martes, 27 de octubre de 2020

ENSAYO SOBRE EL «ENSAYO SOBRE CIORAN» DE SAVATER

 



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1. Introducción: la maldición de Casandra

 

Entiendo a Susan Sontag cuando sugiere que la obra de Cioran es la continuación de la de Nietzsche. Esencialmente ambos miran al mundo tal cuál es: drenado de contenidos reales, de sustancias valiosas, de misterio. ¿De dónde inventa Nietzsche que el hombre puede, justamente por eso, proveerle de contenido al universo? Ese Will Zur Match, «voluntad de poderío», ¿no es acaso tan estéril como el imperativo categórico kantiano, la forma queriendo ser fondo, la voluntad que se quiere a sí misma pues por que sí?

Al respecto he pensado en el argumento fallido de Jonathan Nolan sobre la tercera temporada de la serie televisiva «Westworld». Habría que porfiarle al argumento que una máquina que pudiese prever el futuro es imposible puesto que se tendría que enfrentar a la paradoja temporal de que ese conocimiento incide sobre la realización de la predicción, creando un círculo vicioso imposible de resolver, un bucle temporal eterno. Debió espiar mejor a Asimov y su solución: en el «Ciclo de Trantor», Harry Seldon, el creador de la «psicohistoria», prevé el fallo de su propio sistema, y por ello crea un sistema alterno, una «Segunda Fundación». Aún más: es demasiado famosa la paradoja favorita de Jorge Luis Borges respecto de los juegos recursivos, de los conjuntos que se incluyen a sí mismos, ejemplificando el tema matemático del regreso al infinito. Después de analizar la paradoja del mentiroso («En estos momentos te estoy mintiendo») señala la del caso del aprendiz de vidente cuyo sinodal le pregunta acerca del resultado de su examen para obtener su grado de adivino. ¿No conocía Nolan todos estos absurdos deliciosos de refinados ociosos con afanes de Dédalo? Desde luego, pero –nosotros creemos- en pos de tomarle el pelo a su audiencia, los ignoró. Era más comercialmente vendible pensar que una máquina, a la manera de la «oráculo» de las hermanas Wachonsky en Matrix, encarnada por Dolores Abernathy en «Westworld», podía plantarle una revolución anarquista a la mente todopoderosa «Salomón» (cuyo análogo en la susodicha cinta noventera es la del «arquitecto») y así liberar a la raza humana de su aciago destino. Todo ello imposible, desde luego, pues algo que realmente predice el futuro da por fatal lo previsto.


Dolores Abernathy: Neo feminista
Dolores Abernathy: La Neo feminista



Es posible que dicha estrategia de Nolan sea la misma que aplicó Nietzsche cuando «introdujo» el eterno retorno de lo mismo. La idea en sí no era lo importante, sino el guiño de ignorar voluntariamente que él no era el creador de esa idea. Esto quiere decir que quien crea la realidad puede adjudicarse cualquier creación que en ella se encuentre, lo cual, desde luego, es un disparate. Y eso lo sabía Cioran: saber no es lo mismo que ser, y el primero no tiene posibilidades de cambiar lo segundo. Por continuidad con Schopenhauer, diremos que el interés define al conocimiento, y que es la voluntad de la naturaleza quien determina qué existe y qué no, qué puede ser conocido y a qué precio.

Cioran conoce al ser, la totalidad, el fin de todo. Sabe que eso no puede ser cambiado, que hemos nacido, desgracia suprema, y acabará el infierno cuando muramos. Sabe que en balde nos agitamos por cambiar eso (Nos recuerda tanto al argumento de «12 Monos» de Terry Gilliam). Nietzsche cree que eso es verdad, pero con un ligero matiz: ya que no hay nada, ¡hagámoslo todo y hagámonos a nosotros mismos como queramos!, aunque sepamos que no sirve de nada: esa es la dignidad que hay que pregonar, que precisamente porque carece de sentido es valioso. Nada nos obliga a ser mejores, hagámoslo simplemente porque nos place.


