicho de otro modo es, no encasillar a la libertad en una forma de verdad. Por eso el indiferente no participa del proceso de juicio que se crea a partir de los procesos de desencanto e ilusión, y se libera desdeñando al amor y a la misma libertad en tanto estos no corresponden a ningún proceso de la realidad: sabe que no son más que meras ficciones.

La posibilidad de que un concepto o una palabra coincidan con un fenómeno real, es cosa totalmente irrelevante: de entrada el concepto es igual de mortal que el objeto que pretende nombrar y, segundo, el desfase entre uno y otro hace a las cosas y/o a las palabras, como dos mundos abismalmente separados. De cualquier manera ambos son ilusiones pues están sujetos, el uno al devenir y el otro a la opinión.

De esta manera, los nombres que se usan más acá de la experiencia real de la nulidad, no pueden revestir carga significativa pues tampoco pueden transmitir forma alguna de sabiduría si se entiende que ésta es el arribo a la inocencia, esa cosa aparte del proceso de conocimiento duda-dogma, positividad-negatividad, fenómeno símil del fenómeno de la existencia. Lo que gobierna allá no juega a la estafeta de los misterios, de los secretos revelados, de las formas sibilinas del arcano: su juego es el de los silencios, el de la vibración pura del cuerpo, del descuartizamiento del espacio y de la desintegración del tiempo. Adherirse a tamaña doctrina es traicionarla, de la misma forma en la que el ser que nace replicado, nace muerto; tal y como aquel que amando su libertad, la pierde. Ante la paradoja lo que procede es el paroxismo: disparatarse por la tangente del sí y el no, arribar a la madurez del desengaño del desengaño, y sumarse a la pasividad de todo lo ente.

El budismo no es una religión en tanto su fin es desatar, y el vacío una doctrina, porque es imposible adherirse a lo que no hay. El origen condicionado de todas las cosas imposibilita la unificación de un cuerpo doctrinal, e imposibilita cualquier forma de adhesión: ¿adherirse a qué si su cuerpo es una dispersión, un puro movimiento estático, un dharma purificador? No nos religa, nos desata, incluso, de él mismo. Toda religión que no socava sus propias bases está condenada a perderse en el tiempo, a volverse museo de divinidades. Afirmar una religión es prestarle raudeza al espejismo de las ilusiones y desencantos. Simplemente, peor para el mundo, se nace budista o no se nace, de la misma forma en la que la chispa energética que nos anima pudo renacer en un animal o en una planta, seres más puros que nosotros mismos. Dentro de la especie humana los hay quienes están listos para diluirse en el vacío de manera automática y los hay quienes todavía sufren los pasmos del teísmo o de las catatonias de los nihilismos. La iluminación incomunicable, el Paramartha, desciende desde el momento de la concepción del ser humano: es nuestra estrella, nuestro ADN inexorable, nuestro fatum, al cual hay que escuchar guardando los silencios del mundo ruidoso, tinieblas que pretenden ocultar la llama inmóvil del vacío que, al revelarse, nos expone a nosotros mismos tal y como siempre debimos ser vistos.

¿Y cuál es, por paradójico que suene, nuestra apariencia verdadera? La del puro tránsito, la de una simple chispa energética. Ninguno, nadie está en el Nirvana, es decir, en el llegar a la imposibilidad de liberación en tanto la liberación, es siempre estar a punto de llegar al Nirvana, de estar siendo liberado. Todo ser participa de la liberación en tanto va desgastando los procesos de la Maya y, cuando llega al final del camino, liberándose de toda la posibilidad de sus reencarnaciones y agotando el Samsara, la liberación pierde sentido y se enclaustra el ser en la pura nada, es decir: nirvanizándose se concluye la posibilidad de ser iluminado, es llegar al Sunyata: ni luz ni oscuridad, sino, simplemente, la vacuidad absoluta. Propiamente, por principio de origen condicionado, la supresión del yo y del no-yo, es supresión de los términos que los animan, incluidas las herramientas que sirvieron para la iluminación. Así, el arribo del buda, el ser buda, es ya no ser, es ya no poder llegar a ser libre, en tanto la vacuidad nos ha absorbido por entero. Así se entiende que el Mahayana sea “gran vehículo” y Madhyamika “vía media”, formas del transcurrir, o mejor dicho, formas puras sin contenido de ninguna clase, un esquife solitario que llega a la otra orilla sin pasajero, sin remo, sin vela, sin nada, sin sin.

