lunes, 22 de febrero de 2010

NIHILISMO Y VACUIDAD

Dice Nagarjuna que todo está vacío, incluyendo la voz y el pensamiento que expresan eso. La realidad demuestra que puede ser así, pero la finalidad por la cual dijo tamaña verdad queda indemne: aunque el dolor esté vacío, sigue doliendo.

La sensación del dolor: sensación sustancial de la realidad. El dolor es la relación automática entre el mundo y el hombre.

La alegría, la felicidad, ascienden, elevan, se evaporan, se esfuman: realizan, actualizan al ser de la misma forma en la que el fruto se desprende del árbol ya maduro en la estación del otoño, de las hojas muertas, de la desolación terrestre más acre. La felicidad siempre coincide con lo nostálgico . Y el espacio que deja esa manifestación, su memoria, su registro, es lo único que permanece. Más, lo que permanece, atando a nuestros pies al yunque de su arado, es aquello que nos define y arrastra. Una tristeza infinita, un peso que nos abisma, que nos hunde, nos aplasta a un mareo sobrenatural, a las profundidades del horror, son el continente perpetuo de esta vaciedad que es el yo. Atarse a lo feliz es tratar de conservar su esencia ya muerta: uno no se ata más que a la ausencia, a lo que ya no es . Por tanto, el sufrimiento que nos crea una ausencia resulta en absurdo.

Puedo convenir en que no hay sensación falsa y que todo aquello falso o verdadero es insustancial; pero no gano nada con esa declaratoria. Se supone que, a pesar de ello, yo debo perseverar en la revelación de ese vacío, pues el dolor es casi invencible, por decir lo menos. Sin embargo, bien se le puede objetar a la tesis central del budismo Madhyamika que, de todos modos, aunque el espíritu humano se ejercite sobre un vacío, es de ahí, en realidad, de donde surge el dolor más agudo de existir: horror vacui.

El origen del pensamiento sobre la vacuidad (Sunyata), es de índole terapéutico: no es más que una técnica de eliminación del yo. Si detrás de la apariencia no queda nada, lo único “sustancial” es lo aparente. Contra esta apariencia combate el monje. Como la vacuidad carece de fuerza, no es expansiva, es decir, su revelación no ilumina (de ser lo contrario, el camino al Nirvana sería muy intelectual), uno debe empeñarse, hacerse violencia para erradicar la fuerza que crean nuestras impresiones que le dan forma a la sensación del Samsara, debido a que ésta no solamente es un espejismo, o más bien, una maquina creadora de espejismos, sino una fuerza motriz que nos impulsa al sufrimiento. Así, el objetivo del budismo es el más ambicioso que se haya concebido jamás: adherirse a la nada, al vacío, a la muerte, en un acto de entrega dichosa, es decir, en una ¿adhesión? sin tristeza a lo que ya no está, a lo ausente y definitivo. Dicho de otra forma: es la práctica del desapego como consecuencia de la eliminación de la identidad, del yo, de la personalidad que siempre está deseando. (No sé qué es primero, pero guardan una relación forzosa: dado que el yo es intencionalidad pura, de raíz, se debe eliminar al yo). Esto, solamente es posible en tanto la vista del hombre se pierde en la profundidad del presente, puesto que solo ahí, en esa presencia vacía, deseo y nostalgia, felicidad o dolor, revelan su impostura y fragilidad, su pura fantasía.

Pero la “eliminación del yo”, no es una actividad positiva, es decir, no es una acción, sino que se trata de un “despertar”, de un “desvelamiento”: en realidad no somos nada, lo único que hacemos es descubrir nuestra insignificancia. En efecto: todo dolor se puede resumir en uno solo: el de no ser más que nada, puesto que la memoria es una ficción y el proyecto futuro una incierta suposición. Lo actual siempre será superfluo. La acción, la “fuerza” de la disciplina, las “tecnologías” (meditación, ayunos, pruebas físicas de faquir), constituyen medios para ayudar a la consciencia al arribo al limbo védico, a la penetración del segundo eterno del Nirvana.

