miércoles, 25 de agosto de 2010

EL ANCIANO








Se tenía que enfrentar consigo mismo, dar vueltas alrededor de su habitación, caer silente en el ningún lado. Tenía que repasar una y otra vez sus posibilidades dejadas atrás, sus semillas de futuro. Tenía que ver sus verdades y enfrentarlas con las de los demás, descubrir que la noche y el día, sus buenos y malos, no eran más que lo mismo, que no había diferencia substancial alguna entre la agonía de vivir, y la de estar muriendo.

Cuando hubo desgastado todo lo fascinante, el mínimo de misterio de la presencia, la música, la pintura, la poesía, el beso reconfortante de su mujer, volteo los ojos a una tristeza larga, en donde se depositan los días de los hombres sabios.

Caminar, mirar el ocaso hundirse en un sueño roto, no poder desear ya nada, ni bueno ni malo, eran el presentimiento de una plegaria. Curado de la vida, no era más que un fantasma entre los hombres, es decir, no era más que él ya, sin obstáculo ni dique que lo salvaguardara de sí mismo; era su víctima más doliente, su verdugo más cruel.

Al fondo se fueron sus sueños, sus pensamientos, su vagabundeo: Afrodita había muerto hace mucho, y sólo quedaba la herencia en harapos de su madre Penia.

Contemporáneo de los cementerios, del baldío, no sentía más potencia que el de la muerte, la potencia absoluta, indescifrable, insobornable del vacío.

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