lunes, 22 de febrero de 2010

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¿Porqué temerle a ridículo? Consiste ahora una posibilidad de juego adentrarme a mi amor propio y destruirlo, desaparecer en el escarnio de mi mismo, en la neblina de lo socialmente inapropiado.

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Me causa una paz inesperada percibir la tragedia de la existencia como una nada con la que uno puede hacer lo que mejor le venga en gana. Paz de creador, sin duda, de fabulador de misterios “nuevos”.

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Imaginaos la posibilidad de manipular a discreción aquello que tanto placer nos causa. Solamente a un lírico como yo se le puede ocurrir placer en el abandono, y un “no más ya” a todas las fuerzas patéticas que uno mismo ha fomentado. En estos casos es bueno tener bien escrito sus caminos en el interior, señalados los senderos y recovecos ocultos del ser, por decirlo de alguna manera, pues siempre las consecuencias de nuestros juegos regresan a vengarse de nosotros, por lo que hay que estar siempre listos para hacerles frente con indemne corporeidad.

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Mis últimas ocurrencias no tienen parangón. Últimamente me ha dado por confesarme mi amor oculto por las furcias; pero lo peor viene luego, cuando torno ese gustillo en tragedia de Dr. Zhivago. Juego tanto al enamoramiento que, en efecto, me pongo en situaciones difíciles para el sentido común, todo bajo el pretexto de juego dionisiaco. Me doy pena ajena a mi mismo (¿?). La belleza no tiene nada de verdadera.

En realidad no tengo nada que oponerle al pensamiento de que el amor lo es todo y que la cosa amada siempre pasa al segundo plano. Kant Dixit.

Vienes de ti, dejando la comparsa,
Sol alado, me recompones el futuro:
Muchachillo tierno del que todos se tienen que enamorar.

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