sábado, 15 de agosto de 2009

APATÍA METAFÍSICA


Sin ánimos de asistir al infierno personal del otro, o de participar de la insensatez del prójimo, el hombre natural es comúnmente insensible a lo total. ¿Y de qué otra forma podría ser posible el reino del entusiasmo si no es con la barrera de la incomprensión? Hoy algunos se quejan de la diversidad infinita de formas de concebir el mundo y sus cosas, pero no se dan cuenta que sin ese ingrediente irrepetible de la esfera de lo otro no nos podría ser posible el acto de distanciarnos de aquello que nos podría herir. ¿Se le puede juzgar a una biología cualquiera por huir del dolor? Imaginaos un mundo donde realmente existiera el Uno en la cabeza y corazón de todos sus habitantes: ese día sería la comunión total en la Idea de lo absoluto, y si por alguna razón se resquebrajara su estructura, a una todos caeríamos en una depresión cósmica: no sabemos hasta que punto el ateo o el fanático nos ayudan a sobrevivir con sus posibilidades de universo. Viéndolo bien, la confusión de las lenguas nos salvó de la muerte.

Advertir la nulidad de nuestra visión del mundo, es abrirse un poco más a la realidad y a la supresión del yo. Verdad subjetiva, a la manera kierkegaardiana, es verdad innecesaria. La historia del hombre nos enseña que los términos de verdad y prejuicio, en realidad, se identifican. Participar de lo total, de la Verdad absoluta, es sumirnos por completo en el laissez-faire metafísico: somos, como diría Spinoza, no más que la realización de lo otro hacia lo cual tendemos. De ahí que a Nietzsche y a Kierkegaard se les identifique a pesar de sus abismales diferencias: para ellos, como para la mayoría de los hombres, no se tiene un conocimiento cierto si no es en la apropiación sanguinaria, concupiscente y miedosa de las cosas; términos que residen en la cualidad del ser humano, pequeño tirano dispuesto a subyugar al mundo con sus palabras y discursos. Esta disposición del aparato de conocimiento humano, es de índole azarosa y predeterminada: participa de los humores vítreos y de los factores del medio ambiente en una alquimia de la realidad ambiental y fisiológica. A eso se le llama libertad, al levantamiento del velo, al mecanismo mediante el cual desplazamos a la ignorancia de esos factores ya fijados de antemano.

La razón por la cual Calvino descubrió en el Plan cósmico redentor la manifestación del amor de Dios, no es difícil de comprender si se asiste al sistema. Advirtiendo ese gran edificio que debe ser la providencia y sus oscuros caminos, no es complicado suponer que a Dios le sea imposible que se le pueda escapar la decisión de un simple mortal sujeto a predeterminaciones obvias. Si a la vista de los ojos humanos ciertas conductas son predecibles, cuánto no será sensible a la vista de Dios ese vacío que gobierna el corazón del hombre. En realidad, a un hombre de doble ánimo le parecería coherente amar a Dios y creerse libre, pero a quien su razón le exige aprecio de la unidad, no podría, por más que lo intentara, forzar a su carácter a sentirse libre sabiéndose amado por Dios. El amor esclaviza, se enseñorea de aquello que ha conquistado, y no le da vida sino es para vivir para él, por él, de él. El amor es muerte para dar vida a un segundo término, tal y como diría Hegel. Pero esa visión es ridícula si se toma en cuenta que quien debería decir la frase es el mismo quien está muriendo: ¿qué me puede importar a mí, yo, único e irrepetible, dar vida cuando no me la puedo dar a mi mismo? Jesucristo no salvó hombres pecadores, sino a hijos de Dios en perspectiva. Muchos religiosos se guardan el secreto y viven compartiéndoselo a sus hermanos a escondidas, guardando que el “mundo” no se vaya a enterar: ellos son los elegidos, por eso nada ni nadie, el pecado o ellos mismos, los pueden separar de la Gracia. Jesucristo no murió por toda la humanidad sino solamente por los que habrían de ser salvados.

