viernes, 20 de agosto de 2010

Los Totalitaristas Frustrados



Refiere Cioran en sus cuadernos:

"Anoche, larga conversación con un poeta húngaro (Pildusky) sobre Simone Weil, a la que considera una santa. Le digo que yo también la admiro, pero que no era una santa, que había en ella demasiada de esa pasión e intolerancia que detestaba en el Antiguo Testamento, del que procedía y al que se parecía, pese al desprecio que sentía por él. Es un Ezequiel o un Isaías femenino. Sin la fe, y las reservas que ésta entraña e impone, habría sido de una ambición desenfrenada. Lo que destaca en ella es la voluntad de imponer a toda costa la aceptación de su punto de vista, atropellando, violentando incluso, al interlocutor. He dicho también al poeta húngaro que tenía tanta energía, voluntad y obstinación como Hitler...Al oírlo, el poeta puso unos ojos como platos y me miró intensamente, como si acabara de tener una iluminación. Para mi asombro mío, me dijo: tiene usted razón"

Sin duda, Cioran se veía en la Virgen Roja. Su admiración por ella, está más de una vez citada en sus cuadernos. "Inmenso orgullo" que causa más embeleso que su "inteligencia" (Pag. 122), recuerdo de "Soriana Gurían más el genio", "rival de cualquier gran delirante de la historia contemporánea" (Pag. 100). Descripciones que aportan una dimensión única a la personalidad de Weil y que, sin embargo, no tienen la mínima nota de veneno o envidia: Cioran tiene razón.

Su "profundo desconocimiento" de sí misma, a pesar de su inteligencia "desconcierta" sobremanera: ¿acaso la inteligencia en un santo revela la materia real de la que está hecho? Toda espiritualidad y muestra de beatitud, sin duda debe tener como contrapeso la idiotez, de otra manera no se trataría más que de Nietzsche. La inteligencia verdadera es demoníaca. Y la penetración lúcida de todo lo real no es más que destrucción, ímpetu de dictador, totalizante a fuerza de sondear su propia destrucción.

4 comentarios:

  1. Su "profundo desconocimiento" de sí misma, a pesar de su inteligencia "desconcierta" sobremanera.

    El contrapeso de la espiritualidad será la idiotez o la candidez...?

    La candidez, irrazonablemente y fuera de todo parámetro nos lleva a sondear la inteligencia más demoníaca y aún así seguir amando lo bueno. Lo bueno como real, posible, profundo.

    Lo único que conozco es lo bueno.

    Cuando me adentro en lo oscuro, me doy cuenta de que no tiene límites.

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  2. La destrucción no es un acto bueno o malo. La destrucción que penetra con la lucidez destruye lo bueno y lo malo, es decir, los parametros de juicio. La destrucción es presente, lo bueno y lo malo solamente es recuerdo o perspectiva.

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  3. Considero que la inteligencia humana, como don único sobre todas las especies sobre la tierra, tiene muchos caminos y muchas formas. Pensar que la inteligencia absoluta nos aparta de la beatitud y la santidad, que nos aleja irremediablemente del sentido religioso me resulta muy parcial. La inteligencia humana sin lugar a dudas tiene sus limites y la manera en la que se enfrente a dichos limites no tiene que ver con ser o no ser religioso. Para mi la iluminación divina, la fe, es el único refugio para una sana razón, y una inteligencia que perdure.

    Anabaptista.

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  4. Me parece, con temor a errar, que el verdadero creyente es un ser dividido en multiples partes que sólo en momentos contados encuentra paz. Su inteligencia le arroja a la cara la necesidad de adherirse a recursos terrenales, humanos. No tiene mañana y no tiene más que la responsabilidad de asumir su camino aunque su libertad esté truncada. Se sabe un himno en ruinas. No es su inteligencia la que lo acerca a Dios, sino la desesperación de la insuficiencia de ésta.
    Al verdadero creyente no le hace falta recurrir a Dios, se las puede ver solas. Si asiste a su presencia es por un acto de voluntad que nada tiene que ver con la conducta moral o las explicaciones de éste mundo. Al hombre espiritual le es indiferente la ciencia y las buenas costumbres.
    ¿Qué hay en el fondo de su actitud? No hay nada, está vacío pues la ausencia de Dios se ha constituído, en él, la única fuerza que lo anima a concebir un todo más allá de todo.
    Cuando ha roto los misterios y sólo la seguridad de la muerte perdura, este hombre vuelve los ojos al mar embravecido que le espera. Nunca habla de Dios, no le es preciso hacerlo, nunca le pide ni le da gracias, ni siquiera lo puede concebir: pero la vibración de lo santo está allá, la llama sutil y elevada que encuentra su mayor dignidad en el desprecio de los hombres y de sí mismo, es decir, en las manos de un absoluto inasible que lo ahoga.

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