lunes, 22 de febrero de 2010

SIMON WEIL

Se ha escrito tan mal de Simon Weil, que me resulta una tentación imposible de librar, el hecho de hacerle justicia escribiendo sobre ella de la manera que se debiera. Todos la elogian y muchos la alaban, casi todos escriben sobre ella, pero me temo que no la entienden realmente. So pretexto de socialismo o de religiosidad renovada, se ha hecho de ella un lugar común a la hora de barajar argumentos nuevos a favor del teísmo; o del marxismo. No: la vena de Weil hay que buscarla en otro lugar, en una lectura de sus experiencias y no tanto de su obra teórica, la cual, a decir verdad, deja mucho que desear. Como santa que era, sus reflexiones propias sobre la experiencia de la iluminación o de la ascética del sufrimiento, no nos van a aportar más que lo que aportaría el criptograma de un charlatán que nos promete la verdad esotérica más elevada: todo lo sentido en visiones, en visiones se queda, y la anulación y nulidad del ser puro no puede ser más que una verdad vacía, repleta de luz silenciosa que nada nos dice. Con la teoría weiliana de la gravedad y la gracia, lo natural y sobrenatural de la existencia humana, pasa como lo que pasaba con el eterno retorno nietzscheano: como éste sabía que su fórmula metafísica no era más que una simpleza de lo más irrisoria, siempre que había de hablar de ella con sus amistades, lo hacía en tono de sibilino susurro para imprimirle el misterio que por sí misma la idea no poseía. Huérfana de estrella, la idea de la gracia no dista de ser una reformulación de lo que siempre ha sido la soteriología cristiana.

En lo particular me resultan mil veces más relevantes su correspondencia y sus textos cortos que sus tratados sociales o religiosos.

Basta con leer su obra “capital”: conceptos físicos y metafísicos a propósito del bien o del mal, de la presencia sobrenatural o las acciones positivas del hombre en el plano humano, y toda la serie de conceptos seudo filosóficos, para percatarnos del gran error que es entenderla por medio de ese ámbito. Toda esa jerga causa mareos, cuando el efecto que supuestamente debió de ofrecernos era la trascendencia sobre abismos de luz…

Espero tener que ser menos crítico con ella a la próxima vez que hable de su obra; por el momento, baste y sobre decir que es gracias a ella que he comprendido, a través de una nueva luz, mi experiencia pasada con el cristianismo. Todo el sentimiento de amor y ternura, de pérdida total en un mundo nacido del fango, sin posibilidad de redención, la imposibilidad de toda forma de religión, el amor malogrado, el desgarro de toda la inocencia humana por inventarse a un Dios, la música que se entona a Él y que vuelve vacía, las verdades evangélicas desprovistas de gracia, de virtud, de talento; todo cuanto se pueda decir de un mundo moribundo que se esfuerza en conseguir la salvación, en elevar una plegaria o de tratar de ser “bueno”, cobran un significado especial cuando se analiza la infinitud que trasciende el plano racional para reconocer, no como un necio escéptico demasiado enaltecido de sí mismo, burlón de la inocencia y ensuciador de cualquier forma de integridad, sino como un niño que recién ha regresado a la impresión primera de la realidad, todo el cariz absoluto de un amor como el cristiano.

Estar en el sentimiento de Simon Weil es estar en la aceptación de que era ideal que nuestro corazón, atribulado y perseguido, confundido y contradictorio, impertinente y apasionado, fuese llamado desde una voz cálida, y que los brazos de una infinitud inaccesible nos tomará en su regazo. Estar con la “Santa roja”, era empezar a vislumbrar la infinita escoria de la que está constituido nuestro ser, la fatalidad aciaga que domina cada rincón de nuestra vida, descubriendo que la idea de libertad no es más que una químera que nos hemos inventado para alimento de nuestro orgullo, que no somos más que seres vanos encerrados en una verdad reconfortante, en una aniquilación en donde solamente nuestras putrefactas fuerzas quedan indemnes. Con Weil ahora hay la oportunidad de decir que el cristianismo no proviene del resentimiento, sino de un sentimiento emocional más alto en tanto más bajo: en efecto, puede existir la “moral del señor”, el Übermensch nietzscheano puede ser verdadero, pero el grueso, la gente simple, la humanidad anónima y masificada no nació para tamaña aspiración: el hombre por sí, sin Idea que le haga violencia, es un ser mísero, caído y sin redención.

