Muchedumbre. Imagen tomada de ciudaddesconocida.blogspot.com
Si se está en la vida es
porque se es de ella. El sentimiento de pertenencia debiera llevarnos a un
lugar en donde las fuerzas son plenas y seguras, capaces de sostener la osadía
de vivir. Pero ese deber es sobrepasado por la herida originaria de nacer, por
una especie de traición de la vida misma: ¿se puede estar muerto en vida? El
hombre de hoy nos revela que así es. El
hombre viene a la vida inocente y sólo la consciencia lo vuelve culpable, y
ésta no nace sino es por medio del desvío de la naturaleza del razonamiento, la
que debiera ejercitarse sobre el carácter de lo debido. Pero, ¿qué es lo
debido? Un mínimo de honestidad nos diría que es ser consecuentes con el
extremo que planta estar aún en la vida.
En un mundo en donde
mantenerse al margen es ser participe, no queda duda alguna sobre qué lugar
ocupa la inteligencia del hombre. Puedo pretender mi salvación, pero es claro
que si existe una forma de culpa primordial es el malestar de habitar un mundo
en donde los hombres mueren por sus propias manos o en manos de otros. La misma
razón por la cual asumimos la responsabilidad de no habernos matado es la que
anima la imposibilidad de aceptar que alguien muera en manos de otro. Es la
misma cosa.
Imagen tomada de laguia2000.com
El preguntarse por el origen
de la desdicha debiera quitarnos el sueño. Pero a nadie le ocurre esto.
Solamente las almas profundamente religiosas pueden saber qué clase de martirio
es esto de ver perecer todo lo humano en manos de la misma humanidad. Y de esto
no estoy muy seguro.
¿Qué lleva al hombre a hacer
a un lado su inteligencia para ir a la búsqueda de una quimera? Una inexactitud
de ideas. Ningún hombre es ajeno al asunto de los ideales. Ya sea por renuncia
o fatalidad, la voluntad del hombre es animada por algo ajeno a él mismo. Se
pretende que eso no es necesario. Pero esta pretensión ignora que nadie nace
libre porque se es inocente: Inocencia es irreprochabilidad, y ésta tiene por
condición la inimputabilidad, la inconciencia, la imposibilidad de saber. Pero
sabemos. Y es aquí donde se acaba cualquier forma de excusa y de inocencia.
La altura histórica nos
debiera proporcionar la pauta para la comprensión de nuestro tiempo. Se supone
no es posible recaer en las experiencias pasadas que tanto dolor le causaron al
hombre. Las guerras de religión, las ideológicas, las raciales. Por otra parte,
existen peores monstruos que los pasados: los que se tienen enfrente y que
amenazan con devorarnos a través de la era tecnológica imperialista, del
predominio de una ciencia deshumanizada y de la extinción de los recursos de la
tierra.
Antes nos preocupaban los
avances militares, los expansionismos nacionalistas. Hoy la maquinaria que
crece incesante es la de una sociedad de control basada en las concertaciones
de un capitalismo interdependiente en la que no hay forma de dominación segura.
Los especuladores, los que crean el engaño de la “rebaja” de fin de semana, no
son más que presas de la desesperación por acaparar lo que no les puede
pertenecer.
¿Qué lleva a un hombre a
entrar en las estrategias irresponsables de los grandes bancos mundiales, de la
ficción de los créditos? Un vacío en el alma. Una incapacidad para tener una
visión de mañana: se vive el momento como si con el contacto con el instante se
tocara lo eterno. No se piensa en los despojos del mañana, en la basura. Toca
ahora saber si esto siempre ha sido así, si el olor a apocalipsis es común a
toda época contemporánea.
El ser humano medio, a penas
y contrapeso de la fuerza que puja por ir más allá de las formas acomodaticias,
debiera tener conciencia de su contingencia. No es inverosímil un mundo lleno
de revolucionarios o rebeldes. Nuestra cercanía moral con la anarquía encuentra
su justificación en la innecesidad de ese hombre mediocre. El Estado fue creado
y defendido a favor del idiotismo de la masa. No se puede ser libre en medio de
un contrato social pactado entre esclavos. La utopía es la forma fantasmagórica
que en la distancia sigue el hombre de moral elevada. Diríamos mejor, y para
ser más justos con la visión de lo profundo, el hombre a secas. Desde luego que
la quimera nos espera con desencanto, pero también es cierto que nadie podría
vivir sin la posibilidad quimérica que plantean los verdaderos líderes del
mundo, los hombres con ideales solitarios, con un grito de rebeldía mayúscula
en las entrañas.
El ingenio del hombre me es
una realidad y desde ella, no puedo desdeñar a ninguna creatura en base a mi
ignorancia por lo ético. Cierto es que podemos percibir la medianía de un
espíritu, pero es condición insuficiente para convertirse en amo político, en
capataz e inquisidor de la pobre gente. Con un patetismo irreconocible por el
hombre de baja estirpe, el hombre luminoso se esconde entre la bruma que crea
la distancia que traza el devenir hacia el futuro. Cruzamos el puente antes que
la manada que nos sigue. Nuestro miedo, molicie particular, no debiera ser
objeto más que de nosotros mismos, íntimamente, confrontándonos ahí donde el
automatismo del mundo no puede posar el pie.
Imagen tomada de flickr.com
El hombre elevado sufre con
un dolor infinito. Parecido al dolor del místico, tiene un Dios muy exigente.
El hombre heroico es también religioso. Su santidad es condición para que su
pasión tenga la fuerza para odiarse a sí mismo tanto como para amarse: no se
odia más que para negar al mundo que sobrevive en él, el lado infértil que le
da la espalda al compromiso nupcial con la tierra que juró proteger y amar. Se
odia a sí mismo porque irremediablemente su cabeza se inclina hacia la muerte:
nadie más que él sabe de la inutilidad de la vida y de su condición para ser
heroico. Y se es heroico por necesidad no por amor propio. Esa necesidad que
hace de su destino una fatalidad tirada junto con la suerte del mundo. La
fortuna y la desgracia le es indiferente, no tiene más que su amor presente por
aquello que hace. Y lo que hace es su más grande tesoro, su razón para amarse,
para preservar su presencia en lo humano.
El tono moral en ellos es
natural, automático. No porque sean máquinas que desperdigan inercias de moral
social, sino porque nacieron con la luz del dolor por el mundo. Lo malo es lo
que causa aflicción al hombre. Y ellos están llamados a cargar con ese dolor.
Nadie más que ellos pueden llevar la pesada cruz que Dios debería de cargar.
Provenientes de Cirene no podrían hacer otra cosa. Mil y una vez han visto la
humillación del inocente en manos de la desgracia. La tiranía le es su caldo de
cultivo, la imposibilidad de reñir con esa forma de mayúsculo abandono le hace
callar y le pasma la sangre hacia adentro en donde inventa formas para no
perecer.
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