lunes, 22 de febrero de 2010

No solamente porque toda idea degenere en creencia debería ocurrírsenos decir que en su origen o desarrollo la idea era neutra. No, nunca una idea es neutral, ello no es más que el ideal que la guía a hacerse de tripas corazón para salvaguardar la pretensión científica de la filosofía; en el fondo, nunca una idea es neutra, ¿de qué mente inhumana saldría?, ¿qué silogismo mineral la pondría en circulación?

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Dado que el hombre es error puro, solamente las creencias o artificios (“mentiras irrefutables” diría Nietzsche, religión y arte), pueden otorgarle energía para alzarse en la lucha de la locura que es la vida. Las verdades verdaderas son inútiles: se escapan del tiempo y no pueden participar de la epilepsia monstruosa del devenir, de la torpe existencia humana, de la historia como desfile de innecesareidades.

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La realidad a nadie interesa, por eso lo que llamamos “real” no es más que un espejo que devuelve la imagen de nuestros deseos.

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Cada vez que se logra deshilvanar un deseo se está más cerca de la realidad.

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“Cuanto más se es, menos se quiere” (Cioran). La mejor sentencia fúnebre que he escuchado jamás.

Al cobijo de mi mismo, un sentimiento de autosuficiencia y gozo recorre mis entrañas: soy lo que quiero ser y no me arrepiento. Este orgullo, seguramente, tiene como fundamento una gran carencia moral. No es normal que un ser a lo sumo pleno tenga que ser consciente de la fuente de su felicidad. Quien ama no se repite a sí mismo nunca “pues bien, yo amo”. Pero quien adivina la fatalidad de esa “liberación”, de ese doble nudo (la del ser y de la consciencia de ser, esto último, embrión del deseo, de la aspiración de cambio), ya no puede ser libre en ninguna parte… ¡Vaya liberación de la utopía de ser absolutamente libre!

Puede resultar, por tragedia paradójica, que se sea feliz sin saberlo. O mejor expresado: que lo que se viva es todo cuánto pueda ser vivido. Es como si la estructura total del universo fuese cambiado cada día, y todos los días, sin embargo, amaneciéramos con el mismo dolor de muelas. ¿Podemos imaginarnos en un ambiente distinto, soñado, bajo el cual quisiéramos estar? Pues bien, mi hipótesis es que, a pesar de ello, no cambiaríamos en nada. De ahí la estupidez de concebir un lugar y tiempo ultramundano.

El “ser”, esa nada maquillada, no se conforma por un confinamiento de la “realidad”, sino por un destino ineluctable que es el todo. La tristeza o la bufonada, no nos llevan más que al mismo lugar. Somos reencarnaciones de la vacuidad. De ahí que en nada nos ayuden las verdades, y la posibilidad de suprimir lo que somos, no sea más que una pretensión irrisoria: ¿suprimimos nada para llegar a nada? De todos modos nuestro querer y nuestro actuar serán diluidos junto con nuestra nirvanización.

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Lo que me intriga mucho últimamente es ¿qué demonios motivó a Nagarjuna a concebir su verdad de la forma en la que lo hizo? Es un castillo flotando sobre un abismo.

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Interesante: examinad el verbo “Izarse”, en donde la “I” es el asta bandera y la “Z” el lábaro. Por eso es tan efectiva como imagen al momento de ser usada.

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Señala Esther Seligson al final de su prologo a la Caída en el tiempo de Cioran:

“Una nueva caída… amenaza al hombre: «Esta vez—dice Cioran— no se trata solamente de caer de la eternidad, sino del tiempo; y caer del tiempo significa caer de la historia, suspender el devenir, sumergirse en lo inerte y lo gris, en el absoluto del estancamiento donde incluso el verbo se hunde imposibilitado para izarse hasta la blasfemia o la imploración.» Esta caída es para Cioran inminente, casi que inevitable, de modo que «cuando sea la herencia que le toque al hombre, éste dejará de ser un animal histórico. Y entonces, cuando haya perdido hasta el recuerdo de la verdadera eternidad, de su felicidad primera, dirigirá su mirada hacia otra parte, hacia el universo temporal, hacia ese segundo paraíso del cual habrá sido expulsado».”

Este es el “último hombre” del que habla Nietzsche, un ser vacío que sobrevendrá en los tiempos futuros, harto de la historia, sediento de fundirse en el limbo de un eterno presente. Lucido, apartado del mundo del espíritu creador, caerá en la manada, en la errabundia del ser y sus huellas apenas y serán visibles cuando vague por el mundo, elemental y en ruinas, un dios-animal monumento del culmen de la historia.

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El regalo que nos hizo el diablo, cuando lo del huerto del Edén, fue y seguirá siendo invaluable: el de un día morir, el de ponerle fin al acto de necedad que es estar respirando.

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Incapacidad para sobrevivir la felicidad: Adán ya estaba insatisfecho aún antes de probar del fruto. El pecado fue la consecuencia de una plenitud de idiota.

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La peor forma del devenir es la duda, motor alucinante que vierte una y otra vez la experiencia del vacío en mascarones, en gesticulaciones de ventrílocuo demoníaco.

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Tienen tanta profundidad los textos cioranos que, al no haber sido penetrados por las consideraciones de sus Cuadernos, me hace pensar que leer sus ensayos es asistir a un pensamiento vivo desplegándose: ni siquiera él mismo sabía el rumbo que habían de tomar y las enormidades que implicaban. Por otra parte, es famosa la repulsión que sentía hacia cualquier género de hermenéutica. En su caso más que en otro, lo dicho dicho está.

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Ciertamente ningún animal parece dar muestras de miedo. El perro y el gato, más aquél que éste, parece ser que sí lo poseen: tanto tiempo han convivido con nosotros que ya se apropiaron de la llave para adquirir un alma.

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Vivo en la realidad que está fuera de esa otra realidad que los demás se resisten a dejar. Y no es que aquella primera sea “más real”, simplemente la renuncia hace la diferencia.

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Ciertamente un mundo perfecto carecería de sentido… al igual que éste. A su modo, es un mundo perfecto; modo, por otra parte, nefasto e inútil. Esa es la dureza de todo lo verdadero. Cuando no hay lugar para la posibilidad, todo está terminado; sólo nos queda jugar al “como si”.

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Sin el barrunto del matrimonio, el trabajo u otra amistad que nos haga las tardes más bellas, del Estado, la iglesia o un buen libro de Proust, las cosas aparecen tal y como son. Mi matrimonio está disuelto, mis amistades aburren, y de lo otro, sólo me quedo con el libro de Proust…a condición de que se trate del primero y el último . Lo demás, para mí, no existe.

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De hecho, Dios pudo haber tenido una creación perfecta, pero su pecado consistió en otra miseria de mayor envergadura: en el simple hecho de crear. El mayor favor que le podemos hacer a Dios es dejar de creer en Él…por lo menos como Creador.

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El verdadero fruto del pecado de Adán no es el conocimiento, sino la duda. Bueno, según Kierkegaard es esta “ansiedad” o “angustia” de estar frente al abismo de la nada, un espacio abierto a lo que sea, propiamente la consciencia de ser. Pero el “ser”, como percepción inmediata, está indefinido dado la incapacidad de los ojos de fijar un objeto “claro y distinto”. Conocimiento y duda coinciden con el pecado fundamental, enderezándose hacia el baluarte firme de la fe y el dogma, al estatismo de la divinidad eternamente nebuloso y fulgurante.

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