El hundimiento de Nietzsche: el arquetipo de la destrucción de una mente que no se conformó con ser humana



En realidad, Cioran no niega a Nietzsche (aunque le parezca un ingenuo y le parezca que se haya negado a naufragar en la asistemicidad salvándose como filósofo y hundiéndose como poeta), sino más bien diremos, ¡oh cliché de clichés!, que lo complementa. O, mejor dicho, el último complementa al primero pues, en todo momento hay que notar la superioridad del pensamiento del rumano sobre el del alemán, porque, paradójicamente, no se está más cerca de la transformación total que cuando la consciencia avizora la imposibilidad del cambio, cuando se rinde a lo imposible, cuando la fatalidad presenta todo su rostro y ya inane es poderosa máscara a nuestro servicio.

Tales conclusiones pueden ser el resumen del Ensayo sobre Cioran de Fernando Savater. Pero no me quiero adelantar a hablar de éste. Quedémonos en el asunto de la forma en la que la realidad, desnuda de misterios, de supersticiones y cambio, nos resulta útil, al menos en el sentido en el que a Casandra le era útil saber sobre la destrucción de Troya.

 

2. Conveniencias de mirar a la realidad desnuda

 

La primera distinción que observamos es la de la desaparición del misterio de la muerte, la certidumbre de su consistencia y, por ende, la perdida completa del miedo a morir. En efecto: morir es el acto inverso a venir a la vida y, siendo este un acto gratuito y arbitrario, se muere por una causa lógica simple: morimos porque no tuvimos que haber nacido (no «no debimos»). Y, finalmente, lo más importante: morir es regresar a la nada que nos precedió. Es importante que esa «nada» carezca por completo del matiz occidental violento que suyo han hecho los discursos nihilistas y existencialistas. No, esa nada es un limbo amniótico, un lecho vacío de toda oscuridad y luz, hecho del silencio más puro. Si nuestra imaginación es escasa al respecto, habríamos que compararla, si se quiere, con el Sunyata («cualidad de lo vacuo») budista, con un estado de completa inexistencia serena. Sin embargo, no hay que olvidar que es totalmente negativa, no depositaria de las condiciones del ser, y que,  por lo tanto, no representa ninguna forma de premio o estado de perfección. Es inadecuado decir que cuando morimos caemos en el «descanso eterno». No es ni más ni menos que eso, se trata de una categoría por completo diferente: es la cesación de las categorías.


¿Píldora roja o azul? Disyuntiva de iniciarse en la lucidez, según la cultura popular



Señalamos lo referente a la negatividad de estar muerto, porque no se debe pensar que la vida es un proceso de purga o redención. Si fuera así, las religiones estarían en lo cierto. Pero no es así: no vivimos para redimirnos, ni para perfeccionarnos, ni para ejercitarse en un proceso meritorio (ni para tomar una decisión absoluta). ¿Qué habría que salvar cuando hemos venido al mundo sin que queramos, y no hemos tenido más remedio que sobrellevar su pesado fardo de oprobio y enajenación? Ver al ser, su vacío, es mirar la fatalidad de nuestras naturalezas y saber que somos inimputables, irreprochables, que, como decía Camus, debemos partir de nuestra suprema inocencia, porque estamos a merced de la condición de la vida, y que nadie tiene la voluntad suficiente para escapar de ese ciclo de penuria. Así, la vida no es nada, y no habría que mirarla como un territorio de sacralización.

Como consecuencia, la moralidad de los individuos en esta tierra es totalmente convencional: se trata de un juego de palabras, de un discurso impuesto. Nadie en realidad puede entender sus acciones, ni nadie está en aptitud de frenar sus obsesiones e impulsos. Decimos que los hombres son buenos o malos, mezquinos o generosos, por una forma de hablar. Si nacer es una acción arbitraria que puede generar consecuencias imprevistas, y que, a su vez, la causa que la engendró carece de peso moral, los juicios nacen por conveniencia vital, como un a posteriori fatal: algo es bueno o malo según preserve o dé impulso a la vida; claro, dentro de una exégesis abstracta. Esto es más que obvio y no es necesario recordar que la cultura es el artífice que vertebra nuestra buena o mala consciencia. Así, después de la muerte no hay nada como el infierno o el cielo, y que, lo justo, lo malo y lo bueno, son términos relativos y sin existencia real, y superar esta visión infantil habla mucho del grado de madurez de un ser humano.

