Se podría decir que encaja a la
perfección con la fiereza de una batalla a pesar de su inminente derrota. Y
vaya derrota, desastrosa, profundamente dolorosa.
La madre de las tres hermanas
pareciera que adivinaba el dolor por venir de éstas. Y en ella todos los rasgos
de la belleza solitaria parecieran reunirse. Pero tan hechas a la medida de las
debilidades humanas, se nos ofrece un cuadro anti-clínico: no existe la
normalidad, toda forma de vida, por más holgada que sea, tiene los tormentos de
la medida desesperada.
Veo
anti-histerismo, anti-Jane Austen, anti-mesura. Veo pro-metaficismo, pro-comunismo,
pro-alarde de virtuosismo fílmico. Pareciese poco, o modesto, pero la
construcción de esta obra de “cámara” es monumental. Con la perfecta sincronía
de un cello barroco, se entremezcla una sensualidad tan sutil como efectiva, un
miedo filosófico, un desborde de rojo como sangre de cordero moribundo. La que
unía a las hermanas con su dulzura cristiana, ha muerto. Solamente quedan los
escombros de una fraternidad rota. Después de resucitado Cristo, solamente
quedan unos pocos que se llevan su evangelio como única herencia. El efecto
reflejo de la película con la historia de Cristo es alarmante. Es una historia
de egoísmo que quiere redimirse. Pero a Bergman no le interesa la esperanza
sino el momento del sacrificio supremo, el punto irracional en donde lo bello
no cede el paso a la crudeza de una realidad. Esteta del dolor, también
podríamos llamarle.
¿Son realmente así las mujeres? Es la
pregunta que flota en el aire. Los contrapuntos masculinos, solamente enfatizan
la necesaria respuesta positiva: Los
hombres no saben del fundamento sobre el que la razón se acomoda. Esa es mi
hipótesis. La luz de las veladoras se apaga ante el escote impúdico de María o
ante la dolorosa muerte de Agnes. La indiferencia sobrecogedora ante el destino
de una mujer entregada en cuerpo y alma a la vida de otra mujer. La mujer por
la mujer misma. Si la sensibilidad de lo femenino es en Kieslowsky una sutil
muestra de misticismo erótico (la doble vida de Verónica, Azul), en Bergman se
tocan los extremos de lo terreno sobre los cuerpos antifetiches de los
personajes (oposición simbólica entre el desnudo de Agnes y el de Karin). Gritos
y susurros: así es como se levanta una plegaria auténtica a Dios, el hombre per
excellence ausente y frío. Entre el gemido y el silencio, está la cruel razón
masculina. No se puede tener un acercamiento a la mujer, a su drama sino es
mediando este hiperrealismo de las emociones, a este registro de piano-forte.
El infantilismo, el capricho, la
manipulación, la belleza ególatra, hacen en María una morada que pasma, que redimen
más que justifican la envidia de sus demás hermanas. Los estragos del
perfeccionismo, de la apariencia social, del no poder dejar atrás una
pretendida mala estrella, lo adivinamos a penas y oculto sobre el cuerpo
mutilado de Karin. Oposiciones mórbidas, no tienen redención más que en la
persona de Agnes: la realmente amada, la realmente estoica, la que ha dejado
atrás la envidia y la imposibilidad de comunicación, la que ha hecho de su
lecho de muerte una dignidad humillada, es decir, humana. Sus hermanas aún
están bajo el poderío inminente de la madre: ella es el verdadero demonio “Tierna
y dulce…repentinamente fría e indiferente”, que no hubiese podido comprender la
totalidad de una vida como la de quien recibiera una mano en la mejilla repleta
de comprensión. Pero la caricia de miradas es mutua. El diablo y Dios se
admiran en secreto.
Desde ese inicio, en ese apartamiento
del bullicio de la chiquillada, la personalidad de Agnes cobra el papel mesiánico
que más adelante expondrá la fugaz felicidad de las hermanas. El
final-principio es apoteótico: consuma el absurdo, muestra un rostro armónico e
implacable. La vida está contrahecha, no la podríamos atrapar en ninguna forma
de histrionismo dramático. No termina mal, pero tampoco termina bien. Termina,
tal y como empezó, con una objetividad patética.
En esta película de Bergman brilla
todo su ingenio que alguna vez me sedujo por vez primera en esa gran Fresas Salvajes,
o la redención de la misantropía. Recomendable a más no poder. Única y
exquisita, sobria y perfecta.
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