Optar por esa vía, no es una opción; es decir, no es una vía por la que uno pueda transitar: es la vía la que lo atraviesa a uno. Nosotros somos, o no somos, el gran vehículo que toma el Mahayana. Si se está atado al mundo, la forma de interacción de la vacuidad con éste, es imposible. Buda no nos puede ilustrar nada, no nos puede comunicar la verdad, en todo caso lo que puede es dejar “algunas señas”, metáforas o parábolas de aquello que se esconde detrás de lo innombrable, pero nunca hacernos ver, transmitirnos luz. La sensibilidad de un alma, aunque ciega, puede hacerla ver el paisaje que le aguarda detrás de sus párpados. El sentimiento de apertura al universo en tanto se ha divisado su suprema innecesareidad, abre paso a un sentimiento mayúsculo de abandono y soledad, de hastío y tristeza, que confecciona el instinto mayor de supresión del mundo, no como destrucción, sino como salvaguarda de la integridad de la vida misma: no es dable perpetuarla porque es aciaga a la vez que sublime, y, en aras de la posibilidad de lo puro, se enclaustra esa vivencia en el nombre de la muerte. Cerramos con llave ese baúl, y lo arrojamos al estomago del monstruo. Por mor de un suceso infinito, decidimos renunciar a toda infinitud. Para esto, no nos es posible elegir, no tenemos esa capacidad; sobrepasa nuestras fuerzas o capacidades de confección de ilusiones: una ilusión demencial como lo es la perpetuidad de la vida no puede ser cargada con otras ilusiones, antes bien, preciso es oponerle una fuerza definitiva: la de la nada que la sustenta. Y en tanto libertad es creación, reacción invectiva de esta base sólida que es la nada, su ficción no sobrevivirá más que el tiempo de un estímulo voluble, caprichoso: nos engañamos con cualquier forma de liberación. Libertad es adherirse a la nada, participar de la supresión de lo todo, incluida la misma libertad, la verdad del Buda.

Como si de un principio antagónico se tratara, el mundo occidental no puede ver esa luz insustancial, ese símbolo sin sentido. A cada paso del despliegue de la realidad como vacía, responde el hombre con un espanto desequilibrado. Casi lo que se le dice es peor que el mismísimo infierno, porque con la sola posibilidad de éste, el hombre, por lo menos, salvaría su cercanía con una forma de majestuosidad: la del castigo del mal. A occidente le duele el olvido que lo eterno le dispensa, la inmisericorde acción de borrarlo de su faz infinita. ¿Cómo fue que nos proyectamos de una manera tan burda en los ciclos de la existencia? Sin duda nos sentíamos solos y quisimos estar acompañados: las mismas razones que usamos para justificar la acción de una creación divina. Pero si nuestra consciencia y avasallamiento sobre la pirámide de la naturaleza surgió de una incapacidad para ser fuertes, de un ladino instinto de supervivencia, de dominio fraudulento, de estratagema de aborto, al contrario, nuestro deseo de supresión de ese movimiento nos sumió en la más cruel de las mitologías cósmicas: ¿por qué no mejor haber perecido en manos de las bestias más fuertes en lugar de jugar a la criatura caída? La idea de pecado y redención solamente a un animal harto miserable se le pudo haber ocurrido. Su arrogancia fue de tal magnitud que pintó el drama de la existencia de un Dios para su conveniencia y salvación, aún a sabiendas que hacer tal era insostenible. Ha gastado a lo largo de los milenios su consciencia en un falso prestigio de la muerte, del bien y del mal, de la tragedia de venir a la vida, porque desea embrutecerse para así retornar al árbol del que un día osó desprenderse. El teísmo, su idea, nace de un deseo de amputación por la obtención de la consciencia, de la separación de la naturaleza: única forma de justificar semejante aberración, la necrosis terrestre que es todo lo humano.

