lunes, 22 de febrero de 2010

El último hombre

Visión ulterior, perfilar la identidad a la esquina, en una vuelta asomar la nariz al otro lado. Persistir en la memoria expectante, en ese sueño que regresa, itinerario inverso en donde mi “yo” y el “mí” era todo lo alado que se puede llegar a ser. Sí: alguna vez saboree ese sabor frugal, ese aroma de frutos silvestres, y nos arremolinamos sobre un campo de manzanillas, tirados, echados como se echan redes al mar, al río, para cazar peces gordos, que vienen del frío hasta el fuego de la sartén. Así, centro y fin del universo, las nubes me mostraban sus parpados, sus aires, abrían nuevos azules y soles. Se descomponía el verbo, la idea, en un montón de versos inútiles y muy útiles para el juego, el ocio, la recreación. Había un árbol, grande, fuerte, arraigado a una piedra infinita. Su corteza, casi mineral, tenía mil años de existencia. Por sus raíces escurrían mundos diminutos, cochinillas solares, gusanos inteligentes. Tenía inscripciones que así mismo se había hecho, simbología astral, biológica, de sangre de clorofila. De ahí bajó la primera manada humana, aún pestilente, aún casi simia. Pero en sus ojos ya había la tristeza del gorila, la aptitud del chimpancé, las alas de la noche. Yo, echado desde el pasto, desde las florecillas, me limité a respirar su humedad, su moho, su musgo, sus hongos. Me embebí en el recuerdo de lo vegetal, y plací reconfortado al compás de su latido salvaje, forestal.

Me imaginé, (¡oh palabra maravillosa, colosal heredad de la infancia!), en ese camposanto invernal, el carácter de mi paternidad. Era todo un carácter: alejado de mí, de mi temperamento decadente. Era Una la reinvención de lo masculino y noble, demente, audaz, seductor, irradiante. Si veía y olfateaba algo de su gusto, le sonreía. Carisma que fomenta uno de mis demonios litúrgicos. Éste, grafitero de mis escritos, que con pies de patineta ha recorrido mil paisajes de adolescentes ebrias de amarme…agujero negro soy: sólo un “yo” puede amarlas hasta devorarles su solar luz, su explosión atómica mil veces repetida.

Vi cómo vestía, cómo hablaba, cómo se comportaba, su atlético cuerpo delgado, sanguíneo, grácil y un poco ridículo. Su pelo largo y visiblemente cuidado, su colorido tatuaje, sus aretes en las orejas. Daba un poco de miedo, pero si lo mirabas bien, era en realidad atractivo, llamaba demasiado la atención, y no por su extravagancia, sino por su enigma. Era el compañero ideal del mundo, el ejemplo de lo que debió llegar a ser la humanidad, mucho antes de que Sócrates inventara la virtud y le dejara abierta la puerta a un cristianismo deforme, de cabeza de Gorgona. No, él era antes de la explicación y de la moral, un puro arte colosal de expandirse, de desearse y hallar en sí el gozo del misterio. Esta inmanencia de lo religioso, la vivía sin ese epíteto, había una dimensión sagrada que ascendía como puro olor a incienso, a mirras, en una continua ebullición de signos sin nombre, desde una noche oscura que procuraba la frialdad del intelecto, a la vez que fomentaba el fuego de la biología. Vivía en un equilibrio de trapecista, en un vuelo de abismo, en una totalidad donde lo monstruoso era el pan de cada día, entre ángeles y demonios, entre la destrucción y la vida: cuerda floja sujeta a las columnas del vacío.

Su punto de partida fue el conocimiento, es decir, la nada. Vivió su muerte antes que su vida, y eso le procuró mil ventajas terrestres. Nació sabio, sólo hubo que reinventar las máscaras que le habitaban de esos rostros demasiado bellos para poder ser vistos. Se veía en cada uno como a su igual, ellos eran él, y los amaba tal y como ellos lo amaban a él, sin egoísmos ni intereses. De tal forma que descubrió que lo único que tenía frente así era a sí mismo: la realidad era una red que devolvía imágenes, sueños, fantasmas. Como se amaba en gran medida, es decir, el amor lo inundaba a todo él, veía en los planetas que gravitaban sobre su interés, la más pura nobleza, la hermosura más honrada y extática. Todo conocer es proyección, quizás, por decirlo de algún modo, y en él esta realidad colapsó sus adentros saliendo de sí y empezando a existir.

Cuando empezó a existir, es decir, a estar entre los hombres, en su río, víbora inmensa que se arrastra, fue inevitable no poder dejar de verle: venía entre olvidos, entre perdones, entre belleza, entre aromas multiformes, y tuvo que ser amado. Con el tiempo la víbora murió, es decir, el tiempo se detuvo, gracias a la mano de él, y los muchos que ya era, se convirtieron en estrellas, en una agonía infinita, en un titilar lento, en un respiro postrado, como si de una planta-Dios se tratara, de un demiurgo vegetal, un titán jubilado en la cima de la eternidad. El alabastro se rompió y dejó que el penetrante olor del aceite perfumado minará la totalidad de lo todo, la absolutez del absoluto, la gramática del psicótico.

Entonces las sombras emergieron de su sueño, y todo lo creado pereció en una lenta agonía de cisne silvestre, la noche fue la Noche, y el silencio el Silencio, y a una, la voz del hombre, su sinfonía cardiaca, no fue más que un susurro en la multitud de la nada, del vacío irredento de lo demoníaco.

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