 

 

3. El quid del asunto de vivir

 

Tener «la revelación esencial», como le llama Savater en su ya citado libro, deriva en el juego de «hacer como si», pues ya siendo consciente de lo inane de la vida, se continúa por un afán de supervivencia en la ficción actoral, dramática, lúdica. Así, llegamos al quid del asunto, la tercera consecuencia de la revelación esencial: Los motivos para que se viva son, y deben ser, desconocidos. Precisamente aquí es donde entraría la nulidad de la filosofía y el conocimiento humano en general. El fondo de la reflexión de Cioran es precisamente ese: no existe razón, ni causa, ni motivo que le dé impulso y fuego, sentido o finalidad a la vida en general y a cada una de nuestras existencias concretas. Reconocer tal conlleva a que se torne banal preguntarse si eso es bueno: de todos modos no hay posibilidad de otra cosa.





Lo que quiere Cioran es salvarnos a toda costa de que nos durmamos en los laureles de la comodidad del delirio de un espíritu demasiado expansivo, de un entusiasmo a lo übermensch. No se trata de cambiar de adoración, sino de adorar en lo absoluto. El «superhombre» de Nietzsche no se debió de mostrar más que como una hipótesis de trabajo, de un planteamiento para cuando logremos, muy de vez en cuando, posicionarnos en el instante, en el presente eufórico de actividad que, en lugar de dirigirse hacia Dios o a cualquier valor que se invente, lo hace hacia sí mismo. Es evidente que ese egoísmo que se quiere apoteósico tiene un aire loco, inhumano, romántico en exceso, ingenuo: no somos dignos de admiración porque el ser humano no es nada. En realidad, la naturaleza de la lucidez es por completo distinta al delirio del tiempo, al afán de rebeldía, a la inclinación malsana a procrear y crear: siempre se resbala, siempre se termina por naufragar de él y encallar en las islas de la perpetua luz sórdida del sinsentido. Cioran habita las cumbres de la total inanidad, de lo eterno: ve su vida y la de los demás como apenas una chispa diminuta, irrisoria en sus intentos de perdurar, y que descorazona cuando se agita por ser eficaz o gloriosa. «Nada de lo que hagamos posee sentido alguno: ¿quieres aun así emprender la realización de tus anhelos?» pareciera sugerirnos a fin de poner verdaderamente a prueba nuestra capacidad para el deseo y -su fruto- la acción. Insistimos: si se carece de una respuesta al por qué hacer las cosas, a por qué vivir, se está en la senda más plena: nada de lo que hagamos aumenta a nuestra estatura un codo, ni nos corona de aureolas, prestigio o longevidad que no traigamos ya desde nuestro nacimiento, y sí, en cambio, muy probablemente se aumenten las cadenas de movimiento que originan dolor y pesadumbre, pues para Cioran los actos tienen solo dos posibilidades: la inutilidad, que es cuando bien nos va, o la desgracia.

Así como la idea del suicidio termina por beneficiar a la vida, pues la convierte en un proceso en donde nada es obligatorio y que se ha de transitar por puro gusto, y la idea de lo bueno y lo malo en un accesorio que nada quita ni pone al sentido de vivir, así lo eficaz, lo útil, es una superstición de la que hay que desajenarse. Por irónico que resulte -y la vida es experta en eso pues no conoce los rigores de la lógica- no hay pensamiento más entusiasta que el que parte del hecho de saber que todo es inútil. Quien es optimista con razones, traiciona el oficio de vivir, por una naturaleza similar al hecho de que los discursos de motivación por lo regular resultan deprimentes. Es fácil si se advierte que la captación total de lo inane en materia moral conlleva a un estado de mayor alegría al sabernos completos, ya realizados ab initio (diríamos en lenguaje deportivo, por default), y que la vida, con sus tentaciones e inquietudes, sus pasmos y delirios, está ahí como un espacio donde expresarnos, como un pintor frente a su lienzo. No se trata pues sino de ser quien uno es; de ahí la incompetencia de las morales ajenas y las religiones en su totalidad que nos imponen la idea de la contorsión, del sacrificio, de la pena, la purga, ortopedias que en balde tratan de uniformar y moldear la melena indómita de nuestro temperamento. Si bien los factores, condiciones de la vida nos maniatan a una estructura que deriva de un despliegue del cosmos entero, ya sería demasiado que por «voluntad propia», nos sometamos a jerarquías que nosotros mismos hemos reconocido como tales. Así, lo útil, aunque con matices, entraría a formar parte de nuestra comprensión de la reflexión cioraniana acerca de los desconocidos porqués de la vida.

