Esta noche
podría morir.
Y no tendría
nada de malo.
La gente llora
a sus muertos,
más yo, lloro
a los vivos,
y mientras
ellos celebran la vida,
yo, a cada
instante, me baño en silicio.
Sólo he venido
a sufrir.
¿Para qué
nacer si luego se ha de morir?
¿Para qué amar
si seguiremos solos?
Incomunicados,
presos,
desgarrados
por ser dos, tres, cuatro, y no uno.
Qué bueno que
el poeta contenga multitudes.
Yo no.
Yo soy sólo
yo, desde que nací,
hasta hoy que
sigo muriendo.
Tengo un
nombre, un destino particular,
un modo exacto
de naufragio.
Vivir es estar
muriendo,
porque la luz
no tolera la mentira
y perece cada
vez más
al contacto
con el viento rasposo
de lo falso,
de la flor y del fuego,
de la materia
y del cosmos entero.
Los que no son
humanos
nunca vienen
ni nunca se van;
eternamente
han estado;
más, nosotros,
un día vinimos
y otro habremos
de irnos.
Somos el
tiempo,
nacemos
ancianos y morimos
apenas
alumbrados.
Somos la
mentira.
Intangible y
transparente,
nuestro ser
nunca es ni ha sido.
Seremos algo
que nunca estuvo.
¿Esta noche
qué moriría?
Si soy un
estertor,
lo que queda
de un moribundo,
soy un rastro
ahogado
en un océano
de nada,
una sombra de
luz ciega.
No soy, no
somos.
Aunque no
muero,
todo el dolor
de morir lo sufro.
Aunque no
vivo,
el amor me
traspasa,
las ilusiones
me vampirizan,
los sueños me
hunden en su ola de espuma.
¿Recuerdas
cómo tu dulce lirio
embebió mi
cuerpo ahíto de lujuria?
No besabas, me
devorabas la boca;
no
ayuntábamos, nos liquidábamos
hasta no dejar
rastro el uno del otro.
Así la vida me
come,
me mastica,
como un anciano sin dientes
moliendo
migajas con sus encías.
Esta noche
será eterna,
listo estoy
para regresar
a su líquido
amniótico de ojos blancos
de divinidad
pagana en mármol,
a la
esterilidad sagrada
sin espejos ni
laberintos,
sin espacio; a
la tumba
árborea de un
universo de habichuela.
Soy el llanto,
la verdad
desolada que con
nadie se
comparte;
somos lágrima
pura,
agua salada de
un mar drenado,
un valle lunar
sembrado
de piedras post-apocalípticas.
Esta noche
podría morir,
y no se
perdería nada.
Todo seguiría
igual.
Mi piel no es
piel,
mis huesos no
son huesos,
mis ojos no
tienen luz.
Me duele
respirar,
el viento ya
esparce mis cenizas,
las flores
riegan mi lecho,
y la hierba
crece a mis pies.
Soy una tumba
sin cruz ni nombre.
Los niños, los
perros y las doncellas,
nunca sabrán
de mi rostro,
la humanidad
no sabrá de mí como de ningún otro.
Soy todos los
seres anónimos.
No soy
ninguno. No soy.
Jamás he
estado.
Esta noche un
fantasma trastornado
deambula entre
papeles.
No soy poeta.
Soy un
salmista sin Dios ni diosa.
La cuenca de
mis manos
no puede
estancar
más que sed
de liberación,
afán de volar
más allá de la
materia.
Quizás sea mi
destino
morir esta
noche, quizás no.
Una horca de
júbilo,
una fuente
carmesí,
una cortada de
claveles,
y la sonrisa
espesa al fondo del mar.
Los ángeles rondan
mi cuarto,
ángeles ateos,
sin oraciones
ni alas,
sin desdén ni
sublime poesía alemana.
No todo lo que
brilla es un cuchillo.
Morir sin
estar vivo,
vivo como los
árboles y el gusano,
la ardilla y
la zorra,
el calamar y
los cardúmenes aéreos,
los aullidos
tribales,
la selva verde
y negra y amarilla,
la cascada de
truenos.
Estar más
cerca de la condición del coral,
de la bacteria
y el virus,
de la plateada
mineralidad
y el nutritivo
hongo.
Estar en los
huesos
abrazando la
ceniza
de horas de
veladora,
meditando las
ventajas
de ya no
respirar
ni volver a
abrir los ojos,
ni transpirar,
ni exudar
los innobles
desperdicios
del cuerpo y
del alma.
Amarro a mis
pies la piedra
de un tiempo
corto,
y caigo en
picada al fondo
de un abismo
de imágenes rotas,
álbum fotográfico
de rostros que
amé
y que se
quedarán a seguir sufriendo
en este valle
de lágrimas.
Muerte, tómame
en tu seno,
veneno
lacrimoso, bésame,
sudario de
dolores, cobíjame,
mortaja de
martirios, dame tu silencio,
látigo de
suspiros, úngeme,
abrázame hasta
consumir
mis pulmones,
mis narices,
aplástame con
la risotada
de una
sobredosis,
el pacto
suicida de dos locos.
El cadalso, el
patíbulo,
el paredón;
imágenes de fuego gris,
consumidas,
por las ánimas
desencadenadas
en la eterna noche.
Los campos tristes,
la luz
mortecina de un jacal que se cae,
la sed
insaciable por querer ser el único,
de realmente
ser,
de nunca haber
nacido,
de nunca haber
muerto,
de no tener
que morir,
de no tener
por qué nacer.
¡Maldito el
vientre de mi madre
que me
albergó! Albergaba un cáncer.
Pobre de mi
madre.
Un espiritual
de Alabama,
una tormenta
de Tierra del fuego,
un condor
anciano,
un cementerio
de ballenas,
el sol visto
desde Urano,
el éxtasis
histérico del jazz,
ese vestido
triste
que es la
desnudez del cuerpo humano,
la guitarra
rota,
el juguete
roto,
una lágrima
infinita recorriendo
el regordete
cachete de mi niño,
las noches en
Holbosh,
mi padre
ilusionado.
Vida: mátame.
Muerte: dadme
tu beso sangriento,
corta los
hilos de esta
marioneta sin
público,
guárdame en el
estuche,
como un
instrumento sordo
que ya nadie
escucha.
Soy un hombre
sin sueños: nada tengo.
Esta noche
quiero morir,
sería bueno.
Pero no tengo fuerzas.
No tengo la
ilusión del descanso eterno;
quiero querer
morir más bien,
y llenar de
gloria
mi cadáver, y
escandalizar
con bermejo
polvo
las estructuras
metafísicas,
transgredir la
sobria
insipidez de
los valores,
y crucificar
mi nombre
durante al
menos tres días
en los periódicos
locales.
Quisiera poder
morir
apretando un
botón,
como apagando
las luces,
cerrando un
libro,
o como uno se
acuesta a dormir.
No me gusta la
vida,
toda ella está
mal,
no la odio, no
es tan importante.
La vida no es
nada,
y eso me
enoja.
Debería serlo
todo,
pero no es
nada.
A estas horas
negras,
todo me es
confuso
y sólo me
queda un
dolor insoportable,
un llanto
indescifrable,
una mutilación
del alma.
Debería morir,
necesito morir;
Dios mío, por
favor,
acaba mi
suplicio,
llévame a
dónde sea,
a la locura, a
la nada,
pero sácame de
aquí,
que ya no
quiero llorar más.