domingo, 1 de septiembre de 2019

Esta noche podría morir




Esta noche podría morir.
Y no tendría nada de malo.
La gente llora a sus muertos,
más yo, lloro a los vivos,
y mientras ellos celebran la vida,
yo, a cada instante, me baño en silicio.

Sólo he venido a sufrir.
¿Para qué nacer si luego se ha de morir?
¿Para qué amar si seguiremos solos?
Incomunicados, presos,
desgarrados por ser dos, tres, cuatro, y no uno.

Qué bueno que el poeta contenga multitudes.
Yo no.
Yo soy sólo yo, desde que nací,
hasta hoy que sigo muriendo.
Tengo un nombre, un destino particular,
un modo exacto de naufragio.



Vivir es estar muriendo,
porque la luz no tolera la mentira
y perece cada vez más
al contacto con el viento rasposo
de lo falso, de la flor y del fuego,
de la materia y del cosmos entero.


Los que no son humanos
nunca vienen ni nunca se van;
eternamente han estado;
más, nosotros, un día vinimos
y otro habremos de irnos.
Somos el tiempo,
nacemos ancianos y morimos
apenas alumbrados.

Somos la mentira.
Intangible y transparente,
nuestro ser nunca es ni ha sido.
Seremos algo que nunca estuvo.

¿Esta noche qué moriría?
Si soy un estertor,
lo que queda de un moribundo,
soy un rastro ahogado
en un océano de nada,
una sombra de luz ciega.
No soy, no somos.



Aunque no muero,
todo el dolor de morir lo sufro.
Aunque no vivo,
el amor me traspasa,
las ilusiones me vampirizan,
los sueños me hunden en su ola de espuma.

¿Recuerdas cómo tu dulce lirio
embebió mi cuerpo ahíto de lujuria?
No besabas, me devorabas la boca;
no ayuntábamos, nos liquidábamos
hasta no dejar rastro el uno del otro.


Así la vida me come,
me mastica, como un anciano sin dientes
moliendo migajas con sus encías.

Esta noche será eterna,
listo estoy para regresar
a su líquido amniótico de ojos blancos
de divinidad pagana en mármol,
a la esterilidad sagrada
sin espejos ni laberintos,
sin espacio; a la tumba
árborea de un universo de habichuela.



Soy el llanto,
la verdad desolada que con
nadie se comparte;
somos lágrima pura,
agua salada de un mar drenado,
un valle lunar sembrado
de piedras post-apocalípticas.

Esta noche podría morir,
y no se perdería nada.
Todo seguiría igual.

Mi piel no es piel,
mis huesos no son huesos,
mis ojos no tienen luz.
Me duele respirar,
el viento ya esparce mis cenizas,
las flores riegan mi lecho,
y la hierba crece a mis pies.
Soy una tumba sin cruz ni nombre.

Los niños, los perros y las doncellas,
nunca sabrán de mi rostro,
la humanidad no sabrá de mí como de ningún otro.



Soy todos los seres anónimos.
No soy ninguno. No soy.
Jamás he estado.
Esta noche un fantasma trastornado
deambula entre papeles.
No soy poeta.
Soy un salmista sin Dios ni diosa.

La cuenca de mis manos
no puede estancar
más que sed
de liberación, afán de volar
más allá de la materia.

Quizás sea mi destino
morir esta noche, quizás no.
Una horca de júbilo,
una fuente carmesí,
una cortada de claveles,
y la sonrisa espesa al fondo del mar.
Los ángeles rondan mi cuarto,
ángeles ateos,
sin oraciones ni alas,
sin desdén ni sublime poesía alemana.

No todo lo que brilla es un cuchillo.


Morir sin estar vivo,
vivo como los árboles y el gusano,
la ardilla y la zorra,
el calamar y los cardúmenes aéreos,
los aullidos tribales,
la selva verde y negra y amarilla,
la cascada de truenos.
Estar más cerca de la condición del coral,
de la bacteria y el virus,
de la plateada mineralidad
y el nutritivo hongo.




Estar en los huesos
abrazando la ceniza
de horas de veladora,
meditando las ventajas
de ya no respirar
ni volver a abrir los ojos,
ni transpirar, ni exudar
los innobles desperdicios
del cuerpo y del alma.

Amarro a mis pies la piedra
de un tiempo corto,
y caigo en picada al fondo
de un abismo de imágenes rotas,
álbum fotográfico
de rostros que amé
y que se quedarán a seguir sufriendo
en este valle de lágrimas.

Muerte, tómame en tu seno,
veneno lacrimoso, bésame,
sudario de dolores, cobíjame,
mortaja de martirios, dame tu silencio,
látigo de suspiros, úngeme,
abrázame hasta consumir
mis pulmones,
mis narices,
aplástame con la risotada
de una sobredosis,
el pacto suicida de dos locos.

El cadalso, el patíbulo,
el paredón; imágenes de fuego gris,
consumidas, por las ánimas
desencadenadas en la eterna noche.



Los campos tristes,
la luz mortecina de un jacal que se cae,
la sed insaciable por querer ser el único,
de realmente ser,
de nunca haber nacido,
de nunca haber muerto,
de no tener que morir,
de no tener por qué nacer.

¡Maldito el vientre de mi madre
que me albergó! Albergaba un cáncer.
Pobre de mi madre.

Un espiritual de Alabama,
una tormenta de Tierra del fuego,
un condor anciano,
un cementerio de ballenas,
el sol visto desde Urano,
el éxtasis histérico del jazz,
ese vestido triste
que es la desnudez del cuerpo humano,
la guitarra rota,
el juguete roto,
una lágrima infinita recorriendo
el regordete cachete de mi niño,
las noches en Holbosh,
mi padre ilusionado.

Vida: mátame.
Muerte: dadme tu beso sangriento,
corta los hilos de esta
marioneta sin público,
guárdame en el estuche,
como un instrumento sordo
que ya nadie escucha.

Soy un hombre sin sueños: nada tengo.




Esta noche quiero morir,
sería bueno. Pero no tengo fuerzas.
No tengo la ilusión del descanso eterno;
quiero querer morir más bien,
y llenar de gloria
mi cadáver, y escandalizar
con bermejo polvo
las estructuras metafísicas,
transgredir la sobria
insipidez de los valores,
y crucificar mi nombre
durante al menos tres días
en los periódicos locales.

Quisiera poder morir
apretando un botón,
como apagando las luces,
cerrando un libro,
o como uno se acuesta a dormir.
No me gusta la vida,
toda ella está mal,
no la odio, no es tan importante.
La vida no es nada,
y eso me enoja.
Debería serlo todo,
pero no es nada.

A estas horas negras,
todo me es confuso
y sólo me queda un
dolor insoportable,
un llanto indescifrable,
una mutilación del alma.

Debería morir,
necesito morir;
Dios mío, por favor,
acaba mi suplicio,
llévame a dónde sea,
a la locura, a la nada,
pero sácame de aquí,
que ya no quiero llorar más.