Pero de cualquier forma, hasta eso, carece de sentido decirlo así. Quien está apto para la revelación esencial no necesita de mentor alguno, ni de leerlo o aprenderlo en ningún lado, así como el príncipe Siddharta no requirió más que de sí mismo para liberarse. ¿Cuántos hemos visto a un muerto, a un enfermo, y a un anciano? ¿Y cuántos hemos derivado de ello las consecuencias totales para nuestra vida? Cioran no solo se mofa del conocimiento académico (no podríamos decir que lo «denuncia», esas actitudes de indignación no van con Cioran), sino del conocimiento mismo. Savater en el ensayo que venimos comentando, advierte muy atinadamente que la revelación esencial de Cioran consiste en el único conocimiento no solo que no se agrega, que no da, sino que quita a todos los demás, que te deja perplejo ante el desvelamiento de la inutilidad de toda ciencia y todo dato. En efecto; la revelación esencial no es ni más ni nada menos que el hecho de quedarte sin nada, vaciado incluso del conocimiento que creías de ti mismo. Te enteras que nacer es una arbitrariedad desgraciada, que la historia no «va» hacia ningún lado, que lo «bueno» es un invento de las consciencias, y que el amor es un ídolo de barro más entre todos los demás misterios que hemos elaborado para no morirnos de desesperación. Este matiz fue el que le hizo falta agregar a Platón cuando relata el regreso a la caverna del esclavo que se liberó: que regresó estando ciego.  (Camus tiene una imagen muy sugerente, dice que «somos libres en un desierto»).


Fernando Savater, traductor y amigo de E.M. Cioran



Nietzsche decide ignorar los consejos sobre volar cerca del sol. Así se constituye en el arquetipo del esfuerzo humano por querer darle orden al caos, por querer ir más allá de lo humano, por quererle dar a la vida su visión. La filosofía, las ciencias, el arte, la religión, la cultura entera es un terrible despropósito, es la repetición exacta del drama del filósofo de Röcken, descalabrado en la demencia. Pero es que, tampoco es posible otra cosa. Es natural que tendamos a la idolatría, que creamos en utopías, que caigamos febrilmente enamorados y que todos los días concibamos una nueva quimera que nos permita no morirnos de aburrimiento. Tratar de cambiar eso es caer en la trampa de la que queremos liberarnos. Así habría que aceptarnos, fuera de la sabiduría de la inacción, ineptos para la contemplación pura y la aristocracia de la indiferencia, alérgicos a la serenidad que siempre está abandonando. Cioran mismo sabe de la paradoja que significa su obra (5 libros en rumano y 9 en francés), elaboraciones de un estilo sin precedentes y de una excelencia lírica unánimemente aceptada, creación que aunque no aconseja nada, no recomienda nada, no propone nada, y que se sabe inútil y desprovista de resonancia alguna, sin embargo, termina por servir de vaso comunicante entre las consciencias que han tenido la misma experiencia de Cioran, la experiencia liberadora del vacío.

 

4. El acto político de presentar una tesis sin tesis

 

Conocer a otro lector que simpatiza con la obra del pensador rumano es ya sabérselas de todas todas con quién tratamos. Las demás personas y los otros autores conforman un universo totalmente aparte, algo así como de ínfima categoría, artificial, de ficción, espectral. Las personas que saben de los temas de Cioran, que los comprenden no porque de él lo hayan aprendido, sino porque ha corroborado su propia visión de las cosas, son más reales, están más acá de la vida, y son sobre las que se puede trazar el lazo noble del silencio pues no hay mucho que agregar a lo dicho por el escritor. Sin embargo, como pasa con el ensayo de Savater, cuando se da un comentario sobre nuestro autor, y resulta como algo que redondea el círculo de lo sabido, nos entusiasma sobremanera pues, en efecto, aunque ha dicho lo que ya se sabía, no ha caído en la cacofonía.