Este “gozo”, el de la salvación, tiene un doble sentido para lo espiritual: por un lado es, efectivamente, gozo, y por el otro un supremo pesar semejante a la muerte. En efecto: ¿cómo le va aplacer a Dios dejar morir a unas criaturas suyas, hechas a imagen y semejanza de Él, a efecto de salvar a otros? Y aquí no es oponible el hecho de que se les salva por alguna cualidad especial tales como la fidelidad, la entrega o la pureza del corazón del creyente, puesto que eso rompería con el término mismo de la gracia: su carácter de inmerecida. ¿Cómo logra el creyente conjuntar tales términos sin recurrir al puro hecho del azar, de la arbitrariedad o el despotismo de un Dios caprichoso? La respuesta, no es una respuesta propiamente, sino una justificación: el apóstol Pablo la da, y ello es lo siguiente: ¿A qué la pregunta? ¿No acaso tienes lo que escogiste? Si eres salvo porque a Dios así le plació, ¿de qué te quejas? Y si no, ¿qué te importa una mentira? Pero esto es insatisfactorio si se observa que no se pregunta desde el término de la libertad, la cual la Gracia ya se encargó de hacerla ilusoria, sino del plan general de Dios. Esto es semejante a la parábola de los jornaleros que Jesús cuenta en los evangelios pero de manera inversa. Recordemos que el amo que contrató a diversos trabajadores, les redarguye a los que se quejaron de recibir el mismo pago, cuando los otros habían trabajado menos que ellos, de que el trato ya estaba hecho de antemano y que ellos estaban recibiendo lo acordado, no debiendo importarles el trato que había hecho con los otros. La enseñanza, lógicamente trata de romper con el sentido primordial del orden humano: A pesar de todo, aún y cuando haya convenido en algo contigo, tu conducta me enseña que eres caprichoso y que no existe mayor causa para juzgar a un acto de justo o injusto que tu palabra. La guillotina de Hume o la aporía del Eutifrón salen a flote: el orden moral no es más que el resultado de la arbitrariedad de un Dios veleidoso. Es así como el dogma nos impulsa forzosamente a la inquietud, con todo y que nos seduzca la idea, por otro lado muy común, de que la voluntad de Dios emana de una visión absoluta, cuyo derrotero surge de un conocimiento al cual nosotros no tenemos acceso. Seguramente Dios no quiere pecar de indiscreción: sus razones infinitas tendrá.

Así, ¡qué osadía del hombre mortal el preguntarle a su Creador la razón por la cual resulta ser elegido cuando los demás no! Pero siendo sinceros, la misma Gracia de alguna manera incorpora un satisfactor al hecho: “si los amas, si realmente te preocupan, ve y háblales de la buena nueva”. Y luego, otra fuerza que de nosotros tira: ¿Para qué si todo ya está predestinado? De cualquier forma no les puedo predicar a los muertos, tal y como lo Mormones practican, ni aquellos que se encuentran por completo apartados de mis posibilidades como evangelista. De cualquier forma, el destino de toda la fuerza que gobierna el plan divino, es irresistible y se nos planta a través de la historia como una pura aleación de contingencias. Azar y capricho, sustancia dual que se reparte sobre el destino y la libertad, respectivamente. El nombre de esa sustancia, no está de más decirlo es Soberanía divina.

El furor del santo que llora por la perdición del mundo, sus pecados, su idolatría, su muerte eterna, no tienen cabida en un universo capaz de castigar al pecador. O, precisamente por ello, se llora, tal y como Solón una vez contestó a los impertinentes que se atrevieron a decir que sus lágrimas no levantarían a su hijo muerto: “por eso precisamente lloro”. Tal pareciera que las lágrimas fuesen patrimonio único del hombre, pues Dios ya ha tomado su seria decisión en donde no hay lugar a lloros. Se llora porque se tiene que llorar: las lágrimas son el único sinsentido lírico que nos devuelve al mundo real, ahí donde las preguntas terminan y comprendemos que todo siempre estuvo bien, hasta que nos atrevimos a preguntar. Sí existe un orden en el universo, después de todo: el orden de la aceptación, de la humillación, del acto de contrición, de la nulidad ante lo que nos dispensa el tiempo, o mejor, de la nulidad que nos dispensa el tiempo. No tenemos nada, ni siquiera miseria. El drama se inventa para no aburrirnos de la representación que nos hicimos del mundo, tan mala pieza teatral como sus inventores. Más ¿cómo podremos liberarnos del afán de ser santos, de una sola pieza, de huir de esta incapacidad por sentir como los demás sienten, de adentrarnos a sus infiernos para así ser un poco menos egoístas?

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