viernes, 14 de agosto de 2009

EL ENDEMONIADO GADARENO


Muchas son los signos que hacen del Nuevo Testamento un libro aún digno de ser leído, al menos como creación literaria, religiosa (en el término cultural) y esotérica.

Borges señalaba, a propósito del “Así hablaba Zaratustra” de Nietzsche, que de manera intencional éste registró contradicciones en los juicios de su obra y dejó ciertas frases oscuras, pues su sentido era otorgarle un aire de literatura religiosa. En efecto: solamente lo sibilino, paradójico y extraño pueden suscitar la inquietud e incitar a la imaginación de ver en tales símbolos extravagantes, revelaciones de carácter sobrenatural o espiritual. Así, el Zaratustra de Nietzsche es una parodia a los libros religiosos, y, a la vez, un texto fundante de su nueva animosidad ante la vida. Es claro que sólo lo contradictorio suscita en nosotros inquietud e interés, tanto como las posturas insostenibles y las provocaciones ideológicas. Nada tan contrario al enigma de lo divino que un texto legible y coherente.

Desde tal referencia, ¿cómo contemplar a esa extraña escena en la que Jesucristo es aprehendido por la turba de la guardia pretoriana, a la vez que un muchacho desnudo sale corriendo del acto, igual que como lo haría un actor despistado tras bambalinas? Se dice que es “una firma” del evangelista, o del encargado de redactar tal. De igual modo ocurre con el varón que les indica a los apóstoles el lugar en el que se celebraría la última cena: ¿en las vísperas del sabbath, llevando en un cántaro, agua del pozo? La falta de explicación de las veces en que Jesús se escabulle de ser apedreado, el señalamiento de que no beberá vino sino hasta su regreso, o la extraña revelación de que los demonios detestan los sitios húmedos, etc. Todo ello, de nulo valor espiritual, ubica a las acciones de Jesucristo dentro del entorno del rito, de la magia y lo oculto, ornamentos indispensables para suscitar el morbo por los poderes sobrenaturales.

Quiérase o no, no podemos liberarnos de ser circunspectos a la hora de analizar tales manifestaciones, como si del aleteo de una mariposa dependiera el equilibrio del universo. Esta fobia, gesto de obsesivo compulsivo, funda nuestra inquietud por la escena en la que Jesucristo libera al endemoniado Gadareno de la legión de demonios que lo poseían.

Resulta de un asombro espectacular mirar la forma en la que el Mesías se apiada de la multitud de espíritus malignos y les permite poseer al hato de cerdos.

La pregunta inmediata que nos surge es ¿para qué, qué finalidad tenía esa “gracia”? Pregunta que a la vez nos remite a otra que debimos habernos hecho antes, cuando contemplábamos las “liberaciones” que había realizado Jesucristo, y no nos inquietaba el hecho del destino de tales entidades espirituales. Suponemos que eran enviadas al infierno (en donde, desde luego, son castigadas, o al seol, antesala del infierno), o se les dejaba libres para que pudieran seguir su vida parasitaria. Si era lo último, no hay mucha inquietud real de por medio en el acto del endemoniado gadareno, pero, si era lo primero, ¿cuál fue la intención de Jesús al dispensarles el castigo eterno? Creemos que existía la dispensa porque, finalmente, aunque según los evangelios señalan que los cerdos se precipitaron sobre el mar ahogándose (Gadara era una isla), tal acción no era el resultado de un anatema por parte del Mesías, sino un acto de los mismos demonios, cosa que nos indica, quizás, que estos no perecieron sino que siguieron con su “existencia” demoníaca.

La escena se parecería a la desbandada que hacen ciertos roedores de zonas heladas, en donde, ejecutando la orden de un suicidio colectivo, son víctimas de su instinto natural que los predestinó a muerte tan extravagante. Los cerdos, poseídos por siete mil espíritus malignos, según narran los evangelios sinópticos, a las claras tenían que terminar de esa forma.

