lunes, 22 de febrero de 2010

No es que sólo sienta que la noche me devora, es que todo está ya oscuro alrededor mío, del hombre, de Dios, de su universo. Peligran los cimientos de este templo. No puedo hablar de cosas triviales ya: ¿cómo hacerlo cuando todo se derrumba? ¿Disertaré sobre el color de las cortinas al momento en que la casa se quema? Y aunque se quemen todas las casas del mundo, sé que eso no es nada comparable con el hecho de que el mundo se está cayendo a pedazos. Imaginaos la angustia del ecologista cada vez que viaja a la antártica. Sin embargo, mil capaz de ozono se pueden derruir, y sigue siendo intrascendente comparado con lo que hoy siento. El infierno abre su boca y nos devora, ya nadie cree en Dios, y aunque hacen bien, puesto que él no posee ninguna forma de vida, de realidad o de presencia, en la vida de carne y hueso, no se hacen bien: aún no están maduros para semejante verdad. Nadie está maduro para eso, ni el hombre más frío del universo, el más indiferente, el muerto en vida más furibundo, o quien sea: todos necesitamos de la trascendencia.

Somos necesidades en llagas…

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