El trabajo de Savater tiene una notoriedad, además de por su contenido, por la forma en la que se dio: como tesis para obtener un grado académico. Sin duda no puede existir elaboración de discurso más frívolo que ese, más kitsch y naïf, es decir, de mal gusto y cursi. Este ensayo va en contra del espíritu del mismo Cioran por varias cosas: a) porque intenta sistematizar lo que se ha presentado como parte de la florida selva de la vida, caótica y sin sentido; b) porque comentar una obra es degradarla, volver de segunda mano lo que debería estar al alcance de todos en su calidad primigenia (en ese sentido era mejor presentar una obra propia con influencia de Cioran y no comentar la obra de éste); c) porque las trabas políticas y administrativas que sufrió Savater para presentar su tesis (hasta casi el boicot), no son más que el reflejo de que, ya no digamos la universidad, sino el mundo, no está apto para un pensamiento como el de Cioran, y que, incluso, no lo estará nunca pues atenta contra el funcionamiento de «la cultura en marcha». Estas razones y otras más, servirían para justificar el carácter de lo inoportuno de «Ensayo sobre Cioran» desde un punto de vista teórico, pero no para deslegitimarla como proyección de suceso vital. En efecto: como con la vida, carecer de razones es una motivación suficiente… la única en realidad. Si me apuran, confesaré que me parece que Savater presenta el ensayo, en términos coloquiales latinos, sólo por joder. Es una forma de la cachetada con guante blanco a las instituciones educativas, a la filosofía, a la academia, al conocimiento humano. ¿Puede un conocimiento estar completo cuando carece de la consciencia de sus propios límites? Y por «completo» no entendemos perfecto, acabado, sino dotado del principio científico de la autocrítica.


Un hereje no es más que quien dudó del sentido de ciertas palabras sagradas. ¿Qué sería quien duda de todo el aparataje del lenguaje?



En Cioran, en la vida, la duda se presenta como un sino, una inclinación innata, una cualidad de la personalidad que no le permite al sujeto que la posee tocar nunca tierra firme: la duda abisma, nos hace caer, estar siempre cayendo. No es como la duda metódica cartesiana, ejercicio improbable de inquietudes artificiales. No: dudar es la respiración propia de quien ha vislumbrado que todo es sombra y que todo se degrada a forma cambiante, como un humo distante. Este es el principio del conocimiento, dudar y, su fin, desilusionarse de los misterios que nos encaminaron a conocer. Quien se queda en el conocimiento, se encumbra y cede al dogma, se convierte en dictador del concepto, en totalitario de las definiciones. De ahí que el ejercicio de desfacinación de Cioran sea más de carácter hereje: es decir, de quien dudó del sentido de las palabras del libro sagrado. Lo sacro, es la muerte del espíritu, siempre dinámico, abismado en la imposibilidad de conocer nada. (Hasta el grado de que el libro sagrado por antonomasia señala que «la letra mata pero el espíritu vivifica», en una paradoja digna de atención). Pero el poder (político, moral, religioso, esa parte de nosotros que se tiene que mentir para proseguir su farsa) necesita verdades instrumentales, razones que funcionen, no ese eterno no estar, ese escepticismo pernicioso. Por ello, se detiene, y crea formas de eficacia, deriva a ideología el pensamiento y degrada a doctrina las verdades encontradas; o mejor dicho, crea la verdad.

Por eso, Savater cree hacer bien cuando introduce un elemento discordante en el propio sistema de adoctrinamiento masivo que es la escuela, un recordatorio de lo fútil de la ciencia y la filosofía, la historia y el poder. Porque, dado que el interés gobierna al saber, el capricho al conocimiento, lo que se pueda decir sobre la realidad última de las cosas no se presentará más que como un elemento de negociación. Aquí no se trata de discutir ni de argumentar, no se está en los afanes dialécticos, en el tribunal metodológico de la ciencia, eso es para los despistados: la realidad es que a la revelación esencial solo queda inocularla como un contraveneno en los tejemanejes de las mafias académicas, en las mascaradas del conocimiento universitario que todavía se rinde ante la razón ilustrada, ante la diosa del raciocinio lógico. La verdad es una superchería más, el pensamiento que critica, que examina demasiado, el pensamiento revolucionario, termina siempre por enfriarse y gobernar, dictar mandamientos, establecer líneas, erigirse en ortodoxia. Es la dinámica natural del espíritu humano. ¿Cómo huir de ese excesivo afán de teoría en la vida y su enclaustramiento en lo absoluto? ¿Cómo salir de la dinámica de ponerlo todo en tela de juicio y de examinar pros y contras antes de lanzarse al ruedo? No queda nada más que la insensatez, que la locura de tener que vivir. El mal en sí, no es la vida, sino tener una idea de la vida. Así como las cosas no son ni buenas ni malas, y es falso el dilema de lo verdadero y lo falso desde la perspectiva de lo perpetuo, vivir no se parece en nada a lo que nos han dicho que es. Porque si actuar en la vida es pernicioso, pensar mucho en ella también lo es: son los dos procesos de las que está compuesto la trama vital y de la historia: excesiva en vida cuando es invadida por la savia de la barbarie, cuando nuevas civilizaciones y religiones surgen, y excesiva en ciencia y refinamiento cuando la decadencia impide salir de la comodidad de las verdades establecidas, las de antaño subversivas; es cuando surge la necesidad de la revuelta y lo prometeico, el diabolismo de rebelarse, de nueva cuenta. Pero solo unos pocos pueden saber esto, y aún menos los que pueden sacar las conclusiones pertinentes.