La “gracia” ejecutada por Jesucristo poseía una carga semántica que es opacada por el mensaje primordial del que parece estar revestida la anécdota: el poderío inminente del enemigo y la necesidad de ayuno y oración ferviente cuando se trata de “exorcismos” de este tipo. Pero es precisamente en este dato en donde se puede hallar una posible explicación al hecho: parece indicarnos que el encuentro entre el gadareno y Jesucristo se trataba de una cita de alto rango diplomático. Observemos la escena: La isla, mitad griega, mitad judía, era un bastión un tanto cuanto ajeno a las tribulaciones del continente, debido al aspecto ya apuntado de su dualidad cultural y al hecho geográfico de su aislamiento. Empero, Jesucristo se dirige por medio de una embarcación hasta el sitio únicamente para enfrentar a la legión de demonios. Pareciera que no esa era la intención original: recordemos que los milagros no eran más que un aval del mensaje, pues lo realmente importante era la buena nueva y no la realización de prodigios sobrenaturales. Sin embargo, finalmente, Jesús solamente asiste a esa isla para obrar un milagro y después retirarse en virtud de ser tildado de non grato.

Cuando llega a la isla dispuesto a realizar su trabajo cotidiano, le informan sobre la presencia de un endemoniado “poderoso” que habitaba “los cementerios” y que había roto multitud de cadenas con las que habían tratado de someterle sin éxito alguno. Es entonces cuando vemos el acto que a tantos a gustado por su notable histrionismo y sonido estridente: frente a frente el endemoniado se retuerce y no deja de reconocerle su dignidad al profeta que lo visita: “¿Qué quieres de mí hijo de Dios?”. Gentilmente, Jesús tiene la soberanía viril, como a todo ser poderoso corresponde, de preguntarle su nombre, a lo que éste contesta no sin producir cierto efecto dramático en quienes leemos:

soy legión, porque somos muchos


Entonces, es cuando uno se imagina por completo un plano distinto a la realidad. Antes, sabíamos que un demonio poseía un cuerpo, y le era fácil a nuestra imaginativa mediocre, dibujar una vasija repleta de un líquido oscuro, cuyos temblores sumergían al poseso en convulsiones demenciales. Ahora, no sabíamos a qué imagen recurrir: se trataba de siete mil espíritus que en su conjunto poseían al pobre hombre, una locura de fuerzas, una contravención a la idea de lo uno, a la metafísica de la identidad: ¿cómo convenían en qué decir, qué desear, qué hacer? La respuesta estaba en la misma respuesta del endemoniado: se trataba de un cuerpo militar. Una legión, sabemos, era la unidad fundamental del ejército romano, tal y como lo fue la falange para los pueblos griegos. Este cuerpo castrense estaba compuesto por siete mil soldados, todos a pie, haciendo uso del sternum y el pilum, la espada y el escudo, y que, a su vez, conformaban, la Corte, ésta la Manipula y ésta última, la Centuria. Este orden jerárquico se nos abre, o debía de abrírsele al lector del evangelio al momento de escuchar las sonoras palabras del gadareno, por lo que no debía sen incoherente que el endemoniado poseyese una personalidad.

El efecto original de la lectura debió ser éste: el enviado de Dios, él sólo, como David ante Goliat, combatiría contra un cuerpo militar entero, encarnizado y preparado para la batalla. Pero no hay resistencia, no hay combate, porque no hay posibilidad de lucha real: igual que como podía liberar con su sombra, o, sin siquiera saberlo, “derramar” un poco de energía en alguien enfermo y así curarle, el Mesías evangélico postra a los demonios con su sola presencia, y es entonces cuando piden piedad: “permitirnos poseer el hato de cerdos…”. ¿Qué suerte de consideraciones habrá hecho Jesucristo en ese momento para ser condescendiente? Las mismas consideraciones diplomáticas que se tiene con un igual, dirían los maniqueos, queriendo ver en el acto una confabulación de los dioses malo y bueno. Pero la doctrina general del cristianismo no le atribuye a la causa más que el cariz de la misericordia. Pero la misericordia es todavía un efecto: ¿qué consideración pudo llevar a Jesús a otorgar esa misericordia? Recordemos que el sentido de la misericordia guarda una estricta proporción de justicia: ese es el sentido de la salvación del hombre, tema central del nuevo testamento y de la doctrina cristiana en general: la misericordia solamente es posible por una medida racional: devolver al orden corrompido su estatura original, necesitando para ello el Juez celestial satisfacer el castigo merecido en alguien: tal es el significado del sacrificio expiatorio de Jesucristo. La salvación no es gratuita, tiene un costo y ese costo fue el misterio de la encarnación, muerte y resurrección del Verbo.