El punto de partida para esto, es percibiendo que todo dolor es la forma más aciaga de manifestación del egoísmo (furibunda adhesión a la ilusión del yo), y no, como falsamente se deriva, por una generosidad hacia un elemento exterior (autocompasión diferida). Aquí, necesidad y amor convergen, realidad y “yo”, se ahogan en la misma relación viciosa de felicidad hacía sí . Quien se percibe a sí mismo en una importancia (sin sentido), sufrirá más mientras en mayor estima se tenga. Por el contrario ¿qué pierde el que se considera nada ante los desprecios del destino? Así, la principal consigna del budismo es luchar contra la naturaleza humana del sentido de identidad que, en realidad, es el trasfondo de la idea de sustancia o de atomismo, metafísica o existencia. No: estas formas de percepción yerran sobre lo esencial a saber: cada ingrediente del universo es necesario en tanto sostienen un hecho puro, e innecesario en tanto devenir. Pero la idea del devenir, como “esencia” de la existencia material (Samsara), es coincidente con la fatalidad del Nirvana (ambos están vacíos), razón por la cual se ama uno a sí mismo de la misma forma en la que se ama lo todo, incluyéndose dentro de la totalidad de lo percibido y no como actos reflejos que se crean entre el yo y el no-yo. La idea del budismo es la necesaria incorporación de la presencia humana en el todo a través de la dinámica de aceptación de la propia insignificancia.

Por ello, en un mundo sin sustrato carece de sentido algo como el nihilismo: actividad destructora del vacío. ¿Cómo se descompone el aire, se descuartiza una ausencia? (Claro se puede rebatir esto diciendo que en realidad son coincidentes, que se trata de procesos de la consciencia.)

Esta despersonalización es la parte realmente difícil del budismo y por lo cual deja de ser un simple pensamiento filosófico para situarse a las alturas de las religiones: solamente con una inspiración demencial podríamos aspirar a suprimir el deseo natural, el espíritu de ambición y de señorío, a borrar las fronteras que posibilitan toda forma de identidad: la de la memoria nostálgica y la del sueño visionario. Desde luego, esto se entiende mejor en la medida en la que se descubre la verdad nietzscheana de la voluntad de poderío como esencial a la existencia humana, la acérrima fuerza de sentirnos únicos y excepcionales.

Por ello, un monje budista es un esquizoide desde el punto de vista occidental. En esta parte del hemisferio terrestre, hay una defensa cultural vigorosa acerca de la “existencia”, de la “vida”, general o individual de cada quien, un abrazo necio a la contingencia, al valor de lo superfluo en aras de desprendernos de la generalidad y alimentar al espíritu, antinatural por esencia, despegado de lo todo en virtud de un más allá de la condición dada: se es armónico para vibrar en una sinfonía, superación de los sonidos originarios.

¿Qué hace que el budismo se alce contra este llamado del sentido común, contra este “recurso hacedero” pindárico? Es fácil advertir la carga de verdad que ambos postulados poseen, la de la vacuidad y la de la existencia, del Nirvana y el Samsara. La asunción del dolor, su superación a través de la fuerza terrena o divina, forma parte de otorgarle peso y sustancia al devenir, incluso, en contra de lo trascendente. Superación, aquí, no es trascendencia. Se ama a Dios, por decirlo de algún modo, para aligerar la carga del sufrimiento, no para soslayarlo. Más, Gautama quería arrancar de raíz el mal. Es comprensible que eso llevara a la aniquilación de la existencia, a la negación de lo todo. El cristianismo por el contrario, aún no define la imposibilidad del equilibrio entre ambos llamados, lo que finalmente lo constituye en “dominio”, en doctrina moralizante o política y de “acción”. Sin embargo, aún su aspecto contemplativo posee la semilla de la acción caritativa o evangelización positiva: idea de redención funcionando.

Es que todo, la acumulación definitiva de las contingencias (dharmas), conforman una estructura errónea. Se dice que el budismo no posee noción de pecado. Es verdad, pero posee una noción casi tan compleja: la del Karma. Como no hay ser que no guarde una propulsión hacia los objetos contingentes (hasta en lo cognitivo como intencionalidad, a la manera de la fenomenología), su naturaleza se torna viciosa, pues dicha tendencia se amolda a la confabulación universal de las apariencias, hacia la Maya presdigitadora. Ello, desde luego, no tiene nada que ver con lo bueno o lo malo, sino simplemente con las leyes cósmicas de relación entre una cosa y otra. La falta de generosidad se encabalga al resentimiento, éste con el deseo de venganza, la venganza con la culpa, éste, finalmente, con el dolor; por decir una posible línea de causa-efecto.

