lunes, 22 de febrero de 2010

25. enero. 2010

Hay un sentimiento vago pero poderoso, que de vez en cuando me asalta: una ligera sensación de bondad. No es un pensamiento, ni una inclinación a la realización de actos santos, sino la necesidad de sentirme limpio. Es semejante al deseo de querer darse un baño en agua fresca. Es como si la mente se pusiera en blanco, y las tendencias, de repente, se aletargaran, cediendo a la posibilidad de ser niño otra vez. Son esas ocasiones en las que puedo abrir la Biblia y leer (aunque a los cinco minutos la abandone no sabiendo qué cosa pensar cuando la leo), o limpiar puramente los trastes sucios, mirar el ventanal y alegrarme porque el sol brilla y el viento sopla. De repente, si voy en el colectivo, saco la cabeza por la ventana y miro las ramas de los árboles de la avenida enmarañarse hasta trepar al cielo azul…y me alegro de que la luna esté allí, blanca y redonda, tonta y esencial. Desde luego todo esto no es más que una ilusión, una impresión de realidad. Lo bueno, así, como entidad, como fenómeno verificable, no existe, no es más que una creación psíquica de nuestras fuerzas de conservación individual. Una forma de alejar el caos circundante, es trazando este orden familiar del mundo. Es un movimiento tan claro, me parece una condición de lo moral o religioso tan ridículamente básico, que se me figura una perdida de tiempo tratar de explicarlo.

Este arrobamiento fragante, nos conduce a latitudes bellas, a la confección interna de un mundo donde ser santo es posible. Claro, posible tontería, pero declinamos el afán de ser críticos merced a un cansancio que el mismo sentimiento expresado trae consigo (o quizás le precede como condición necesaria). Sí: el insufrible estremecimiento de escepticismo, de nulidad vital, se torna aborrecible, insoportable, y de repente, ser reaccionario es ser ingenuo. Alevosamente, nos vaciamos de nosotros mismos, de esa monótona presencia que nos abarca, y nos soltamos, caemos en un lecho sedoso, en una almohada de plumas. Divina ensoñación que responde a los procesos cíclicos de la consciencia, necesaria amnesia de las energías desgastadas por el transcurrir sobre los mismos días.

Esta dosis del poder recomenzar, la tengo bien fiscalizada. Trato de administrármela de manera lo más económica posible. Para ello cuento con símbologemas, por decirlo de alguna manera, que me encarrilan al riel de una dinámica feliz. He conocido algunos momentos –pocos a decir verdad-, en las que he podido abrir la brecha de esa selva desértica que es el yo, y he experimentado la sonrisa de un cosmos nuevo. ¿Cómo pasa eso?, ¿qué chispa desencadena un proceso anímico novedoso?, ¿qué musa nos toca, qué brisa nos abre, nos incita a estrellarnos contra la roca de nuevo? Es un misterio, es, quizás, profundamente sexual, silente. Pero les he puesto caretas, aunque no sepa de qué se tratan: el rostro de una mujer o de un niño, de un anciano, de una bahía italiana, o del azul de la Riviera Maya. Hay un árbol también, una copa de vino, un ademán que se inclina ante un menesteroso. No hay compasión en esto último, hay que aclararlo, lo que hay es una identificación (empatía diría Scheller), con la copa de la cual también se bebe hiel: el de la vida. Solidaridad es vernos así, como parte del mismo infierno. No tengo nada contra los seres humanos, hacen lo que pueden para ser felices. Son tontos, desgraciados, de sentimientos bajos la gran mayoría de ellos. Pero es la única compañía que tengo, y mucho de lo que ellos tienen lo comparto en mis venas, en mi espíritu.

Lo que más aborrezco de mí es la intención malsana por sobresalir, por imponer mis criterios de verdad. Cuando me sobreviene el “sentimiento de bondad” del que os hablo, me percato de la terrible vanidad que representa creerme mejor que los demás, así, termino por negar cualquier forma de elevación personal. Pero ese sentimiento me dice que no tengo porque avergonzarme de ello; como si me incitara a sentirme contento conmigo mismo. Hay una parte de mí que no lo tolera, que le repugna esa sensación, y por ello acaba pronto el viaje hacia la posibilidad de “ser bueno”. No me siento satisfecho bajo el cobijo de ninguna moral. Y no tiene nada que ver con la exigencia de altura. Más bien se trata de una falta del orgullo: me molesta que alguien me tome el pelo, haciéndome creer en algo que no es más que nada. La bondad es el paraíso de los plebeyos.

(…)

Particularmente me pasa cuando escucho Jazz: a veces, empeñarse en ver un estilo donde solo hay muletillas, no es más que un acto de necedad miserable.

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Mejor que sentirse santo o bueno, sentirse bello…única forma válida de conducta humana. Imposible, dicho sea de paso.

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