El proceso es simple: imposibilitado el hombre para justificar su acción de toma de consciencia, se castiga a sí mismo. Pero como esto último es impropio pues nadie en su sano juicio es víctima y verdugo, decide ver en la bofetada de la nulidad universal, a un verdugo. Pero de antemano no hay bofetada, ni es miserable venir a la vida a morir. Venir a la vida no es nada, al igual que morir no es más que un acontecimiento cualquiera. Como todo acto de drama o tragedia nace del miedo humano a la muerte, es el prestigio de ésta a la que hay que desnudar para desmantelar los arquetipos de la salvación teísta, la que hechiza a la nada para asumir forma de epilepsia. En realidad, ni el hombre ni ningún Dios pueden justificar la existencia de la consciencia, del despertar de la naturaleza hacia la forma del espíritu. Carece de justificación aquello que se revela en la totalidad de elementos dispersos, y que se deben a lo infinito: millones de factores regresando al punto de gestación de cualquier cosa, sea este momento o sean los millones de segundos que componen lo perpetuo. La idea de justificación no puede provenir más que de la ilusión de lo único, como si el proceso de consciencia hubiese sido desencadenado por una fuerza identificable, nombrable. Toda búsqueda de justificación presupone lo buscado. Más, es evidente que ello es un fallo de la consciencia que se ha cegado a sí misma para evitar colapsarse: ha montado en sí el mecanismo de la Maya, es decir, el velo de ilusiones con el afán claro de mantener fuera el miedo ancestral a la soledad y al vacío.

Pero la idea misma de la soledad ya es un proceso de unificación de los elementos dispersos, un atomismo autopercibido: en realidad nadie puede estar sólo porque nadie es uno, idéntico, sustancial. Es el lugar común, la personalidad consuetudinaria de no perderse lo que ha fomentado durante milenios la consciencia de sí, la autoconciencia. Esto es evidente que se trata de un psiquismo: la primera manifestación de esquizofrenia es la confección del yo como un sujeto autónomo y verificable. Pero olvidamos que tenemos que interactuar con nosotros mismos, que en nuestro interior existe un universo repleto de misterios, de oscuridades e ignorancias. No somos más que el personaje que nos hemos hecho creer. Esto no es nuevo ni merece mayor ahondamiento, pero resulta evidente que les hemos prestado a las manifestaciones teístas nuestros dramas que, para siempre, debieron quedarse en la intimidad de nosotros mismos, afrontando la realidad de estar solos y separados del mundo para siempre.

Desde luego, cuando decimos “realidad”, nos referimos a la ilusión que hay que descubrir, al enigma que se presenta como verdad, porque en revelación, es una atadura de la que hay que liberarse, de suyo la “Liberación”: la del yo, el último vestigio de ese Dios que intentaba justificar nuestra presencia en el mundo.

Antes del amor, buen nombre a ese comensalismo entre seres que se lamen las heridas, estaba ese deseo de justificación, de estar disminuido ante lo aplastante del mundo, su infinito tiempo, su infinito espacio. Es prácticamente justificable el que el hombre haya hecho lo que hizo en la invención de sus Dioses. La arrogancia del sentimiento religioso ha quedado manchada para siempre por esa estrategia fallida. Es por ello que la recuperación de un dominio espiritual, constituye una posibilidad en la medida en que ésta coincida con la acidez corrosiva de la decadencia histórica que hoy se vive. No hay duda de que ello es posible una vez se analice las condiciones de consciencia que el día de hoy han aparecido.

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