miércoles, 26 de agosto de 2009

EL DIOS SIN CRIATURA

La historia del ateísmo, es la Historia toda. No que haya una historia del ateísmo, sino que la Historia universal del hombre vive de no creer en Dios. Se está en la Historia porque no se está en el Edén. De la misma forma en la que decir “historia de la estupidez humana” es una doble tautología (puesto que toda la historia es estúpida y todo lo estúpido es humano), así, el transcurrir de lo humano solamente es posible a través del camino de sus negaciones (afirmaciones de lo divino) y sus afirmaciones (negaciones de lo divino). No hay hombre sobre la tierra que no se mueva con la seguridad de esa inexistencia pues, creer en Dios de manera absoluta, es la condenación al quietismo. Al contrario, quien tiene certezas, debiera renunciar a formar parte de lo irracional, es decir, a seguir viviendo. Más, como la fe vive de la duda, Creer en Dios y dudar de Él, son lo mismo. Es decir: solamente se puede creer o no creer en (un) Dios en teoría. Cuando se arriba a la realidad, y cuando se ve que ésta es profundamente incomprensible, diabólicamente irracional, absurdamente sin sentido, solo nos queda abrazarnos al Dios concebido por el existencialismo o cualquier otra religión mística más. En brazos del misticismo da igual que Dios sea Satanás o viceversa: el fondo de la verdadera vida religiosa carece de credos, dogmas e instituciones, su verdad fulminante borra del cerebro de sus extasiados cualquier categoría de lo comprensible.

Todo es un mal entendido, la gente simple, en sus categorías simples, le llama sin Dios o con Dios al producto de su juicio, cuando es evidente que, en el supuesto caso de que podamos conocer, el hombre sin Dios no puede vivir, y con Él, sólo consigue morir “mejor” (cuando al final de sus días debiera resistirse a ese apodado fantasma y dar prueba de honorabilidad). Todo ello es para salvar nuestra vida, para no arrepentirnos o arrepentirnos de manera absoluta, para no quedarnos con la ambigüedad del “No sé si viví bien…”, para tener “acertividad” hoy se diría. Pero la gente lo sabe, por eso ahora calla; y puede hacerlo porque la naturaleza humana, en su talante más rudimentario, vive de inseguridades. El cristiano, el musulmán, el judío, el budista, el taoísta, el marxista, el diosista…etc, lo saben, por eso no han hecho de este mundo el sitio de evangelio al cual les mandaron sus absolutos. El hombre vive con la certeza profunda (no profunda certeza, eso es escolar), allá en su corazón, de que no hay Dios y por eso tiene que rebelarse y luchar; y luego, en un momento de embriaguez por la conquista, se deja llevar por el Dios del placer estulto: crecen los imperios y las religiones, aparecen las épocas de “esplendor”. El imbécil que se abandona a los brazos de la muerte no es en el fondo más que un idolatra del mundo mejor que es estar fuera de este mundo. Pero ese mundo, aún sea la nada o el paraíso, no pueden existir, no debieran existir, no porque su presencia rebajaría a esta vida, pues de por sí esta vida está rebajada, sino porque carece de todo espíritu la confección de un universo a la Dante: es simple: ese orden jerárquico de los existires es de muy mal gusto. Si este orden es del todo chapucero, la irracionalidad del salto hacia su complemento, su “desquite”, resulta de una charlatanería insoportable; pero, precisamente: no hay charlatanería, pues somos “idolatras por instinto”, nadie se atreve a tener tan mal corazón (El diablo es un ángel románticamente rebelde), sólo reina en ese universo de lo gratuito la ingenuidad, que a la larga deviene en estupidez cuando la idea de un Dios, empieza a funcionar.

El sentido pragmático de los absolutos, le dotan de bisagra a la puerta de la insensatez (que conduce al cuarto enceguecedor de la locura). Y no se sobrevive en este mundo sino cuando, incorporados a la herramienta de un gran ideal, empezamos a notar que nuestro vicio es, en cierto modo, práctico, nos ayuda a sobrevivir, a adquirir la fisonomía del acontecimiento. Puede existir o puedo concebir una religión pura, entregada a la meditación y a la contemplación pasiva de todo el universo, quedando extasiado ante la pura nada, pero sólo al caos informe de este mundo humano se le ocurrió la idea de una adoración activa, imperialista. Virus de sus Dioses, lo pregoneros de absolutos, merolicos del Edén, van sembrando de infamias la posibilidad de aspirar a un mundo más humano, más terrestre. Como poco importa, los verdaderos hombres heroicos yacerán sin tumbas debajo de los cimientos de los Estados y las Constituciones, alimentando la tierra con su excepción, su monstruosidad anormal.

Es evidente que sólo la gente “normal” cree en Dios: la mejor de las bienaventuranzas es ser pauperris spiritu, esto es, en tener la capacidad de creer en Dios. Círculo divinamente vicioso que nos reconduce de vuelta al paraíso. Todo se puede destruir con una simple idea o con una frase limpia: Dios está también hecho de carne y perece como las palabras en las que pretende incoarse, hipostasiándose en locución de concilio dogmático. Sus instituciones (usos semánticos para cortos de lenguaje), no sobrevivirán más que hasta la llegada de un nuevo Dios, de una novedad teogónica, o de una bagatela teológica/escatológica/histórica. Los nuevos Dioses ya germinan en la mutación de los lenguajes. Nada tan hegemónico como el vocabulario, la jerigonza de un dictador afectado de semantemas místicos a-significativos, ya sean renovadores de la fe o filosóficos; por eso, cuando se está en Dios, se está en un vocabulario, la frase “vivir la Biblia” debe tomarse en su sentido más literal posible, y la literalidad salva el abismo quemante de la imposibilidad de revelación, de comunicación con el absoluto. Devenido imagen el mundo, los días apocalípticos se empiezan a suceder con sorda trompeta de Patmos. Como eso es intolerable para el que carece de creatividad, prefiere sentirse criatura e iluminado, estandarizado bajo el dominio de un lenguaje religioso. Todo apostata se atrevió a volver al original, al libro infinito que los traductores no conocieron jamás, conquistando con ello el anatema de ampliar su vocabulario.

Resulta insípido dedicarse a las tinieblas del más allá, no porque uno sea lo suficientemente virtuoso para resistirse a los falsos prestigios de ser “el que habla de Dios con profunda ciencia”, sino porque ya no hay fuerzas para el enigma. Decadente, sólo queda la nostalgia por los dioses derribados por el epíteto del paganismo, y en descubrir que nuestros miedos son sólo eso: miedos. Al final, no tendremos más que aceptar que todo ha llegado a su fin cuando asumamos que, pese al vacío de la esterilidad, quizás puede sobrevenir en el universo una nueva lucha. Tenemos miedo al marasmo, a desnudar la vaciedad del misterio, a agotar la faz de los Dioses, a desgastar la urdimbre de todo lo humano. “¿Pero si no tenemos esto, con qué nos enfrentaremos?” Con nada, ¿por qué el afán cuando aún no ocurre tu liberación completa? Si cada día trae su propio afán, cada afán te dará su día propio: hoy aún no eres libre, y cuando por fin descubras el desierto, muere en él sin esperanza, perece como espíritu elevado en las manos de un Dios sin criatura.



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