lunes, 22 de febrero de 2010

26. enero. 2010


Amo las bibliotecas: donde quiera que vaya me persigue mi amor por los cementerios.

(…)

Toda mi vida, en realidad, he hecho lo que he querido: no conozco el significado de la palabra inconformidad. No soy más que un decadente.

(…)

Soy misántropo porque la mayoría de la gente con la que he estado en mi vida, no muestra mayor signo de profundidad que el de una bellota. Son predecibles, superficiales, estultos. Desde luego tienen un misterio, un misterio genérico. Cada vez que recurren al uso de su cerebro es para guarecerse en alguna muletilla conceptual, en algún confort de pensamiento. Nada fascinantes. Lo único que tienen a su favor es ese patetismo, tan grotesco como inefectivo, que pretende ganarnos la compasión. Es tan inútil como aburrido establecer lazos de afecto con la gente por la finalidad de sentirse menos solo (¡cómo si estar solo fuese posible en un mundo habitado por fantasmas!). Tendría uno que ser un minusválido, un deficiente para guarecerse en la simplicidad de la gente, sopretexto de humildad o filantropía, usos a la conveniencia de nuestra vanidad humana.

Incluso, hay que decirlo, nuestras amistades no son más que una forma de compensación de esa amargura. Aunque de hecho esto que ahora hago también es una forma de placer, al final, no queda más que un resabio de dolor y vacío. Imaginaos que nuestros compañeros de dichas y desgracias, sean en realidad los sujetos más egoístas del mundo, incapaces de autocrítica y de aventurarse a una amistad sutil y refinada. Aunque se la pasen diciendo verdades, en nada ayudan. O, aunque se la pasen diciendo mentiras, no hay construcción espiritual. No somos más que desgraciados en el azar de compartir algunas manías pueriles.

Lo peor es cuando uno de esos seres, de los cuales uno no tiene nada que extraer, se la pasa buscándote y libando de ti lo mejor que puedes ofrecerle. En mi caso, porque tengo un mal genético de no saber decirle No a la gente, es una tortura de lo más ridícula. Y las cosas se ponen realmente caricaturescas cuando, una vez desdeñado, el sujeto te eleva a categoría de ser sapiencial y de anacoreta, en un alguien más allá del orden de las relaciones humanas. Empiezan a admirarte en la medida en la que eres más despectivo. Esto, lejos de ayudar, empeora la situación: te das cuenta de la sandez de la gente, de su manía por ser usados, de su amor por los tiranos, de su masoquismo de desheredado. Es como si el misterio de la religión se despojara de sus vestiduras sacramentales y se te revelara desnuda la “chispa” de la empresa humana. Si queréis un tratado de los complejos y de los contenidos psicóticos, solamente tenéis que elevar a esa categoría las descripciones fenomenológicas de las personalidades vulgares: repetimos cíclicamente nuestras heridas, estableciendo la pirámide fallida de los misterios humanos.

La pesadilla tiene un brillo particular con las mujeres: acostumbradas a estar en segundo plano, su servilismo nauseabundo te pone en guardia inmediata: ¿no serán unas espías de la tontería de la especie?, ¿unas confabuladoras de la gran conspiración que es el idealismo? Parece ser que gobiernan la tierra con sus formas, sus caprichos de perecer, de ridiculizar nuestros venenos. Al cabo, uno termina desembarazándose de la paranoica idea en virtud de sus frustrantes fuentes de dominio: la maternidad. Ya lo dijo Otto Weininger, y eso me parece absoluto (y loco): el gran problema de la mujer es su sexualidad inminente.

Siguiendo con el desahogo…La conducta idónea, es la del viejo encerrado en su caserón rodeado de libros y de su perro, única forma de amistad aceptable. Tan ermitaño, tan autista, que no se toma la molestia de ser aguafiestas de nadie. A estos tipos, no me cansaré de repetirlo, no le agradeceremos lo suficiente no haberse metido con nosotros, el que nos haya entregado a la molicie propia, a nuestra voluptuosidad y blandura irresoluta, a fin de preservar el Gran Ser universal. Pero ninguno de nosotros está satisfecho; ¿cómo habríamos de estarlo?, no somos más que un tumor que gusta de devorar carne. Quisiéramos que fuera distinto, que, el acto de humillar al arquitecto del universo cada vez que somos buenos, sea una forma natural de vida, es decir, antinatural. La naturaleza es malvada y gobierna. Está en nuestros miembros, en nuestra espina dorsal. Me aburre tener que repetirlo.

¿Quisiera que todos fueran como yo? No habría diferencia: igual viviría dentro de mí, así que es irrelevante la hipótesis de la imposición moral. En realidad, todo está en su justo sitio: ellos allá, yo acá. ¿Cómo poder vivir con un orden distinto? Gran parte de lo que soy, se debe a este mal del universo, a esta verdad miserable, a este despojo cicatero, roña que nos rascamos cada vez que osamos respirar, trajinar, hablar, jugar a ser sabios.

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