Poner la fe en un Dios: asumir el
sentido propio de las cosas. Pero al poner la fe en sí mismo, no queda otra que
imprimirles un sentido.
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Sí existe una voluntad de poderío
en el desapego budista: es la fuerza de millones de años de una luz que renació
en nosotros.
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Siddharta le llamó a su hijo
“Rahula”, traba, cadena, lazo. No es un nombre negativo, es todo lo contrario:
quizás sea la única razón por la cual se podría tomar el camino del
Bodhisattva.
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Siddharta, a pesar de haber sido
a siete días de nacido, cuenta la leyenda que toda su vida llevó el dolor de la
pérdida de su madre. Se cuenta que cuando el Iluminado regresó a su casa, les
pidió perdón a su esposa y a su hijo. Una vida por los extremos atada, era la
única que podría comprender el dolor absoluto de la pérdida.
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Es indiferente no haber sufrido
el proceso de la reencarnación para experimentar la eterna rueda de sufrimiento
de la vida. Todos los días somos otros, y todos los días cometemos los mismos
errores.
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En el momento más profundo de su inútil
ascetismo, Shakyamuni fue presa de un recuerdo repentino: el día en que
descubrió que una comunidad de insectos era aplastada por un arado, y que ese
sufrimiento era absorbido por él mismo, por la naturaleza toda. Era el inicio
de la Compasión. La luz nos sobreviene de los lugares más recónditos de la
mente, a veces despreciados, a veces ignorados de tanto tenerlos ante la vista.
Después de eso Buda diría todas las mañanas: he aquí que estamos despertando.
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No hay verdad más grande en el
hecho de que el iluminado consigue la excelsa generalidad: es el ser más
ordinario que existe. Lo especial, lo excepcional es la ficción del afeite, el
adorno sobre el vacío. Estar en lo que somos, he ahí el verdadero reto.
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Todo lo que no es problema
humano, no debiera ocupar el corazón del hombre. Se entiende así que el inicio
de la sabiduría correcta estriba en no preguntarse cosas tales como el origen
del universo, el sentido de la vida, la esencia de la realidad, la existencia de
los dioses…A la luz de las necesidades humanas estás resultan impertinentes.
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Se dice que es inexacto afirmar
que el término “deseo” signifique el deseo todo, per se. Que la intención del
budismo es solamente domar ese deseo, dirigirlo hacia la búsqueda de la
iluminación. De cualquier forma, habría que entender que toda forma de deseo se
asienta sobre la transitoriedad de una victoria. Este asentarse es la causa del
dolor, no propiamente del deseo en sí.
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Se dice que cuando el Buda
recibió la noticia de la muerte de su hijo y de su esposa en manos de un
sanguinario conquistador, se estremeció de dolor. El Buda había fallado, su
doctrina no le había asistido, su propia medicina no lo curaba de su malestar.
Pero es que, ¿cómo no estar cerca de la trascendencia, cuando el poder de la
muerte nos ha tocado y nos ha arrebatado todo lo que nos ataba a esta tierra?
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Las últimas palabras de Buda
giraban en torno a aceptar las cosas y su terrible realidad, a esforzarse y
dejar pasar aquello que no era importante. Tal pareciera que no decía nada que
no supiéramos. ¿En dónde estaba la diferencia? Solamente alguien que ha tenido
la experiencia de la iluminación la puede hacer notar. El vislumbre está en la
actitud de encarar a la vida y, por
ende, a la muerte con la sonrisa de quien sabe que todo (el universo, el
tiempo) ha llegado a su fin.
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¿Qué sería el hombre sin la
experiencia del dolor? No me lo puedo imaginar…La sustancia del universo es el
sufrimiento. El hombre no “experimenta” el dolor, el hombre es él mismo el
dolor.
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Jesucristo se despojó de su divinidad abandonando lo
absoluto para ir en pos de un rescate de dudosa victoria. Buda haría lo propio
con el Nirvana. Y… ahí acaban las similitudes. Lo que viene después es justo lo
que nos hubiese gustado que ocurriera con Jesucristo: Sin milagro, sin
resurrección, con todos los rasgos propios de lo humano y entregado a una forma
de muerte carente de toda gloria.
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