lunes, 22 de febrero de 2010

Sentimiento inédito: He rozado este fin de semana la frontera de la locura. No es la depresión acostumbrada, ni la abulia convencional, en este caso es un vaciamiento crepuscular insólito. Lo geométrico y la internalización de una voz que sé que es mía pero que aún no termino de captar como tal, la recolección de elementos físicos que me recuerdan el paso del tiempo (idea de vestigio), el blanco simétrico, la realización de una labor en pasos excesivamente lentos, el reconocimiento de mi rostro en el espejo, la falta de fatiga ante un sueño excesivo. He visto la insinuación de la muerte en ese letargo dominical, y me ha parecido una experiencia maravillosa.

Hay un poco de sugestión en ello: me reconozco en casi todos los síntomas de la esquizofrenia que relata Minkowsky en su libro del mismo nombre. Mejor que morir, morir loco, sin duda.

No le debo nada al afán de existir: también me ha hecho la vida miserable. Le he desdeñado, cierto, le he estigmatizado con el mote de lo estúpido, de lo irreal, pero lo he hecho como cualquier otro lo haría ante aquello que lo niega. La incomprensión siempre es la energía más voluble que hay, y adopta uno y mil rostros, ora es odio, ora infidelidad, ora ridiculización. ¿Qué le cuesta al tiempo reconocer que somos geniales, que tenemos un alma “eterna”? Aunque sea encarnado en alguna persona, objeto o acto, el desdén, es la única forma de sentirse a tono con el medio ambiente.

¿Me siento culpable? En cierta forma sí. Aún no sé porqué pues ni siquiera es ficticio: no es para sentirme libre después. Redimido, salvo, perdonado. Pero recuerdo que todo cuanto se me hacía de miserable no lograba colmar mi “justificación” por sentirme tan escrupuloso de la podredumbre del alma de quien se ensañaba conmigo. Sentía que cada acto en que me sentía mal por su miseria, era una justificación para mi desdén e insulto. Pero no era suficiente. Era como si comprendiese que solamente sintiéndose miserables, ciertas personas podían sentirse “normales”. Por esto último quiero decir “humano existente”. De alguna manera era efectivo porque me hacía sentir mal. Doblemente mal: mal en cuanto a la situación de la que se me exigía responsabilidad, y mal por el distanciamiento de dicha problemática. Imposible era lograr sentirme aludido, “parte” de una situación racionalmente fuera del control humano: la vida misma. Parece contradictorio, pero no lo es. Es como si el principio del mal, o mejor, de la culpa, siempre tuviese el don de la ubicuidad: en donde se exige y en donde renuncias a la legitimidad de esa exigencia.

Este distanciamiento, esta ajeneidad del problema, es una cualidad del principio de la esquizoidía, en donde lo primero que se desatan son los vínculos emocionales, para luego saltarnos a una ética personal en donde no tienen cabida las exigencias de los demás, del tiempo y de las responsabilidades históricas. Poco a poco uno va entrando en el reino del sí mismo, y hasta éste último empieza a ser llamado como algo distinto a lo “uno”. Multitud de voces parecen dominarnos y, de repente, nos vemos emancipados, escindidos de una forma de integración común. El “yo”, deja de existir como referencia y empieza a ser referenciado… ¿A qué? A un limbo supramundano.

Otro de los elementos es la espacialización de los momentos. No hay posibilidad en el reino del absoluto, por tanto, todo está presente o está ausente. Las ideas de pasado o de futuro se tornan en categorías ilusorias propias de los agitados por la estupidez insana de transcurrir. El movimiento es negado, y solamente sobreviven las cosas que permanecen: los objetos inanimados, lo mineral, o todo aquello que dura y hace resistencia a la percepción del tiempo, se vuelven las únicas referencias obligatorias de un proceso de racionalización cada vez más frío y distante. Las ideas y las estructuras racionales son las que dominan la mente, en una abstracción congelante que nos separa de toda forma de vida, de mutación, de contradicción y zozobra. Por esta misma razón el “yo” se desintegra en millones de átomos pues el mismo esquizoide se concibe como un transcurrir mediocrizante, fugaz e insignificante, que no está apto para la “Idea”, o el proceso espiritual que nos exige la separación radical del mundo.

Una vez anulado el tiempo e introducidos a ese alelamiento permanente, cobra una importancia grandilocuente el espacio: todo se extiende, se abarca, adquiere un lugar: el alma, el pensamiento, y los objetos más comunes respecto al cuerpo, empiezan a tener una relación. Es común asociar el alma al cerebro, o los sentimientos al sistema nervioso. Se corporeiza cualquier manifestación impalpable de lo humano, y el materialismo se torna crudo y definitivo. Las pulsaciones más elementales fallan, principalmente la sexual, la del hambre o de necesidades más complejas como el bañarse, el salir de casa, etc. La socialización se rompe en virtud de que todo lo humano reporta perdidas inconmensurables para con lo definitivo.

La muerte se vuelve lo más atractivo del mundo pues solamente ella expresa la realidad definitiva de lo viviente, mientras que cualquier forma de esperanza o entusiasmo basado en la vida, es vulgar y tonto por evidentemente fugaz. “¿Cómo el hombre puede poner su razón de ser en bases tan endebles, en columnas tan frágiles?” parece decirnos la voz que gobierna en nuestro interior. Lo diálogos, cada vez más de tono bélico nos apuntan a huir de sitios confeccionados para el transcurrir, o todo aquello que signifique tiempo o devenir.

Los procesos de culpa y redención, como ya se ha dicho antes, son los que pierden sobremanera en la aparición de la enfermedad: dado que se rompen las estabilidades de la memoria y de la expectativa, para el esquizoide no reporta interés alguno el ser responsable de algo o ver en ello la necesidad de ser redimido. Su vida se concentra en un punto inextenso en donde no hay edén ni Apocalipsis, crimen ni castigo. Se torna un ser desprovisto del carácter esencial por el cual quisiéramos hacer lo que fuese: no tenemos nada porque hacer las cosas. Esta a-historicidad del sujeto, lo aliena de sí mismo: el yo, al estar compuesto de todas las tramas, de relaciones y condiciones factorizantes con el medio, no se vuelve más que un ser “para dentro”, una cáscara de lo humano, sin evidencia para sí mismo de que forma parte de un género y una especie de seres que no pueden vivir de sí mismos. La riqueza interior psíquica de un individuo, por mayor que sea, debe salvaguardarse de sí al grado de que parta a un sitio ajeno, contrario, para reinventar su posición ante los demás hombres. Así como el hombre “normal” se ha impuesto la dieta de salir continuamente de sí y regresar hacía sí para protegerse de los males propios de lo social, así el hombre “normal” debe salir hacia el exterior para no ser víctima de sí mismo. Este es un proceso cultural que, de no darse con cierta desenvoltura en el plano psíquico, terminará por colapsar el quicio de nuestra identidad, cayendo poco a poco en la negación de que es victima el esquizoide.

Nótese en lo anterior que no niego el carácter psíquico de la locura, pero tampoco el social. De hecho es un proceso común a ambos aspectos de lo humano.

Todavía más interesante me resulta observar (porque definitivamente aún no soy un esquizofrénico), que la esquizofrenia y, por ejemplo, la maniaco depresión, son principios de conducción psíquica de todos los individuos. Posteriormente pueden ser desarrolladas las notas por las cuales las almas se definen como interiores o exteriores. Los filósofos, definitivamente poseen mayor parentesco con los esquizoides, mientras que los artistas, aún se vinculan vitalmente con el medio.

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