El origen “moral” de lo actos en el budismo, está emparentado no con una noción jurídica como lo planteó áridamente el judaísmo, sino con una, como le llamarían los griegos, “Physis”. Esta dialéctica energética, la del Karma, es una ley sobre la que se erige el Samsara, y que es por completo ajeno al sentimiento de culpa, pecado y, por tanto, de redención . Es en otro sentido en que planta sus raíces la soteriología budista: es una búsqueda de equilibrio cósmico, de supresión de la energía dilapidada en un punto muerto como lo es la búsqueda de la felicidad a la manera occidental. Así, los conceptos se redefinen: la “felicidad” a la que hace referencia el Dalai Lama en sus discursos, o la “compasión”, no son lo que comúnmente entendemos por ello , sino que todas estas nociones surgen de la contemplación total de factores ajenos, por entero, al universo cristiano.

La principal noción por la cual el cristianismo posee un universo semántico propio, es la del tiempo. De la misma forma, tal y como se ha hecho énfasis por los estudiosos de la cultura, el pueblo griego, principalmente, se despegan de nuestra noción cristiana de pecado y redención por la visión circular que poseían del tiempo, haciendo lo propio el orientalismo, y en relevancia, el budismo. La idea de la continuidad o de la duración como una “línea” que se desarrolla, es una forma imaginativa que ha corrompido la visión de las cosas y que surge a partir de la búsqueda de una explicación satisfactoria a la idea de “principio genético” y de “final apocalíptico”. Decir que el pasado está “detrás de nosotros” o que el futuro está “delante”, es sólo una forma de hablar. El tiempo se incorpora, por así decirlo, a nosotros, y el futuro ya habita en nosotros desde el momento presente: lo real, lo todo, ya está dado en un sólo instante. Si el instante, el momento histórico, como diría Hegel, es el “autodespliegue del espíritu absoluto”, cada momento revela a la eternidad, de la misma forma en la que Jesucristo, el Hijo, revela a Dios el Padre. Esta dualidad, por más que se intente conservar la lógica paradójica oriental, es propia de la metafísica de occidente pues, finalmente, surge a partir de una noción de absoluto o de sustancia que deviene .

Este tiempo, acremente criticado por Nietzsche, carece, en realidad de sustrato ontológico. La dispersión que conforma la estructura del universo, es semejante a los procesos de la hermenéutica o la filología : en interacciones recíprocas se traduce la realidad, de la misma forma en la que el conocimiento y el ser de las cosas se comprenden mutuamente. Toda la crítica nietzscheana de la Tercera intempestiva o del Anticristo, establecen el arma foucolniana de la genealogía, de las arqueologías del saber: lo irrisorio, lo burdo, “los celos y las envidias entre los sabios”, es el caldo de cultivo de toda forma de verdad. Así, la sustancia y los dioses, no se quedan más que en una pura telaraña tejida por alternas correspondencias entre elementos contingentes: la suma de los atributos de Dios nunca formaran a un Dios más que en idea.

Es fácil advertir que el enemigo natural del cristianismo es el budismo: ateo, vacuo y pasivo. Es incompatible el espíritu de tolerancia, proveniente de ver a todas las cosas como innecesarias o vacías, a lado del celo por una verdad absoluta surgida de la significancia de lo vivido.

La verdad presente, en el budismo, la instancia arrolladora de nuestra percepción inmediata, se abre, no como reveladora de una sustancia precedente o procedente, o de un efecto que supone una causa, como la apariencia supondría una presencia, sino como un elemento vacío de contenido, cuya absorción de la fantasía del yo, constituye la iluminación, propiamente dicha: especie de antiéxtasis que nos sume, de género en género, hasta la mineralidad, hasta la supresión total de toda forma de deseo, pasado o futuro, diferencia e identidad.

(…)

Pero, ¿a cuánto de esto es deudor el sufrimiento e iluminación del Buda? ¿Es un requisito indispensable para nuestra elevación la pérdida de la inocencia en el mundo?

(…)

Si Cioran cada vez estaba “más cerca del budismo”, no era por talante personal sino más bien como construcción ética. No hay duda que quien sufre más es el que mayor estima de sí mismo tiene. El dolor tiene una relación proporcional al del egoísmo. Es liberador para el ciervo sufriente la idea de que todo está vacío.

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