lunes, 22 de febrero de 2010

27. enero. 2010

Es mejor manipular a alguien conscientemente que inconscientemente. El primer acto es propinado por una sagacidad del espíritu, una inteligencia funcionando. El otro, es el resultado de un sentimiento bajo, instintivo y que solamente se planta a nivel de la rabieta infantil . Ninguno garantiza el éxito, pero, a medida en que “no se miente a sí mismo” el segundo, puede ser más convincente. En cuanto al primero, tiene la desventaja de que el medio social lo desaprueba, le llama “premeditación”, “maquinación”, fraude moral, y eso puede ocasionar, en quien lo usa, un pequeño dejo de culpabilidad. Pero toda forma de culpabilidad, en realidad, es falsa: la vida cotidiana nos enseña que todos usamos a todos para nuestros propios fines: de no ser así no existiría gente que sobrevive a una vida en sí y por sí miserable. El chantaje, forma refinada de una moral decadente, se vale, principalmente, de la compasión, de la piedad, de la caridad, de la misericordia, formas cristianas de la miseria humana.

Es posible revertir los chantajes en la medida en la que se entra al juego de las miserias. Nada aconsejable. Lo peor que le puede pasar a este tipo de sujetos es la indiferencia. Desde el pataleo hasta las enfermedades psicosomáticas (¡y hasta las verdaderas!), el manipulador goza de tener la atención sobre sí mismo, y así, ya no se siente abandonado en un mundo que debió de afrontar por sí solo, sin ayuda de nadie (si a la muerte se le enfrenta solo, ¿para qué empeñarnos en querer acompañarnos en cosas menores?). En efecto: el ateo sincero es más inteligente que el creyente consumado, la historia lo demuestra, la religión lo oculta y Dios no se queja: sus polluelos valen la tentación de ser libres ¿no acaso así nos dejó, en manos de un árbol de la ciencia del bien y del mal, a merced de una serpiente en el huerto, bajo el olor de lo prohibido? Se arriesgó, y en su apuesta, no debió haber lugar para el reproche futuro. Las condiciones para la perdición del hombre estaban dadas, y el juicio se infiltró en la consciencia con el afán estupidizante de sentirnos cómodos en nuestras verdades. ¿Queréis conocer a un hombre feliz? Mirad al creyente, para quien su medida de santidad se encuentra respaldada en la bondad de su Dios, y como no se llega a la salvación sino antes de haber pasado por la perdición, no se es libre si antes no se fue esclavo, y, en suma, uno no se siente bueno, sin que antes no se haya sentido culpable: la fábula de la moral y de la metafísica, nos arrastra a la manipulación de nuestra importancia, pues hasta somos jactanciosos en nuestras actuaciones negativas (“hemos matado a Dios”, etc.). La majestuosidad de Dios no es más que una forma de elevarnos sin que se note: solamente algo grande puede hablarle a otra cosa grande. Dios, para siquiera poder ser nombrado por el hombre, tenía que aspirar a una forma de bondad, de belleza y de verdad. Resulta que le podemos conocer, nos podemos extasiar en su sublimidad, y podemos salvarnos por medio de su verdad; e incluso, Él puede morir por nuestro infinito pecado. ¿No nos dice nada esta tamaña épica del absurdo? El chantaje divino de la salvación no es más que un reflejo de nuestra megalomanía metafísica, de nuestro majestuoso asesinato cósmico. Amor con amor se paga, y la misma moneda de cambio transmutada, nos explica el fenómeno de lo divino como una suprema arrogancia humana, un acto de manipulación desviado, revertido.

¿Cuál es la cura para el egoísmo? No existe, la miseria humana consiste en una llaga en sí misma invisible de tanto mirar a través de ella: el mal del universo es nuestra propia existencia.

Solamente quien capta esto, puede morir en paz. Vivir no: vivir así es como vivir con un veneno epiléptico que a cada momento te recuerda la irrisoria luz del amor, el idiotismo de lo bello. Las medidas de grandeza crecen como una planta alimaña, entre los deterioros definitivos de la realidad, entre los escombros del ser y las ruinas de la nada: nos inventamos verdades para no aburrirnos, para no sucumbir a la locura. El silencio sórdido, el limbo de la vaciedad del cosmos, reflejo ancestral del accidente del cual provenimos, efecto que la causa nada le heredó, es mucho más infernal que el infierno mismo. ¿Sería más amable un Dios que aniquila, a uno que te atormenta eternamente? Al menos con el tormento eterno podremos ejercitar nuestro masoquismo oculto, sabernos objetos del castigo, centro de atención de los fuegos corrosivos y justicieros; podremos, al cabo, sentirnos plenos por experimentar la suprema culpa, el dolor infinito en nuestra finitud humana. Me parece por sí evidente el gran azoro que causa al alma la posibilidad de la nada, del limbo, de la anulación definitiva después de esta vida. Es una cachetada metafísica, es una negación absoluta: toda vuestra vida será borrada de la trascendencia, y ni siquiera mereceremos castigo alguno. Es, como diría un científico famoso acerca de los procesos de conocimiento no autocríticos: ni siquiera estaremos errados.

Ya hacer algo malo es una ganancia pues te ubica en el espectro de lo moral. Se nos dice que es arrogante saber qué es lo bueno y hacerlo; pero acaso ¿no ocurre similar con lo contrario? A cada delincuente habría qué preguntarle qué tan avergonzado se siente de su crimen, y os podréis dar cuenta de la nulidad de la existencia humana cuando éste no comprenda vuestra pregunta. En realidad, es evidente que toda nuestra moral, es una extensión del deseo de trascendencia humana. Inventamos las formas de integridad, de honestidad, de ser morales, buenos, amables, merced a nuestra pequeñez herida. Cuando admiramos a otro hombre, queremos decirnos a nosotros mismos: tú puedes llegar a ser como él, eres digno de tenerte por aspirante, por un candidato al imperio de lo bueno, admirable e inspirador.

En nuestro interior se hacen chantajes a diestra y siniestra, negociamos, hacemos marqueting, emprendemos formas de autoconvencimiento, porque nuestro afán es perdurar. Y este hacer extensivo algún deseo propio, incluso el ímpetu del suicidio, tiene que trajinar con el resto de los legionarios que nos comportan. Pero todos, a lo sumo, pertenecen a la esencia de la voluntad de poder, de la energía estúpida del devenir.

Una vez expuestas las razones anteriores, quiero decir lo siguiente: Si acaso Dios existiera, abominaría toda forma de chantaje, de infierno o salvación. Si acaso Dios existiera, en su infinita sabiduría, posterior a su nacimiento, se hubiese autodestruido para dar cabida a la nulidad, representación mil veces más viril que cualquier ridícula, exorbitante y grotesca forma de trascendencia.

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