martes, 10 de enero de 2012

LA VIDA DESDE LA EXISTENCIA




Muchedumbre. Imagen tomada de ciudaddesconocida.blogspot.com

Si se está en la vida es porque se es de ella. El sentimiento de pertenencia debiera llevarnos a un lugar en donde las fuerzas son plenas y seguras, capaces de sostener la osadía de vivir. Pero ese deber es sobrepasado por la herida originaria de nacer, por una especie de traición de la vida misma: ¿se puede estar muerto en vida? El hombre de hoy nos revela que así es.  El hombre viene a la vida inocente y sólo la consciencia lo vuelve culpable, y ésta no nace sino es por medio del desvío de la naturaleza del razonamiento, la que debiera ejercitarse sobre el carácter de lo debido. Pero, ¿qué es lo debido? Un mínimo de honestidad nos diría que es ser consecuentes con el extremo que planta estar aún en la vida.

En un mundo en donde mantenerse al margen es ser participe, no queda duda alguna sobre qué lugar ocupa la inteligencia del hombre. Puedo pretender mi salvación, pero es claro que si existe una forma de culpa primordial es el malestar de habitar un mundo en donde los hombres mueren por sus propias manos o en manos de otros. La misma razón por la cual asumimos la responsabilidad de no habernos matado es la que anima la imposibilidad de aceptar que alguien muera en manos de otro. Es la misma cosa.

Imagen tomada de laguia2000.com


El preguntarse por el origen de la desdicha debiera quitarnos el sueño. Pero a nadie le ocurre esto. Solamente las almas profundamente religiosas pueden saber qué clase de martirio es esto de ver perecer todo lo humano en manos de la misma humanidad. Y de esto no estoy muy seguro.

¿Qué lleva al hombre a hacer a un lado su inteligencia para ir a la búsqueda de una quimera? Una inexactitud de ideas. Ningún hombre es ajeno al asunto de los ideales. Ya sea por renuncia o fatalidad, la voluntad del hombre es animada por algo ajeno a él mismo. Se pretende que eso no es necesario. Pero esta pretensión ignora que nadie nace libre porque se es inocente: Inocencia es irreprochabilidad, y ésta tiene por condición la inimputabilidad, la inconciencia, la imposibilidad de saber. Pero sabemos. Y es aquí donde se acaba cualquier forma de excusa y de inocencia.

La altura histórica nos debiera proporcionar la pauta para la comprensión de nuestro tiempo. Se supone no es posible recaer en las experiencias pasadas que tanto dolor le causaron al hombre. Las guerras de religión, las ideológicas, las raciales. Por otra parte, existen peores monstruos que los pasados: los que se tienen enfrente y que amenazan con devorarnos a través de la era tecnológica imperialista, del predominio de una ciencia deshumanizada y de la extinción de los recursos de la tierra.

Antes nos preocupaban los avances militares, los expansionismos nacionalistas. Hoy la maquinaria que crece incesante es la de una sociedad de control basada en las concertaciones de un capitalismo interdependiente en la que no hay forma de dominación segura. Los especuladores, los que crean el engaño de la “rebaja” de fin de semana, no son más que presas de la desesperación por acaparar lo que no les puede pertenecer.

¿Qué lleva a un hombre a entrar en las estrategias irresponsables de los grandes bancos mundiales, de la ficción de los créditos? Un vacío en el alma. Una incapacidad para tener una visión de mañana: se vive el momento como si con el contacto con el instante se tocara lo eterno. No se piensa en los despojos del mañana, en la basura. Toca ahora saber si esto siempre ha sido así, si el olor a apocalipsis es común a toda época contemporánea.

El ser humano medio, a penas y contrapeso de la fuerza que puja por ir más allá de las formas acomodaticias, debiera tener conciencia de su contingencia. No es inverosímil un mundo lleno de revolucionarios o rebeldes. Nuestra cercanía moral con la anarquía encuentra su justificación en la innecesidad de ese hombre mediocre. El Estado fue creado y defendido a favor del idiotismo de la masa. No se puede ser libre en medio de un contrato social pactado entre esclavos. La utopía es la forma fantasmagórica que en la distancia sigue el hombre de moral elevada. Diríamos mejor, y para ser más justos con la visión de lo profundo, el hombre a secas. Desde luego que la quimera nos espera con desencanto, pero también es cierto que nadie podría vivir sin la posibilidad quimérica que plantean los verdaderos líderes del mundo, los hombres con ideales solitarios, con un grito de rebeldía mayúscula en las entrañas.

El ingenio del hombre me es una realidad y desde ella, no puedo desdeñar a ninguna creatura en base a mi ignorancia por lo ético. Cierto es que podemos percibir la medianía de un espíritu, pero es condición insuficiente para convertirse en amo político, en capataz e inquisidor de la pobre gente. Con un patetismo irreconocible por el hombre de baja estirpe, el hombre luminoso se esconde entre la bruma que crea la distancia que traza el devenir hacia el futuro. Cruzamos el puente antes que la manada que nos sigue. Nuestro miedo, molicie particular, no debiera ser objeto más que de nosotros mismos, íntimamente, confrontándonos ahí donde el automatismo del mundo no puede posar el pie.


Imagen tomada de flickr.com

El hombre elevado sufre con un dolor infinito. Parecido al dolor del místico, tiene un Dios muy exigente. El hombre heroico es también religioso. Su santidad es condición para que su pasión tenga la fuerza para odiarse a sí mismo tanto como para amarse: no se odia más que para negar al mundo que sobrevive en él, el lado infértil que le da la espalda al compromiso nupcial con la tierra que juró proteger y amar. Se odia a sí mismo porque irremediablemente su cabeza se inclina hacia la muerte: nadie más que él sabe de la inutilidad de la vida y de su condición para ser heroico. Y se es heroico por necesidad no por amor propio. Esa necesidad que hace de su destino una fatalidad tirada junto con la suerte del mundo. La fortuna y la desgracia le es indiferente, no tiene más que su amor presente por aquello que hace. Y lo que hace es su más grande tesoro, su razón para amarse, para preservar su presencia en lo humano.

El tono moral en ellos es natural, automático. No porque sean máquinas que desperdigan inercias de moral social, sino porque nacieron con la luz del dolor por el mundo. Lo malo es lo que causa aflicción al hombre. Y ellos están llamados a cargar con ese dolor. Nadie más que ellos pueden llevar la pesada cruz que Dios debería de cargar. Provenientes de Cirene no podrían hacer otra cosa. Mil y una vez han visto la humillación del inocente en manos de la desgracia. La tiranía le es su caldo de cultivo, la imposibilidad de reñir con esa forma de mayúsculo abandono le hace callar y le pasma la sangre hacia adentro en donde inventa formas para no perecer.
 


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