Desde ese punto de vista al que hay que elevarnos para poder incorporar la lectura aislada de la escena del endemoniado gadareno a una interpretación posible, resulta el acto de misericordia multicitado, en un acto, en realidad, de cálculo bélico. Era indispensable que quedase testimonio de la acción para demostrar el poco interés que tiene Dios de hacer cumplir inflexiblemente sus determinaciones, de la misma forma en la que conforma a su plan divino actos que en otro lugar hubiese reprobado. Tómese como ejemplo las vidas de Job y Jacob, quienes por mucho, más que favoritos de Dios parecen ser sus enemigos de tan encarnizada intensidad en las relaciones que mantenían. Sin embargo, eran elegidos: ninguno como ellos pueden dar cuenta del tipo de sentimiento absurdo y absoluto que regía el diálogo con la deidad: savia y sangre que las formas endulzantes del cristianismo aún no pueden capturar.

El símbolo que se guarda tras el acto de piedad al gadareno nos impulsa a observar el desenlace del acto: finalmente liberado, ese pobre hombre es enviado a casa “para que contara las buenas cosas que Dios había hecho con él”. De igual magnitud que el mensaje de San Francisco: “Vayan al pueblo y prediquen el evangelio y si es necesario, hablen de él”. Ironía santa que subsume la honestidad pura a la falta total de diferencia entre palabra y acción. ¿Para qué iba a necesitar Jesucristo perder su tiempo en la predicación cuando la magnitud de la señal era suficiente para proclamar su buena nueva? El mismo hecho de la muerte de los cerdos no pudo ser más que un pretexto del cronista del relato para hacer encajar el poder del milagro: finalmente no era necesario que Jesús se quedara en la isla, con la liberación del gadareno ya era cosa suficiente. Pero para poder hacer eso se necesitaba una justificación del abandono del lugar, tal era, evidentemente, el miedo que les produjo a los habitantes la muerte de los cerdos de forma tan dramática. Interpretación pueril, si se quiere, pero dada la futilidad del hecho, es fácil mirarlo así.

Si lo anterior es cierto, el enigma se diluye y nos queda el malestar de que una interpretación tan, en cierto punto, soez, pueda acabar con el problema. No sería la primera vez que un principio ridículo, bajo la distorsión de la idolatría, se transforma en un monumento de excelsitud. ¿En dónde estaría lo errado del hecho si finalmente la esencia a la que obedece es esa: la suprema necesidad de un prodigio ajeno a comentario teológico alguno, a predicación de ninguna especie capaz de causar polémica. San Pablo más adelante diría que los griegos buscan sabiduría y los judíos milagros, pero que Dios no le dará a uno ni a otro lo que buscan, pues Dios tiene sus propios planes. Así ¿qué hace un prodigio sobrenatural en medio de una isla de pensamiento lógico-racional, o acostumbrada a mirar las cosas bajo la óptica de los dioses paganos, en el mejor de los casos? ¿Qué les hacía falta a esos descendientes de griegos proclives a juzgarlo todo? Ciertamente no una predica, cuyo contenido era asimilable a un adoctrinamiento judaico o a una discusión en el areópago; no, lo que les hacía falta era un acto inusitado, extraño, sobrenatural. Podían tener sus explicaciones acerca de la “enfermedad” del endemoniado, pero no una que explicara su cura tan repentina. A cambio Jesús les dio silencio y un suicidio colectivo animal: como si les quisiese decir “interprétenlo como quieran, ahí les dejó el milagro”.

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