El Dios cristiano de Simon Weil ama, pura y llanamente, con total indiferencia de las leyes físicas, de las relaciones necesarias, de los causas-efectos aristotélicos, más bien, lo que hace, lo hace como ejercicio de un amor en sí mismo válido. Así, la salvación o el porvenir de un mundo mejor, es cosa de niños. La supremacía del éxtasis se plantea a través de la relevancia del momento en que vislumbramos el rostro de Dios. Después de acontecido ese “momento”, agujero negro en donde hemos accedido al cielo, a la eternidad, todo lo que viene después, es pura fantasía, una pura contingencia, un residuo de vida. El hombre, una vez abierta esa ventana en su psicología, no podrá conocer otra forma de existencia que la que no aspire a esas alturas: es como una droga que no acepta sucedáneos, un amor único que no sucede dos veces. Este momento supremo, es el sacrificio expiatorio de Cristo. Se llega hasta ese momento, atravesando capas psíquicas densas, repletas de símbolos caóticos que creíamos nos decían algo y ahora nos recuerdan lo que siempre hemos sabido: necesitábamos y necesitaremos ser salvados. Pero esta necesidad, ausente en un mundo autosuficiente, no se abre paso si no es en el cotejo con la estatura gigante del Dios que se despoja de sí mismo para ser como todo lo aborrecible, es decir, como todo lo creado. Un Dios ineficaz, tonto, tendría que haber creado el mundo ya que en él lo bueno o lo malo no son más que figuras psíquicas de fijación temporal. Lo que es pasado o futuro, recuerdo o expectativa, en el plano moral es pecado y redención. Pero no se trata más que de atavismos psíquicos. La verdad luminaria de Weil nos sugiere que no se llega hasta la potencia de esas formas sino es asumiendo el papel que la propia psiquis juega, sin que ello sea prueba de su falsedad, pues, propiamente, es el único medio que tiene el hombre para acceder a una verdad mucho más simbólica que la vista.

Lo anterior lo ilustraré con un ejemplo: cuando estamos a punto de derramar las lágrimas por un hijo que ahora se encuentra ausente, que ha partido a la guerra, y que se encuentra -seguramente, pues no lo sabemos a ciencia cierta- sumido en la peor de las pesadillas, basta para que dejemos de llorar, con que refrenemos la imaginación de la que hemos echado mano para añorar la existencia de un ser. Esta forma de percatarnos del juego psíquico que ponen en marcha los sentimientos “más irracionales”, nos empuja a la solución “racional” de que no estamos llorando más que por puros juegos de la imaginación: en realidad no sabemos qué le pasa a nuestro hijo… puede que en este momento que lo estoy extrañando él este durmiendo placidamente en su casa de campaña o jugando poker con sus compañeros. Lo anterior es falso, y se advierte fácilmente porqué: se confunde la materialidad del acto imaginado con su posibilidad de cumplimiento. Puede que lo que nos imaginemos no sea tal y como le vemos, pero eso no quita que efectivamente algo similar este ocurriendo. Esto, para ser directos, es un replanteamiento de la analogía por atribución tomista, pero tiene la virtud, a diferencia de la tesis del aquinate, que no se trata de un proceso intelectual sino exclusivamente de los sentimientos. Si se observa con detenimiento, la imaginación trágica es la única con la que se cuenta para compensar la imposibilidad de penetración física de los dolores ajenos. De ahí que tengamos que “ponernos en los zapatos de los otros”. Así, el “cristianismo”, como “malentendido” (Nietzsche), tenía que ser eso pues no es más que una interpretación corrompida de la visión pura y límpida de la dispensación divina que se da a través de la figura de un Mesías redentor. Recordemos lo que decía Barth: la Biblia no es más que el registro de la verdadera revelación, pues la revelación auténtica fue Jesucristo. La expresión más honda del sentir cristiano, no está en la doctrina cristiana, sino en una elevación espiritual más allá de los textos y liturgias, de los credos y manifestaciones humanas.

En fin ese es otro tema. Por lo pronto, para terminar este apartado que he abierto de Weil, baste con decir que la sensibilidad weiliana, da al traste con muchas de mis inquietudes personales con el cristianismo. Cierto que crea una especie de “ultra cristianismo”, pero aún este replanteamiento no hubiese sido posible sino es a través de su ingenio y de la riqueza misma del cristianismo.

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