Desprenderse de la acción, o más bien, de la creencia de que ésta es lo conveniente para el espíritu, constituye el bien supremo del ser humano. Así como querer ser mejor es la puerta de entrada a la neurastenia que nos hará caer en infelicidad, todo sistema que se erija en liberador es falso: no hay nada de qué ser liberados, nuestro ser está dado, y es mejor aceptarnos tal y como somos, con nuestra circunstancia y desvaríos, pesadillas y tormentos, vicios (persistencia en nuestro ser verdadero), y las obsesiones que nos dotan de rostro humano. Solo nos queda penetrar el instante e instalarnos de vez en cuando en él: cuando el mundo desaparece y nosotros con él, cuando en la actividad pura de vivir olvidamos por completo qué cosa es vivir porque no tenemos más tiempo que estar en un sueño del que quizás nunca despertaremos porque no somos mesías como Cristo o Buddha, Neo, ni como Dolores Abernathy.

 

 


 

5. Epilogo: cinco llaves interpretativas de Cioran

 

Il m’est bien évident que j’ai toujours été race inférieure. Je ne puis comprendre la révolte. Ma race ne se souleva jamais que pour piller: tels les loups à la bête qu’ils n’ont pas tuée[1].

Arthur Rimbaud

 

Por lo menos, además de su indiscutible genuina aportación, Cioran es la intersección de cinco tradiciones de pensamiento claramente identificables. Este conjunto de pensamientos, una vez expuestos, sirven de llave hermenéutica para la comprensión cabal de su pensamiento. Estas son, a saber:

a. La tradición literaria francesa anterior a la revolución, cuyo paradigma hizo nicho en los moralistas como la Rochefoucauld, Montaigne, Renán, Madame Du Defand, Boisset, Pascal, Saint-Simon, Lucile de Chateaubriand, Mademoiselle de Lespinasse, Chamfort, Joubert, Madame Staal de Launay, etc., quienes no sólo le prestaron su obsesión por la corrección y el estilo, sino que le heredaron su afición a la retórica reaccionaria (como con Joseph de Maistre) y la admiración a toda oposición a la turba revolucionaria. Si Nietzsche, para rechazar los excesos de la Ilustración, recurre a la mitología griega, Cioran lo hará con el fasto de los salones y la corrección aristocrática decadente y escéptica francesa prerevolucionaria. Es esta formalidad la que le dota de «método» a su labor, a la manera en la que el budismo escolástico quería: como retórica que articula un discurso imposible, que tiene por objeto dar cuenta del silencio del vacío.

b. A nivel de sistema teórico (llamémosle, «su metafísica»), Cioran es esencialmente budista-orientalista: tanto recurre al principio del origen condicionado, como a la lógica de Nāgārjuna, Çandrakirti y Shantideva (Mahayana tardío), al hinduismo y a los conceptos del taoísmo; para dar cuenta de la sabiduría ya declarada para siempre desde Oriente -a la que opone la convulsa y falsa filosofía occidental- echa mano sin ambages del Paramartha, el Sunyata, el Atman, el Samsara; todos ellos conceptos afines a su pensamiento y de quienes recibe un influjo bastante notable sin caer en la trampa en la que cayó Schopenhauer: atreverse a recomendar la ilusión del Nirvana. De cualquier forma, en este punto, resulta de gran utilidad confrontar el pensamiento schopenhauriano con el de Cioran.

c. El misticismo suprareligioso de autores como San Juan de la Cruz, Santa Teresa de Ávila, Meister Eckhart, e incluso de Simon Weil, será manantial constante de reflexiones no tanto para alimentar una energía religiosa -que no tiene-, sino para exponer las paradojas de la fe, la nulidad del logos teológico y la farsa del cristianismo. Esta debilidad es muy visible en sus cinco libros escritos en rumano, de los cuales hace gala de una literatura totalmente diferente a la estilística de sus libros franceses: altamente poética y como destilada de éxtasis místicos, más cercana a la materialidad directa de la experiencia que de la elaboración discursiva del silogismo afrancesado.

d. Una inclinación mórbida por las sectas herejes, en particular el gnosticismo y el catarismo, los bogomilios, el maniqueísmo, y el dominio total de sus teologías, dará un tinte muy particular a sus disquisiciones sobre el origen del mundo, la falsa moral de lo bueno y lo malo, la condición humana, el destino de los dioses, la imposibilidad de la historia, lo demoníaco en la rebeldía, etc. Incluso dejó por irónica misión, a quién quisiera emprenderla, una «rehabilitación de la herejía».

e. Finalmente, atendiendo a su asistematicidad antifilosófica, y sorteando el peligro continuo de adscribirlo a los existencialistas tan en boga en su época, Cioran posee cierto parentesco con Kierkegaard y Nietzsche sin que ello, de ninguna manera, lo haga ser un continuador de sus líneas de pensamiento (a pesar de Susan Sontag); en particular posee una gran afinidad con la filosofía rusa expresada por León Chestov, pero sobre todo con la literatura de Dostoievski.





Es importante señalar que, en todo caso, Cioran era un erudito sui generis, pues dominaba vastos campos del saber: conocía a cabalidad la historia (teniendo una habilidad inusitada para analizar las fisonomías de los pueblos), la filosofía, la religión y la literatura, especialmente la expresada en lengua inglesa (con un amor singular a Shelley, Shakespeare, Byron, Wordsworth y Emily Dickinson), la rusa y la alemana (sin olvidar su afición a la poesía del romanticismo francés y su incondicional amor a Leopardi), por lo que no es de extrañar que sus conocimientos y referencias usadas para formular sus ideas toquen la filosofía griega, especialmente la cínica y estoica, la patrística y la metafísica medieval aristotélico-tomista, y las filosofías e ideologías de su época con las que se portó ácidamente crítico, particularmente después de la profunda decepción que sufriría al desbandarse de un heideggarismo originario y un fascismo rumano del que no terminaría de dar suficientes muestras de arrepentimiento en cada uno de sus ensayos. En efecto: Cioran odia la jerga filosófica que encarna prototípicamente Heidegger, quien por medio de su demiurgia verbal intentó escamotear los problemas de la vida, así como detestó la posibilidad de que un día le tentara la idea de adscribirse a la «Iron Guard», movimiento de extrema derecha rumano («criptofascista»), cuya ideología se traslució en su controvertido escrito de juventud «La transfiguración de Rumania» (Schimbarea la faţă a României).

Cioran no es un existencialista, claramente; de manera un tanto cuanto más opaca, no es un nihilista, sino un simple escéptico; y para ser más concisos diremos que es un escéptico cínico (y a veces un cínico escéptico): de continuo nos recuerda al «Perro celestial», la supremacía del pensamiento antiguo en el que vivir y pensar eran distinciones absurdas y en el que se mantenía una cercanía al concepto de sabio oriental. Del hecho de que haya optado por una patente asistematicidad no se sigue que no haya poseído cierto sistema, una retórica coherente expresada en la forma estilística a la que ya antes hacíamos referencia, más por resultado de su complexión vital (que no moral) que por su articulación discursiva.


Capsula de "La otra aventura" de Pérez Gay, "El pesimismo de la inteligencia" sobre Cioran: https://www.youtube.com/watch?v=4JvFFGURA7A




[1] «Me resulta bien evidente que siempre he sido de raza inferior. Yo no puedo comprender la rebelión. Mi raza no se levantó sino para robar: así los lobos al animal que no mataron».